En pocas palabras, el mensaje evangelizador es el evangelio de Cristo
y de él crucificado, el mensaje del pecado del hombre y
de la gracia de Dios, de la culpabilidad humana y del perdón de Dios, de un
nuevo nacimiento y de una vida nueva por el don del Espíritu Santo.
El evangelio es un mensaje acerca de Dios. Nos cuenta quién es Él,
cómo es su
carácter, cuáles son sus normas y qué requiere
de nosotros, sus criaturas. Nos dice que le debemos nuestra existencia; que
para bien o para mal estamos siempre en sus manos y bajo su mirada; y que nos
hizo para adorarle y servirle, para expresar nuestra alabanza y para vivir para
su gloria. Estas verdades son el fundamento de la fe cristiana; y hasta que se comprendan, el resto del mensaje del evangelio no será
ni convincente ni relevante. Es aquí, con la afirmación de la total y constante
dependencia del hombre en su Creador, que se inicia la historia cristiana.
Podemos aprender de Pablo en esta coyuntura.
Cuando predicaba a los judíos,
como en Antioquía de Pisidia, no necesitaba
mencionar el hecho de que todos los seres humanos son criaturas de Dios. Podía
dar por sentado este conocimiento por parte
de sus oidores porque éstos profesaban la fe del Antiguo Testamento. Podía empezar
inmediatamente a declararles que Cristo era el cumplimiento de las esperanzas del
Antiguo Testamento. Pero cuando predicaba a los gentiles, que no conocían el
Antiguo Testamento, Pablo tenía que ir más atrás y comenzar desde el principio.
Y el principio desde donde Pablo comenzaba en dichos casos era la doctrina de
Dios como Creador y el hombre como criatura creada. Por eso, cuando los atenienses
le pidieron que explicara lo que estaba diciendo acerca de Jesús y la resurrección,
Pablo les habló primero de Dios el Creador y para qué hizo al hombre.
“El Dios que hizo el mundo… pues él es quien da
a todos vida y aliento y
todas las cosas. Y… ha hecho todo el linaje de
los hombres… para que busquen a
Dios” (Hechos. 17:24-27). Esto no fue, como han supuesto algunos, un trozo de
Apologética filosófica de un tipo al
cual renunció Pablo más adelante, sino la primera
lección básica de la fe. El evangelio comienza
enseñándonos que nosotros, como criaturas, dependemos totalmente de Dios, y que
él, como Creador, tiene derecho absoluto sobre nosotros. Solo cuando hemos
comprendido esto podemos ver lo que es el pecado, y solo cuando vemos lo que es
el pecado podemos comprender las buenas nuevas de salvación del pecado. Tenemos
que saber lo que significa llamar Creador a Dios antes de poder captar lo que significa hablar de él como Redentor.
No se
logra nada hablar del pecado y la salvación en situaciones donde esta lección
preliminar no ha sido aprendida en alguna medida.
El
evangelio es un mensaje acerca del pecado.
Nos explica cómo hemos
fallado en cumplir las normas de Dios, cómo llegamos a ser culpables, inmundos
y dependientes del pecado, y cómo nos encontramos ahora bajo la ira de Dios.
Nos dice que la razón por la cual pecamos
continuamente es que somos pecadores por naturaleza, y que nada de lo que
hacemos o tratamos de hacer por nosotros mismos puede reconciliarnos o
conseguirnos el favor de Dios. Nos muestra cómo Dios nos ve y nos enseña a
pensar de nosotros mismos como Dios piensa de nosotros.
Por lo tanto, nos lleva a desesperarnos de
nosotros mismos. Y éste es también un paso necesario. No podemos llegar a conocer
al Cristo que salva del pecado hasta no haber comprendido nuestra necesidad de
reconciliarnos con Dios y nuestra inhabilidad de lograrlo por medio de ningún
esfuerzo propio.
He aquí una dificultad. La vida de cada uno
incluye cosas que causan insatisfacción y vergüenza. Cada uno tiene algún cargo
de conciencia por cosas en su pasado, cosas en que no han alcanzado la norma
que se puso para uno mismo o que de él esperaban otros. El peligro es que en
nuestra evangelización nos conformemos con evocar recuerdos de estas cosas y
hacer que la gente se sienta incómoda por ellas, y luego describir a Cristo
como el que nos salva de estas faltas que cargamos, sin siquiera cuestionar
nuestra relación con Dios. Pero ésta es justamente la cuestión que tiene que ser
presentada cuando hablamos del pecado.
Porque la idea misma del pecado en la Biblia es
que es una ofensa contra Dios que obstaculiza la relación del hombre con Dios. A menos que veamos
nuestras faltas a la luz de la Ley y santidad de Dios, no las consideramos en
absoluto como pecados.
Porque el pecado no es un concepto social, es un
concepto teológico.
Aunque los pecados son cometidos por el hombre,
y muchos pecados son contra la sociedad, el pecado no puede definirse ni en términos del hombre ni de la sociedad.
Nunca sabemos qué realmente es el pecado hasta
no haber aprendido a pensar en él en términos de Dios y a medirlo, no por
normas humanas, sino por el criterio de la demanda total de Dios sobre nuestra
vida.
Lo que tenemos que entender, entonces, es que
los remordimientos del hombre natural no son de ninguna manera lo mismo que la
convicción del pecado. No es, por lo tanto, que un hombre se convenza del
pecado cuando está afligido por sus debilidades y las faltas que ha cometido.
Convicción de pecado no es meramente sentirse abatido por lo que uno es, por
sus fracasos y su ineptitud para cumplir las demandas de la vida. Tampoco es
salvadora una fe si el hombre en esa condición recurre al Señor Jesucristo
meramente para que lo tranquilice, le levante el ánimo y lo haga sentirse
seguro de sí mismo. Tampoco estaríamos predicando el evangelio (aunque podamos
suponernos que sí) si lo único que hiciéramos fuera presentar a Cristo en
términos de lo que el hombre siente que quiere: “¿Eres feliz? ¿Te sientes satisfecho?
¿Quieres tener tranquilidad? ¿Sientes que has fracasado? ¿Estás harto de ti
mismo? ¿Quieres un amigo? Entonces acércate a Cristo, él satisfará todas sus
necesidades”—como si el Señor Jesucristo fuera un hada madrina o un super psiquiatra…
Estar convencido de pecado significa no solo sentir que uno es un total
fracaso, sino comprender que uno ha ofendido a Dios, y ha despreciado su
autoridad, le ha desobedecido y se ha puesto en su contra, de manera que ha arruinado
su relación con él. Predicar a Cristo significa presentarlo como Aquel quien
por su cruz vuelve a reconciliar al hombre con Dios…
Es muy cierto que el Cristo real, el Cristo de
la Biblia quien se nos revela como un Salvador del pecado y un Abogado ante
Dios, en realidad da paz, gozo, fortaleza moral y el privilegio de ser amigo de
los que confían en él. Pero el Cristo que es descrito y deseado meramente para
hacer que los reveses de la vida sean más fáciles porque brinda ayuda y
consolación, no es el Cristo verdadero, sino un Cristo mal representado y mal
concebido; de hecho, un Cristo imaginario. Y si enseñamos a las personas a
confiar en un
Cristo imaginario, no tendremos nada de base para esperar que encuentren una
salvación verdadera. Hemos de estar en guardia, entonces, contra equiparar una
conciencia naturalmente mala y el sentirnos desagraciados con la convicción
espiritual de pecado, y así omitir de nuestra evangelización el hacer entender
a los pecadores la verdad básica acerca de su condición, a saber, que su pecado
los ha separado de Dios y los ha expuesto a su condenación, su hostilidad e
ira, de modo que su primera necesidad es restaurar su relación con él...
El evangelio es un mensaje acerca de Cristo
Cristo, el Hijo de Dios, encarnado; Cristo, el
Cordero de Dios, muriendo por el pecado; Cristo, el Señor resucitado; Cristo,
el Salvador perfecto.
Es necesario destacar dos cosas en cuanto a
declarar esta parte del mensaje:
No se debe presentar a la Persona de Cristo
aparte de su obra salvadora. A veces se afirma que es la presentación de la Persona de Cristo,
en lugar de las doctrinas acerca de él, lo que atrae a los pecadores a sus
pies. Es cierto que es el Cristo viviente quien salva y que ninguna teoría
sobre la expiación, por más ortodoxa que sea, puede sustituirlo. Pero cuando
alguien hace esta observación, lo que usualmente sugiere es que una enseñanza
doctrinal no es indispensable en la predicación evangelística, y que lo único
que el evangelista necesita hacer es presentar una descripción vívida del
hombre de Galilea que iba por todas partes haciendo el bien, y luego asegurar a
sus oyentes que este Jesús todavía está vivo para ayudarles en sus
dificultades.
Pero a un mensaje así no se le puede
llamar evangelio. No sería en realidad más
que una adivinanza, que sirve solo para desconcertar… la verdad es que la
figura histórica de Jesús no adquiere sentido hasta no saber de la Encarnación: que este Jesús era
realmente Dios, el Hijo,hecho hombre para salvar a los pecadores de acuerdo con
el propósito eterno del Padre. Tampoco tiene sentido la vida de Jesús hasta que
uno sabe de la expiación, que él vivió como hombre a fin de morir como hombre
para los hombres, y que su Pasión y su homicidio judicial fueron realmente su
acción salvadora de quitar los pecados del mundo. Ni puede uno saber sobre qué
base acudir a él hasta saber acerca de su resurrección, ascensión y actividad
celestial: que Jesús ha sido levantado, entronizado y coronado Rey, y que vive
para salvar eternamente a todos los que aceptan su señorío. Estas doctrinas,
sin mencionar otras, son esenciales al evangelio… La realidad es que sin estas
doctrinas no tendríamos ningún evangelio que predicar.
Pero hay un segundo punto complementario: no
debemos presentar la obra salvadora de Cristo separadamente de su Persona.
Los predicadores evangelísticos y los que hacen obra
personal a veces cometen este error. En su preocupación por enfocar la atención en la
muerte expiatoria de Cristo como el fundamento único y suficiente para que los
pecadores puedan ser aceptados por Dios, presentan la invitación a tener una fe salvadora en
estos términos: “Cree que Cristo murió por tus pecados”. El efecto de esta exposición es representar la obra
salvadora de Cristo en el pasado, disociada de su Persona en el presente, como el objeto
total de nuestra confianza.
Pero no es bíblico aislar de este modo la obra
del Obrador. En ninguna parte del Nuevo Testamento el llamado a creer es
expresado en estos términos. Lo que requiere el Nuevo Testamento es fe en (en) o adentrarse
en o sobre Cristo mismo, poner nuestra fe en el Salvador viviente quien murió por
los pecados. Por lo tanto, hablando estrictamente, el objeto de la fe salvadora no es
la expiación, sino el Señor Jesucristo, quien hizo la expiación. Al presentar el evangelio,
no debemos aislar la cruz y sus beneficios del Cristo a quien pertenecía la
cruz. Porque las personas a quienes les pertenecen los beneficios de la muerte
de Cristo son simplemente las que confían en su Persona y creen, no simplemente
por su muerte salvadora, sino en él, el Salvador viviente “Cree en el Señor
Jesucristo, y serás salvo” dijo Pablo (Hechos 16:31). “Venid a mí…y yo os haré descansar,” dijo nuestro Señor (Mateo 11:28).
Siendo esto así, enseguida vemos claramente que
la cuestión de la amplitud de
la expiación, que es algo de lo cual se habla
mucho en algunos ambientes, no tiene ninguna relación con el contenido del
mensaje evangelístico en este sentido en particular. No me propongo discutir
esta cuestión ahora, ya lo he hecho en otro lugar. No estoy preguntando aquí si piensas que es cierto decir que
Cristo murió a fin de salvar o no a cada ser humano del pasado, presente y
futuro. Ni le estoy invitando ahora a decidirse sobre esta cuestión, si no lo
ha hecho ya. Lo único que quiero recalcar aquí es que aun si cree que la
afirmación anterior es cierta, su presentación de Cristo al evangelizar no
debería diferir de la que presenta al hombre que no cree que sea cierta.
Lo que quiero decir es esto: resulta obvio que
si un predicador cree que la afirmación “Cristo murió por cada uno de ustedes”,
hecha a cualquier congregación, sería algo que no se puede verificar y que
probablemente no es cierta, se cuidaría de incluirla en su predicación del evangelio.
Pero ahora, la cuestión es que, aun si alguien piensa que esta afirmación sería
cierta si la hiciera, no es algo que necesita decir ni tendría jamás razón para
decirla cuando predica el evangelio. Porque predicar el evangelio, como acabamos
de ver, significa llamar a los pecadores a acudir a Jesucristo, el Salvador viviente,
quien, en virtud de su muerte expiatoria, puede perdonar y salvar a todos los
que ponen su fe en él. Lo que tiene que decirse acerca de la cruz cuando se predica el evangelio es sencillamente que la
muerte de Cristo es el fundamento sobre el cual Cristo perdona. Y eso es lo único
que hay que decir. La cuestión de la amplitud designada de la expiación no
viene para nada al caso… El hecho es que el Nuevo Testamento nunca llama a nadie al arrepentimiento sobre el
fundamento de que Cristo murió
específica y particularmente por él.
El evangelio no es: “Cree que Cristo murió por
los pecados de todos, y por lo
tanto por los tuyos” como tampoco lo es: “Cree
que Cristo murió solo por los pecados de ciertas personas, y entonces quizá no
por los tuyos”… No nos corresponde pedir a nadie que ponga su fe en ningún
concepto de la amplitud de la expiación. Nuestro deber es conducirlos al
Cristo vivo, llamarlos a confiar en él.
El evangelio es un llamado a la fe y al
arrepentimiento.
Todos los que escuchan el
evangelio son llamados por Dios a arrepentirse y creer. “Pero Dios…manda a
todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan,” le dijo Pablo a los atenienses
(Hechos. 17:30). Cuando sus oyentes le
preguntaron qué debían hacerpara “poner en práctica las obras de Dios”, nuestro
Señor respondió: “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado”
(Juan 6:29). Y en 1 Juan 3:23 leemos: “Y este es su
mandamiento: Que creamos en el nombre de su HijoJesucristo...”.
El arrepentimiento y la fe pasan a ser una
cuestión de deber por el mandato directo de Dios, por lo tanto la impenitencia
e incredulidad son señaladas en el Nuevo Testamento como pecados muy serios.
Estos mandatos universales, como lo hemos indicado anteriormente, van
acompañados con promesas universales de salvación para todos los que obedecen:
“Que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos. 10:43). “El que quiera, tome del
agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17). “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo
unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida
eterna” (Juan 3:16). Estas palabras son
promesas que Dios cumplirá mientras dure el tiempo.
Necesitamos decir que la fe no es meramente un
sentido de optimismo, así como el arrepentimiento no es un mero sentido de
lamentarse o de remordimiento.
La fe y el arrepentimiento son acciones, y
acciones del hombre integral… la fe es
esencialmente entregarse, descansar y confiar en
las promesas de misericordia que Cristo ha dado a los pecadores, y en el Cristo
que dio esas promesas. De igual modo, el arrepentimiento es más que sentir
tristeza por el pasado, el arrepentimiento es un cambio de la mentalidad y del
corazón, una vida nueva de negarse a uno mismo y servir al Salvador como Rey en
lugar de uno mismo…
Se
requiere fe al igual que arrepentimiento.
No basta con decidir
apartarse del pecado, renunciar a hábitos malos y tratar de poner en práctica
las enseñanzas de Cristo siendo religiosos y haciendo todo el bien posible a
otros. Aspiraciones, resoluciones, moralidad y religiosidad no son sustitutas
de la fe… sino
que si ha de haber fe, primero
tiene que haber un fundamento de conocimiento: el hombre tiene que saber
acerca de Cristo, su cruz y sus promesas antes de que la fe salvadora pueda ser
una posibilidad para él. Por lo tanto, en nuestra presentación del evangelio,
tenemos que enfatizar estas cosas, a fin de llevar a los pecadores a abandonar toda confianza en sí mismos y confiar totalmente
en Cristo y en el poder de su sangre redentora para hacerlos aceptos a Dios.
Nada que sea menos que esto es fe.
Se
requiere arrepentimiento al igual que fe…
Si ha de haber arrepentimiento, tiene que haber,
volvemos a decirlo, un fundamento de conocimiento… Más de una vez, Cristo
deliberadamente llamó la atención a la ruptura radical del pasado que involucra
ese arrepentimiento. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo,
y tome su cruz, y sígame… todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará”
(Mateo 16:24-25). “Si alguno viene a mí, y
no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y
aun también su propia vida considerarlos a todos en segundo lugar] no puede ser
mi discípulo… cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no
puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26,33).
El arrepentimiento que Cristo requiere de su
pueblo consiste del rechazo contundente a poner cualquier límite a las demandas
que él pueda hacer a sus vidas…
Él no tenía interés en juntar grandes gentíos
que profesaran ser sus seguidores para luego desaparecer en cuanto se enteraban
de lo que seguirle requería de ellos. Por lo tanto, en nuestra propia
presentación del evangelio de Cristo, tenemos que poner un énfasis similar en
lo que cuesta seguir a Cristo, y hacer que los pecadores lo enfrenten con
seriedad antes de instarlos a responder al mensaje de perdón gratuito.
Simplemente por honestidad, no debemos ignorar
el hecho de que el perdón gratuito en un sentido cuesta todo; de otro modo,
nuestro evangelizar se convierte en una especie de estafa. Y donde no existe un
conocimiento claro, y por ende nada de reconocimiento realista de las
verdaderas demandas de Cristo, no puede haber arrepentimiento y por lo tanto
tampoco salvación.
Tal es el mensaje evangelístico que somos
enviados a anunciar.
¡Maranatha!
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