El pecado deja una mancha de culpa y contaminación en el alma del ser
humano. Nada puede quitar esta mancha, sino la sangre de Cristo, y Cristo
derramó su propia sangre para satisfacer la justicia divina, y comprar el
perdón y la pureza para su pueblo.
Cristo nos ha hecho, a los creyentes, reyes y sacerdotes para Dios su
Padre. De este modo podemos vencer al mundo, mortificamos el pecado, gobiernan
nuestros propios espíritus, resistimos a Satanás, prevalecemos con Dios en
oración y juzgaremos al mundo. Él, Jesús, nos ha hecho sacerdotes, nos ha dado
acceso a Dios, nos ha capacitado para ofrecer sacrificios espirituales
aceptables, y por estos favores tenemos que darle dominio y gloria para
siempre.
Él
juzgará al mundo. El regreso del Señor va a ser algo concreto, personal y
visible.
Caminamos hacia ese gran día en que todos veremos la sabiduría y la
felicidad de los amigos de Cristo y la locura y desdicha de sus enemigos.
Pensemos frecuentemente en la segunda venida de Cristo. Él vendrá para terror
de quienes le hieren y crucifican de nuevo en su apostasía; Él vendrá para
asombro de todo el mundo de los impíos. Él es Principio y Fin; todas las cosas
son de Él y para Él; Es el Todopoderoso; el mismo Eterno e Inmutable. Si
deseamos ser contados con sus santos en la gloria eterna, debemos someternos
ahora voluntariamente a Él, recibirle, y honrarle como Salvador, al que creemos
vendrá a ser nuestro Juez. ¡Ay, ojalá
que hubiera muchos que desearan no morir nunca, y que no hubiera un día de
juicio!
Tú que lees esto, deja que la verdad de Cristo penetre en tu vida,
profundiza tu fe en Jesús y afirma tu decisión de seguirlo, cueste lo que
cueste. El Señor es el comienzo y el
fin. Dios el Padre es el Señor eterno y gobernante del pasado, presente y futuro.
Sin Él, tú no podrá tener nada que sea eterno, nada podrá cambiar tu vida, nada
podrá salvarte de tu pecado. ¿Es Cristo tu razón para vivir, el "Alfa y
Omega" de tu vida? Honra a Aquel que es el principio y el final de la
existencia, sabiduría y poder. El Alfa y la Omega, la primera y
última letras del alfabeto griego, declara la completa autoridad de Dios; o
sea, que es el Señor de la historia. Como el único Todopoderoso, el poder de Dios es absoluto.
Aquellos que hemos nacido de nuevo por fe en
Jesucristo, los seguidores de Cristo
debemos contentarnos con las dificultades de aquí, puesto que estamos en tierra
de extranjeros, donde nuestro Señor fue tan maltratado antes que nosotros.
Los hijos de Dios debemos andar por fe y vivir por esperanza. Podemos
esperar con fe, esperanza y ferviente deseo la revelación del Señor Jesús. Los
hijos de Dios seremos conocidos, y manifestados por nuestra semejanza con Jesús
y seremos transformados a la misma imagen, por verle a Él.
Como creyentes, nuestro mérito se basa en el hecho de que Dios nos ama
y nos llama sus hijos. Somos sus hijos ahora,
no alguna vez en el futuro lejano. Saber que somos sus hijos nos anima a vivir
como Jesús vivió. Cuando obedecemos la
Palabra de Dios nos enseña qué llevamos con nosotros cuando crecemos para
asemejarnos a Dios: victoria sobre el pecado, amor por los demás y
confianza delante de Dios.
La vida
cristiana es un proceso que consiste en ser cada vez más semejante a Cristo.
Ese proceso no será completo hasta que lo veamos cara a cara, pero saber que es
nuestra meta final debe motivarnos a purificarnos. Purificar significa
guardarnos en lo moral, libres de la corrupción del pecado.
Hay una
diferencia entre cometer un pecado y permanecer en pecado. Aun los creyentes
más fieles a veces cometemos pecados, pero no amamos un pecado en particular ni
decidimos cometerlo. Un creyente que comete un pecado se arrepiente, confiesa y
es perdonado. Una persona que permanece en pecado, por el contrario, no siente
preocupación por lo que hace. Por lo tanto, nunca confiesa y nunca recibe
perdón. Dicha persona está en contra de Dios, sin importar cuán religiosa diga
ser.
Después de nuestro nacimiento natural, hace falta
el nuevo nacimiento en la vida de la gracia, al que ha de seguir el nuevo
nacimiento a la vida de la gloria; estas dos experiencias se llaman “la
regeneración”. La resurrección de nuestro cuerpo es una especie de salida de la
matriz de la tierra, y de nacimiento a nueva vida. La primera tentación fué la
promesa de que seríamos semejantes a Dios en el conocimiento, y por ella
caímos; pero al ser levantados por Cristo, llegamos a ser en verdad semejantes
a él, conociéndole como somos conocidos y viéndolo como Él es. Como la primera
inmortalidad que perdió Adán fué el poder de no morir, así será la última la de
no poder morir. Como la primera libre elección y voluntad del hombre fué el
poder de no pecar, así nuestra última será la de no poder pecar.
El diablo
cayó por aspirar al poder de
Dios; el hombre, por aspirar al conocimiento
de Dios; pero aspirando a la santidad
de Dios, hemos de crecer siempre en su semejanza. La contemplación continua genera la
semejanza; como la cara de la luna siempre vuelta hacia el sol, refleja la luz
y la gloria de él. Le veremos, no en su íntima divinidad, sino como manifestado
en Cristo. Ningunos sino los puros pueden ver a aquel que es infinitamente
puro. Nuestro cuerpo espiritual
reconocerá y apreciará a los seres espirituales en el más allá, así como ahora
nuestro cuerpo natural, a objetos naturales.
La perspectiva de ser transformados en la semejanza de Cristo nos
motiva a los cristianos a vivir en justicia. La capacidad de Cristo para vencer
la tentación y permanecer puro le hace el modelo para todos los creyentes, que
le hemos reconocido como Salvador y Señor.
En este sistema mundano, nada puede ser más absurdo que la conducta de
los que dudan de la verdad del cristianismo, mientras en los asuntos corrientes
de la vida no vacilan y confian basados en el testimonio humano falible, y
considerarían perturbado a quien dejara
de hacerlo así.
El cristiano verdadero ha visto su culpa y miseria, y su necesidad de
un Salvador. Ha visto lo adecuado de tal Salvador para todas sus necesidades y
circunstancias espirituales. Ha encontrado y sentido el poder de la palabra y
la doctrina de Cristo, humillando, sanando, vivificando y consolando su alma.
Tiene una nueva actitud y nuevos pensamientos, y no es el hombre que fue
anteriormente. Pero aún hay una lucha consigo mismo, con el pecado, con la
carne, el mundo y las potestades malignas. Pero encontramos tal fuerza de la fe
en Cristo, que podemos vencer al mundo y seguir viaje hacia uno mejor. Tal
seguridad tenemos en el verdadero
Evangelio de Jesucristo, en la Palabra de Dios en la Biblia: tenemos un testigo
en nosotros mismos que acaba con toda duda que se presenta, el Espíritu con el
que fuimos sellados, que por gracia nos capacita por fe en las verdades
principales del evangelio.
Aquí está lo que hace tan espantoso el pecado del incrédulo: el pecado
de la incredulidad. Él trata de mentiroso a Dios; porque no cree el testimonio
que Dios dio de su Hijo. En vano es que un hombre alegue que cree el testimonio
de Dios en otras cosas, mientras lo rechaza en esto. El que rehúsa confiar y
honrar a Cristo como Hijo de Dios, el que rechaza someterse a su enseñanza como Profeta,
a confiar en su expiación e intercesión como gran Sumo Sacerdote u obedecerle
como Rey, está muerto en pecado, bajo condenación; una moral externa,
conocimiento, formas,religiosidad, nociones o confianzas de nada le servirán.
Jesucristo es la Puerta, o pasas por Ella, o te quedas fuera para condenación
eterna. Asi de claro.
Basados en todas estas pruebas sólo es justo que creamos en el nombre
del Hijo de Dios. Los cristianos que hemos nacido de nuevo tenemos vida eterna
en el pacto del evangelio. Entonces, recibamos agradecidos el registro de la
Escritura. Siempre abundando en la obra del Señor, sabiendo que nuestro trabajo
en el Señor no es en vano. El Señor Jesucristo nos invita a ir a Él en todas
las circunstancias, con nuestras súplicas y peticiones, a pesar del pecado que
nos asedia. Nuestras oraciones deben ser ofrecidas siempre sometidas a la
voluntad de Dios. En algunas cosas son contestadas rápidamente, en otras son otorgadas
de la mejor manera, aunque no como se pidió. Debemos orar por el prójimo y por
nosotros mismos. Hay pecados que batallan contra la vida espiritual, en el alma
y contra la vida de lo alto, todos los días, pero es nuestra obligación
permanecer firmes y abrazados a Jesús, limpiados por Su Sangre de nuestro polvo
acumulado en el caminar diario. No podemos orar que sean perdonados los pecados
de los impenitentes e incrédulos mientras sigan así; ni que les sea otorgada
misericordia, la cual supone el perdón de pecado, mientras sigan
voluntariamente así. Pero podemos orar por su arrepentimiento, por el
enriquecimiento de ellos con la fe en Cristo, y sobre la base de ella, por
todas las demás misericordias salvadoras.
Debemos orar por el prójimo y por nosotros rogando al Señor que
perdone y recupere al caído y alivie al tentado y afligido. Seamos agradecidos
de verdad porque todo lo hemos recibido de gracia. Todo el Honor, Honra,
Cantos, Alabanzas y Gloria sean dadas a Dios Padre, en el nombre de nuestro
Salvador y Señor Jesucristo.
Muchos judíos pensaron que las Buenas Nuevas de Jesús eran tontería,
porque se les había enseñado que el Mesías sería un rey conquistador, al que
acompañarían señales y milagros. Jesús no restauró el trono de David como ellos
esperaban que lo hiciera. Además, fue ejecutado como un criminal común y, ¿cómo
un criminal podría ser un salvador? Los griegos también consideraban que el
evangelio era necio: no creían en la resurrección corporal; no veían en Jesús
las características poderosas de los dioses de su mitología, y pensaban que una
persona con reputación no debía ser crucificada. La muerte era una derrota, no
una victoria.
Las buenas nuevas de Jesús todavía parecen tontas para muchos. Nuestra
sociedad rinde culto al poder, a la influencia y a la riqueza. Jesús vino como
un siervo pobre y humilde, y ofrece su reino a aquellos que tienen fe, que no
dependen de sus obras. Esto parece locura para el mundo, pero Cristo es nuestro
poder, el único camino para ser salvo. Conocer a Cristo personalmente es la
sabiduría más grande que uno puede tener.
El mensaje
de la muerte de Cristo suena insensato a los que no creen. La muerte parece ser
el final del camino, la debilidad suprema. Pero Jesús no permaneció muerto. Su
resurrección demostró su poder sobre la muerte. Y El nos salvará de la muerte
eterna y nos dará vida eterna si confiamos en El como Salvador y Señor. Esto
suena tan simple que muchos no lo aceptan. Buscan otras maneras de obtener la
vida eterna (ser buenos, ser sabios, ser muy religiosos, ser filántropos etc.).
Pero todos sus intentos son en vano. Los pobres de espíritu que simplemente
aceptan la oferta de Cristo resultan ser los verdaderos sabios, porque solo
ellos vivirán eternamente con Dios.