Mar
8:31 Y comenzó a enseñarles que le era
necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos,
por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar
después de tres días.
Mar
8:32 Esto les decía claramente. Entonces
Pedro le tomó aparte y comenzó a reconvenirle.
Mar
8:33 Pero él, volviéndose y mirando a
los discípulos, reprendió a Pedro, diciendo: ¡Quítate de delante de mí,
Satanás! porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los
hombres.
Mar
8:34 Y llamando a la gente y a sus
discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
y tome su cruz, y sígame.
Mar
8:35 Porque todo el que quiera salvar su
vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio,
la salvará.
Mar
8:36 Porque ¿qué aprovechará al hombre
si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?
Mar
8:37 ¿O qué recompensa dará el hombre
por su alma?
Mar
8:38 Porque el que se avergonzare de mí
y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se
avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos
ángeles.
Las palabras de nuestro Señor Jesucristo
en este pasaje son muy solemnes y de mucho peso. Quiso con ellas corregir las
ideas equivocadas de sus discípulos
respecto a la naturaleza de su reino. Pero contienen verdades muy
profundas y muy importantes también para los cristianos de todas las épocas de
la iglesia.
Todo el pasaje debe
ser tema de nuestras meditaciones privadas.
Aprendamos, en
primer lugar, en estos versículos, la necesidad absoluta de la abnegación, si
queremos ser discípulos de Cristo y salvarnos. ¿Qué dice nuestro Señor? "Cualquiera que quisiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame...
No hay duda que la
salvación es graciosa; es ofrecida gratuitamente en el Evangelio a los
pecadores más endurecidos, sin dinero y sin precio. "Por gracia sois salvos por medio de la fe, y esto no por
vosotros, que es don de Dios; no por obras, para que nadie se glorié."
Efes.2 : Pro_8:9. Pero todos los que aceptan esta gran salvación deben probar la realidad de su fe
cargando la cruz en pos de Cristo. No deben imaginarse que entrarán en el cielo
sin disgustos, dolores, sufrimientos, y
conflictos aquí en la tierra. Deben contentarse con cargar la cruz de la
doctrina, y la cruz de la práctica, la cruz de sostener una fe que el mundo desdeña, y la cruz de llevar una vida que el
mundo ridiculiza como demasiada estricta y rigorosa. Deben querer sacrificar la
carne, mortificar el cuerpo, batallar
diariamente con el diablo, separarse del mundo, y perder la vida, si necesario
fuere, por amor de Cristo y del Evangelio. Parece esto duro pero no hay evasión posible. Las palabras de nuestro
Señor son claras y distintas; si no cargamos con la cruz, no ceñiremos nunca la
corona.
Que el miedo de la
cruz no nos aleje de servir a Cristo, que por pesada que parezca, Jesús nos
dará gracia para llevarla. "Puedo hacerlo todo por Cristo que me da fuerzas." Flp_4:13. Millares de
millares la han cargado antes que nosotros, y han encontrado el yugo de Cristo
fácil y su carga ligera. Nada bueno se logra
en la tierra sin trabajo, y no podemos esperar que sin luchas se pueda
entrar en el reino de Dios. Avancemos valientemente y que ninguna dificultad
nos detenga. La cruz durante el viaje es
por pocos años, y la gloria que se obtiene en su término es eterna.
Preguntémonos con
frecuencia si nuestro Cristianismo nos cuesta algo. ¿Nos impone algún
sacrificio? ¿Está marcado con el sello del cielo? ¿Carga con su cruz? Si así no es, temblemos y temamos, que
una fe que nada cuesta, nada vale. De poco nos servirá en la vida presente, y
no nos guiará a la salvación en la vida
futura.
Aprendamos también
en estos versículos cual es el valor indecible del alma. ¿Qué dice nuestro
Señor? "¿De
que aprovechará a un hombre ganar el mundo
todo, si pierde su propia alma"? Estas palabras
tuvieron por objeto movernos a obrar y a sacrificarnos. Deberían estar
resonando como un clarín en nuestros
oídos, por la mañana cuando nos levantamos, y de noche cuando nos
retiramos al lecho. Grábense profundamente en nuestra memoria y que ni el
diablo ni el mundo pueda nunca borrarlas
de ella.
Todos nosotros
tenemos almas que vivirán eternamente; sepámoslo o no, todos llevamos en
nosotros algo que vivirá cuando nuestros cuerpos se estén reduciendo a polvo en el sepulcro. Todos
nosotros tenemos almas por las que daremos estricta cuenta a Dios; y en verdad
que es una idea terrible cuando
consideramos que poca atención presta el hombre a ninguna cosa que no
sea el mundo; pero es la verdad.
Cualquier hombre
puede perder su alma; no puede salvarla, que solo Cristo puede hacerlo; y puede
perderla de diferentes maneras. Puede asesinarla amando el pecado y adhiriéndose al mundo. Puede
envenenarla escogiendo una religión de falsedades y creyendo en supersticiones
de fábrica humana. Puede aniquilarla con
hambre despreciando los medios de gracia, y rehusando recibir el Evangelio en
su corazón. Muchos son los caminos que conducen al abismo; cualquiera que sea el que un hombre tome, él
solo es responsable por ello. Por débil, corrompida, degradada e impotente que
sea la naturaleza humana, el hombre
tiene poder para que las palabras destruir, arruinar y perder su alma.
La posesión del mundo entero no puede compensar al hombre por la
pérdida de su alma; todos los tesoros que contiene no pueden ponerse en la
balanza para equilibrar la perdición
eterna. No nos satisfacen, ni nos hacen felices mientras los poseemos; los
gozamos cuando más unos pocos años y tenemos que dejarlos para siempre. De todos los negocios ruinosos
y necios que el hombre puede hacer, el peor es dar la salvación de su alma en
cambio de los bienes de este mundo. Es
una especulación de que muchísimos se han arrepentido, como Esaú que vendió su
primogenitura por un plato de lentejas pero de que desgraciadamente como Esaú se han arrepentido
muy tarde.
Que estas sentencias
de nuestro Señor se graben profundamente en nuestros corazones, pues son
inadecuadas para expresar su importancia.
Recordémoslas en la
hora de la tentación, cuando el alma nos parece tan pequeña y tan
insignificante, y el mundo tan grande y tan esplendente.
Recordémoslas en la
hora de la persecución, cuando el miedo al hombre se apodera de nosotros, y nos
inclinamos a abandonar a Cristo. En momentos
semejantes que nuestra alma evoque esa cuestión capital de nuestro
Señor, y se la repita, " ¿De que servirá a un hombre ganar el mundo
entero, si pierde su alma?
Aprendamos, por
último, en estos versículos, el gran peligro que se corre en tener vergüenza de
Cristo. ¿Qué dice nuestro Señor? "Todo aquel que se
avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora,
de él también se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en la gloria de
su Padre con los santos ángeles...
¿Cuándo se puede
decir de alguno que está avergonzado de Cristo?
Somos culpables de esa falta, cuando nos avergonzamos de que se sepa que amamos
y creemos las doctrinas de Cristo, que
deseamos vivir según los mandamientos de Cristo, y que ansiamos ser contados
como miembros del pueblo de Cristo. La doctrina, las leyes, y el pueblo de Cristo
nunca fueron populares, y nunca lo serán. El que confiesa valerosamente que los
ama, está seguro de atraerse el ridículo
y la persecución. Todo el que se retrae de hacer esa confesión por miedo del
ridículo y de la persecución, se avergüenza de Cristo, y está incluso en
la sentencia que proclama este pasaje.
Hay quizás pocas
sentencias de nuestro Señor que sean más condenatorias que esta. Verdad es
"que el miedo del hombre nos tiende un lazo." Pro_29:25.
Hay muchas personas
que le harían frente a un león, o asaltarían una brecha, si el deber se los
ordenase; que nada temen, y que, sin embargo, se avergüenzan de confesar que preferirían agradar a Cristo
más bien que al hombre. ¡Que admirable es el poder del ridículo! ¡Maravilloso
es como el hombre vive siervo de la
opinión del mundo! Pidamos diariamente en nuestras oraciones fe y valor para
confesar a Cristo ante los hombres. Bueno es que nos avergoncemos del pecado, de la mundanalidad y
de la incredulidad, pero nunca de Aquel que murió por nosotros en la cruz. Confesemos valerosamente que servimos a
Cristo a despecho de las risas, de las burlas y de los insultos. Meditemos con frecuencia en el día de su segunda
venida, y acordémonos de lo que dice en este lugar. Es cien mil veces mejor confesar ahora a Cristo, y ser despreciado
por los hombres, que vernos negados por Cristo ante su Padre el día del
juicio final.
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