} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: ORANDO E INTERCEDIENDO POR LOS DEMÁS

domingo, 21 de marzo de 2021

ORANDO E INTERCEDIENDO POR LOS DEMÁS

Mar 7:24  Levantándose de allí, se fue a la región de Tiro y de Sidón; y entrando en una casa, no quiso que nadie lo supiese; pero no pudo esconderse.

Mar 7:25  Porque una mujer, cuya hija tenía un espíritu inmundo, luego que oyó de él, vino y se postró a sus pies.

Mar 7:26  La mujer era griega, y sirofenicia de nación; y le rogaba que echase fuera de su hija al demonio.

Mar 7:27  Pero Jesús le dijo: Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos.

Mar 7:28  Respondió ella y le dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos, debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos.

Mar 7:29  Entonces le dijo: Por esta palabra, vé; el demonio ha salido de tu hija.

Mar 7:30  Y cuando llegó ella a su casa, halló que el demonio había salido, y a la hija acostada en la cama.

  

 

Nada sabemos de la mujer que aquí se menciona, excepto los hechos que se refieren. Su nombre, su historia anterior, la causa que la movió a dirigirse a nuestro Señor, siendo gentil y viviendo en las fronteras de Tiro y Sidón, son misterios ocultos para nosotros. Pero los hechos que de ella se narran están  llenos de preciosas enseñanzas. Estudiémoslas para aprender.

En primer lugar, este pasaje tiene por objeto estimularnos a orar por otros. No hay duda, que debió estar profundamente afligida la mujer que, personaje  principal de esta historia, se dirigió a nuestro Señor. Veía a una hija amada poseída de un espíritu inmundo, y en una condición tal, que así como la enseñanza  no podía penetrar en su espíritu, ninguna medicina podía sanar su cuerpo, condición apenas menos mala que la muerte misma. Oye hablar de Jesús, y le  suplica, "que lance el demonio del cuerpo de su hija" Le dirige esa plegaria a favor de una persona que no podía orar, y no cesa hasta que no le concede su  petición. Obtiene por medio de la oración una cura que no podía obtenerse por ningún medio humano, y la hija queda curada por la plegaria de la madre. La  hija no podía decir una palabra, pero la madre habla por ella al Señor, y no lo hizo en vano. Desahuciada y desesperada como al parecer era su condición, tenía  una madre que sabía orar y cuando se tiene tal madre hay siempre esperanza.

La verdad que aquí se nos enseña es de gran importancia. Pocos deberes son recomendados con más fuerza en los ejemplos que nos presenta la Escritura,  como el deber de las plegarias intercesoras. Hay un largo catálogo de ejemplos en las Escrituras, que muestran las bendiciones que podemos conferir a otras  personas orando por ellas. El hijo del noble en Capernaúm, el siervo del centurión, la hija de Jairo, son todos casos muy notables. Por admirable que nos  parezca, no hay duda que Dios se complace en hacer grandes cosas a favor de almas, por las que amigos y parientes se deciden a orar. "La oración eficaz del  justo puede mucho". Santiago 5.16 Los padres son los que están especialmente obligados a recordar el caso de esta mujer. No pueden dar un nuevo corazón a sus hijos; pueden, si, darles  educación cristiana y mostrarles la senda de la vida. No pueden darles voluntad para escoger el servicio de Cristo, ni disposición para amar a Dios, pero pueden hacer una cosa, y es orar por ellos. Pueden orar por la conversión de hijos libertinos, que se empeñan en dar rienda a sus pasiones y se hunden  desatentadamente en el pecado. Pueden orar por la conversión de hijas mundanas, que concentran sus afectos en las cosas de la tierra y aman el placer más que  a Dios. Esas plegarias son oídas en el cielo y hacen descender de él muchas bendiciones. Nunca, nunca nos olvidemos que rara vez se pierden por completo los  hijos por quienes se han hecho muchas oraciones. Oremos por nuestros hijos; aun cuando no nos permitan hablarles de religión, no pueden impedirnos que  nos dirijamos a Dios a favor suyo.

En segundo lugar, este pasaje tiene por objeto enseñarnos a perseverar en nuestras oraciones a favor de otras personas. La mujer, cuya historia leemos, al  parecer no obtuvo nada primero con haberse dirigido a nuestro Señor; al contrario, la respuesta de nuestro Señor fue para desanimarla. Sin embargo, no  abandonó desesperanzada su demanda; continuó orando sin flaquear; apoyó su súplica con argumentos ingeniosos; no se dio por vencida al ver que rehusaba  acceder; impetró unas pocas "migajas" de misericordia, antes que no recibir nada; y su santa importunidad tuvo al fin buen éxito, pues oyó estas palabras  placenteras: "Por esta palabra, ve; el demonio ha salido de tu hija".

Es un punto de gran momento la perseverancia en la oración. Tenemos demasiada propensión a refriarnos y ser indiferentes, y a imaginarnos que es inútil  acercarnos a Dios; dejamos muy pronto caer nuestras manos cansadas y nuestras rodillas se debilitan. Satanás está trabajando de continuo en hacernos cesar  en nuestras oraciones, y suministrarnos razones para ello. Si esto es cierto en referencia a toda plegaria en general, lo es aún más respecto a las plegarias  intercesoras. Son siempre más escasas y pobres de lo que debieran ser; se hacen por un corto período, y luego se suspenden, porque no recibimos una  respuesta inmediata, porque vemos que las personas por quienes oramos continúan en sus pecados y de ahí sacamos la consecuencia, que es inútil orar por  ellas, y suspendemos nuestra intercesión.

Para armarnos con argumentos que nos animen a perseverar nuestras plegarias intercesoras, meditemos con frecuencia en la historia de esta mujer.

Recordemos que oró y no flaqueó a pesar de los motivos tan grandes que tuvo para desalentarse, y fijémonos en la circunstancia que al fin se fue a su casa  regocijada, resolviéndonos, con el favor de Dios, a seguir su ejemplo.

¿Sabemos orar por nosotros? Esta es la primera cuestión y la más importante que debemos dirigirnos. El hombre que nunca habla a Dios de su propia alma,  mal puede orar por otros; está sin Dios, sin Cristo, y sin esperanza y tiene que aprender los primeros rudimentos de la religión; que despierte y clame a Dios.

Pero si oramos por nosotros, ocupémonos también de orar por otros. Guardémonos de ser egoístas en nuestras oraciones;  que no sean raciones que se refieran tan solo a nuestros intereses personales, y en las que no dejemos lugar para otras  almas. Mencionemos continuamente ante Dios a todos los que amemos; oremos por todos, por los más malos, por los más  endurecidos, por los más incrédulos. Oremos por ellos un año y otro, a pesar de su continuada incredulidad. Quizás el  tiempo de la misericordia de Dios sea remoto; quizás no veamos respuesta a nuestra intercesión; puede que la respuesta se  dilate diez, quince o veinte años; quizás no venga hasta que no hayamos cambiado las oraciones en himnos de alabanza y  estemos muy lejos de este mundo, pero mientras vivamos, oremos por los demás.

 

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