Efesios
2:4-10 Pero Dios, que es rico en misericordia, por su mucha
caridad con que nos amó,
aun estando nosotros muertos en pecados, nos
dio vida juntamente con el Cristo; por cuya
gracia sois salvos;
y juntamente nos resucitó, y asimismo nos
hizo sentar en lugares celestiales en Cristo Jesús,
para mostrar en los siglos venideros las
abundantes riquezas de su gracia en su
bondad para con nosotros en Cristo Jesús.
Porque por gracia sois salvos por la fe; y
esto no de vosotros, pues es don de
Dios;
no por obras, para que nadie se gloríe.
Porque somos
hechura suya, criados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios
preparó para que anduviésemos en ellas.
(La Biblia de Casiodoro de
Reina 1569)
Pablo había
empezado diciendo que nos encontrábamos en una condición de muerte espiritual
en pecados y transgresiones. En los versículos previos Pablo se ocupa de
nuestra antigua naturaleza pecaminosa. Aquí Pablo enfatiza que ya no
necesitamos vivir bajo el poder del pecado. Cristo destruyó en la cruz la paga
del pecado y su poder sobre nuestras vidas. La fe en Cristo nos declara
absueltos o "no culpables" delante de Dios (Romanos_3:21-22).
Dios no nos quita del mundo ni tampoco nos convierte en muñecos, sentiremos
como que pecamos y algunas veces lo haremos. La diferencia radica en que antes
de ser cristianos éramos esclavos de nuestra naturaleza pecaminosa, pero ahora
podemos escoger vivir para Cristo (Gálatas_2:20).
Ahora dice que Dios, en Su amor y misericordia, nos ha dado la vida en
Jesucristo. ¿Qué quiere decir exactamente con eso? Ya vimos que estaban
implicadas tres cosas en estar muertos en pecados y transgresiones. Jesús tiene
algo que hacer con cada una de estas cosas. Según la descripción de los hombres,
es obvio que los muertos en pecado son destinados a la ruina eterna. "Pero
Dios" interviene para evitarlo. "Su gran amor" se demuestra en
resucitarnos de los muertos por medio de su poderoso evangelio (Romanos_1:16).
Ya
hemos visto que el pecado mata la inocencia. Ni siquiera Jesús puede devolverle
a una persona la inocencia que ha perdido, porque ni siquiera Jesús puede
atrasar el reloj; pero lo que sí puede hacer Jesús, y lo hace, es librarnos del
sentimiento de culpabilidad que conlleva necesariamente la pérdida de la
inocencia.
Lo primero que hace
el pecado es producir un sentimiento de alejamiento de Dios. Cuando una persona
se da cuenta de que ha pecado, se siente oprimida por un sentimiento de que no
debe aventurarse a acercarse a Dios. Cuando lsaías tuvo la visión de Dios, su
primera reacción fue decir: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Porque soy un hombre
de labios inmundos, y vivo entre personas que tienen los labios inmundos» Isaías_6:5. Y cuando
Pedro se dio cuenta de Quién era Jesús, su primera reacción fue: « ¡Apártate de
mí, porque yo soy un hombre pecador, oh Señor!» (Lucas_5:8).
Jesús empieza por
quitar ese sentimiento de alejamiento. Él vino para decirnos que, estemos como
estemos, tenemos la puerta abierta a la presencia de Dios. Supongamos que mi
hijo que hubiera hecho algo vergonzoso, y luego hubiera huido porque estaba
seguro de que no tenía sentido volver a casa, porque la puerta estaría cerrada
para él. Y entonces, supongamos que alguien le trae la noticia de que la puerta
la tiene abierta, y le espera una bienvenida cálida en casa. ¡Qué diferentes
haría las cosas esa noticia! Esa es la clase de noticia que nos ha traído
Jesús. Él vino para quitar el sentimiento de alejamiento y de culpabilidad,
diciéndonos que Dios nos quiere tal como somos.
Ya vimos que el pecado mata los ideales por
los que viven las personas. Jesús despierta el ideal en el corazón humano.
La gracia de Jesucristo enciende de nuevo los ideales que habían
extinguido las caídas sucesivas en pecado. Y al encenderse de nuevo, la vida se
convierte otra vez en una escalada. Debido a la resurrección de Cristo, sabemos
que nuestros cuerpos también resucitarán (1Corintios_15:2-23)
y que ya se nos ha dado el poder para vivir ahora la vida cristiana (1Corintios_1:19). Estas ideas se hallan combinadas en
la imagen de Pablo cuando habla de estar sentado con Cristo en "lugares celestiales".
Nuestra vida eterna con Cristo es cierta, porque estamos unidos en su poderosa
victoria.
Por
encima de otras cosas, Jesucristo aviva y restaura la voluntad perdida. Ya
vimos que el efecto mortífero del pecado es que destruía lento pero seguro la
voluntad de la persona, y que la indulgencia que había empezado por un placer
se había convertido en una necesidad. Jesús crea otra vez la voluntad.
Eso es de hecho lo
que hace siempre el amor. El resultado de un gran amor es siempre purificador.
Cuando uno se enamora de veras, el amor le impulsa a la bondad. Su amor al ser
amado es tan fuerte que quebranta su antiguo amor al pecado.
A decir verdad, en nosotros no había nada que
pudiera «estimular» el amor de Dios. Pero así es precisamente el amor de Dios:
no necesita, como el amor humano, el aliciente de la amabilidad del objeto. El
amor de Dios crea la amabilidad de su objeto. Uno no es amado por Dios porque
sea amable, sino que es amable porque es amado por Dios.
Eso es lo que
Cristo hace por nosotros. Cuando Le amamos a Él, ese amor recrea y restaura
nuestra voluntad hacia la bondad.
Pablo cierra este
pasaje con una gran exposición de aquella paradoja que siempre subyace en el
corazón de esta visión del Evangelio. Esta paradoja tiene dos caras.
Pablo insiste en que es por gracia como somos
salvos. ¿Qué
es creer sino renunciar a sí mismo y dejar que entre Dios? Creer no significa
propiamente «hacer» algo; no es una «obra» del hombre. Creer quiere decir
recibir, aceptar, lo que Dios da; aceptar en cierto sentido con los ojos
cerrados. Porque creer implica renunciar a querer ver con los propios ojos y
decir que sí en consecuencia; creer es ver con los ojos de otro, con los ojos
de Dios que revela. Aún más: si alguno pensara que esta «renuncia», esta
disponibilidad, pudiera concebirse como una «prestación» del hombre, Pablo le
sale al encuentro cortando también esta posibilidad de «gloriarse»: «Y esto no
proviene de vosotros; es don de Dios». Pablo se refiere sin duda a la fe. Y
añade -refiriéndose a toda la obra de salvación, o mejor a toda la adquisición
de la salvación- «no de las obras, para que nadie se gloríe». Aquí está Pablo
de cuerpo entero, como aparece en las «grandes» epístolas: el celoso abogado
del «a Dios solo la gloria», el abogado de Dios frente a las pretensiones, que
el hombre (el puro hombre) pudiera o quisiera hacer valer frente a Dios.
«Salvados». Hay que haberlo vivido. Hay que haber sido literalmente
arrancado de una muerte segura, para comprender en la más íntima fibra del
propio ser lo que significa «salvado», aun cuando no fuera más que en esta
pobre y corta existencia terrena. Si queremos que la Palabra de Dios se
convierta para nosotros en una vivencia, hemos de intentar bucear en la escuela
de las experiencias de la vida, con las que los conceptos descarnados e
incoloros adquirirán una nueva luz. Éste es el caso de la vivencia de la propia
salvación. La vida está llena de parábolas, y Jesús con su lenguaje parabólico
nos ha enseñado a valorar la vida de cada día a la luz del mensaje de Dios.
No hemos ganado la
salvación ni la podríamos haber ganado de ninguna manera. Es una donación, un
regalo de Dios, y nosotros no tenemos que hacer más que aceptarla. El punto de
vista de Pablo es innegablemente cierto. Llegamos a ser cristianos mediante el don
inmerecido de Dios, no como el resultado de algún esfuerzo, habilidad, elección
sabia o acto de servicio a otros de nuestra parte. Sin embargo, como gratitud
por este regalo, buscamos servir y ayudar a otros con cariño, amor y
benevolencia y no simplemente para agradarnos a nosotros mismos. Si bien
ninguna acción u "obra" nos puede ayudar para obtener la salvación,
la intención de Dios es que nuestra salvación resulte en obras de servicio. No
somos salvos solo para nuestro beneficio, sino para el de Él, para glorificarle
y edificar la Iglesia. Y esto por dos
razones:
(a) Dios es la
suprema perfección; y por tanto, solo
lo perfecto es suficientemente bueno para él. Los seres humanos, por
naturaleza, no podemos añadir perfección a Dios; así que, si una persona ha de
obtener el acceso a Dios, tendrá que ser siempre Dios el Que lo conceda, y la
persona quien lo reciba.
(b) Dios es amor; el pecado es, por tanto, un crimen, no contra
la ley, sino contra el amor. Ahora bien, es posible hacer reparación por haber
quebrantado la ley, pero es imposible hacer reparación por haber quebrantado un
corazón. Y el pecado no consiste tanto en quebrantar la ley de Dios como en
quebrantar el corazón de Dios.
Voy a contar un
ejemplo crudo e imperfecto. Supongamos que un conductor descuidado mata a un
niño. Es detenido, juzgado, declarado culpable, sentenciado a la cárcel por un
tiempo y/o a una multa. Después de pagar la multa y salir de la cárcel, por lo
que respecta a la ley, es asunto concluido. Pero es muy diferente en relación
con la madre del niño que mató. Nunca podrá hacer compensación ante ella
pasando un tiempo en la cárcel y pagando una multa. Lo único que podría
restaurar su relación con ella sería un perdón gratuito por parte de ella. Así
es como nos encontramos en relación con Dios. No es contra las leyes de Dios
solo contra lo que hemos pecado, sino contra Su corazón. Y por tanto solo un
acto de perdón gratuito de la gracia de Dios puede devolvernos a la debida
relación con Él.
¿Qué es este «gloriarse», que hay que excluir a
toda costa? Es aquella postura íntima del hombre que quiere afirmarse a sí
mismo, vivir no de lo que recibe, de la gracia de otro, sino de lo que él mismo
crea, sabe y es. Es el hombre que tiene tendencia a la propia gloria, desde que
los primeros padres quisieron ser «como Dios», crear por sí mismos su felicidad
y no tener que deberle nada a nadie.
Esto es lo que hace el judío educado en la
escuela de los «escribas y fariseos»: se inclina meticulosamente sobre la ley,
la cumple con grandes sacrificios, y así viene a ser él mismo el que gana la
salvación. Ya puede presentarse ante Dios, referirse a su palabra y hacer valer
sus propios derechos. Pablo sabe todo esto muy bien; él mismo lo ha vivido
intensamente. Aquí no hay lugar para la salvación mediante otro. Este es el
trasfondo que explica por qué Pablo arremete con tanta pasión contra ese
gloriarse del hombre. «...no de las obras». Por «obras» entiende Pablo lo que
el hombre hace siempre por sí e independientemente de la gracia de Dios. Y por
muy pequeño que fuera el paso que diera en dirección a Dios y a la salvación,
tendría ya de qué «gloriarse» ante Dios; pensamiento intolerable para Pablo.
Sería sencillamente destruir, aunque fuera en pequeña medida, la gracia de Dios
y la cruz del Señor, «que me ha amado y se ha entregado por mí» (Galatas_2:20). La mejor sabiduría del Apóstol está
inspirada por el amor, y por un amor ardiente. Y su confesión de fe es ésta:
«Iniciativa de Dios es vuestra existencia en Cristo Jesús, el cual -por
iniciativa también de Dios- se ha convertido en nuestra sabiduría, nuestra
justicia, nuestra santificación y nuestra redención; y así, como dice la
Escritura, "quien se gloría, gloríese en el Señor"» (1Corintios_1:30 / Romanos_3:27).
Así pues, la fe no es una «obra» en el sentido paulino de la palabra, sino un
don de Dios.
Esto quiere decir que las obras
no tienen nada que ver con ganar la salvación. No es correcto ni posible
apartarse de la enseñanza de Pablo aquí -y sin embargo es aquí donde se apartan
algunos a menudo. Pablo pasa a decir que somos creados de nuevo por Dios para
buenas obras, obras que ÉL preparó de antemano para qué pudiéramos poner en
práctica. Aun con toda nuestra vida cristiana somos los nuevamente creados en
Cristo Jesús, y nuestras buenas obras son obras de la gracia. Parece como si
Pablo concibiera la vida del cristiano como un caminar a través de unos raíles
previamente preparados. Detrás de esta violenta concepción podemos rastrear
quizá cierta angustia, que domina al Apóstol, cuando habla de las buenas obras;
angustia frente a la posibilidad de que este camino se pudiera todavía
convertir en aquel gloriarse del hombre, que destruye la gracia de Dios.
Todas
las buenas obras del mundo no pueden restaurar nuestra relación con Dios; pero
algo muy serio le pasaría al Cristianismo si no produjera buenas obras.
No hay nada
misterioso en esto. Se trata sencillamente de una ley inevitable del amor. Si
alguien nos ama de veras, sabemos que no merecemos ni podemos merecer ese amor.
Pero al mismo tiempo tenemos la profunda convicción de que debemos hacer todo
lo posible para ser dignos de ese amor.
Así sucede en
nuestra relación con Dios. Las buenas obras no pueden ganarnos nunca la
salvación; pero habría algo que no funcionaría como es debido en nuestro
cristianismo si la salvación no se manifestara en buenas obras. Como decía
Lutero, recibimos la salvación por la fe sin aportar obras; pero la fe que
salva va siempre seguida de obras. No es que nuestras buenas obras dejen a Dios
en deuda con nosotros, y Le obliguen a concedernos la salvación; la verdad es
más bien que el amor de Dios nos mueve a tratar de corresponder toda nuestra
vida a ese amor esforzándonos por ser dignos de él.
Sabemos lo que Dios
quiere que hagamos; nos ha preparado de antemano la clase de vida que quiere
que vivamos, y nos lo ha dicho en Su Libro y por medio de Su Hijo. Nosotros no
podemos ganarnos el amor de Dios; pero podemos y debemos mostrarle que Le
estamos sinceramente agradecidos, tratando de todo corazón de vivir la clase de
vida que produzca gozo al corazón de Dios.
¡Maranatha!
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