1Juan 3:10 En esto son manifiestos los hijos
de Dios, y los hijos del diablo; cualquiera que no hace justicia, y que no ama
a su Hermano, no es de Dios.
(La Biblia de Casiodoro de Reina 1569)
El versículo 10 ofrece la confirmación definitiva de esta
interpretación. Nos permite reconocer claramente que se trata de la cuestión de
la certeza de la salvación.
(«En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del diablo»)
muestra que aquí se trata de la respuesta a la pregunta: ¿Cómo reconoceremos
nuestra salvación, nuestra vida eterna?
«Quien no practica la justicia,
no es de Dios, y tampoco quien no ama a su hermano»
«La vida revela a los hijos de Dios.» No hay manera de decir qué clase
de árbol es uno más que por sus frutos, y no hay manera de decir qué es una
persona aparte de su conducta. Juan establece que cualquiera que no obre con
integridad, demuestra que no es de Dios. Aunque Juan es un místico, tiene una
mentalidad muy práctica; y, por tanto, no deja la integridad como algo vago e
indefinido. Alguien podría decir: «Muy bien, acepto el hecho de que la única
cosa que prueba que una persona pertenece a Dios es la integridad de su vida;
pero, ¿qué es integridad?" La respuesta de Juan es clara y contundente: Ser
íntegro es amar a nuestros hermanos. Eso, dice Juan, es un deber que no
deja lugar a dudas. Y pasa a aportar varias razones por las que ese mandamiento
es tan central y tan vinculante.
La ética cristiana
se puede resumir en una palabra, amor, y desde el momento que una persona se
rinde a Cristo se compromete a hacer del amor la línea central de su vida.
Por esa misma
razón, el hecho de que una persona ame a sus hermanos es la prueba definitiva
de que ha pasado de muerte a vida. La vida sin amor es muerte. Amar es estar en
la luz; aborrecer es continuar en la oscuridad. No necesitamos más pruebas que
mirarle a la cara a una persona que esté enamorada, y a otra que esté llena de
odio; mostrarán la gloria o la negrura de su corazón.
Asimismo, partiendo de esto, nos damos cuenta de que el v. 7 es
también respuesta a la pregunta de cómo podemos tener la alegre seguridad de la
salvación. La exclamación que tanto llama nuestra atención: «Hijitos, que nadie
os extravíe», así como la frase que nos habla de algo en que se manifiestan los
hijos de Dios y los hijos de Satán, en el v. 10a, señalan que ahora tenemos ya
la norma para conocer la salud y la perdición. En el v. 10a se nos dice: A los
hijos del diablo se los reconoce por el pecado. Y a los hijos de Dios se los
reconoce porque no cometen pecado (es decir, no cometen el pecado contra el
amor).
En nuestra carta, podemos encontrar también toda una serie de
ulteriores confirmaciones de esto mismo: muchas que únicamente se descubren
como tales, después de una larga contemplación, pero también algunas que, por
su tenor literal, corresponden ya obviamente a la interpretación que acabamos
de dar. Tan sólo vamos a mencionar ahora otra confirmación, que encontramos
también en el capítulo 4: «Quien ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios».
El autor quiere decirnos con ello: El «pecado»
al que en lo sucesivo me refiero, es la maldad diabólica, que se dirige
precisamente contra el mandamiento de Cristo, mandamiento que 1Jn y el
Evangelio de Juan califican siempre de el mandamiento por excelencia. Ese
pecado es la negación del amor.
Por consiguiente, el autor quiere decirnos: En esta última hora (el
tiempo decisivo de la salvación) la lucha no se cifra ya en torno a cosas
periféricas, sino que ahora se concentra todo sobre lo supremo y más esencial.
Por tanto, para Dios y para su Cristo lo que se trata ahora es de manifestarse
como amor, es decir, de actuar como amor. Y, por tanto, para Satán lo que se
trata es de no dejar que Dios pueda manifestarse en los suyos como amor: en los
suyos, es decir, en la vida concreta, en el amor fraterno de los cristianos.
Esto precisamente es la quintaesencia de la maldad diabólica, que se había
predicho para los últimos tiempos.
En lo que se refiere al conjunto, habría que considerar y acentuar
mucho más intensamente de lo que suele hacerse en los comentarios, hasta qué
punto la «plasmación de la vida conforme a la voluntad de Dios» es entendida concretamente como amor fraterno,
y hasta qué punto el amor fraterno pertenece esencialmente al ser del cristiano.
De ahí se sigue
todavía otro paso en este razonamiento bien trabado. Alguien puede que diga:
«Reconozco la obligación de amar, y trataré de cumplirla; pero no sé lo que
implica.» La respuesta de Juan: "Si quieres ver lo que es este amor, mira
a Jesucristo. En Su muerte por los hombres en la Cruz se despliega plenamente.»
En otras palabras, la vida cristiana es la imitación de Cristo. «Haya esta
actitud entre vosotros que tenéis en Jesucristo» (Flp_2:5).
«Nos dejó Su ejemplo para que sigamos Sus pisadas» (1Pe_2:21).
No hay nadie que pueda mirar a Cristo y decir que no sabe en qué consiste la
vida cristiana.
Las indicaciones que se dan en 3,4-10 (la significación de las
palabras «pecado» y «maldad»), que eran al principio difíciles de entender para
nosotros, no fueron tan difíciles de captar para los primeros lectores de la
carta, porque ellos tenían el conocimiento previo, que tan necesario es, de que
todo hay que comprenderlo a partir de la verdad de que «Dios es amor». Es un
conocimiento que nosotros sólo podemos adquirir por la exégesis de la carta en su
totalidad y por la visión conjunta de los distintos enunciados que en ella se
hacen. Pero que los primeros lectores conocían por la predicación oral del
apóstol y de sus discípulos.
El pasaje de 1Jn_3:10a es el
paralelo joánico de aquella sentencia de los sinópticos "Por sus frutos los
conoceréis» (Mat_7:16 ss y principalmente Luc_6:43s).
Podemos ver también la asociación intensa del
amor con el ser de cristiano en Flp_2:6 ss, Flp_4:1-6) y en
Mar_8:10.
También esta sección, lo mismo que todas, está al servicio de la
finalidad de consolidar la gozosa seguridad de la salvación. Más aún: lo que
los versículos 3,4-10 nos decían sobre este asunto, se desarrolla ahora en
cuanto a sus consecuencias, al mismo tiempo que se recalza bien en sus
cimientos.
a) La exhortación a que «nos amemos los unos a los otros» (de que a
los «que han nacido de Dios» se les ha dado graciosamente el amor recíproco, y
de que ellos deben ejercitarlo).
b) El sombrío contraste del amor fraterno: el odio como homicidio;
aquí se incluye, en los una declaración sobre la seguridad de
salvación que tienen los cristianos (los cuales, ciertamente, están seguros de
que «han pasado de la muerte a la vida» por la experiencia que tienen del odio
por parte del «mundo» y en contraste con el «pecado» de este mundo).
c) El amor fraterno como entrega de la vida.
Juan resuelve otra posible objeción más. Alguien podría decir: « ¿Cómo
puedo yo seguir las pisadas de Cristo? El dio Su vida en la Cruz. Si me dicen
que yo debería dar mi vida por mis hermanos; pero esas oportunidades tan
dramáticas no se dan corrientemente en la vida. ¿Qué tengo que hacer entonces?»
La respuesta de Juan es: "Es cierto. Pero cuando veas a tu hermano en
necesidad, y tú tengas bastante, el darle de lo que tienes es seguir a Cristo.
El cerrarle el corazón y las manos es demostrar que el amor de Dios que se
manifestó en Jesucristo no tiene lugar para ti.» Juan insiste en que podemos
encontrar innumerables oportunidades para demostrar el amor de Cristo en la
vida de todos los días.
Pero la vida no es siempre tan trágica; y sin
embargo el mismo principio de conducta se debe aplicar siempre. Puede movernos
sencillamente a gastar algún dinero que hubiéramos podido gastar para nosotros
mismos para aliviar la necesidad de otro más necesitado. Es, después de todo,
el mismo principio de acción, aunque a un nivel más bajo de intensidad: es
estar dispuestos a rendir algo que tiene valor para nuestra propia vida para
enriquecer la de otro. Si tal mínima respuesta a la Ley del Amor que nos llega
en una situación diaria y normal está ausente, entonces es inútil pretender que
formamos parte de la familia de Dios, el reino en el que el amor es operativo
como el principio y la señal de la vida eterna.»
Las palabras
bonitas nunca ocuparán el lugar de las buenas obras; y ninguna cantidad de
palabras sobre el amor cristiano ocupará el lugar de una acción amable, que
implique algún sacrificio propio, a una persona en necesidad; porque en esa
acción vuelve a estar operativo el principio de la Cruz.
Dondequiera que
esté el cristiano, aunque no diga palabra, actúa como conciencia de la
sociedad; y por esa misma razón el mundo le aborrecerá a menudo.
En la antigua
Atenas, el noble Arístides fue condenado a muerte injustamente; y, cuando le
preguntaron a uno del jurado cómo había sido capaz de dar su voto en contra de
tal hombre, su respuesta fue que estaba harto de oír llamar a Arístides "
el Justo.»
El odio del mundo
al cristiano es un fenómeno ubicuo, y se debe al hecho de que el mundano ve en
el cristiano su propia condenación: lo que él no es y lo que en lo más íntimo
de su corazón sabe que debería ser; y, como no quiere cambiar, trata de
eliminar al que le recuerda su bondad perdida.
¡Maranatha!
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