Romanos
8; 18-27
18 Pues
tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con
la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse.
19
Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación
de los hijos de Dios.
20
Porque la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad,
sino por causa del que la sujetó en esperanza;
21
porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de
corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
22
Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores
de parto hasta ahora;
23 y no
sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del
Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la
adopción, la redención de nuestro cuerpo.
24
Porque en esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve, no es
esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo?
25 Pero
si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos.
26 Y de
igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de
pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por
nosotros con gemidos indecibles.
27 Mas
el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque
conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos.
Pablo, en los versículos hasta el 17, ha
estado hablando de la gloria de la adopción en la familia de Dios, y ahora
vuelve al estado turbulento del mundo presente. Traza un gran cuadro. Habla con
visión poética. Ve a toda la naturaleza esperando la gloria que será. Por el
momento, la creación está sometida a la esclavitud de la caducidad.
En el mundo
se marchita la belleza y se aja el encanto; es un mundo caduco, pero en espera
de la liberación y la realización.
Para pintar
este cuadro, Pablo estaba usando ideas que cualquier judío podría reconocer y
entender. Habla de la edad presente y de la gloria que se manifestará. El
pensamiento judío dividía la historia del tiempo en dos secciones: la edad
presente y la edad por venir. La edad presente era totalmente mala, sometida al
pecado, a la muerte y a la corrupción. Pero alguna vez llegaría el Día del
Señor. Sería un día de juicio en el que se sacudirían hasta los mismos
cimientos del mundo; pero de su ruina surgiría un nuevo mundo.
La
renovación del mundo era uno de los grandes pensamientos judíos. El Antiguo
Testamento habla de ella sin multiplicar o elaborar detalles: "Porque he aquí que yo crearé nuevos cielos y nueva tierra; y
de lo primero no habrá memoria, ni más vendrá al pensamiento.» Isaías_65:17. Pero en los días entre los dos
Testamentos, cuando los judíos eran oprimidos, esclavizados y perseguidos,
soñaban con aquella nueva Tierra y con aquel mundo renovado.
El sueño de un mundo renovado les era muy
querido a los judíos. Pablo lo sabía y aquí, por así decirlo, dota a la
creación de sensibilidad. Concibe la naturaleza esperando anhelante el día en
que será quebrantado el dominio del pecado, y la muerte y la corrupción habrán
pasado, y vendrá la gloria de Dios. Con un detalle de imaginación poética, dice
que el estado de la naturaleza era aún peor que el de los seres humanos; porque
éstos habían pecado deliberadamente; pero aquélla había sido sojuzgada
involuntariamente. Inconscientemente se había visto involucrada en las
consecuencias del pecado humano. «Y al hombre dijo: Por
cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé
diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor
comerás de ella todos los días de tu vida.», dijo Dios a Adán después de
la caída (Génesis_3:17). Y aquí Pablo, con
visión poética, contempla a la naturaleza esperando la liberación de la muerte
y de la corrupción que ha traído al mundo el pecado humano.
Si eso es
verdad de la naturaleza, es todavía más verdad de la humanidad; así es que
Pablo pasa a considerar la ansiedad humana. En la experiencia del Espíritu
Santo los hombres tienen un anticipo, un primer plazo de la gloria que ha de
ser; ahora anhelan con todo el corazón la plena realización del significado de
su adopción en la familia de Dios. La manifestación final de esa adopción será
la redención del cuerpo. Pablo no pensaba que la criatura humana en su estado
de gloria sería un espíritu sin cuerpo. En este mundo, el hombre es un cuerpo y
un espíritu; en el mundo de la gloria, el hombre será salvo en su totalidad.
Pero su cuerpo ya no será la víctima de la caducidad y el instrumento del
pecado, sino un cuerpo espiritual apto para la vida del hombre espiritual.
Entonces
viene el gran dicho: «Somos salvos por esperanza.» La verdad resplandeciente
que iluminaba la vida para Pablo era que la situación humana no es desesperada.
Pablo no era pesimista. H. G. Wells dijo una vez: «El hombre, que empezó al
abrigo de una cueva, terminará en las ruinas de un suburbio contaminado por la
enfermedad.» Pero Pablo no decía eso. Veía el pecado humano y el estado del
mundo; pero veía también el poder redentor de Dios. Por lo tanto, lo veía todo
con esperanza. La vida no era para él una espera desesperada del trágico final
de un mundo sitiado por el pecado, la muerte y la corrupción; sino una
anticipación anhelante de la liberación, la renovación y la recreación que
obrarán la gloria y el poder de Dios.
Para Pablo
la vida no era una fatigosa y frustrante espera, sino una expectación gozosa y
trepidante. El cristiano está involucrado en la situación humana. Por dentro,
tiene que luchar con su propia naturaleza humana pecadora; por fuera, tiene que
vivir en un mundo de muerte y corrupción. Sin embargo, el cristiano no vive
sólo en este mundo: ¡también vive en Cristo! No mira solamente a las cosas de
este mundo, sino también hacia Dios. Además de las consecuencias del pecado
humano, ve también el poder, la misericordia y el amor de Dios. Por tanto, la
clave de la vida cristiana es siempre la esperanza y nunca la desesperación. El
cristiano espera, no la muerte, sino la vida.
Aunque las
dolencias de los cristianos son muchas y grandes, de modo que serían vencidos
si fueran dejados a sí mismos, el Espíritu Santo los sostiene. El Espíritu,
como Espíritu iluminador, nos enseña por qué cosa orar; como Espíritu
santificador obra y estimula las gracias para orar; como Espíritu consolador,
acalla nuestros temores y nos ayuda a superar todas las desilusiones. El
Espíritu Santo es la fuente de todos los deseos que tengamos de Dios, los
cuales son, a menudo, más de lo que pueden expresar las palabras. El Espíritu
que escudriña los corazones puede captar la mente y la voluntad del espíritu,
la mente renovada, y abogar por su causa. El Espíritu intercede ante Dios y el
enemigo no vence.
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