Nací
en 1961 en una aldea del interior de la provincia de Orense en el seno de una familia humilde, cuya religión católico romana regía sus modestas vidas.
Mi
deseo de servir a Jesús comenzó muy temprano en mi vida ya desde muy niño.
Después en mi compromiso como catequista; como Presidente provincial de Juventudes
Marianas Vicencianas; o en el Centro Vocacional de los Paules en Salamanca.
Siempre me entregué con sinceridad y de forma genuina en aquella vida
religiosa. Asistir a la iglesia llenaba un hueco en mi vida, pero yo sentía que
me faltaba algo. Había muchas preguntas que quedaban sin respuestas; en
especial, la más importante de todas: ¿Cómo debía comportarme para morir e ir
al cielo, con Dios? No hallaba respuesta alguna por ningún lado.
La vida de los religiosos, monjas y sacerdotes
que despertó mi curiosidad. Sin embargo, su vibrante fe no encajaba con mi
enfoque lógico y racional. Seguí buscando respuesta para llenar aquél vacío que embargaba mi alma.
Durante
mucho tiempo, pensé que bastaba con “ser bueno”; con “hacer buenas obras”, con
“ser una persona moral” o con servir a los demás. Ahora comprendo que todas
estas cosas son importantes, pero que ninguna de ellas es transformadora. No
son lo mismo que llegar espiritualmente a conocer a Jesús. Eso sólo sucede
cuando entramos en una relación personal y transformadora con Jesucristo.
(El
por qué estoy compartiendo mi historia, es muy simple: Quiero ayudar a otros
para que lleguen a ese punto decisivo para conocer a Cristo como Salvador y
Señor; para que el nombre de Dios sea glorificado por cada alma rescatada de
las garras del poder del pecado.)
Hasta qué el Señor me abrió los ojos mientras
vestía la imagen de una virgen, y pude ver con horror qué estaba adorando. No
era más que un trozo tosco de madera, con un rostro y manos muy logrado , pero
qué ni oía, ni veía, ni hablaba.
En mi peregrinar espiritual comencé a leer
sobre el Islám, y filosofías orientales. Pero desencantado de todas ellas, me
resigné a mi destino.
Sin
saberlo entonces, los planes de Dios para mi vida, se estaban llevando a cabo
de una forma imperceptible para mí después de haber abandonado aquella vida
religiosa.
Inicialmente,
hubo un período de preparación, durante el cual Dios me estaba atrayendo hacia
Él. Me mostraba Su bondad Su amor. Permitía que pasara por dificultades. Me
llevaba hasta el punto más extremo de mis propios recursos. Pero tenía en mente
una meta. Era llevarme a un punto en el
que pudiera confiar en Él y entregarme a Su cuidado.
Fue
una noche lejos de España, en un pueblo llamado Shilbrug-Dorf de Zurich, Suiza,
(donde había llegado con un contrato anual de estudiante para trabajar y aprender alemán) cuando tuve
el encuentro con Jesús; fue allí donde Él me encontró, perdido y cargado de
pecados.
Aquella noche de enero de 1984, ya en la
madrugada, sintonicé una emisora de habla hispana; y un programa, La Voz de
Salvación. Me dejé caer en la cama, y así mirando al techo escuchaba como la
voz de aquel locutor me presentaba el Plan de Salvación a través de Jesucristo
El Hijo de Dios.
Hasta
entonces nunca había escuchado que la salvación y el perdón de mis pecados se recibían sólo por Fe en Jesucristo. Aquello produjo un shok en mi mente, en mi
alma y en mi corazón; y creí. Caí de rodillas en medio de la habitación.
Recuerdo como si fuera ahora aquel instante. Todo el peso de mis pecados los
tomó Cristo, y me libró de la muerte eterna. Toda la pesada carga sobre mi alma
desapareció. Me levanté del suelo, salvado, nacido de nuevo por fe en
Jesucristo.
A
partir de ese punto comenzó una relación nueva, con un compromiso profundo.
Puedo decir que Él ha hecho todo lo posible para cumplir con el compromiso que
adquirió conmigo en el momento en que yo me comprometí con Él. Durante años,
estuve buscando y luchando. Para mí, el camino fue pedregoso y lleno de
caidas.
En
aquella transición crítica en mi vida, comprendí muy poco el profundo cambio
que se estaba produciendo.
Ahora, gracias a lo que he aprendido de la
Biblia, de enseñanzas sólidas, las circunstancias de la vida, tengo una
comprensión mucho mejor de la forma en que una persona entra y sale de esa
relación vital.
Todo tiene un comienzo.
El
nuestro comienza en el Génesis, el primer libro de la Biblia. La palabra
“Génesis” significa “comienzo”. Allí vemos cómo eran las cosas cuando Adán, el
primer hombre, caminaba de cerca a Dios. Dios lo amaba profundamente, y Adán
respondía con un cálido afecto a ese amor. Ambos sentían un profundo deleite en
la franqueza, la confianza y la compañía que experimentaban en aquella relación
mutua.
El
trabajo era distinto a lo que es hoy. Era productivo y daba satisfacción;
estaba libre de estrés, ansiedad, corrupción o fallas éticas.
Pero,
lamentablemente, el Paraíso duró poco. Lo que sucedió entonces ha tocado la
vida de cada uno de nosotros.
En
la Biblia se nos dice que la humanidad heredó un defecto fatal cuando Adán
cedió ante la tentación y se rebeló contra Dios. La raíz de todo aquello era
que había decidido caminar por su cuenta, abandonando el extraordinario vínculo
que había tenido con Dios al principio. A partir de este punto, incluyendo a
los propios hijos de Adán y Eva, la naturaleza del ser humano ha estado
dominada por la violencia, la codicia, los celos, el odio y la rebelión. La
Biblia le da a todo esto el nombre de pecado. Su consecuencia: la muerte.
El
Antiguo Testamento es un relato sobre la lucha del ser humano contra el pecado
y sus consecuencias. Dios estableció unos métodos temporales para sustituir
esta naturaleza caída, pero esos métodos no hacían nada que pudiera cambiar esa
naturaleza. Seguía siendo la misma. Tampoco ha mejorado con el paso del tiempo,
el aumento de la educación, los descubrimientos científicos ni la prosperidad
económica. La naturaleza básica o “caída” del ser humano no ha sufrido
alteración alguna desde los tiempos de Adán.
Poco
después de entrar el pecado en la raza humana a través de Adán, Dios predijo la
venida de uno que remediaría aquel defecto fatal. Entonces identificó a un
pueblo, el hebreo, como la familia de la cual saldría esa persona. Durante
centenares de años, los profetas hebreos fueron haciendo revelaciones acerca de
aquél que restauraría aquella relación que había sido quebrantada
Y en el Nuevo Testamento.
Nació
un profeta incomparable llamado Juan. Éste, Juan el Bautista, llamó al pueblo a
arrepentirse, o a cambiar su forma de vivir, y a recibir el perdón de sus
pecados.
Miles
de personas respondieron y fueron bautizadas como evidencia de que se habían
apartado de su manera profana de vivir.
Juan
vino para prepararle el camino a Aquél que traería consigo la restauración
plena. Él llevó al pueblo tan lejos como pudo. Pero afirmó con toda claridad
que, por iniciativa divina, lo seguiría otro, Jesús, que iría a la raíz del
problema: la misma naturaleza pecaminosa.
Cuando
las personas se arrepentían de sus pecados como respuesta a la predicación de
Juan el Bautista, su corazón quedaba preparado para tratar con el pecado, que
era el verdadero problema. La verdadera importancia de Jesús, el representante
perfecto de Dios en forma humana, es que Él, y solo Él, tenía las credenciales
necesarias para lidiar con la raíz.
En
cierto sentido, Jesús era como Adán y Eva. Ambos hombres habían nacido libres
del defecto del pecado. Ambos fueron tentados, y eran capaces de pecar. Pero
aquí es donde ambos tomaron direcciones radicalmente distintas. Mientras que
Adán sucumbió ante la tentación, Jesús no lo hizo. Llevó una vida perfecta, y
sirvió como ejemplo impecable de la forma en que debe vivir el ser humano.
Ahora
bien, más que su vida, son su muerte y su resurrección las que forman la base
de nuestra transformación personal. Puesto que es tan vital que entendamos la
exclusividad y el alcance de lo que Jesús logró, ahora veremos este momento tan
decisivo en la historia. Como un autor lo describió, es “la mayor historia que
se haya contado jamás”.
Como
ya hemos visto, en el principio Dios creó al ser humano. Casi de inmediato, el
ser humano cayó en rebelión.
Luego, después de miles de años de
preparación, en el momento preciso, Dios hizo que por obra del Espíritu Santo
fuera embarazada una joven virgen llamada María, quien estaba comprometida con
un carpintero llamado José. El hijo que nació de ella era el propio Hijo de
Dios.
Siendo
joven, Jesús trabajó en la carpintería de su padre. Aunque se enfrentó a las
tentaciones a las que nos enfrentamos todos, creció sin pecado alguno.
Cuando
tenía alrededor de treinta años de edad, dejó su oficio para comenzar a
proclamar el mensaje del Reino de su Padre celestial. Decenas de miles lo siguieron,
un gran número fueron sanados, e incluso hubo muertos que fueron resucitados.
Los
líderes religiosos y del gobierno lo consideraron una amenaza. Por eso,
colaboraron para disponer su muerte, basados en falsas acusaciones. Jesús fue
traicionado, arrestado, juzgado, azotado y clavado a una cruz. Su sentencia de
muerte por crucifixión era la destinada a los criminales comunes. Él no se
defendió, sino que fue voluntariamente, aunque habría podido llamar a un
inmenso número de ángeles para que lo rescataran. En palabras del profeta
Isaías, fue como el cordero que va al matadero. Y murió.
En
la cruz, Jesús dijo: “Todo se ha cumplido”.
Éste
es el punto más dramático de toda la historia, porque Jesús no se estaba
refiriendo sólo a su vida, sino también al problema del pecado.
Él
se había convertido en el remedio de Dios. Gracias a su obediencia, había
satisfecho la exigencia de Dios como “el sacrificio perfecto por el pecado”.
Por eso el cristianismo, despojado de la cruz, no es cristianismo.
Jesús
fue puesto en la sepultura de un influyente líder judío. Sellaron la tumba.
Tres días más tarde, para perplejidad hasta de sus seguidores más cercanos,
resucitó de entre los muertos. Sus discípulos encontraron la tumba vacía, y se
sintieron sacudidos hasta lo más profundo de su ser.
Pero
Jesús se les apareció a ellos, y después a centenares más. Los consoló y
tranquilizó, afirmándoles que aquellos increíbles sucesos habían estado en el
centro mismo de los propósitos de Dios.
Después
de cuarenta días, subió al cielo, donde se reunió con Dios, su Padre. Entonces
el Padre le concedió a su Hijo el honor más alto y supremo de ser cabeza de
todo lo que hay en la tierra y en los cielos. Así, Jesús fue hecho tanto Señor
como Cristo, posiciones que sigue teniendo hoy. “Señor” se refiere a dominio.
“Cristo” se refiere a su capacidad para salvar. Él, y sólo Él, se convirtió en
el Salvador de la humanidad.
Desde
su lugar de autoridad, Jesús nos invita a convertirnos en seguidores suyos; en
nuevas criaturas.
¿Quién
puede decir que esto no es algo totalmente asombroso? No estoy seguro de que la
mente humana tan limitada, lo pueda captar por completo. ¿Qué clase de amor es
éste, el que un padre sacrifique a su único hijo?
Sin
embargo, esto sucedió, y muy literalmente, por una razón central y majestuosa:
para que usted que lee esto, y yo podamos restablecer la clase de relación
personal con Dios que Él quería que existiera desde el principio. Él fue quien
hizo posible que volviéramos a estar en su presencia. Así se convirtió en la respuesta
a la pregunta más importante de la vida. Gracias a ÉL, en estos momentos está
leyendo esto, y el Espíritu Santo le está mostrando que Jesús es el Camino, y
la Verdad, y la Vida; y que usted necesita para recibir la Salvación por fe en
Cristo para poder estar un día en la presencia de Dios y vivir en la eternidad,
alabando, adorando y glorificando a Dios. De lo contrario, amigo mío, usted si
no acepta, ni cree en Jesucristo pasará la eternidad lamentándose de no haber
tomado la decisión correcta.
Antes
de continuar leyendo, pregúntese: ¿Quién puede ofrecerle el regalo de la
Salvación, mas que Dios a través de su Hijo Jesucristo?
Yo
responderá por usted: SÓLO CRISTO.
La consumación y la razón de ser de nuestra
vida.
Hasta
este momento, he tratado de dejar establecidas dos ideas básicas. La primera es
la forma en que nuestra vida fue corrompida con el pecado que heredamos. La
segunda es que Jesús vino como remedio a esa situación. Según la Biblia, estos
hechos son una realidad.
Ahora,
quiero que pensemos en la relación que hay entre esas dos realidades, y la
posibilidad de que edifiquemos sobre ellas para ser transformados
personalmente.
La
clave para podernos apropiar de estas verdades consiste en creerlas y
aplicarlas a nosotros mismos.
El verbo “creer” tiene el mismo
significado que “tener fe en…”.
Veamos más de cerca el concepto de creer, tal
como se usa en la Biblia, puesto que en el Nuevo Testamento encontramos este
verbo usado cerca de doscientas cincuenta veces.
En primer lugar, lo que no es creer.
Creer
no es pensar de manera positiva ni alimentar unas esperanzas infundadas. No
tiene que ver con tratar de ganarse una relación con Dios. No tiene que ver con
las buenas obras, ni con el simple hecho de ser “una buena persona”. No nos
convertimos en creyentes sólo porque estemos afiliados a una institución
religiosa, o porque sigamos una tradición, ni porque hayamos nacido en una
familia cristiana.
Para
creer hace falta un objeto de nuestra fe. Creer es colocar nuestra confianza en
alguien o algo. Es una palabra de acción. Implica tomar una decisión
consciente. Decidimos creer o decidimos no creer. Ambas implican una decisión.
En
su significado bíblico, creer es algo que compromete no sólo nuestra mente,
sino también la profundidad de nuestro corazón, y no sólo nuestra mente. Cuando
creemos, enlazamos las realidades mencionadas anteriormente con el compromiso
de anclar nuestra esperanza en la persona de Jesús.
Cuando
creemos, estamos respondiendo de manera positiva al amor que Dios nos tiene.
Ese amor es tan profundo y tan amplio, que proporciona todo el contexto para
todo lo que Él ha hecho por nosotros, y todo lo que Él espera de nosotros.
Jesús quiere apasionadamente que estemos completos en nuestra relación con Él.
Aquí
están los elementos claves por medio de los cuales nos llegamos a reconciliar
con el Padre. Todos y cada uno de ellos tienen una importancia vital. Si uno
solo de ellos estuviera ausente, podría impedir que nuestra relación fuera
completa.
Nuestra condición:
Lo
primero que necesitamos comprender es que estamos separados de Dios. El abismo
que nos separa de Él es ancho y profundo. Heredamos por nacimiento un defecto
fatal que nos imposibilita acercarnos a Dios. Como consecuencia, hemos vivido
independientes de Él. La Biblia destaca esta realidad tan desoladora: “Pues
todos han pecado y están privados de la gloria de Dios”. Si no podemos aceptar
el hecho de que el pecado nos separa de Dios, nunca llegaremos espiritualmente
a casa, porque no sentiremos la necesidad de un Salvador.
El remedio de Dios:
En
segundo lugar, necesitamos tener una comprensión muy clara de quién es Jesús, y
qué ha hecho Él por nosotros, para poder poner en Él nuestra fe con toda
confianza. Jesús fue quien cerró la brecha que nos separaba de Dios. En
palabras del apóstol Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo
unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida
eterna” (Juan 3:16).
Jesús
no sólo era un buen hombre, un gran maestro o un inspirado profeta. Él vino a
la tierra como el Cristo y el Hijo de Dios. Nació de una mujer virgen. Llevó
una vida sin pecado. Murió. Fue sepultado. Resucitó al tercer día. Ascendió a
los cielos, y allí se convirtió en Señor y Cristo.
La
muerte y resurrección de Jesús a favor nuestro satisfizo las exigencias de
Dios: una provisión completa para eliminar nuestro pecado. Este Jesús, y sólo
Él, reúne las cualidades para ser el remedio de mis pecados y los suyos.
Nuestra respuesta: arrepentirnos y
creer.
El
arrepentimiento personal es vital en el proceso de transformación. La palabra
“arrepentimiento” significa literalmente “un cambio en la manera de pensar”.
Consiste en decirle al Padre: “Quiero acercarme a ti y apartarme de la vida que
he llevado independientemente de ti. Te pido perdón por lo que he sido y lo que
he hecho, y quiero cambiar de manera permanente. Recibo tu perdón por mis
pecados”.
En
este punto, son muchos los que experimentamos una notable “purificación” de
cosas que se habían ido acumulando toda una vida, todas ellas capaces de degradar
el alma y el espíritu de una persona. Sintamos o no el perdón de Dios, si nos
arrepentimos, podemos tener la seguridad total de que somos perdonados. Nuestra
confianza se basa en lo que Dios nos ha prometido, y no en lo que nosotros
sintamos.
Llegamos
a una relación personal con el Señor cuando tomamos la mayor decisión de la
vida: el punto decisivo del que hablamos antes. Esa decisión consiste en creer
que Jesús es el Hijo de Dios, el que murió por nuestros pecados, fue sepultado
y resucitó de entre los muertos, y recibirlo por Salvador y Señor.
Cuando
creemos de esta forma, nos convertimos en hijos de Dios. Está prometido
expresamente en el evangelio de Juan: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que
creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12).
¿Quiere recibir a Jesucristo como
Salvador y Señor? Si quiere hacerlo, puede hacer una oración como ésta:
“Jesús,
te necesito. Me arrepiento de la vida que he llevado alejado de ti. Te doy
gracias por morir por mí en la cruz para pagar por el castigo de mis pecados.
Creo que tú eres el Hijo de Dios, y ahora te recibo como mi Salvador y Señor.
Consagro mi vida a seguirte.”
¿Hizo
esta oración?
¿Le
parece este transformador paso increíblemente simple? Es lamentable que se haya
oscurecido tanto el concepto de acudir a Jesús de esta forma, y se haya
envuelto en tantas ideas y palabras innecesarias, que se les ha robado a muchos
la maravillosa sencillez de esta verdad. Es muy importante que eso no nos
suceda a nosotros.
La
transformación personal tiene por resultado una naturaleza totalmente nueva.
Esa naturaleza reemplaza a la antigua, que había estado corrompida desde el
principio. El apóstol Pablo lo describe de esta manera: “Por lo tanto, si
alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado
ya lo nuevo!” (2 Corintios 5:17).
Pensemos en otros términos que se usan en la
Biblia para describir el contraste total que existe entre lo viejo y lo nuevo.
Cuando alguien se convierte en creyente, sale de las tinieblas para pasar a la
luz (Hechos 26:18); sale de la esclavitud para pasar a la libertad (Romanos
8:21); sale de la muerte para entrar en la vida (Romanos 6:13).
En
realidad, el nuevo creyente ha pasado por un segundo nacimiento. El primero fue
un nacimiento natural, que vino unido a una naturaleza caída. El segundo es un
nacimiento espiritual, libre de este defecto básico. Es un comienzo totalmente
nuevo. Nos convertimos en una nueva persona.
Jesús
dice: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). Hay algo del
mismo cielo, vivo, activo e imperecedero, que habita en el nuevo creyente.
Para
mí, éste es el mayor milagro que nos podríamos imaginar jamás, llegar realmente
a la moradade nuestro Padre en los cielos,
con todo lo que esto significa en esta vida y en la eternidad.
La Palabra de Dios en la
Biblia nos ayuda a comprender la magnitud del cambio experimentado por el nuevo
creyente: “El nuevo carácter, siendo finito, sigue teniendo la posibilidad de
cometer errores, y de hecho los comete, pero no es ésa la realidad más
importante. La realidad verdaderamente importante es que todos los poderes de
la persona son empleados de una forma nueva, y que sus movimientos son
dignificados por una nueva dirección. Es un planeta errante que se vuelve
estable en sus movimientos porque ha entrado en una nueva órbita”.
Ahora comprendo que esto
es lo que me sucedió a mí en aquel momento en el cual le entregué mi vida a
Cristo. Yo había sido un planeta errante, pero gracias a la generosidad, la
paciencia y la misericordia de un Padre amoroso, mi vida se estabilizó. Fui
llevado a una nueva órbita: recibido y convertido en un miembro de la familia
de Dios.
Una
vez se haya sentado una fundación espiritual sólida, podemos crecer en la nueva
vida que Dios nos ha prometido. La Biblia le llama a esto “madurar en Cristo”.
Y como yo mismo puedo dar fe, es un proceso diario, que dura toda la vida.
El
propósito de Dios es que los nuevos creyentes nos convirtamos en personas
distintas. Estamos “en proceso de construcción”. Estamos siendo transformados
desde adentro hacia afuera. El arquitecto principal de estos cambios es Dios
mismo. Como un Padre amoroso que es, Él acude a nuestro lado para dirigir
personalmente nuestro crecimiento.
Por
lo que he experimentado, y he podido observar en otros, surgen unos nuevos
patrones de conducta drásticamente nuevos. Cambian los hábitos dañinos. Las
actitudes, los pensamientos y la manera de hablar pasan a un nuevo nivel. Las
motivaciones son sometidas a escrutinio. Nos preguntamos: “¿Por qué habré hecho
eso?” Dios nos enseña a comportarnos de manera diferente, y nosotros seguimos
adelante.
El
proceso continúa. El egoísmo cede el lugar al servicio. Las relaciones con los
demás son restauradas. Disminuyen la amargura, la envidia, los celos y los
odios a medida que aumenta el amor. Experimentamos una nueva dimensión del
gozo. No de un día para otro, pero sí de manera constante y progresiva. Se
producen unos ajustes profundos. Entonces nos damos cuenta de que es cierto:
somos realmente unas criaturas nuevas, porque Cristo está viviendo en nosotros.
Muy
pronto, estos cambios internos se vuelven visibles. El nuevo creyente quiere
reunirse con otros que también tienen su fe puesta en Cristo. No estamos solos.
Así se forman nuevos lazos de confianza, amor y respeto mutuo.
La
Biblia, la Palabra inspirada de Dios para nosotros, se convierte en una nueva
amiga, ahora más relevante y comprensible. Nos encontramos con el Espíritu
Santo, la presencia de Jesús mismo que habita en nosotros. Descubrimos que Él
es un guía increíble, si le damos acceso.
Ahora
bien, nuestra nueva relación trae consigo unas restricciones necesarias. No se
trata de que “todo sea permitido”, porque vemos que nuestro Dios es un Dios
santo. Lo debemos honrar, reverenciar y obedecer. Cuando aceptamos las elevadas
normas que Él ha establecido para nosotros, comprendemos que son para beneficio
nuestro. De hecho, todo cuanto Él nos proporciona y hace por nosotros, es para
nuestro propio bien.
Nuestra
nueva vida en Cristo no es una vida de éxitos continuos. Hay nuevos desafíos.
Los viejos hábitos y las viejas relaciones no cambian con facilidad. Surgen los
conflictos. Hasta hay fuerzas espirituales que se nos oponen. Dudamos. Nos
desalentamos.
Sin
embargo, las cosas son distintas. No estamos solos. Hemos entrado en una
alianza nueva y viva con Jesucristo. Él nos guía. Nosotros lo seguimos. Nuestra
fe está puesta sobre un fundamento nuevo, y ese fundamento es Cristo. Las
palabras que Él nos dirige son maravillosas y tranquilizadoras: “Nunca te
dejaré; jamás te abandonaré” (Hebreos 13:5).
Con
el tiempo, esa vida transformada causa un impacto en todo lo que somos y
hacemos.
Tal
vez haya estado muy lejos del Señor, errando por doctrinas falsas que me alejaron de la senda segura del Evangelio de Jesús, como lo estuve yo hace
años, viviendo de un modo incierto con respecto al propósito de la vida, a su
final, a la eternidad. Pero déjeme decirle que dondequiera que se encuentre,
una vez puesto un fundamento sólido, la aventura de crecer y vivir en Cristo no
termina nunca.
El
próximo paso lo tiene que dar usted. Lo exhorto a aceptar el reto, a aceptar a
Jesús como Salvador y Señor de su vida. Si estos pensamientos y estas palabras
son oportunos, le ruego que reflexione sobre ellos y, con la ayuda de Dios,
tome una decisión porque el arrebatamiento de la Iglesia de Cristo está muy
cerca.
Usted
que lee esto le digo delante de Dios, que hoy conozco en quien creo, por fe sé
que Cristo está ahí todos los días de mi vida, sienta o no lo sienta; porque mi
salvación y relación con Él no depende de mis emociones, sino de sus promesas.
Jesucristo es mi Salvador, mi Señor y mi Rey; reina en mi vida, para
transformarla según el diseño que tiene para mi. Por eso me someto al proceso
sea cual sea porque al final redundará para bien en mi vida.
Ojalá
que todo esto que ha leído sea de bendición para su vida, para mostrar lo que
Dios Padre en el nombre de Jesús, con la guía del Espíritu Santo por el poder
de la Palabra de Dios en la Biblia está llevando a cabo en mi vida; y si usted
quiere podrá hacer en su vida.
¡MARANATHA!
¡¡SI, VEN SEÑOR JESÚS!!