} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: EL SERMÓN DEL MONTE 25

viernes, 24 de marzo de 2017

EL SERMÓN DEL MONTE 25


Mateo 6:12  Y suéltanos nuestras deudas, como también nosotros soltamos a nuestros deudores. (La Biblia de Casiodoro de Reina 1569)

Antes que uno pueda hacer suya honradamente esta petición de la Oración a Dios, debe darse cuenta de que necesita hacerla. Es decir: Antes de que una persona puede hacer esta petición debe tener sentimiento de pecado. El pecado no es una palabra popular hoy en día. A los hombres y a las mujeres más bien les fastidia que los llamen, o que los traten como pecadores que merecen el infierno.
Lo malo es que casi todo el mundo tiene una idea equivocada del pecado. Están de acuerdo en que un ladrón, un borracho, un asesino, un adúltero, un blasfemo, son pecadores; pero ellos no son culpables de ninguno de estos pecados; viven una vida decente, normal y corriente, respetable y nunca han estado en peligro de que los llevaran a juicio, o a la cárcel. Por tanto creen que eso del pecado no tiene nada que ver con ellos.
He aquí una interpretación del pecado de vital importancia, pues hace que él sea una ofensa contra Dios que demanda una reparación a sus violados derechos a nuestra absoluta sujeción. Como el deudor en manos del acreedor, así es el pecador en las manos de Dios. Este concepto del pecado, en efecto, se había presentado ya en este discurso, en la advertencia de que nos reconciliásemos con nuestro adversario pronto, a fin de que no se pronunciara contra nosotros sentencia, condenándonos a encarcelamientos hasta pagar el último maravedí (Mateo 5:25, 26). Esta advertencia aparece repetidas veces en las enseñanzas subsiguientes de nuestro Señor, como en la parábola del Acreedor y sus Dos Deudores (Lucas_7:41), en la del Deudor Despiadado. Pero al agregarla a este breve modelo de oración, y como la primera de estas tres peticiones que tienen que ver con el pecado, nuestro Señor nos enseña, de la manera más enfática concebible, a considerar como principal y fundamental este concepto del pecado. Dicho concepto nos impele a buscar el perdón, el cual no quita la mancha del pecado de nuestro corazón, ni tampoco nos quita el justo temor de la ira de Dios ni las indignas sospechas de su amor, sino que aparta de la mente de Dios mismo, su desagrado contra nosotros por causa del pecado, o, para retener la comparación, borra o cancela de su “libro de memorias” todo registro contra nosotros por el pecado.
Aquí hallamos el mismo concepto tocante al pecado; solamente que ahora es transferido a la región de las ofensas hechas y recibidas entre hombre y hombre. Después de lo dicho en Mateo 5:7, no se pensará que el Señor enseñe aquí que nuestro ejercicio del perdón para con nuestro prójimo absolutamente preceda y sea la base propia del perdón de Dios para nosotros. Su enseñanza, como la de todas las Escrituras, es del todo contrario a esto. Pero así como nadie razonablemente puede imaginarse ser el objeto del perdón divino, si deliberada y habitualmente no tiene espíritu perdonador para con sus semejantes, así es una hermosa provisión el hacer que el derecho nuestro de pedir y esperar diariamente el perdón de nuestras faltas, y nuestra absolución final al entrar al reino en el gran día, sean dependientes de nuestra disposición para perdonar a nuestros semejantes, y nuestra prontitud para protestar ante el Escudriñador de corazones de que en realidad los hemos perdonado ( Marcos_11:25-26). Dios ve su propia imagen reflejada en sus hijos perdonadores; así que, pedir a Dios lo que nosotros no concedemos a los hombres, sería lo mismo que insultarle. Tanto énfasis hace nuestro Señor en esto, que inmediatamente al terminar esta oración, es éste el único punto de la oración al cual vuelve, con el fin de asegurarnos de que la actitud de Dios hacia nosotros en este asunto del perdón, será exactamente como haya sido la nuestra.

Se nos enseña a odiar y aborrecer el pecado mientras esperamos misericordia, a desconfiar de nosotros, a confiar en la providencia y la gracia de Dios para impedirnos pecar, a estar preparados para resistir al tentador, y no volvernos tentadores de los demás.
Aquí hay una promesa: Si perdonas tu Padre celestial también te perdonará. Debemos perdonar porque esperamos ser perdonados. Los que desean hallar misericordia de Dios deben mostrar misericordia a sus hermanos. Cristo vino al mundo como el gran Pacificador no sólo para reconciliarnos con Dios sino los unos con los otros.

  Sólo que aquí esta petición está condicionada. Jesús presupone que hemos ejercitado el perdón mutuo y que nos hemos perdonado nuestras recíprocas faltas. Lo que para Jesús parece evidente y la oración sólo puede ser dirigida a Dios a partir de esta certidumbre, aquí explícitamente expresada, que nos acucia en nuestra propia carne. Dios no nos lo otorga todo gratuitamente, ni reparte su gracia por así decir sin orden ni concierto. Solamente está dispuesto a tomar la carga de lo que le debemos si hemos hecho lo mismo entre nosotros. Pero entonces también sucede de hecho que podemos esperar el perdón con seguridad. Lo que en este ruego se pide a Dios, quizás es lo mayor, en cuanto se refiere a nuestra vida privada. Porque el pecado es el lastre más gravoso de nuestra vida. Así nos lo enseña nuestra propia experiencia. Sobre todo el hombre sabe que por sí solo no puede liberarse de esta carga. Necesita del médico, que es superior a él y le cuida la llaga con mano suave, sin que pueda pagar los honorarios. Sólo Dios es este médico, que no se cansa de estar dispuesto a purificarnos y curar nuestras enfermedades. En último término esta petición dirige la mirada al fin: entonces se corrobora una vez más que estamos diariamente, a través de toda nuestra vida, como culpables ante Dios. Allí esperamos la gran misericordia de Dios, que todo lo abarca, incluso los pecados que nos son desconocidos, nuestros vínculos inconscientes con la culpa, los escándalos que hemos dado a otros involuntariamente, toda la deuda de la confusa historia, de nuestros padres y pueblos. ¿Qué sería de nosotros sin esta esperanza?


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