Mar 7:24 Levantándose de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón; y entrando en una casa, no quiso que nadie lo supiese; pero no pudo esconderse.
Mar 7:25 Porque una
mujer, cuya hija tenía un espíritu inmundo, luego que oyó de él, vino y se
postró a sus pies.
Mar 7:26 La mujer era
griega, y sirofenicia de nación; y le rogaba que echase fuera de su hija al
demonio.
Mar 7:27 Pero Jesús
le dijo: Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan
de los hijos y echarlo a los perrillos.
Mar 7:28 Respondió
ella y le dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos, debajo de la mesa, comen de
las migajas de los hijos.
Mar 7:29 Entonces le
dijo: Por esta palabra, vé; el demonio ha salido de tu hija.
Mar 7:30 Y cuando
llegó ella a su casa, halló que el demonio había salido, y a la hija acostada
en la cama.
Nada
sabemos de la mujer que aquí se menciona, excepto los hechos que se refieren. Su
nombre, su historia anterior, la causa que la movió a dirigirse a nuestro Señor, siendo gentil y
viviendo en las fronteras de Tiro y Sidón, son misterios ocultos para nosotros.
Pero los hechos que de ella se narran están
llenos de preciosas enseñanzas. Estudiémoslas para aprender.
En primer lugar, este
pasaje tiene por objeto estimularnos a orar por otros.
No hay duda, que debió estar profundamente afligida la mujer que,
personaje principal de esta historia, se
dirigió a nuestro Señor. Veía a una hija amada poseída de un espíritu inmundo,
y en una condición tal, que así como la enseñanza no podía penetrar en su espíritu, ninguna
medicina podía sanar su cuerpo, condición apenas menos mala que la muerte misma.
Oye hablar de Jesús, y le suplica,
"que lance el demonio del cuerpo de su hija" Le
dirige esa plegaria a favor de una persona que no podía orar, y no cesa hasta
que no le concede su petición. Obtiene
por medio de la oración una cura que no podía obtenerse por ningún medio humano,
y la hija queda curada por la plegaria de la madre. La hija no podía decir una palabra, pero la
madre habla por ella al Señor, y no lo hizo en vano. Desahuciada y desesperada
como al parecer era su condición, tenía
una madre que sabía orar y cuando se tiene tal madre hay siempre
esperanza.
La
verdad que aquí se nos enseña es de gran importancia. Pocos deberes son recomendados con más fuerza en los ejemplos que nos
presenta la Escritura, como el deber de
las plegarias intercesoras. Hay un largo catálogo de ejemplos en las
Escrituras, que muestran las bendiciones que podemos conferir a otras personas orando por ellas. El hijo del noble
en Capernaúm, el siervo del centurión, la hija de Jairo, son todos casos muy
notables. Por admirable que nos parezca,
no hay duda que Dios se complace en hacer grandes cosas a favor de almas, por
las que amigos y parientes se deciden a orar. "La oración eficaz del justo puede mucho". Santiago 5.16 Los
padres son los que están especialmente obligados a recordar el caso de esta
mujer. No pueden dar un nuevo corazón a sus hijos; pueden, si, darles educación cristiana y mostrarles la senda de
la vida. No pueden darles voluntad para escoger el servicio de Cristo, ni
disposición para amar a Dios, pero pueden hacer una cosa, y es orar por ellos.
Pueden orar por la conversión de hijos libertinos, que se empeñan en dar rienda
a sus pasiones y se hunden
desatentadamente en el pecado. Pueden orar por la conversión de hijas
mundanas, que concentran sus afectos en las cosas de la tierra y aman el placer
más que a Dios. Esas plegarias son oídas
en el cielo y hacen descender de él
muchas bendiciones. Nunca, nunca nos olvidemos que rara vez se
pierden por completo los hijos por
quienes se han hecho muchas oraciones. Oremos por nuestros hijos; aun cuando
no nos permitan hablarles de religión, no pueden impedirnos que nos dirijamos a Dios a favor suyo.
En segundo lugar, este
pasaje tiene por objeto enseñarnos a perseverar en nuestras oraciones a favor
de otras personas. La mujer, cuya
historia leemos, al parecer no obtuvo
nada primero con haberse dirigido a nuestro Señor; al contrario, la respuesta
de nuestro Señor fue para desanimarla. Sin embargo, no abandonó desesperanzada su demanda; continuó
orando sin flaquear; apoyó su súplica con argumentos ingeniosos; no se dio por
vencida al ver que rehusaba acceder;
impetró unas pocas "migajas" de misericordia, antes que no recibir
nada; y su santa importunidad tuvo al fin buen éxito, pues oyó estas palabras placenteras: "Por esta palabra, ve; el
demonio ha salido de tu hija".
Es un punto de gran
momento la perseverancia en la oración.
Tenemos demasiada propensión a refriarnos y ser indiferentes, y a imaginarnos
que es inútil acercarnos a Dios; dejamos
muy pronto caer nuestras manos cansadas y nuestras rodillas se debilitan. Satanás
está trabajando de continuo en hacernos cesar
en nuestras oraciones, y suministrarnos razones para ello. Si esto es
cierto en referencia a toda plegaria en general, lo es aún más respecto a las
plegarias intercesoras. Son siempre más
escasas y pobres de lo que debieran ser; se hacen por un corto período, y luego
se suspenden, porque no recibimos una
respuesta inmediata, porque vemos que las personas por quienes oramos
continúan en sus pecados y de ahí sacamos la consecuencia, que es inútil orar
por ellas, y suspendemos nuestra
intercesión.
Para armarnos con
argumentos que nos animen a perseverar nuestras plegarias intercesoras,
meditemos con frecuencia en la historia de esta mujer.
Recordemos
que oró y no flaqueó a pesar de los motivos tan grandes que tuvo para
desalentarse, y fijémonos en la circunstancia que al fin se fue a su casa regocijada, resolviéndonos, con el favor de
Dios, a seguir su ejemplo.
¿Sabemos
orar por nosotros? Esta es la primera cuestión y la más importante que debemos
dirigirnos. El hombre que nunca habla a
Dios de su propia alma, mal puede orar
por otros; está sin Dios, sin Cristo, y sin esperanza y tiene que aprender los
primeros rudimentos de la religión; que despierte y clame a Dios.
Pero
si oramos por nosotros, ocupémonos también de orar por otros. Guardémonos de
ser egoístas en nuestras oraciones; que
no sean raciones que se refieran tan solo a nuestros intereses personales, y en
las que no dejemos lugar para otras
almas. Mencionemos continuamente ante Dios a todos los que amemos;
oremos por todos, por los más malos, por los más endurecidos, por los más incrédulos. Oremos
por ellos un año y otro, a pesar de su continuada incredulidad. Quizás el tiempo de la misericordia de Dios sea remoto;
quizás no veamos respuesta a nuestra intercesión; puede que la respuesta
se dilate diez, quince o veinte años;
quizás no venga hasta que no hayamos cambiado las oraciones en himnos de
alabanza y estemos muy lejos de este
mundo, pero mientras vivamos, oremos por los demás.
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