7 ¿Qué
diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el
pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no
dijera: No codiciarás.
8 Mas el pecado,
tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia; porque sin la
ley el pecado está muerto.
9 Y yo sin la ley
vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí.
10 Y hallé que el
mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte;
11 porque el pecado,
tomando ocasión por el mandamiento, me engañó, y por él me mató.
12 De manera que la
ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno.
Aquí empieza uno de los pasajes más maravillosos del Nuevo Testamento; y
uno de los más conmovedores, porque Pablo nos presenta su propia autobiografía
espiritual, descubriéndonos su corazón y alma.
Pablo está hablando de la torturadora paradoja de la Ley. En sí misma, es
algo maravilloso y espléndido. Es santa,
que es tanto como decir que es la misma voz de Dios. El sentido de la raíz de
la palabra santo (haguios) es diferente. Describe algo que no es de este mundo.
La Ley es divina, y transmite la misma
voz de Dios. Es justa. Ya hemos visto que la idea de la raíz griega de la
justicia nos dice que consiste en dar al hombre y a Dios lo que les es debido.
Por tanto la Ley es lo que establece todas las relaciones, humanas y divinas.
Si una persona cumpliera perfectamente la Ley, estaría en perfecta relación
tanto con Dios como con sus semejantes. La
Ley es buena. Es decir, que está diseñada exclusivamente para nuestro
supremo bien. Su fin es hacer que el hombre sea bueno. Todo esto es cierto; y,
sin embargo, es un hecho que esa misma Ley es el medio por el que el pecado se
introduce en el hombre. ¿Cómo puede ser así? Hay dos maneras en las que se
puede decir que la Ley es, en cierto sentido, el origen del pecado.
(i) Define
el pecado. El pecado sin la Ley, como dijo Pablo, no tiene existencia.
Hasta que la Ley define algo como pecado, no se podía saber que lo fuera.
Podríamos encontrar una cierta analogía con lo que pasa en los juegos, por
ejemplo el tenis. Un jugador podría dejar que la pelota botara más de una vez
en su campo antes de devolverla; si no hubiera reglas del juego, eso no sería
ninguna falta. Pero hay reglas, y establecen que la pelota no puede botar más
de una vez antes de que se devuelva al otro lado de la red; así que es falta
dejarla botar dos veces. Las reglas
definen las faltas, y la Ley define el pecado.
Podemos tomar una analogía mejor: lo que se le
puede permitir a un niño, o a una persona de una tribu de la selva amazónica,
no se le permitiría a un hombre maduro de un país civilizado. La persona madura
y civilizada reconoce unas reglas de conducta que no conocen el niño o la
persona de la tribu; por tanto, no se le perdonaría lo que a éstos se les puede
perdonar.
Por "pecado" se entiende, no el
diablo, como pensaban algunos de los antiguos; sino la viciosidad y corrupción
de la naturaleza, el pecado que mora en nosotros, la ley en los miembros que
tuvo "ocasión" por la ley de Dios; de modo que la ley a lo sumo podía
ser sólo una ocasión, no la causa del pecado, y además, esta era una ocasión no
dada por la ley, sino tomada por el pecado; de modo que fue el pecado, y no la
ley, lo que obró en él toda clase de concupiscencias. Prohibiendo la ley todo
pensamiento impuro, y el deseo codicioso de objetos ilícitos, el pecado
aprovechó estas prohibiciones para obrar en él, despertar y excitar la
concupiscencia, el mal deseo de toda clase de cosas prohibidas por la ley; por lo
tanto, es claro que no la ley, sino el pecado, es sumamente pecaminoso: porque
sin la ley el pecado estaba muerto; no es que, antes de que se diera la ley de
Moisés, el pecado yacía muerto e inerte, porque durante ese intervalo entre
Adán y Moisés el pecado existió, vivió y reinó, y la muerte por él, tanto como
en cualquier otro momento; pero cuando el apóstol estaba sin la ley, es decir,
sin el conocimiento de su espiritualidad, antes de que entrara con poder y luz
en su corazón y conciencia, el pecado yacía como muerto; era así en su
aprensión, se creía libre de ella, y que era perfectamente justo.
La
Ley crea el pecado en el sentido de que lo define. Tal vez en algún lugar o en otra época era
legal conducir un vehículo en cualquiera de los dos sentidos; pero luego se
decidió que no se podía nada más que en un sentido, y desde aquel momento está
prohibido hacer lo que antes estaba permitido. Así la Ley, al presentar sus
prohibiciones, crea el pecado.
(ii) Pero
hay un sentido mucho más serio en el que la Ley produce el pecado. Una de
las cosas raras de la vida es la fascinación de lo prohibido. Los rabinos
judíos y los pensadores descubren esa tendencia en el Huerto del Edén. Al
principio Adán vivía inocentemente. Entonces se le prohibió para su bien que no
comiera el fruto de cierto árbol; pero vino la serpiente y cambió astutamente la prohibición en una tentación.
El hecho de que estuviera prohibido hacía aquel árbol más deseable; así es que
Adán fue seducido al pecado por el fruto prohibido, y la muerte fue la
consecuencia.
Filón de Alejandría alegorizaba toda la
historia. La serpiente era el placer; Eva representaba los sentidos; el placer,
como sucede siempre, quería la cosa prohibida, y atacó por los sentidos. Adán
era la razón; y, por el ataque de lo prohibido a los sentidos, la razón se
extravió y vino la muerte.
En un pasaje de sus Confesiones, Agustín habla
de la fascinación que produce la cosa prohibida.
“Había un peral cerca de nuestra viña, cargado
de fruta. Una noche de tormenta, unos cuantos gamberros hicimos el plan de
robarla y llevarnos el botín. Cogimos un montón tremendo de peras -no para
comérnoslas nosotros, sino para echárselas a los cerdos, aunque nosotros
también comimos lo suficiente para saborear el fruto prohibido. No eran muy
buenas; pero no eran las peras lo que codiciaba mi alma pecadora, porque tenía
muchas mejores en casa. Las cogí sencillamente para cometer un robo. La única
fiesta que celebré fue la de la iniquidad, y ésa la disfruté a tope. ¿Qué era
lo que me atraía del robo? ¿El placer de actuar contra la ley, yo que, al fin y
al cabo, era un prisionero de las reglas, para tener un pobre simulacro de
libertad haciendo algo prohibido, como una forma de impotente pataleo? ... El deseo de robar me lo suscitaba
precisamente la prohibición de hacerlo».
Poned algo en la categoría de lo prohibido, o
fuera de los límites, e inmediatamente ejerce fascinación. En este sentido, la Ley produce el pecado.
Pablo usa una palabra reveladora en relación
con el pecado: "El pecado me sedujo.» Siempre hay decepción en el pecado. La
ilusión del pecado obra en tres direcciones:
(i) Nos engañamos pensando en la satisfacción
que vamos a encontrar en él. Todos tomamos la cosa prohibida creyendo que
nos va a hacer felices; pero a nadie le resulta así. (ii) Nos engañamos creyendo que tenemos disculpa. Todos pensamos que
podemos justificarnos por haber hecho lo que no debíamos; pero la disculpa no
suena más que como vana cuando se hace en la presencia de Dios.
(ii) Nos engañamos pensando en la probabilidad de
escapar a las consecuencias. Todos pecamos con la esperanza de salirnos con
la nuestra; pero es muy cierto que, más tarde o más temprano, se nos
descubrirá.
Entonces, ¿es la Ley una cosa mala porque
produce el pecado? Pablo no tiene la menor duda de que hay sabiduría en el
proceso:
(i)
Primero, está convencido de que, sean las consecuencias las que sean, el pecado tiene que verse como pecado.
(ii) El proceso muestra la terrible naturaleza
del pecado, porque toma una cosa -la Ley- que era santa y justa y buena, y la
retuerce para que sirva para el mal. Lo terrible del pecado se ve en el hecho
de que puede tomar una cosa buena, y convertirla en un instrumento para el mal.
Eso es lo que hace el pecado. Puede tomar el encanto del amor, y convertirlo en
lujuria. Puede tomar el deseo honroso de independencia, y convertirlo en una
obsesión de dinero y poder. Puede tomar la belleza de la amistad, y usarla como
seducción para cosas malas. Eso era lo que Carlyle llamaba «la infinita
condenabilidad del pecado.» El mismo hecho de que tomó la Ley y la convirtió en
una cabeza de puente para el pecado muestra la suprema maldad del pecado. Todo
este proceso no es accidental; está diseñado para mostrarnos lo terrible que es
el pecado, porque puede tomar las cosas más maravillosas y contaminarlas con su
sucio contacto.