Mar 9:33 Y llegó a
Capernaum; y cuando estuvo en casa, les preguntó: ¿Qué disputabais entre
vosotros en el camino?
Mar 9:34 Mas ellos
callaron; porque en el camino habían disputado entre sí, quién había de ser el
mayor.
Mar 9:35 Entonces él
se sentó y llamó a los doce, y les dijo: Si alguno quiere ser el primero, será
el postrero de todos, y el servidor de todos.
Mar 9:36 Y tomó a un
niño, y lo puso en medio de ellos; y tomándole en sus brazos, les dijo:
Mar 9:37 El que
reciba en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí; y el que a mí me
recibe, no me recibe a mí sino al que me envió.
En
estos versículos, la ambición y amor de preeminencia que los apóstoles
manifiestan, "Durante el camino disputaban entre ellos cual sería el más grande...
¡Qué extrañas suenan estas palabras! ¿Quién hubiera
pensado que unos pocos pescadores y publícanos pudieran estar movidos por el
espíritu de emulación y el deseo de
supremacía? ¿Quién hubiera esperado que hombres pobres, que todo lo habían
abandonado por amor de Cristo, se vieran turbados por luchas y disensiones respecto al lugar y a la
precedencia que cada uno de ellos merecía? Y, sin embargo, así sucedió, y este
hecho ha quedado registrado para nuestra
enseñanza. El Espíritu Santo ha hecho que se escriba para guía perpetua
de la iglesia de Cristo. Cuidemos que no se haya escrito en vano.
Es una verdad dolorosa, ya la aceptemos o no, que el
orgullo es uno de los pecados más comunes de la humana naturaleza. Todos
nacemos fariseos; todos por naturaleza
pensamos de nosotros mejor de lo que debemos. Todos nos imaginamos naturalmente
que merecemos más de lo que tenemos. Es un pecado muy antiguo. Empezó a mostrarse en el Edén,
cuando Adán y Eva creyeron que no poseían todo aquello a que sus merecimientos
los hacían acreedores. Es un pecado muy
sutil; gobierna y rige muchos corazones sin que se le descubra, y aun puede
vestirse con el sayal de la humildad. Es el pecado que más arruina el alma, porque se opone al arrepentimiento, y
mantiene al hombre lejos de Cristo, ahoga el amor fraterno, y agosta en flor
las ansias espirituales. Pongámonos en
guardia contra él, y vigilémoslo. De todos los trajes con que podemos
vestirnos, ninguno es tan gracioso, ninguno sienta tan bien, y ninguno es más
raro, que la verdadera humildad.
Fijémonos, en el modelo especial de verdadera
grandeza que nuestro Señor presenta a sus discípulos. Les dice, "Si alguno
desea ser el primero, deberá ser el
último de todos, y siervo de todos...
Estas palabras son muy instructivas. Nos muestran
que las máximas de este mundo están en oposición directa con las ideas de
Cristo. La idea que el mundo tiene de la
grandeza es gobernar, pero la grandeza cristiana consiste en servir; es
ambición del mundo recibir honores y atenciones, pero el deseo del cristiano debería ser dar más bien que recibir, y
servir a los demás en lugar de ser servido por ellos. En una palabra, aquel que
más se empeña en servir a sus
semejantes, y ser útil a los hombres de su generación, es el hombre más
grande que imaginarse puede a los ojos de Cristo.
Empeñémonos en aplicar de una manera práctica esta
máxima profunda. Tratemos de hacer el bien a nuestros prójimos, y mortificar
esa tendencia al placer y a la satisfacción personal que tanto nos domina.
¿Podemos servir en algo a nuestros semejantes? ¿Podemos manifestarles de algún
modo nuestra bondad, ayudándolos y
promoviendo su felicidad? Si así es, hagámoslo sin tardanza. Qué gran bien
seria para la cristiandad que fuese menos frecuente las protestas de ortodoxia y obediencia a la iglesia, y más
común la práctica de las virtudes que en este pasaje nos inculcan las palabras
de nuestro Señor.
Pocos son en general los hombres que quieran ser los
últimos, y por amor a Cristo, los siervos de todos; y, sin embargo, esos son
los que hacen bien, los que destruyen
las preocupaciones, y convencen a los infieles de la realidad del Cristianismo.
Notemos, finalmente, como el Señor nos estimula a
ser bondadosos con los más pequeños y humildes de los que creen en su nombre.
Nos da esta lección de una manera muy
interesante; tomó a un niño en sus brazos, y dijo a sus discípulos, "
Cualquiera que reciba a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe; y todo el que me recibe, recibe a Aquel que
me envió...
El principio que aquí se establece es una
continuación del que hemos venido meditando. Para el hombre natural es una locura;
la carne y la sangre no encuentran otros
caminos a la grandeza, lino coronas, rango, riquezas, y posición elevada en la
sociedad El Hijo del hombre declara que el camino que a ella conduce es el
sacrificarnos a cuidar de los más débiles y de los más humildes del rebaño.
Esfuerza su declaración acompañándola de
palabras que nos llenan de maravilla, y que leemos y oímos sin fijar en ellas
nuestras almas. Nos dice que el que "recibe a un niño en su nombre, recibe a Cristo, y que
recibir a Cristo es recibir a Dios...
Cuanto no deben animar estas palabras a los que se
consagran a la obra caritativa de hacer bien a las almas que se ven abandonadas. Cuanto no deben estimular a los
que trabajan por volver a introducir en la sociedad a un paria, por levantar
al caído, por recoger a los niños
harapientos de quienes nadie se cuida, por sacar de una vida pecaminosa a los
peores caracteres, como se sacan los
tizones de una hoguera, por conducir a los extraviados al hogar paterno.
Consuélense todos los que lean estas
palabras; quizás sus trabajos son duros y se sienten con frecuencia
desalentados; quizás se burlen de ellos,
y los ridiculicen, y los presentan al escarnio del mundo. Pero sepan que el
Hijo de Dios va marcando a todos los que
así obran, y en ellos se complace. Piense el mundo lo que quiera, a esos
será a quienes Jesús se deleitará en honrar cuando llegue el ultimo día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario