} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: LA OBRA DE CRISTO

sábado, 13 de mayo de 2017

LA OBRA DE CRISTO


Efesios 2:4-10  Pero Dios, que es rico en misericordia, por su mucha caridad con que nos amó,
   aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con el Cristo; por cuya gracia sois salvos;
   y juntamente nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en lugares celestiales en Cristo Jesús,
   para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús.
   Porque por gracia sois salvos por la fe; y esto no de vosotros, pues es   don de Dios;
  no por obras, para que nadie se gloríe.
Porque somos hechura suya, criados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó para que anduviésemos en ellas.
(La Biblia de Casiodoro de Reina 1569)

Pablo había empezado diciendo que nos encontrábamos en una condición de muerte espiritual en pecados y transgresiones. En los versículos previos Pablo se ocupa de nuestra antigua naturaleza pecaminosa. Aquí Pablo enfatiza que ya no necesitamos vivir bajo el poder del pecado. Cristo destruyó en la cruz la paga del pecado y su poder sobre nuestras vidas. La fe en Cristo nos declara absueltos o "no culpables" delante de Dios (Romanos_3:21-22). Dios no nos quita del mundo ni tampoco nos convierte en muñecos, sentiremos como que pecamos y algunas veces lo haremos. La diferencia radica en que antes de ser cristianos éramos esclavos de nuestra naturaleza pecaminosa, pero ahora podemos escoger vivir para Cristo (Gálatas_2:20). Ahora dice que Dios, en Su amor y misericordia, nos ha dado la vida en Jesucristo. ¿Qué quiere decir exactamente con eso? Ya vimos que estaban implicadas tres cosas en estar muertos en pecados y transgresiones. Jesús tiene algo que hacer con cada una de estas cosas. Según la descripción de los hombres, es obvio que los muertos en pecado son destinados a la ruina eterna. "Pero Dios" interviene para evitarlo. "Su gran amor" se demuestra en resucitarnos de los muertos por medio de su poderoso evangelio (Romanos_1:16).
  Ya hemos visto que el pecado mata la inocencia. Ni siquiera Jesús puede devolverle a una persona la inocencia que ha perdido, porque ni siquiera Jesús puede atrasar el reloj; pero lo que sí puede hacer Jesús, y lo hace, es librarnos del sentimiento de culpabilidad que conlleva necesariamente la pérdida de la inocencia.
Lo primero que hace el pecado es producir un sentimiento de alejamiento de Dios. Cuando una persona se da cuenta de que ha pecado, se siente oprimida por un sentimiento de que no debe aventurarse a acercarse a Dios. Cuando lsaías tuvo la visión de Dios, su primera reacción fue decir: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Porque soy un hombre de labios inmundos, y vivo entre personas que tienen los labios inmundos» Isaías_6:5. Y cuando Pedro se dio cuenta de Quién era Jesús, su primera reacción fue: « ¡Apártate de mí, porque yo soy un hombre pecador, oh Señor!» (Lucas_5:8).
Jesús empieza por quitar ese sentimiento de alejamiento. Él vino para decirnos que, estemos como estemos, tenemos la puerta abierta a la presencia de Dios. Supongamos que mi hijo que hubiera hecho algo vergonzoso, y luego hubiera huido porque estaba seguro de que no tenía sentido volver a casa, porque la puerta estaría cerrada para él. Y entonces, supongamos que alguien le trae la noticia de que la puerta la tiene abierta, y le espera una bienvenida cálida en casa. ¡Qué diferentes haría las cosas esa noticia! Esa es la clase de noticia que nos ha traído Jesús. Él vino para quitar el sentimiento de alejamiento y de culpabilidad, diciéndonos que Dios nos quiere tal como somos.
  Ya vimos que el pecado mata los ideales por los que viven las personas. Jesús despierta el ideal en el corazón humano.
La gracia de Jesucristo enciende de nuevo los ideales que habían extinguido las caídas sucesivas en pecado. Y al encenderse de nuevo, la vida se convierte otra vez en una escalada. Debido a la resurrección de Cristo, sabemos que nuestros cuerpos también resucitarán (1Corintios_15:2-23) y que ya se nos ha dado el poder para vivir ahora la vida cristiana (1Corintios_1:19). Estas ideas se hallan combinadas en la imagen de Pablo cuando habla de estar sentado con Cristo en "lugares celestiales". Nuestra vida eterna con Cristo es cierta, porque estamos unidos en su poderosa victoria.

  Por encima de otras cosas, Jesucristo aviva y restaura la voluntad perdida. Ya vimos que el efecto mortífero del pecado es que destruía lento pero seguro la voluntad de la persona, y que la indulgencia que había empezado por un placer se había convertido en una necesidad. Jesús crea otra vez la voluntad.
Eso es de hecho lo que hace siempre el amor. El resultado de un gran amor es siempre purificador. Cuando uno se enamora de veras, el amor le impulsa a la bondad. Su amor al ser amado es tan fuerte que quebranta su antiguo amor al pecado.
A decir verdad, en nosotros no había nada que pudiera «estimular» el amor de Dios. Pero así es precisamente el amor de Dios: no necesita, como el amor humano, el aliciente de la amabilidad del objeto. El amor de Dios crea la amabilidad de su objeto. Uno no es amado por Dios porque sea amable, sino que es amable porque es amado por Dios.

Eso es lo que Cristo hace por nosotros. Cuando Le amamos a Él, ese amor recrea y restaura nuestra voluntad hacia la bondad.
Pablo cierra este pasaje con una gran exposición de aquella paradoja que siempre subyace en el corazón de esta visión del Evangelio. Esta paradoja tiene dos caras.
  Pablo insiste en que es por gracia como somos salvos. ¿Qué es creer sino renunciar a sí mismo y dejar que entre Dios? Creer no significa propiamente «hacer» algo; no es una «obra» del hombre. Creer quiere decir recibir, aceptar, lo que Dios da; aceptar en cierto sentido con los ojos cerrados. Porque creer implica renunciar a querer ver con los propios ojos y decir que sí en consecuencia; creer es ver con los ojos de otro, con los ojos de Dios que revela. Aún más: si alguno pensara que esta «renuncia», esta disponibilidad, pudiera concebirse como una «prestación» del hombre, Pablo le sale al encuentro cortando también esta posibilidad de «gloriarse»: «Y esto no proviene de vosotros; es don de Dios». Pablo se refiere sin duda a la fe. Y añade -refiriéndose a toda la obra de salvación, o mejor a toda la adquisición de la salvación- «no de las obras, para que nadie se gloríe». Aquí está Pablo de cuerpo entero, como aparece en las «grandes» epístolas: el celoso abogado del «a Dios solo la gloria», el abogado de Dios frente a las pretensiones, que el hombre (el puro hombre) pudiera o quisiera hacer valer frente a Dios.

«Salvados». Hay que haberlo vivido. Hay que haber sido literalmente arrancado de una muerte segura, para comprender en la más íntima fibra del propio ser lo que significa «salvado», aun cuando no fuera más que en esta pobre y corta existencia terrena. Si queremos que la Palabra de Dios se convierta para nosotros en una vivencia, hemos de intentar bucear en la escuela de las experiencias de la vida, con las que los conceptos descarnados e incoloros adquirirán una nueva luz. Éste es el caso de la vivencia de la propia salvación. La vida está llena de parábolas, y Jesús con su lenguaje parabólico nos ha enseñado a valorar la vida de cada día a la luz del mensaje de Dios.
No hemos ganado la salvación ni la podríamos haber ganado de ninguna manera. Es una donación, un regalo de Dios, y nosotros no tenemos que hacer más que aceptarla. El punto de vista de Pablo es innegablemente cierto. Llegamos a ser cristianos mediante el don inmerecido de Dios, no como el resultado de algún esfuerzo, habilidad, elección sabia o acto de servicio a otros de nuestra parte. Sin embargo, como gratitud por este regalo, buscamos servir y ayudar a otros con cariño, amor y benevolencia y no simplemente para agradarnos a nosotros mismos. Si bien ninguna acción u "obra" nos puede ayudar para obtener la salvación, la intención de Dios es que nuestra salvación resulte en obras de servicio. No somos salvos solo para nuestro beneficio, sino para el de Él, para glorificarle y edificar la Iglesia. Y esto por dos razones:
(a) Dios es la suprema perfección; y por tanto, solo lo perfecto es suficientemente bueno para él. Los seres humanos, por naturaleza, no podemos añadir perfección a Dios; así que, si una persona ha de obtener el acceso a Dios, tendrá que ser siempre Dios el Que lo conceda, y la persona quien lo reciba.
(b) Dios es amor; el pecado es, por tanto, un crimen, no contra la ley, sino contra el amor. Ahora bien, es posible hacer reparación por haber quebrantado la ley, pero es imposible hacer reparación por haber quebrantado un corazón. Y el pecado no consiste tanto en quebrantar la ley de Dios como en quebrantar el corazón de Dios.
Voy a contar un ejemplo crudo e imperfecto. Supongamos que un conductor descuidado mata a un niño. Es detenido, juzgado, declarado culpable, sentenciado a la cárcel por un tiempo y/o a una multa. Después de pagar la multa y salir de la cárcel, por lo que respecta a la ley, es asunto concluido. Pero es muy diferente en relación con la madre del niño que mató. Nunca podrá hacer compensación ante ella pasando un tiempo en la cárcel y pagando una multa. Lo único que podría restaurar su relación con ella sería un perdón gratuito por parte de ella. Así es como nos encontramos en relación con Dios. No es contra las leyes de Dios solo contra lo que hemos pecado, sino contra Su corazón. Y por tanto solo un acto de perdón gratuito de la gracia de Dios puede devolvernos a la debida relación con Él.
¿Qué es este «gloriarse», que hay que excluir a toda costa? Es aquella postura íntima del hombre que quiere afirmarse a sí mismo, vivir no de lo que recibe, de la gracia de otro, sino de lo que él mismo crea, sabe y es. Es el hombre que tiene tendencia a la propia gloria, desde que los primeros padres quisieron ser «como Dios», crear por sí mismos su felicidad y no tener que deberle nada a nadie.
Esto es lo que hace el judío educado en la escuela de los «escribas y fariseos»: se inclina meticulosamente sobre la ley, la cumple con grandes sacrificios, y así viene a ser él mismo el que gana la salvación. Ya puede presentarse ante Dios, referirse a su palabra y hacer valer sus propios derechos. Pablo sabe todo esto muy bien; él mismo lo ha vivido intensamente. Aquí no hay lugar para la salvación mediante otro. Este es el trasfondo que explica por qué Pablo arremete con tanta pasión contra ese gloriarse del hombre. «...no de las obras». Por «obras» entiende Pablo lo que el hombre hace siempre por sí e independientemente de la gracia de Dios. Y por muy pequeño que fuera el paso que diera en dirección a Dios y a la salvación, tendría ya de qué «gloriarse» ante Dios; pensamiento intolerable para Pablo. Sería sencillamente destruir, aunque fuera en pequeña medida, la gracia de Dios y la cruz del Señor, «que me ha amado y se ha entregado por mí» (Galatas_2:20). La mejor sabiduría del Apóstol está inspirada por el amor, y por un amor ardiente. Y su confesión de fe es ésta: «Iniciativa de Dios es vuestra existencia en Cristo Jesús, el cual -por iniciativa también de Dios- se ha convertido en nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y nuestra redención; y así, como dice la Escritura, "quien se gloría, gloríese en el Señor"» (1Corintios_1:30 /  Romanos_3:27). Así pues, la fe no es una «obra» en el sentido paulino de la palabra, sino un don de Dios.
 Esto quiere decir que las obras no tienen nada que ver con ganar la salvación. No es correcto ni posible apartarse de la enseñanza de Pablo aquí -y sin embargo es aquí donde se apartan algunos a menudo. Pablo pasa a decir que somos creados de nuevo por Dios para buenas obras, obras que ÉL preparó de antemano para qué pudiéramos poner en práctica. Aun con toda nuestra vida cristiana somos los nuevamente creados en Cristo Jesús, y nuestras buenas obras son obras de la gracia. Parece como si Pablo concibiera la vida del cristiano como un caminar a través de unos raíles previamente preparados. Detrás de esta violenta concepción podemos rastrear quizá cierta angustia, que domina al Apóstol, cuando habla de las buenas obras; angustia frente a la posibilidad de que este camino se pudiera todavía convertir en aquel gloriarse del hombre, que destruye la gracia de Dios.

  Todas las buenas obras del mundo no pueden restaurar nuestra relación con Dios; pero algo muy serio le pasaría al Cristianismo si no produjera buenas obras.
No hay nada misterioso en esto. Se trata sencillamente de una ley inevitable del amor. Si alguien nos ama de veras, sabemos que no merecemos ni podemos merecer ese amor. Pero al mismo tiempo tenemos la profunda convicción de que debemos hacer todo lo posible para ser dignos de ese amor.
Así sucede en nuestra relación con Dios. Las buenas obras no pueden ganarnos nunca la salvación; pero habría algo que no funcionaría como es debido en nuestro cristianismo si la salvación no se manifestara en buenas obras. Como decía Lutero, recibimos la salvación por la fe sin aportar obras; pero la fe que salva va siempre seguida de obras. No es que nuestras buenas obras dejen a Dios en deuda con nosotros, y Le obliguen a concedernos la salvación; la verdad es más bien que el amor de Dios nos mueve a tratar de corresponder toda nuestra vida a ese amor esforzándonos por ser dignos de él.
Sabemos lo que Dios quiere que hagamos; nos ha preparado de antemano la clase de vida que quiere que vivamos, y nos lo ha dicho en Su Libro y por medio de Su Hijo. Nosotros no podemos ganarnos el amor de Dios; pero podemos y debemos mostrarle que Le estamos sinceramente agradecidos, tratando de todo corazón de vivir la clase de vida que produzca gozo al corazón de Dios.

 ¡Maranatha!

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