Mateo 5:23-24
Así
que, si estás trayendo tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu
hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve
primero a reconciliarte con tu hermano; y luego vienes a presentar tu ofrenda.
Cuando Jesús dijo
esto, estaba simplemente recordándoles -a los judíos un principio que ellos
conocían muy bien y que nunca deberían haber olvidado. La idea detrás del
sacrificio era muy sencilla: si una persona hacía algo malo, su acción interrumpía
su relación con Dios, y el sacrificio tenía por finalidad restaurar esa
relación.
Pero hay que anotar
dos cosas muy importantes. La primera es que nunca se creyó que el sacrificio
pudiera expiar un pecado deliberado, que los judíos llamaban "el pecado de
una mano alta” Si una persona cometía un pecado sin darse cuenta, o impulsado
por un momento de pasión que quebrantaba su dominio propio, el sacrificio era
efectivo; pero si uno cometía un pecado deliberada, desafiante, insensiblemente
y con los ojos abiertos, entonces el sacrificio era impotente para expiar.
La segunda es que
para ser efectivo, un sacrificio tenía que incluir la confesión del pecado y el
verdadero arrepentimiento; y el verdadero arrepentimiento incluía el propósito
de rectificar cualesquiera consecuencias hubiera tenido el pecado.
El gran Día de la Expiación se celebraba para
expiarlos pecados de toda la nación, pero los judíos sabían muy bien que ni
siquiera los sacrificios del Día de la Expiación se le podían aplicar a nadie a
menos que antes estuviera reconciliado con su prójimo. La interrupción de
la relación entre el hombre y Dios no se podía subsanar a menos que se hubiera
sanado la que había entre hombre y hombre. Si una persona estaba haciendo una
ofrenda por el pecado, por ejemplo, para expiar un robo, la ofrenda se creía
que era totalmente ineficaz hasta que se hubiera restaurado la cosa robada; y,
si se descubría que la cosa robada no se había restaurado, entonces había que
destruir el sacrificio como inmundo y quemarlo fuera del templo. Los judíos
sabían muy bien que tenían que hacer todo lo posible para arreglar las cosas a
nivel humano antes de poder estar en paz con Dios.
En cierto sentido,
el sacrificio era sustitutivo. El símbolo de esto era que, cuando la víctima estaba
a punto de ser sacrificada, el adorador ponía sus manos sobre la cabeza del
animal apretando bien hacia abajo, como para transferirle su propia culpa.
Cuando lo hacía decía: «Te suplico, oh Dios; he pecado, he obrado
perversamente, he sido rebelde; he cometido ... (aquí el oferente especificaba
sus pecados); pero vuelvo en penitencia, y sea esto mi cobertura.»
Para que un
sacrificio fuera válido, la confesión y la restauración tenían que estar
implicadas. El cuadro que Jesús está pintando es muy gráfico. El adorador,
desde luego, no hacía su propio sacrificio; se lo traía al sacerdote, que era
el que lo ofrecía en su nombre. Un adorador ha entrado en el templo; ha pasado
por la serie de atrios: el Atrio de los Gentiles, el de las Mujeres, el de los
Hombres. A continuación se encontraba el atrio de los sacerdotes, en el que no
podían entrar los laicos. El adorador se queda a la verja, dispuesto a
entregarle su víctima al sacerdote; pone las manos sobre el animal para hacer
su confesión; y entonces se acuerda de que ha roto con su hermano, del mal que
le ha hecho; si su sacrificio ha de ser válido, debe volver y arreglar la
ofensa y restaurar el daño, o no servirá de nada.
Jesús deja bien claro este hecho fundamental: No podemos estar en paz
con Dios, a menos que lo estemos con nuestros semejantes; no podemos esperar el
perdón a menos que hayamos confesado nuestro pecado, no sólo a Dios, sino
también a los hombres, y a menos que hayamos hecho todo lo posible para evitar
sus consecuencias prácticas.
Algunas veces nos preguntamos por qué hay una barrera entre nosotros y
Dios; a veces nos preguntamos por qué nuestras oraciones parece que no sirven
para nada. A veces la frialdad espiritual es tan palpable que te recuerdan
algunas iglesias del Apocalipsis. El Espíritu Santo permite discernir la
pobreza espirtual.
La razón podría ser muy bien
que somos nosotros los que hemos levantado esa barrera insuperable al estar
desavenidos con nuestros semejantes, o porque hemos ofendido a alguno y no
hemos hecho nada para rectificar, y con el paso del tiempo esa ofensa ha
producido callo en el alma.
A veces desde los púlpitos se
predica lo que no se practica, ni se pide perdón ni se perdona. Ese orgullo que
corroe el alma, y se extiende como mala hierba, es pecado, produce frialdad
espiritual contagiando y apagando el amor en otros creyentes. Cualquier ruptura
de relaciones puede afectar nuestra relación con Dios. Si tenemos un problema
con un amigo, debemos resolverlo lo antes posible. Somos hipócritas si
manifestamos tener buenas relaciones con Dios mientras no las tenemos con otra
persona. Nuestras relaciones con los demás reflejan nuestra relación con Dios. Aun
los conflictos pequeños se solucionan más fácilmente si tratamos de arreglarlos
de inmediato.
En un sentido amplio, este versículo nos aconseja arreglarnos con
nuestro prójimo antes de presentarnos delante de Dios.
Jesús enseña que la conducta del discípulo es más importante para Dios
que cumplir ciertas prácticas. Más aun, Jesús implica que Dios no aceptará la
ofrenda de aquel que, ofendido por un hermano, no ha tomado medidas para
reconciliarse con el que ofendió. Vemos que aquí el que ofende tiene la
responsabilidad de tomar la iniciativa. Jesús pone esta responsabilidad sobre el
ofendido. Una razón práctica para esto es que frecuentemente uno se siente
ofendido cuando el hermano que “le ofendió” lo hizo sin querer, o sin saber, o
quizá ni aun hubo ofensa, excepto en la mente del “ofendido”. Puesto que se
trata de algo entre hermanos en la fe, es bueno que ambos sientan
responsabilidad para buscar la paz. Así evitarán discordia en la congregación.
Para que el evangelio de reconciliación que predicamos sea convincente y
aceptado, el cuerpo de Cristo, la iglesia, debe demostrar la reconciliación en
comunidad. La misma verdad aquí enseñada
la hallamos expresada notablemente de manera opuesta, en Marcos 11:25-26 : “Y cuando estuviereis orando
(en el acto de orar), perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que vuestro
Padre que está en los cielos os perdone también a vosotros vuestras ofensas”. Jesús muestra que no podemos orar con fe por
cualquier cosa que nos agrada. En esto, Jesús estaba “pensando los pensamientos
de Dios” y dispuesto a hacer la voluntad del Padre. Esa clase de oración hecha
con fe siempre recibirá contestación ya que se ora porque la voluntad de Dios
se realice (como oró Jesús en el Getsemaní). Sólo podremos mover las montañas
que Dios quiere que se echen al mar, no las que nosotros queremos que sean
removidas. “El mover montañas” era una expresión de los rabinos para describir
las victorias sobre dificultades aparentemente imposibles; no debemos tomarlo
literalmente. Si oramos de esta manera, podemos dar gracias por el resultado
aun antes de verlo, ya que la respuesta es segura y dentro de la voluntad y el
propósito de Dios.
Hay una condición más en la oración eficaz: debemos libremente
perdonar a otros, como Dios nos perdona. Si no lo hacemos, ¿cómo podríamos orar
“en el nombre de Jesús”, a saber, en la forma que Él lo haría y lo hizo?
De ahí la hermosa práctica de la iglesia primitiva, que procuraba
enmendar todas las diferencias entre los hermanos en Cristo, en el espíritu de
amor, antes de participar de la Mesa del Señor. Por cierto que, si la
celebración de la Cena del Señor es el acto de culto de mayor importancia, la
reconciliación, aunque obligatoria en todo acto de culto, debe ser
especialmente necesaria entonces. Si no es así, ¿qué se celebra?
¡Maranatha!
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