Hay
una realidad sociológica que no podemos ni debemos ignorar. En nuestras
congregaciones hay un número creciente de personas que son segunda e incluso
tercera generación de evangélicos. Se trata de muchachos y muchachas que, por
decirlo de alguna manera, no vienen directamente del mundo, no provienen de un
ambiente no cristiano o secular, sino que se incorporan a nuestras iglesias
porque sus padres se convirtieron y ellos ya han nacido en un contexto
evangélico. Es precisamente cuando aumenta el número de hijos de creyentes en
nuestras iglesias, que comienza la deserción de los mismos. El proceso incluso
se ve agravado por la existencia de una tercera generación de evangélicos,
hijos de los hijos de aquellos que una vez abandonaron el mundo.
¿Qué
quiere decir todo esto? Fundamentalmente, que han habido dos generaciones de
evangélicos que han accedido a la información relacionada con la fe y el Evangelio
no por una decisión propia sino como consecuencia de una herencia cultural
familiar. Estos jóvenes han crecido desde pequeños conociendo y teniendo acceso
a toda la información que permite a una persona ser cristiana, han tenido
numerosas oportunidades de formación, de recibir instrucción y de
familiarizarse con la fe que puede otorgarles la salvación.
Esto,
sin embargo, tiene ventajas e inconvenientes. La ventaja es que les ha
permitido un acceso privilegiado al conocimiento de Dios y su Palabra. Desde la
niñez han podido aprender conceptos que pueden no sólo otorgarles la salvación
sino hacer que sus vidas sean mucho más ricas, plenas y dignas de ser vividas.
Han podido conocer el consejo de Dios que puede librar de multitud de
situaciones de dolor y sufrimiento como consecuencia del pecado. Pero también
esto tiene inconvenientes. El conocimiento sin práctica produce un efecto de
inmunización. Estos jóvenes saben pero no viven y, por tanto, pueden llegar a
pensar que el Evangelio realmente no funciona y no sirve para la vida
cotidiana. Pueden pensar que estar en la iglesia es lo mismo que formar parte
de la familia de Dios y no ver o no entender la necesidad de la conversión
personal.
En
muchos de estos jóvenes se ha dado o se da una confusión en relación con la
experiencia de conversión. ¿Creen por convicción personal propia o porque han
recibido esas creencias de sus padres? ¿Son religiosos o convertidos? ¿Han
aceptado a Jesús o han aceptado una ética y una moral? ¿Tienen relación o
tienen religión? Para algunos lectores de este artículo estas afirmaciones tal
vez puedan carecer de sentido, pero son muy importantes. Demasiado a menudo
hemos dado por sentado que todos estos jóvenes eran creyentes simplemente
porque estaban allí, y les hemos exigido conformidad con un estilo de vida que
no podían mantener simplemente porque no eran creyentes y, a diferencia de sus
padres, nunca habían tenido una experiencia personal de salvación porque nunca
habían entendido qué es lo que Dios esperaba y exigía de ellos. En definitiva,
hemos partido de la premisa de que eran creyentes, en vez de que no lo eran.
Ante
esta crisis de identidad religiosa, esta confusión en relación con su fe y su
experiencia personal de conversión, los hijos de creyentes reaccionan de dos formas
diferentes:
1.
Abandono de la iglesia. Tengo 41 años y son muchos los hombres y mujeres de mi
generación que han abandonado el Evangelio. De hecho, me encuentro entre ese
escaso número de los que permanecimos fieles. Todos nosotros podemos recordar compañeros,
amigos, familiares que hoy no están con nosotros pero que un día estuvieron.
Muchos de ellos abandonaron la fe tal vez debido a que conocieron la letra pero
nunca tuvieron un encuentro personal con Cristo. Tuvieron religión, no
relación.
2.
Nominalismo evangélico. Esta es la segunda respuesta. Más y más el nominalismo
no es un fenómeno exclusivamente católico. Muchas personas en nuestras iglesias
viven una fe nominal, caracterizada por la observancia de un mínimo de
manifestaciones externas y un escaso compromiso con los ideales radicales del
Evangelio. Una pequeña minoría mantiene vivas y en funcionamiento la mayoría de
nuestras iglesias ante la pasividad y/o indiferencia de una mayoría.
Aumento del nivel
cultural
Mis
padres no pudieron ni siquiera acabar sus estudios primarios. Yo he tenido la
oportunidad de acabar la universidad y hacer un curso de postgrado en un país
extranjero. Mis padres nunca soñaron que su hijo tendría semejantes
oportunidades culturales. Mi caso no es único. La generación de la postguerra
(en España) trabajó duro para conseguir que sus hijos tuvieran las
oportunidades culturales y materiales que ellos nunca pudieron obtener. A
principios del periodo histórico que abarca este artículo un graduado
universitario en nuestras iglesias era "rara avis" y el orgullo de
toda la congregación. Conforme fuimos avanzando, el número de personas con
acceso a la universidad aumentó notablemente y hoy en día los jóvenes con
formación universitaria están siendo cada vez más habituales en los ambientes
evangélicos.
La
mayor cultura y educación ha traído consigo nuevas y desconocidas presiones,
ataques y cuestionamientos de la fe de los hijos de creyentes. Su fe, en muchos
casos una fe cultural, no meditada, no profundizada, no madurada, no asimilada
en la vida cotidiana, ha sido despiadadamente desafiada y puesta en entredicho
por las ideologías y filosofías prevalecientes en nuestra sociedad.
Los
jóvenes han visto su débil fe puesta bajo asedio y se han producido dudas y
crisis con respecto a la validez, racionalidad y sentido de la misma.
Desgraciadamente y con excesiva frecuencia estas dudas no sólo no han sido
resueltas por la iglesia, sino que las personas han sido cuestionadas y vistas
como sospechosas por el simple hecho de atreverse a no tener las cosas claras.
Una duda no resuelta conduce a una crisis de fe, a una creencia de que el
Evangelio no es realmente compatible con una mente racional, con una formación
intelectual.
A
modo de resumen, es posible que la confusión en relación a la experiencia de la
conversión y la falta de respuesta a las dudas y crisis de fe hayan sido, si no
los únicos, dos factores fundamentales que nos permiten entender el porqué del
abandono de la iglesia por parte de los hijos de los creyentes.
Modelos deficientes
Una
tercera razón por la cual los jóvenes abandonan la iglesia son los modelos
deficientes de espiritualidad que hay a su disposición. Lamentablemente, muy a
menudo, no somos lo suficientemente conscientes de la tremenda importancia de
los modelos o marcos de referencia para los jóvenes estos proporcionan puntos
de orientación que, por medio del
enfrentamiento, el contraste, la comparación o la imitación les ayudan a desarrollar y formar su
identidad personal, incluyendo naturalmente su identidad espiritual. Cuando
estos marcos o modelos son deficientes el joven, como afirma el educador
Antonio Jiménez Ortiz, desarrolla una aguda fragmentación interna, sin columna
vertebral que sostenga su personalidad. ¿Cuáles son los dos marcos básicos de
referencia para la formación de la identidad espiritual del joven? Sin duda, la
iglesia y la familia. Entonces, si estos son débiles y no cumplen adecuadamente
su función, no ha de extrañarnos que se produzca un abandono de la fe por parte
de los jóvenes.
Hablemos en primer lugar
de la iglesia.
¿Somos
plenamente conscientes del tremendo poder moldeador que tiene la congregación
sobre el individuo? No es una exageración afirmar que los grupos, por norma
general, moldean a su imagen y semejanza a los individuos que en ellos se
integran. ¿Por qué se produce esta influencia? Bien, esto es debido a que el
grupo ya en funcionamiento y normalmente con muchos años de estructuración
provee al individuo que se desea integrar en él una serie de pautas de
comportamiento que son presentadas como la "normalidad" y por tanto,
el recién llegado observa a su alrededor y aprende el comportamiento norma, es
decir, lo que se espera de él. Pongamos un ejemplo que nos ayude a entenderlo.
Si nos incorporamos a un nuevo trabajo, normalmente el primer día procuramos
llegar con antelación suficiente a la hora de comienzo de la jornada laboral.
Pero si observamos que todo el mundo llega diez o quince minutos más tarde del
horario supuesto, se ponen a leer el periódico, comentan las noticias del día y
el partido del sábado y tan sólo se ponen a trabajar media hora después de
cuando se suponían que debían hacerlo ¿qué conclusiones sacaremos? Si ese
comportamiento se da día tras día, asumiremos que esa es la
"normalidad" y nos adaptaremos a la misma.
Lo
mismo sucede con nuestras iglesias. Cuando el niño crece y se convierte en
joven y busca su propia identidad espiritual, ¿hacia dónde dirigirá sus
miradas? Sin duda, en primer lugar a la comunidad esta le ofrecerá una idea de lo que significa ser cristiano y en qué consiste la vida cristiana. Si nos
encontramos ante una comunidad comprometida, amante de la Palabra, celosa en la
evangelización, comprometida con la santidad y ardiente en la adoración,
nuestro joven asumirá que la vida cristiana «normal» consiste precisamente en
eso y tendrá un modelo correcto y desafiante. Si contrariamente encuentra una
comunidad fría, legalista, poco comprometida con la santidad, la evangelización
y carente de entusiasmo por la Palabra, ¿qué hará nuestro joven?
Hay muchísimas posibilidades de que rechace
una fe que probablemente considere hipócrita y carente de sentido.
Un
estudio realizado por el pastor Carl K. Spackman y publicado en su libro
Transmitiendo la fe a nuestros hijos (Ediciones Las Américas: México 1992)
indica que un 19,3% de los jóvenes encuestados manifestaron que la hipocresía
en la iglesia era la razón decisiva para su abandono de la fe. En efecto, los
jóvenes nos observan, sacan sus conclusiones y toman sus decisiones con
respecto a la fe. En muchas ocasiones, sin ser ni siquiera conscientes de ello,
los estamos empujando al abandono de la fe con nuestro pobre, hipócrita y
mezquino estilo de vida. En este contexto cabría recordar las palabras de
Jesús: “imposible es que no vengan tropiezos; mas ¡ay de aquel por quien vienen! Mejor le
fuera que se le atase al cuello una piedra de molino y se le arrojase al mar,
que hacer tropezar a uno de estos pequeñitos” (Lucas 17:1, 2)
Las
iglesias y sus líderes nos deberíamos plantear muy seriamente qué tipo de
influencia estamos teniendo sobre nuestros niños y nuestros jóvenes. ¿Podría
darse la triste situación de que lejos de ayudarles a acercarse al Señor,
seamos una piedra de tropiezo y escándalo para ellos? Hace falta madurez,
honestidad y humildad para contestar esta pregunta y actuar en consecuencia.
El otro marco de
referencia es el ofrecido por los padres.
El
Doctor Kenneth E. Hyde, investigador de la Universidad de Birmingham y autor
entre otros libros de Religion in Chilhood and Adolescence (La religión en la
niñez y la adolescencia,The Religious Education Press: Birmingham, Alabama,
1990) hace una afirmación que es desafiante y esperanzadora para todos los
padres creyentes:
Para
concluir, los descubrimientos científicos confirman lo que hacía tiempo ya
habíamos entendido. La religión es aprendida en primer lugar en el hogar, y la
calidad de la vida religiosa de los padres, y su involucramiento activo en la
iglesia es la más grande las influencias que reciben los adolescentes. Los
hijos adoptan las actitudes y opiniones de sus padres; la adolescencia trae una
madurez emocional e intelectual más grande y con ello una actitud más crítica
La influencia de los amigos se convierte
en algo de gran influencia pero
su elección de los amigos habrá sido afectada por las actitudes que ya se
hayan formado en sus hogares.
Esperanza y
responsabilidad.
El
hogar es la principal influencia a la hora de formar la identidad espiritual de
los jóvenes. La iglesia no es y no debería ser la principal fuerza moldeadora
de la identidad espiritual de los niños y jóvenes. No estamos afirmando
nada nuevo. De hecho la Escritura claramente coloca en los hombros de los
padres dicho privilegio y responsabilidad. Deuteronomio 6:4-9 es el pasaje
emblemático. En contraste, no encontramos ni un sólo pasaje en que esta
responsabilidad sea delegada en la iglesia, aunque ésta tenga un papel
importante.
Desgraciadamente,
hoy en día se están dando dos fenómenos que contribuyen a que los jóvenes dejen
la fe. Por un lado, la baja calidad espiritual de los padres. Muchos padres no
cultivan su propia vida espiritual, no dedican tiempo a un mejor y más profundo
conocimiento de Dios y su Palabra y su vida religiosa se ha convertido en
nominal en un alto porcentaje. El resultado directo de esto es el abandono de
la fe como estilo de vida. Los valores, prioridades, formas de comportamientos,
ilusiones y otras fuerzas que mueven a estos adultos ya no son las que emanan
de la Biblia, al menos no principalmente, sino las normales que mueven a
cualquier miembro de nuestra sociedad. Esta pérdida de valores bíblicos afecta
a los hijos, que no ven una coherencia entre lo que sus padres dicen y viven.
Se
dice, y con razón, que el joven cierra el oído al consejo y abre los ojos al
ejemplo. Cuando lo que se sostiene de palabra no es confirmado con los hechos,
es lógico que no sólo se ponga en duda la fidelidad a los principios de los
mayores, sino que se cuestione incluso la validez de estos principios.
Sin
embargo, existen muchos padres que son fieles al Señor, comprometidos con su
Palabra y la iglesia local, y ven con temor cómo sus hijos se acercan a esa
edad crítica en que pueden dejar la fe. En algunas ocasiones se produce un
abandono de la fe porque los padres no han sido conscientes de cuál era su
papel como educadores y, por tanto, no lo han podido asumir.
La
educación no es algo que simplemente sucede; es una acción consciente de la
voluntad que tiene como finalidad producir un cambio conductual y moral en la
vida de los hijos. Dicho de otra manera, la educación no sucede, se provoca y
se lleva a cabo, se promueve. Del pasaje de Deuteronomio antes mencionado
podemos sacar tres principios claves que todos los padres debemos aplicar en
nuestro proceso educativo con los hijos:
- El primer principio es el de encarnar la verdad
en nuestras vidas.
Nuestros
hijos deben ver que somos coherentes con nuestras creencias, no perfectos; que
vivimos aquellos principios, hábitos y estilos de vida que nacen de la Palabra de Dios en la Biblia y que deseamos que ellos los asuman e incorporen en sus vidas. No vamos a hacer
una lista exhaustiva de todos ellos, pero los padres hemos de encarnar, entre
otras cosas, el perdón, la entrega, el amor incondicional, el servicio y el
respeto. Debemos mostrar que amamos y seguimos a nuestro Dios de forma
consciente y responsable.
- El segundo principio es la repetición continuada
de los preceptos de la Palabra de Dios.
El
hogar es el lugar para enseñar la Biblia y sus principios a nuestros hijos. Una
y otra vez hemos de exponerlos, enseñarlos y repetirlos. Tenemos que
asegurarnos de que nuestros jóvenes conocen y entienden el consejo de Dios y
tienen la oportunidad de aplicarlo en sus vidas. Para ellos hemos de tener tiempos
formales (culto familiar o similares) y tiempos informales de enseñanza (usando
las situaciones reales y cotidianas de la vida)
- Por último, hemos de ayudarlos a
aplicar los principios de la Biblia en las situaciones de su vida
cotidiana.
Debemos
aprovechar cualquier situación, incidente y experiencia para hacer aflorar los
preceptos y enseñanzas del Señor y relacionarlos de manera viva y relevante con
ellos. De esta manera nuestros hijos aprenderán que la Escritura involucra
todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida, y que tiene y puede dar luz
sobre cualquier circunstancia o situación humana.
POSIBLES SOLUCIONES
Un
buen diagnóstico es básico para un tratamiento eficaz. Hemos tratado de
discernir las causas del abandono de la iglesia por parte de los hijos de los
creyentes, porque partir de ellas es fundamental para tratar de aportar
soluciones de cara al futuro. ¿Qué podemos hacer al respecto?
1. Ayudar a los jóvenes a clarificar su
experiencia de conversión.
Vamos
a partir de unas premisas claras. Nuestros hijos no son creyentes por el mero
hecho de estar en el local de la iglesia. Tampoco lo son por tener toda la
información necesaria, a menudo fragmentada y presentada sin sistema ni
coherencia, o porque se hayan bautizado.
Hemos
de pensar en términos de un campo de misión o evangelización interior. Muchos
de nosotros nos sorpenderíamos al comprobar el escaso conocimiento bíblico de
nuestros jóvenes, su deformada comprensión de la vida cristiana, la ideas
peregrinas que tienen acerca de Dios, lo mucho que están influidos por valores
y filosofías no cristianas, todo ello incluso aunque estén bautizados y activos
en su grupo de jóvenes.
Necesitamos
plantearnos estrategias para evangelizar a nuestros jóvenes teniendo en cuenta
sus características. Son personas que conocen la información básica, que pueden
dar las respuestas correctas sin que necesariamente hayan tenido una
experiencia real de conversión ni una comprensión del significado y las
implicaciones de lo que saben. Para muchos de ellos, la fe es más una cuestión
de conceptos que de experiencia.
Es trabajo de la iglesia
ayudarles a clarificar su posición delante de Dios.
No
es nuestra responsabilidad negar ni afirmar su situación ante Él, antes bien
procurar los medios y las situaciones que les permitan a ellos mismos entender
de forma clara y directa el Evangelio, cómo éste se relaciona con su realidad
personal y qué espera Dios de cada uno de ellos. Debemos asegurarnos de que
todos y cada uno de ellos sean confrontados con el mensaje de salvación, de tal
manera que como resultado de dicha confrontación todos, sin excepción,
entiendan cuál es su posición ante Dios.
2. Crear espacios de libertad para las dudas
y las crisis.
La
duda no es mala, es una actitud intelectual que hace que la persona precise de
más información o una mejor comprensión que la que actualmente tiene, y no debe
ser confundida con la incredulidad, que es una negativa a creer. La duda es
honesta, la incredulidad no lo es. La duda debe de ser respetada, valorada y
aceptada. Es más, creemos que debe primarse que los jóvenes puedan expresar sus
dudas con toda crudeza y profundidad, sin que ello implique el riesgo de que
sean «catalogados» o bien marginados emocional o espiritualmente.
Algunos
adultos, dirigentes o no, ven la duda como algo peligroso a erradicar. Las
dudas no se erradican, si por tal término se entiende reprimirlas, ignorarlas,
pretender que no existen u obligar, directa o indirectamente, a sus portadores
a ocultarlas. Las dudas se resuelven con amor y con respuestas honestas,
íntegras y coherentes. Un líder de jóvenes, que siempre favoreció que éstos
expresaran todo tipo de dudas, acostumbraba agradecerles su confianza por
hacerlo y prometía que siempre encontrarían una respuesta íntegra, honesta e
intelectualmente coherente. Tal vez no sería la que los jóvenes deseaban oír,
pero sin duda los propios jóvenes sabrían apreciar la coherencia de la misma.
Pensamos sinceramente que éste es el tipo de actitudes que deberían de existir
ante la duda. Es posible que la razón por la que muchos adultos se horrorizan
delante de éstas sea el hecho de la propia debilidad e inseguridad espiritual
en la que ellos mismos viven. La inseguridad de otros pone de manifiesto su
propia inseguridad y debilidad, tan laboriosamente mantenida bajo control.
Hemos de transmitir a
nuestros hijos el sentimiento de que la fe no ha de tener miedo de ser
cuestionada.
La
fe, si es verdadera, tal y como creemos los cristianos, no debe tener miedo de
la prueba de la duda. Si permitimos que nuestros jóvenes se cuestionen y
planteen su fe y somos responsables en elaborar y proveer respuestas coherentes
y maduras, la fe de nuestros hijos prevalecerá. Sin embargo, no olvidemos que
una duda no resuelta o reprimida puede ser una semilla de incredulidad. Por otra
parte, animar a nuestros jóvenes a expresar sus dudas puede ser tremendamente
beneficioso para nosotros, ya que nos permitirá conocer sus necesidades reales,
sabremos cuál es su situación, y estaremos en condiciones de ayudarlos.
3. Hacer una seria autocrítica como
congregación.
Cuando nos convertimos somos añadidos al
cuerpo de Cristo, pasamos a formar parte de la familia de Dios y, nos guste o
no, seamos conscientes o no, entramos en una situación de interdependencia los
unos de los otros. Ya no somos seres aislados que viven su vida en solitario e
individualmente. Como cuerpo interdependiente, todo lo que yo hago tiene
repercusiones positivas o negativas en otros miembros de la asamblea. Mi
testimonio, sin que yo tal vez tenga la más mínima conciencia, puede ser un
factor de motivación, estímulo, consuelo y ánimo para otros hermanos y
hermanas, o de desánimo, desmotivación y una razón más para que otros se alejen
o se enfríen en su relación con el Señor. Por esta razón, las congregaciones
encabezadas por sus líderes deben hacer un sano y necesario ejercicio de
autocrítica y plantearse: ¿cómo está afectando a nuestros niños y jóvenes
nuestra vida como congregación? ¿Tenemos un estilo de vida digno de ser
imitado? ¿Somos motivo de ánimo, estímulo y motivación para el sector más joven
de nuestra hermandad?
4. Proveer a los padres con motivación,
recursos y adiestramiento para que puedan desempeñar su función educadora.
Hemos afirmado el protagonismo de los padres
en la función de transmitir la fe y ayudar a los jóvenes a formar su identidad
religiosa. La iglesia no puede dejar solos ante tamaña responsabilidad a los
progenitores. Tenemos la firme convicción de que es responsabilidad de la
iglesia local ser un soporte y un constante motivo de ánimo para los padres. La
iglesia local puede cumplir esta función de la siguiente manera:
Primero,
dando a los padres enseñanza y visión acerca de cuál es su papel como padres.
La iglesia debe enseñarles qué es lo que el Señor espera de ellos en relación a
la educación de sus hijos y motivarlos a llevar a cabo la tarea encomendada.
En
segundo lugar, la iglesia debe adiestrar a los padres acerca de cómo llevar a
cabo la tarea. No sólo hemos de alertar a las personas acerca de su
responsabilidad. A menos que los adiestremos y les enseñemos cómo hacerlo,
vamos a producir en muchos padres más frustración que ánimo. No olvidemos que,
afortunadamente, muchos son plenamente conscientes de su responsabilidad y lo
único que necesitan es que alguien les ayude a saber cómo pueden llevarla a
cabo.
En
último lugar, las comunidades locales deben proveer a sus miembros con los
recursos necesarios para realizar su tarea. La iglesia debe buscar y averiguar
cuáles son los mejores materiales y métodos que pueden ser usados por los
padres y ponerlos a disposición de los mismos.
CONCLUSIÓN
Nuestros
hijos han de tomar sus propias decisiones en relación a Dios. Todo ser humano
es responsable personal e individualmente de la actitud que tome ante el Señor
y su Evangelio. Nuestros jóvenes son entidades morales libres y responsables, y
finalmente es suya la decisión. Sin embargo, es responsabilidad de la iglesia
proveer lo necesario para que esta decisión pueda ser tomada con plena
comprensión de las implicaciones y consecuencias de la misma. ¿Evitaremos que
nuestros hijos abandonen la iglesia si les ayudamos a clarificar su confusión
con relación a la conversión y les proveemos de respuestas a sus dudas? Mi
convicción es que probablemente muchos casos de deserción podrían ser
solucionados si prestáramos atención a estos dos factores claves. Quiera Dios
que ningún joven más abandone la fe debido a que no hemos provisto los medios
necesarios para ayudarlos en este sentido.
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