El
fruto de la religión para la vida práctica
Finalmente, estoy llegando al fruto de la religión
en nuestra vida práctica, o la posición del calvinismo en cuanto a la moral -
la tercera y última división con la cual esta exposición sobre calvinismo y
religión concluirá. Aquí, lo primero que llama nuestra atención es la
contradicción aparente entre una declaración de fe que, como se dice, les quita
el filo a todos los incentivos morales, y una práctica que en su seriedad moral
supera la práctica de todas las otras religiones. El antinomista y el puritano
parecen estar mezclados en este campo como cizaña y trigo. A primera vista
parece que el antinomista fuera el resultado lógico de la declaración de fe
calvinista, y que solamente por una inconsistencia afortunada el puritano pudo
infundir el calor de su seriedad moral en el frío congelante que emana del
dogma de la predestinación. Los romanistas, luteranos, arminianos y libertinistas
han siempre acusado al calvinismo de que su doctrina absoluta de la
predestinación, culminando en la perseverancia de los santos, tiene que
resultar necesariamente en una conciencia demasiado liviana y una flojera en la
moral. Pero el calvinismo responde a esta acusación, no razonando, sino
demostrando un hecho de reputación mundial en contra de esta deducción falsa de
consecuencias ficticias. Simplemente pregunta: "¿Qué frutos morales
pueden demostrar otras religiones, que sean iguales a los estándares morales
elevados de los puritanos?" - "Perseveremos en el pecado para que
la gracia abunde más", es la vieja mentira diabólica que el espíritu malo
lanzó contra el santo apóstol mismo en la niñez de la Iglesia cristiana. Y cuando
en el siglo XVI el catecismo de Heidelberg tuvo que defender al calvinismo
contra la acusación vergonzosa: "¿No lleva esta doctrina a vidas
despreocupadas y poco piadosas?", Ursino y Oleviano se enfrentaron con
nada más que el eco de la misma vieja calumnia. Por cierto, el deseo malo de
persistir en el pecado, e incluso el mismo antinomismo, abusaron de la
confesión calvinista vez tras vez y la levantaron como un escudo para esconder
los apetitos carnales del corazón no convertido. Pero como la repetición
mecánica de una confesión escrita no tiene nada que ver con la religión
verdadera, tampoco podemos hacer responsable a la confesión calvinista de
aquellas piedras muertas que hacen eco de las fórmulas de Calvino sin tener ni
un grano de la seriedad calvinista en sus corazones. Solamente aquel es un calvinista verdadero, con el derecho
de levantar la bandera calvinista, que en
su propia alma, personalmente, fue tocado por la majestad del Todopoderoso, se
entregó al poder abrumador de su amor eterno, y se atrevió a proclamar este
amor majestuoso en contra de satanás y del mundo, y de la mundanidad de su
propio corazón, en la convicción personal de haber sido elegido por Dios mismo,
y por tanto, de tener que agradecerle a Él solo, por toda gracia eternamente.
Un tal no puede sino temblar ante el
poder y la majestad de Dios, y aceptar Su Palabra como principio gobernador de
su conducta en la vida; un principio que lleva tan lejos que por su fuerte
adhesión a las Escrituras, el calvinismo fue censurado como una religión
nomista, pero sin razón válida.
Nomista es el nombre apropiado para una religión que
proclama que la salvación se alcanza por el cumplimiento de la ley; mientras el calvinismo, en un sentido
completamente soteriológico, nunca
derivó la salvación de otro lugar que de Cristo y el fruto redentor de Sus
méritos. Pero sigue siendo el
rasgo especial del calvinismo que coloca al creyente ante el rostro de Dios, no
solamente en Su iglesia, sino también en su vida personal, familiar, social y
política. La majestad de Dios, y la autoridad de Dios, impulsan al
calvinista en el todo de su existencia humana. Él es un peregrino, no en el sentido de caminar por un mundo
que no le interesa, sino en el sentido
de que a cada paso del largo camino tiene que recordar su responsabilidad hacia
este Dios tan lleno de majestad, que le espera al final de su viaje. Al
frente del portal que se abre para él, a
la entrada a la eternidad, se encuentra el juicio final; y este juicio será una
prueba amplia que abarca todo, para
averiguar si el peregrinaje largo fue cumplido con un corazón que apuntaba a la
gloria de Dios, y de acuerdo con las ordenanzas del Altísimo. ¿Qué quiere
decir ahora el calvinista con su fe en las ordenanzas de Dios? - Nada menos que
una convicción bien arraigada, de que todo en la vida fue primero en los
pensamientos de Dios, antes de ser realizado en la creación. Por tanto, toda
vida creada lleva necesariamente dentro de sí una ley de su existencia,
instituida por Dios mismo. No hay ninguna vida en la naturaleza sin tales
ordenanzas divinas - ordenanzas que llamamos las leyes de la naturaleza -, un
término que estamos dispuestos a aceptar, con tal que se entienda con ello, no
leyes que se originan desde la naturaleza, sino leyes impuestas a la
naturaleza. Así hay ordenanzas de Dios para el firmamento arriba, y ordenanzas
para la tierra abajo, por medio de las cuales el mundo se mantiene, y, como
dice el salmista: Estas ordenanzas son los siervos de Dios. En consecuencia,
hay ordenanzas de Dios para nuestro cuerpo, para la sangre que corre por
nuestras venas, y para nuestros pulmones como órganos de respiración. E
igualmente hay ordenanzas de Dios para
la lógica, para poner en orden nuestros pensamientos; ordenanzas de Dios para
nuestra imaginación, en el área de la estética; y así también ordenanzas
estrictas de Dios para el todo de la vida humana en el área de la moral. No
ordenanzas morales en el sentido de leyes sumarias generales, que dejen a
nosotros la decisión en los casos concretos y detallados; sino como la ordenanza de Dios determina el rumbo del
asteroide más pequeño y de la estrella
más grande, así también las
ordenanzas morales de Dios descienden a los detalles más pequeños y más
particulares, diciéndonos lo que es la voluntad de Dios en cada caso. Y
estas ordenanzas de Dios que gobiernan tanto los problemas más fuertes como las
pequeñeces más insignificantes, nos urgen, no como los estatutos de un libro de la ley, no como
reglas a ser leídas desde un papel, no como una codificación de la vida que
podría en algún momento ejercer una autoridad propia, no, estas ordenanzas nos urgen como la voluntad constante del Dios
omnipresente y todopoderoso, que en cada instante determina el rumbo de nuestra
vida, ordenando sus leyes y continuamente comprometiéndonos por su autoridad
divina. El calvinista no
asciende en su razonamiento, como Kant, desde el "Tú debes" a la idea
de un legislador; sino, porque se
encuentra ante el rostro de Dios, porque ve a Dios y camina con Dios, y siente
a Dios en su entero ser y existencia, por eso no puede cerrar su oído ante este
"Tú debes" que procede continuamente de Dios, en la naturaleza, en su
cuerpo, en su razón, y en su acción. De allí sigue que el verdadero calvinista se ajusta a estas ordenanzas no a la fuerza,
como si fuera un yugo del cual quisiera despojarse, sino con la misma disposición con la cual seguimos a un guía por el
desierto, reconociendo que no conocemos el camino pero el guía sí lo conoce, y
por tanto admitiendo que no hay seguridad excepto al seguir sus pisadas de
cerca. Cuando nuestra respiración es obstruida, intentamos inmediata e
irresistiblemente de quitar el obstáculo para volver a una respiración normal,
o sea, para restaurarla, al hacerla concordar nuevamente con las ordenanzas que
Dios dio para la respiración del hombre. Tener éxito en esto, nos da una
sensación de alivio indecible. Exactamente así, en toda alteración de la vida
normal, el creyente tiene que esforzarse
tan rápidamente como sea posible a restaurar su respiración espiritual, de
acuerdo con los mandamientos morales de Dios, porque solamente después de esta
restauración puede la vida interior desarrollarse nuevamente con libertad en su
alma, y nuevas energías están a disposición para actuar. Por tanto, no
conoce ninguna distinción entre ordenanzas morales generales, y mandamientos
específicamente cristianos. ¿Podríamos imaginar que en cierto tiempo Dios
quisiera gobernar las cosas de cierta manera, pero que ahora, en Cristo, El
quisiera gobernar de otra manera? ¡Como si El no fuera el Eterno, el
Incambiable, que desde la misma hora de la creación, y hasta toda la eternidad,
quiso, quiere, y querrá y mantendrá, un solo y el mismo orden moral mundial!
Por cierto, Cristo removió el polvo con el cual las limitaciones pecaminosas
del hombre habían cubierto este orden del mundo, y le devolvió su brillo
original. Por cierto, Cristo, y El solo, nos reveló Su eterno amor que fue,
desde el inicio, el principio que mueve este orden del mundo. Sobre todo, Cristo fortaleció en
nosotros la capacidad de caminar en este orden del mundo con un paso firme sin
vacilar. Pero el orden del mundo en sí permanece el mismo que fue desde
el inicio. Este orden requiere su cumplimiento, no solo del creyente (como si
menos fuera requerido del no creyente), sino de todo ser humano y de todas las
relaciones humanas. Por tanto, el calvinismo no nos lleva a filosofar sobre una
susodicha vida moral, como si nosotros tendríamos que crear, descubrir, u
ordenar esta vida. El calvinismo
simplemente nos coloca bajo la impresión de la majestad de Dios, y nos sujeta
bajo Sus ordenanzas eternas y mandamientos incambiables. De allí, para el
calvinista, todo estudio ético se basa en la Ley del Sinai, no como si en aquel
tiempo el orden moral del mundo se hubiera establecido, sino para honrar la Ley
del Sinai como el resumen auténtico y divino de aquella ley moral original que
Dios escribió en el corazón del hombre, en su creación, y que Dios está
re-escribiendo en las tablas de cada corazón en su conversión. El calvinista se
somete a la conciencia, no como a un legislador individual que cada persona
llevaría dentro de sí, sino como un sentido de lo divino directo, por medio del
cual Dios mismo llama la atención del hombre interior y lo sujeta a Su juicio.
El calvinista no se adhiere a una religión, con su dogmática como una entidad
separada, y después coloca su vida moral con su ética como una segunda entidad
al lado de la religión; sino él se adhiere a la religión como algo que le
coloca en la presencia de Dios mismo, quien por medio de ella le impregna con
Su voluntad divina. El amor y la
adoración son, para Calvino, ellos mismos los motivos de cada actividad
espiritual, y así el temor de Dios se imparte al todo de la vida como una
realidad a la familia, y a la sociedad,
a la ciencia y las artes, a la vida personal, y a la carrera política. Un hombre redimido que en todas las
cosas y en todas las decisiones de la vida es controlado solamente por la
reverencia más escudriñadora por un Dios que está siempre presente ante su
conciencia, y que siempre le tiene ante Sus ojos este es el tipo calvinista como se presenta en
la historia. Siempre y en todas las cosas la reverencia más profunda,
más sagrada por el Dios omnipresente como regla de la vida - esta es la única
imagen verdadera del puritano original. El evitar el mundo nunca ha sido la
marca calvinista, sino el shibolet del anabaptista. El dogma específico
anabaptista del "evitamiento" lo comprueba. Según este dogma, los
anabaptistas, anunciándose como "santos", fueron separados del mundo;
se pusieron en oposición contra él. Rehusaron asumir un juramento; aborrecieron
todo servicio militar; condenaron el tener oficios públicos. Ya aquí, en medio
de este mundo de pecado, ellos dieron forma a un nuevo mundo, pero que no tenía
nada que ver con esta nuestra existencia presente. Ellos rechazaron toda
obligación y responsabilidad hacia el mundo antiguo, y lo evitaron
sistemáticamente, por miedo a la contaminación y al contagio. Pero este es
exactamente lo que el calvinista siempre disputaba y negaba. No es cierto que
haya dos mundos, uno malo y uno bueno, que estuvieran metidos uno dentro del
otro. Es una y la misma persona a la
cual Dios creó perfecta y que cayó después, y se volvió pecador - y es este
mismo "ego" del viejo pecador que nace de nuevo, y que entra a la
vida eterna. Así también es uno y el mismo mundo que una vez exhibió
toda la gloria del paraíso, que después fue puesto bajo maldición, y que, desde
la caída, se mantiene por la gracia común; que ahora ha sido redimido y salvado
por Cristo, en su centro, y que pasará por el horror del juicio hasta el estado
de gloria. Por esta misma razón, el
calvinista no puede encerrarse en su iglesia y abandonar el mundo a su destino.
Al contrario, él siente su llamado elevado de avanzar el desarrollo de este
mundo a un nivel más alto, y de hacerlo en constante acuerdo con la ordenanza
de Dios, para la gloria de Dios, levantando en medio de tanta corrupción todo
lo que es honorable, amable, y de buena reputación entre los hombres. Por
tanto vemos en la historia (si me permiten hablar de mis propios antepasados)
que apenas que el calvinismo se había establecido firmemente en los Países
Bajos por cuarto siglo, cuando hubo un despertar de la vida en todas las
direcciones, y una energía indomable trabajó en cada área de actividad humana,
y su comercio y sus negocios, sus artesanías e industrias, su agricultura y
horticultura, sus artes y ciencias, florecieron con una brillantez antes
desconocida, e impartieron un nuevo impulso para un desarrollo completamente
nuevo de la vida, para toda Europa Occidental. Esto permite una sola excepción,
y esta excepción deseo mantener y colocarla en su luz apropiada. Lo que quiero
decir es esto: No toda relación íntima con el mundo no convertido es
considerado legítimo por el
calvinismo, puesto que colocó una barrera contra la influencia malsana de este
mundo, poniendo un "veto" claro contra tres cosas, jugando
a las cartas, teatros, y bailar - tres formas de diversión que primeramente
trataré por separado, y después los expondré en su significado combinado.
Jugar
a las cartas fue proscrito por el calvinismo, no como si los juegos de todo tipo fueron
prohibidos, ni como si algo demoniaco estuviera acechándonos en las cartas
mismas; sino porque fomenta en nuestro corazón la tendencia peligrosa de quitar
la mirada de Dios, y de poner nuestra confianza en la fortuna o la suerte. Un
juego donde se establece el ganador por medio de su agudeza de visión, rapidez
de reacción, o su horizonte de experiencia, nos ennoblece; pero un juego como
cartas, que se decide principalmente por la manera como las cartas son
mezcladas en el paquete y distribuidas ciegamente, nos induce a atribuir cierto
significado a este poder imaginativo fatal, fuera de Dios, que llamamos azar o
fortuna. Cada uno de nosotros tiene una inclinación hacia esta forma de
incredulidad. La fiebre de especulación en la bolsa de valores demuestra
diariamente como las personas se sienten mucho más atraídos e influenciados por
la seducción de la fortuna, que por una dedicación sólida a su trabajo. Por
tanto, el calvinista decidió que la generación emergente debía ser protegida
contra esta tendencia peligrosa, porque por medio del juego a las cartas se
fomentaría esta tendencia. Y puesto que la sensación de la presencia de Dios
fue sentida en cada momento por Calvino y sus seguidores, como la fuente
infalible de la cual sacaron su seriedad de la vida, ellos tenían que condenar
un juego que intoxicaba esta fuente al colocar el azar por encima de la
disposición de Dios, y la búsqueda de la suerte por encima de la confianza
firme en Su voluntad. Temer a Dios, y a
la vez pedir los favores de la fortuna, les pareció tan irreconciliable como
fuego y agua.
Unas
objeciones muy diferentes se mantuvieron en contra del ir al teatro. En sí no hay nada pecaminoso en la ficción - el
poder de la imaginación es un don precioso de Dios mismo. Ni hay algo
especialmente malo en la imaginación dramática. Cuán altamente apreció Milton
los dramas de Shakespeare, ¿y no escribió él mismo en forma dramática? Lo malo
tampoco está en respresentaciones teatrales en público, en sí. Se dieron
espectáculos públicos para toda la gente en el mercado de Ginebra, en los
tiempos de Calvino y con su aprobación. No, lo que ofendió a nuestros antepasados
no era la comedia ni la tragedia, ni la ópera en sí, sino el sacrificio moral
que se requería generalmente de los actores, para la diversión del público. Un
grupo teatral, especialmente en aquellos tiempos, se encontraba moralmente a un
nivel bastante bajo. Este estándar moral bajo resultaba, por una parte, del
hecho de que la representación cambiante del carácter de una persona diferente
finalmente trunca el desarrollo del carácter propio; y por otra parte porque
nuestro teatro moderno, no como el griego, ha introducido la presencia de
mujeres en el escenario, en una manera que la prosperidad del teatro a menudo
se decide por la medida en la cual una mujer echa a perder los tesoros más
sagrados que Dios le encomendó, su nombre y conducta irreprochable. Ciertamente,
un teatro estrictamente normal se podría imaginar; pero con la excepción de
algunas ciudades grandes, tales teatros no podrían existir económicamente; y
por todo el mundo permanece un hecho que la prosperidad de un teatro por lo
general aumenta en proporción con la degradación moral de sus actores. muchas
veces, Hall Caine en su "Cristiano" corroboró la triste verdad de que
la prosperidad de los teatros es comprada al precio del carácter viril y de la
pureza femenina. Y el calvinista que honra todo lo que es humano en el
hombre por la gloria de Dios, no pudo sino condenar la compra de diversión para
el oído y el ojo a un tan alto precio moral.
Finalmente, en cuanto al baile, incluso
revistas mundanas como el "Fígaro" de París justifican al presente la
posición del calvinista. Solo recientemente, un artículo en esta revista llamó
la atención al dolor moral con el cual un padre lleva a su hija a la sala de
baile por primera vez. Se declara que este dolor moral es evidente, por lo
menos en París, para todos los que están familiarizados con los cuchicheos, las
miradas y las acciones indecentes que prevalecen en estos círculos. Aquí
también, el calvinista no protesta contra el baile en sí, sino
exclusivamente contra la impureza a la cual lleva a menudo. Con esto
regreso a la barrera de la cual hablé. Nuestros padres percibieron de manera
excelente que eran exactamente estos tres: el baile, el juego a las cartas, y
el teatro, de los cuales el mundo estaba locamente enamorado. En círculos
mundanos, estos placeres no se consideraban pequeñeces, sino fueron honrados
como asuntos de suma importancia; y cualquiera que se atrevía a atacarlos se
exponía al desprecio y a la enemistad más amarga. Por eso, ellos vieron en
estos tres el Rubicón el cual ningún calvinista verdadero podía cruzar sin
sacrificar su seriedad y su temor a Dios. Y ahora, yo pregunto, ¿no justificó
el resultado su protesta fuerte y audaz? Aún ahora, después de tres siglos,
Uds. encontrarán en mi país calvinista, en Escocia, y en vuestros propios
Estados, círculos sociales enteros en los cuales nunca se permite entrar la
mundanidad, pero donde la riqueza de la vida humana se volvió de afuera hacia
adentro, y donde, como resultado de la concentración espiritual sana, se
desarrolló un sentido tan profundo para todo lo sublime, y tanta energía para
todo lo sagrado, que se excita la envidia aun de nuestros antagonistas. No solo
quedó intacta el ala de la mariposa en estos círculos, sino incluso el polvo de
oro sobre esta ala sigue brillando como siempre. Esta es ahora la prueba a la
cual quiero invitar vuestra atención respetuosa. Nuestra época es muy
adelantada a la época calvinista en cuanto a su abundancia de ensayos y
tratados y exposiciones éticos. Los filósofos y teólogos realmente se hacen la
competencia al descubrir para nosotros (o al esconder ante nosotros, si
preferimos decir así) el camino recto en cuanto a la moral. Pero hay algo que
todo este ejército de eruditos no fue capaz de hacer: No fueron capaces de
restaurar la firmeza moral en la conciencia pública debilitada. Al contrario,
tenemos que quejarnos de que más y más se aflojan y se conmueven los
fundamentos de nuestro edificio moral, hasta que finalmente no queda ni una
fortaleza de la cual la gente en general puede sentir que allí se garantiza una
certeza moral para el futuro. Los políticos y abogados proclaman abiertamente
el derecho del más fuerte; la propiedad de un terreno se llama robo; se aboga
por el "amor libre"; y se ridiculiza la honestidad. Un panteista se
atrevió a poner a Jesús y a Nerón sobre el mismo estrado; y Nietzsche, yendo
aún más allá, condenó la bendición de Cristo para los humildes como la
maldición de la humanidad. Ahora comparen todo esto con los resultados
maravillosos de tres siglos de calvinismo. El calvinismo entendió que el mundo
no iba a salvarse con filosofías éticas, sino solamente con la restauración de
la ternura de la conciencia. Por tanto no se dedicó al razonamiento, sino apeló
directamente al alma, y la colocó cara a cara con el Dios Viviente, para que el
corazón temblara ante Su Santa Majestad, y en esta majestad descubriera la
gloria de Su amor. Y yendo atrás en este recorrido histórico, cuando Uds.
observan cuan enteramente corrompido y podrido era el mundo que el calvinismo
encontró, a qué nivel bajo había decaída la vida moral en aquel tiempo, en las
cortes, y entre el pueblo, en el clero y entre los líderes de la ciencia, entre
hombres y mujeres, entre las clases altas y bajas de la sociedad - ¿entonces
cuál árbitro entre Uds, negará la corona de la victoria moral al calvinismo,
que en una sola generación, aunque perseguido desde el campo de batalla a la
sentencia de muerte, creó en cinco naciones a la vez grupos tan amplios de
hombres nobles, y mujeres aún más nobles, que hasta ahora no fueron igualados
en sus conceptos sublimes y el poder de su dominio propio?
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