Proverbios 4:23
“Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida”.
Cuando hemos digerido bien las verdades desarrolladas hasta ahora, si seguimos con dudas y angustia, consideremos lo siguiente:
¿Sentimos que no tenemos parte en el favor de Dios porque nos hemos visto visitados por alguna aflicción extraordinaria?
Si ese es el caso, ¿Estamos concluyendo de ello que las grandes pruebas son signos del odio de Dios? ¿Es eso lo que enseñan las Escrituras? ¿Nos atrevemos a pensar lo mismo de aquellos que han sido afligidos tanto o más que nosotros? Si el argumento es bueno en nuestro caso, también debería serlo en la aplicación al caso de ellos, y hasta más concluyente, ya que, en proporción, sus pruebas son mayores que las nuestras. Si es así, entonces ¡Ay de David, Job, Pablo y todos los que han sido afligidos como lo fueron ellos!
Pero si hubiésemos estado en quietud y prosperidad, si Dios hubiese retenido esas disciplinas con las que ordinariamente visita a su pueblo, ¿no tendríamos más razones para dudar y angustiarnos de las que tenemos ahora?
¿Estamos concluyendo precipitadamente que el Señor no nos ama porque ha retirado la luz de su rostro?
Si estamos considerando que nuestro estado es desesperado porque es oscuro e incómodo, mejor no nos precipitemos a formar esa conclusión. Si cualquiera de las dispensaciones de Dios para su pueblo puede ser considerada como favorable o dura, ¿por qué no habría de ser considerada en el mejor sentido? ¿No es posible que Dios tenga un designio de amor en lugar de uno de odio en la situación de la que nos estamos lamentando? ¿No es posible que se esté apartando un tiempo sin apartarse para siempre?
No somos los primeros que hemos confundido el designio de Dios al apartarse: "Sion dijo: Me dejó el Señor, y el Señor se olvidó de mí" (Isaías 49:14). Pero ¿fue así en realidad? ¿Cuál es la respuesta de Dios? "¿Se olvidará la mujer de lo que dio a luz?" (Isaías 49:15) Y sin embargo ¿nos hundimos bajo la idea de que las evidencias de un abandono final y completo son claras en lo que experimentamos? ¿Hemos acaso perdido la sensibilidad consciente con respecto al pecado? ¿Nos sentimos inclinados a abandonar a Dios?
Si es así, tenemos motivos para sentirnos alarmados. Pero si nuestra conciencia está viva, si estamos dispuestos a aferrarnos al Señor, si el lenguaje de nuestro corazón es "no puedo abandonar a Dios, no puedo vivir sin su presencia aunque me mate, aun así seguiré confiando en Él", entonces tenemos razón al esperar que nos visite de nuevo. Es mediante estos ejercicios que Él mantiene su interés en nosotros. Una vez más ¿el sentido y los sentimientos son adecuados para juzgar las dispensaciones de Dios en ello? ¿Se puede confiar de manera segura en su testimonio? ¿Podemos decir: "si Dios tiene algún amor por mi alma, debería sentirlo ahora al igual que lo sentía antes, pero no puedo sentirlo, por tanto se ha ido"? ¿Podríamos concluir de la misma forma que cuando el sol no es visible para nosotros, ha dejado de existir?
Si no hay nada en el trato divino con respecto a nosotros que sea una base razonable para estar abatidos y angustiados, preguntémonos qué motivos hay en nuestra propia conducta por los cuales nos podemos sentir tan deprimidos.
Motivos propios para el abatimiento
1. Recaída en pecados anteriores
¿Hemos caído en pecados de los que ya nos habíamos recuperado con vergüenza y dolor? Puede que concluyamos de eso que estamos pecando con consentimiento y con frecuencia, y que nuestra oposición al pecado era hipócrita. Pero no demos todo por perdido apresuradamente.
¿Acaso no se renueva nuestro arrepentimiento y el cuidado que ponemos en no pecar con la misma frecuencia que pecamos? ¿Acaso no es el pecado en sí mismo lo que nos preocupa, y acaso no es verdad que, cuanto más pecamos, más nos angustiamos?
Esto no sucede cuando se peca de forma normal. Es excelente lo que Bernard dice de esto: "Cuando un hombre acostumbrado a contenerse peca abultadamente, se le hace insoportable. Es como si descendiese vivo al infierno. Con el tiempo no parece insoportable, sino pesado, y entre insoportable y pesado la diferencia no es pequeña. Luego, el pecar se vuelve ligero, su conciencia apenas lo golpea y la persona no presta atención a los reproches de esta. Después ya no solo es insensible a la culpa, sino que aquello que le resultaba amargo y desagradable se convierte en algo dulce y placentero en cierta medida. Aún después se hace costumbre, y no solo agrada, sino que lo hace habitualmente. A su debido tiempo la costumbre se convierte en naturaleza, y la persona no puede ser disuadida de la misma, sino que la defiende y ruega por ella".
Así es el pecado habitual y permitido. Ese es el camino del impío. Pero ¿no es nuestro camino contrario a esto?
1. Disminución de nuestros afectos por Dios
¿Sentimos un declinar de nuestros sentimientos por Dios y los temas espirituales? Puede que siga habiendo esperanza aunque este sea el caso.
Pero es posible que haya una equivocación respecto a esto. Hay muchas cosas que aprender, y la experiencia cristiana tiene relación con una gran variedad de temas. Puede que en esta experiencia estemos aprendiendo algo que es muy necesario que sepamos como cristianos.
¿Y qué si no somos tan sensibles y tan vivos en nuestras emociones, o no tenemos las mismas visiones arrebatadoras que teníamos al principio? ¿Es que no puede estar creciendo nuestra piedad en solidez y consistencia, y adaptándose mejor a propósitos prácticos? ¿Acaso puede deducirse del hecho de que no siempre estemos en la misma disposición mental o de que los mismos objetos no nos emocionen igual en todo tiempo, que nuestra fe no es verdadera? Quizás nos engañamos a nosotros mismos al mirar hacia delante a lo que seremos, en lugar de contemplar lo que somos comparado con lo que fuimos una vez.
2. Aumento de nuestro amor por disfrutes terrenales
Si la base para tomar conclusiones desesperadas con respecto a nosotros mismos es la fuerza de nuestro amor por los disfrutes terrenales, quizás estemos argumentando de la siguiente forma: "Temo que amo las creaciones más que a Dios, y si es así, no tengo verdadero amor por Dios. A veces tengo sentimientos más fuertes por los consuelos terrenales que por los celestiales, por tanto, mi alma no es recta"
Si verdaderamente amamos lo creado por sí mismo, si lo convertimos en nuestro objetivo y nuestra fe solo es un medio para obtenerlo, entonces la conclusión anterior es la correcta, porque esto es incompatible con el amor supremo a Dios.
Pero una persona puede amar a Dios más ardientemente de lo que ama cualquier otra cosa, y aun así, cuando Dios no es el objeto directo de sus pensamientos, puede ser sensible a un amor más fuerte por lo creado que el que tiene por Dios en ese instante. Del mismo modo que la maldad enraizada indica un odio más fuerte que una emoción repentina más violenta, hemos de juzgar nuestro amor, no por un movimiento impetuoso del mismo de vez en cuando, sino por la profundidad de su raíz y lo constante de su ejercicio.
Quizás nuestra dificultad viene como resultado de probar nuestro amor con una prueba extraña e impropia.
Muchas personas temieron que cuando fueran sometidas a una gran prueba renunciarían a Cristo y se aferrarían a lo creado; pero cuando la prueba vino,
Cristo lo fue todo, y el mundo no fue nada en su estima. Ese fue el temor de algunos mártires cuya victoria fue completa. Pero solo podemos esperar la ayuda divina en el tiempo y proporción de nuestra necesidad. Si queremos probar nuestro amor, miremos si estaríamos dispuestos a renunciar a Cristo en este mismo momento.
4. Falta de emoción en la devoción en privado
Las dudas y miedos podrían venir de una carencia de emoción en privado que si encontramos en los ejercicios públicos. Consideremos entonces si hay alguna circunstancia al atender a la devoción en público que está particularmente calculada para despertar nuestros sentimientos y elevar nuestra mente, y que no puede afectarnos en privado. Si es así, nuestra comunión secreta, si está siendo realizada con fidelidad y de manera adecuada, puede ser provechosa aunque no tenga todas las características de la que hacemos en público.
Si pensamos que tenemos ensanchamiento y deleite espiritual en el ejercicio público mientras descuidamos los tiempos con Dios en privado, sin duda nos engañamos. Ciertamente, si estamos descuidando la devoción privada o no nos importa la misma, hay grandes razones para temer. Pero si las realizamos con regularidad y fidelidad, no se puede concluir que sean vanas e inútiles o que no tengan gran valor solo porque no sean atendidas con tanta emoción como a veces encontramos en público.
¿Y qué si al Espíritu le agrada más favorecerte con su influencia llena de gracia en un lugar y momento que en otro? ¿Debería eso ser motivo para la murmuración y la incredulidad, o más bien un motivo para agradecer?
5. Las sugerencias del enemigo
Las sugerencias blasfemas y viles de Satanás a veces causan gran confusión y angustia. Parecen poner un abismo de corrupción en el corazón y decirnos que no hay gracia en él. Pero puede haber gracia en un corazón en el que tales pensamientos se inyectan, aunque no en un corazón que consiente y disfruta de esos pensamientos.
Preguntémonos si aborrecemos y nos oponemos a esos pensamientos, si nos negamos a abandonarnos a su influencia, y si luchamos por mantener pensamientos reverentes y santos acerca de Dios y de todas las cosas de la fe.
Si es así, tales sugestiones son involuntarias, y no son evidencia contra nuestra piedad.
6. La falta de respuesta a la oración
¿Es la aparente falta de respuesta a la oración motivo de nuestro abatimiento? ¿Estamos dispuestos a decir: "Si Dios tuviese algún tipo de preocupación por mi alma habría escuchado mis peticiones antes; pero no tengo respuesta de Él, y por tanto no hay interés"?
Esperemos un momento. Aunque el hecho de que Dios aborrezca y finalmente rechace la oración es evidencia de que rechaza a la persona que ora, ¿nos atrevemos a concluir que Él nos ha rechazado porque una respuesta a nuestra oración se retrasa o porque no hemos descubierto que ya está concedida? "¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles?" (Lucas 18:7) Otros han tropezado en el mismo sitio que nosotros: "Cortado soy de delante de tus ojos; Pero tú oíste la voz de mis ruegos cuando a ti clamaba" (Salmos 31:22)
¿Acaso no hay algo en nuestra experiencia que indique que nuestras oraciones no son rechazadas, aunque la respuesta a las mismas se retrase? ¿No estamos dispuestos a continuar orando aunque no veamos una respuesta? ¿No estamos dispuestos a adscribir rectitud a Dios mientras consideramos la causa de su silencio como algo que está dentro de nosotros? Así lo hizo David: "Dios mío, clamo de día, y no respondes; Y de noche, y no hay para mí reposo. Pero tú eres santo" (Salmos 22:2-3)
Preguntémonos si el retraso de la respuesta a nuestra oración nos incita a examinar nuestro corazón y probar nuestros caminos para que podamos eliminar la dificultad. Si es así, tenemos motivo para sentirnos humildes, pero no para desesperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario