} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: 02/01/2025 - 03/01/2025

jueves, 27 de febrero de 2025

Beneficios de la lectura de la Biblia (5)

 

Las Escrituras y Las Buenas Obras

La verdad de Dios puede hacerse semejante a un camino estrecho, orillado a ambos lados por precipicios peligrosos: en otras palabras, transcurre entre dos simas de error. Lo acertado de esta figura puede verse en nuestra tendencia a ir de un extremo al otro. Sólo por medio del Espíritu que lo hace posible podemos mantener el equilibrio. De fallar este equilibrio, caeríamos en el error, porque el error no es tanto la negativa de la verdad como la tergiversación de la verdad, el hacer chocar una parte contra la otra, activamente.

 

La historia de la teología nos ilustra este hecho de modo gráfico y solemne. Una generación ha defendido un aspecto de la verdad justa y denodadamente: esta verdad era indispensable en su día. La próxima generación, en vez de andar en ella y seguir adelante, entabló batalla en favor de ella intelectualmente, como una marca distintiva de su partido o facción, y en general, para defender aquello, que era atacado, por otros, por lo que rehusaron escuchar la verdad equilibradora que sus enemigos oponían; el resultado es que los dos lados han perdido el sentido de perspectiva y han hecho énfasis en lo que creían, aunque estaba desorbitado de sus proporciones escriturales. En consecuencia, en la próxima generación, el verdadero siervo de Dios se ve llamado casi a no hacer caso de aquello que parecía tan valioso a los ojos de sus padres, y poner énfasis en lo que aquéllos habían, si no negado, por lo menos perdido de vista. Se dice que los «rayos de luz, tanto si proceden del sol, una estrella o una vela, se mueven en líneas rectas perfectas; con todo, nuestras obras son tan inferiores a las de Dios que la mano con más firme pulso no puede trazar una línea recta perfecta, ni con todo su ingenio ha podido el hombre inventar un instrumento capaz de hacer una cosa aparentemente tan simple»

Sea como sea, es cierto que el hombre, dejado a sí mismo, nunca ha podido guardar una línea recta de verdad entre lo que parecen doctrinas conflictivas: tales como la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre; la elección por gracia y la proclamación universal del Evangelio; la justificación por la fe de Pablo y las obras justificadoras de Santiago. Con demasiada frecuencia, cuando se ha insistido en la absoluta soberanía de Dios se ha dejado de lado la responsabilidad del hombre; y donde la elección incondicional ha sido mantenida se ha resbalado y descuidado la predicación sin trabas del Evangelio a los no salvos. Por otra parte, donde se ha mantenido la responsabilidad humana y se ha hecho un ministerio sostenido evangélico, no se ha hecho mucho caso de la soberanía de Dios y de la verdad de la elección, o por lo menos se les ha dado un lugar secundario.

 

Muchos de nuestros lectores han sido testigos de ejemplos que ilustran lo que hemos dicho, pero pocos parecen comprender que se experimente exactamente la misma dificultad cuando se hace el intento de mostrar la relación precisa entre la fe y las buenas obras. Si, por un lado, algunos han errado atribuyendo a las buenas obras Un lugar no justificado en la Escritura, es cierto que, por otra parte, algunos han fallado en dar a las buenas obras el lugar que les corresponde según la Escritura. Si, por un lado, ha sido un error serio el adscribir nuestra justificación a nuestra ejecución, prácticamente, antes que a Píos, por otra parte, los otros son culpables al negar que las buenas obras son necesarias para poder llegar al cielo e insistir que no son más que simple evidencia o fruto de nuestra justificación». Nos damos perfectamente cuenta de que en esto estamos andando en un terreno muy resbaladizo, y corremos grave riesgo de ser acusados herejía; sin embargo, creemos que hemos de buscar la ayuda divina para enfrentarnos con esta dificultad, y luego adscribir los resultados a Dios Mismo.

 

En algunos puntos la parte de la fe, aunque no ha sido nunca negada, ha sido rebajada, a causa de su celo en dar más importancia a las buenas obras. En otros círculos, que se consideren ortodoxos (y es a éstos que consideramos aquí principalmente), sólo muy raramente se asigna a las buenas obras su lugar propio, y sólo con muy poca frecuencia se insta a los cristianos profesos a mantenerlas con firmeza apostólica. No hay duda que esto es debido a veces al temor de dar bastante importancia a la fe, y animar a los pecadores en el error fatal de confiar en sus propios esfuerzos antes que en la justicia de Cristo. Pero, estos temores no deberían estorbarnos el declarar «todo el consejo de Dios». Si el predicador habla de la fe en Cristo como Salvador de los perdidos, debe dejar bien establecida esta verdad, sin ninguna modificación, dando a la gracia el lugar que el apóstol le da en su respuesta al carcelero de Filipos (Hechos 16:31). Pero, si el tema son las buenas obras, no ha de ser menos fiel y no ha de omitir nada de lo que dicen las Escrituras; que no olvide la orden divina: «Quiero que insistas con firmeza para que los que han creído a Dios procuren ocuparse en buenas obras» (Tito 18).

 

Este último pasaje de la Escritura es el más pertinente para estos días de flojera e indulgencia, de profesiones inválidas, y jactancias vacías. Esta expresión «buenas obras» se encuentra en el Nuevo Testamento en singular o en plural no menos de treinta veces; con todo, dada la rareza con que muchos predicadores, que son considerados sanos en la fe, usan, insisten y amplían este tema, muchos de sus oyentes llegarían a la conclusión que estas palabras aparecen sólo una o dos veces en toda la Biblia. Hablando a los judíos sobre otro tema, el Señor dijo: «Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (Marcos 10:9). Ahora bien, en Efesios 2:8-10, Dios ha unido dos cosas vitales y benditas, que nunca deberían ser separadas en nuestros corazones y mentes, y sin embargo son separadas con frecuencia en el púlpito moderno. ¿Cuántos sermones se predican sobre los dos primeros versículos, los cuales declaran claramente que la salvación es por la gracia por medio de la fe y no las obras? Con todo cuán raramente se nos recuerda que la frase que empieza con gracia y fe, es sólo completada en el versículo 10, donde dice: «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús, para buenas obras, preparó de antemano para que anduviésemos en ellas.»

 

Empezamos esta serie indicando que la Palabra de Dios puede ser tomada por varios motivos y leída con propósitos diferentes, pero en 2ª Timoteo 3:16, 17, se nos dice para qué son estas Escrituras realmente «provechosas», a saber, para la doctrina o enseñanza, para represión, corrección, instrucción en justicia, y todo ello para que «el hombre de Dios sea enteramente apto, bien pertrechado para toda buena obra». Habiendo hablado sobre sus enseñanzas sobre Dios y Cristo, su instrucción en relación con la oración, consideremos ahora cómo éstas nos «pertrechan» para toda buena obra. Aquí hay otro criterio vital por medio de¡ cual, el alma sincera, con la ayuda del Espíritu Santo, puede discernir si está o no está beneficiándose de la lectura y estudio de la Palabra.

 

1. Nos beneficiamos de la Palabra de Dios cuando con ella aprendemos cuál es el verdadero lugar de las buenas obras. «Muchas personas, en su deseo de apoyar la ortodoxia como sistema, hablan de la salvación por gracia y fe, de una forma que menoscaba la importancia de la santidad y la vida dedicada a Dios. Pero, no hay base para tal cosa en las Sagradas Escrituras. El mismo Evangelio que declara que la salvación es gratuita por la gracia de Dios por medio de la fe en la sangre de Jesucristo, y afirma, en fuertes términos, que los pecadores son justificados por la justicia del Salvador que les es imputada cuando creen en El sin respeto alguno por las obras de la ley, nos asegura también, que sin la santidad, nadie verá a Dios; que los creyentes son limpiados por la sangre de la expiación; que sus corazones son purificados por la fe, que obra con amor, que vence al mundo; y que la gracia que trae salvación a todos los hombres, enseña a todos los que la reciben, que negando la impiedad y los deseos del mundo han de vivir sobria, recta y piadosamente en este mundo. Todo temor que la doctrina de la gracia haya de sufrir como resultado de una firme insistencia en las buenas obras como fundamento escritural, revela que el conocimiento de la divina verdad es seriamente defectuoso e inadecuado, y que cualquier tergiversación o disimulo de las Sagradas Escrituras, a fin de acallar su testimonio en favor de los frutos de la justificación, como absolutamente necesarios para el cristiano, es una corrupción y una falsificación de la Palabra de Dios» (Alexander Carson).

 

Pero, preguntan algunos, ¿qué fuerza tiene esta ordenanza o mandamiento de Dios sobre las buenas obras, cuando, a pesar de ella, y aunque dejemos de aplicarnos diligentemente a la obediencia, seremos a pesar de ello justificados por la imputación de la justicia de Cristo, y por tanto podemos ser salvos sin ellas? Una objeción tan sin sentido procede de la completa ignorancia del estado presente del creyente y de su relación con Dios. El suponer que el corazón de los regenerados no está influido & modo tan efectivo por la 1 autoridad y mandamientos de Dios a la obediencia, como si les fueran dados para su justificación, es ignorar lo que es la verdadera fe, y cuáles son los argumentos y motivos por los que la mente de los cristianos es afectada y constreñida de un modo principal. Además, es perder de vista la inseparable conexión que Dios ha hecho entre nuestra justificación y nuestra santificación: suponer que una de ellas puede existir sin la otra es derribar toda la enseñanza del Evangelio. El apóstol trata de esta misma objeción en Romanos 6:1-3: «¿Qué, pues, diremos? ¿Permanezcamos en pecado para que la gracia abunde? ¡En ninguna manera! Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿0 ignoráis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte?»

 

2. Nos beneficiamos de la Palabra de Dios cuando por medio de ella aprendemos la absoluta necesidad de las buenas obras. Si está escrito que «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebreos 9:22), y «sin fe es imposible agradar a Dios» (Hebreos ¡l:6), la Escritura de Verdad enseña también: «Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14). La vida que viven los santos en el cielo no es sino el cumplimiento y la consumación de la vida que, después de la regeneración, han vivido aquí en la tierra. La diferencia entre las dos no es de clase, sino de grado. «La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Proverbios 4:18). Si no se ha andado con Dios aquí, no habrá morada con Dios allí. Si no ha habido comunión real con El en el tiempo, no habrá ninguna en la eternidad. La muerte no efectúa ningún cambio vital en el corazón. Es verdad que al morir ' los restos del pecado serán dejados por completo atrás por el santo, pero no se le impartirá ninguna nueva naturaleza. Si para entonces no odia el pecado y ama la santidad, no los va a odiar o amar respectivamente, después.

 

No hay nadie que realmente desee ir al infierno, aunque hay muy pocos que estén dispuestos a abandonar el camino ancho que lleva al mismo. Todos quieren ir al cielo, ¿pero cuántos entre las multitudes de cristianos profesos están realmente decididos a andar por el estrecho sendero que a él conduce? Es en este punto que podemos discernir el lugar preciso que las buenas obras tienen en relación con la salvación. No son causa de su merecimiento, pero, a pesar de ello, son inseparables de la salvación. No nos proporcionan el derecho de ir al cielo, pero se hallan entre los medios que Dios ha dispuesto para que su pueblo llegue allí. Las buenas obras no nos proporcionan en ningún sentido la vida eterna, pero son parte de los medios (como lo son la obra del Espíritu en nosotros, el arrepentimiento, la fe y la obediencia por nuestra parte) que conducen a ella. Dios ha indicado el camino por el cual hemos de andar para llegar a la herencia adquirida para nosotros por Cristo. Una vida de obediencia a Dios cada día es lo que nos da la admisión al goce de lo que Cristo ha adquirido para su pueblo: admisión ahora por la fe, admisión al morir o al regreso de Cristo en plena realidad.

 

3. Nos beneficiamos de la Palabra de Dios cuando nos enseña el designio de las buenas obras. Esto se nos hace claro en Mateo 5:16: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, de tal modo que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.» Vale la pena que notemos que ésta es la primera vez que aparece esta expresión, y, como es generalmente el caso, la mención inicial de una cosa en la Escritura implica su uso e importancia subsiguiente. Aquí vemos que los discípulos de Cristo muestran la autenticidad de su profesión cristiana por medio del testimonio de sus vidas, silencioso pero explícito (porque la «luz» no hace ruido cuando «brilla»), para que los hombres puedan ver sus buenas obras (no tienen que oír nuestra jactancia), y todo ello para que su Padre en los cielos pueda ser glorificado. Este es, pues, el designio o propósito fundamental: el honor de Dios.

 

Como el contenido de este versículo, Mateo 5:16, es mal entendido o tergiversado con tanta frecuencia, añadimos otro pensamiento respecto al mismo. Con la «luz» misma, aunque las dos son bien distintas, por más que relacionadas. La «luz» es nuestro testimonio para Cristo, pero ¿qué valor tiene a menos que la vida misma lo ejemplifique? Las «buenas obras» no sirven para llamar la atención hacia nosotros mismos, sino hacia Aquel que las obra en nosotros. Tienen que ser de tal carácter y calidad que incluso los infieles conozcan que proceden de alguna fuente más elevada que la caída naturaleza humana. El fruto sobrenatural requiere una raíz sobrenatural, y cuando esto es reconocido, el Labrador es glorificado por ellas. De igual significación es la última referencia a las «buenas obras» que hay en la Escritura: «Manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que os calumnian como a malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al observar vuestras buenas obras.» (1ª Pedro 2:12.) Vemos, pues, que la alusión inicial y la final, las dos, subrayan el propósito: la glorificación de Dios como resultado de Su obra a través de su pueblo en el mundo.

 

4. Nos beneficiamos de la Palabra de Dios cuando aprendemos por medio de ella la verdadera naturaleza de las buenas obras. Esto es algo sobre lo cual los no regenerados están en completa ignorancia. A juzgar por lo meramente externo, evaluando las cosas sólo por los stándards humanos, son completamente incompetentes para determinar qué obras son buenas en la estima de Dios y cuáles no. Los tales suponen que lo que el hombre considera buenas obras, Dios lo aprueba también, y por ello permanecen en oscuridad total porque su entendimiento está cegado por el pecado, hasta que el Espíritu Santo los vivifica para nueva vida, sacándolos de la oscuridad a la maravillosa luz de Dios. Entonces ven que sólo son buenas obras las que son hechas en obediencia a la voluntad de Dios (Romanos 6:16), basadas en un principio de amor a El (Hebreos 10:24), en el nombre de Cristo (Colosenses 3:17), y para la gloria de Dios por El (1 Corintios 10:31).

 

La verdadera naturaleza de las «buenas obras» fue ejemplificada perfectamente por el Señor Jesús. Todo lo que hizo, lo hizo en obediencia a su Padre. «No se agradó a sí mismo» (Romanos 15:3), sino que en todo momento estuvo haciendo la voluntad de Aquel que le había enviado (Juan 6:38). Podía decir: «Porque yo hago siempre lo que le agrada» (Juan 8:29). No hubo límites en la sujeción de Cristo a la voluntad del Padre: Cristo se hizo «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2:8). Así que todo lo que hizo procedió del amor del Padre y del amor a su -prójimo. El amor es el cumplimiento de la Ley; sin amor, el cumplimiento de la Ley no es nada sino sujeción servil, y esto no puede ser aceptable a Aquel que es amor. La prueba de que toda la obediencia de Cristo procedió del amor se encuentra en sus palabras: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (Salmo 40:8). De modo que todo lo que Cristo hizo tenía como propósito la gloria del Padre: «Padre, glorifica tu nombre» (Juan 12:28) revela el propósito que tenía delante constantemente.

 

S. Nos beneficiamos de la Palabra de Dios cuando nos enseña la verdadera fuente de nuestras buenas obras. El hombre no regenerado es capaz de ejecutar obras que en un sentido civil y natural, aunque no en el sentido espiritual, son buenas. Pueden hacer cosas que, externamente, en cuanto a su materia y sustancia, son buenas, tales como la lectura de la Biblia, el ayudar al ministerio de la Palabra, dar limosna al pobre; sin embargo, el móvil principal de estas acciones, su falta de piedad, las hace harapos a la vista del Dios Trino. El hombre no regenerado no tiene poder para ejecutar obras en un sentido espiritual, y por tanto, está escrito: «No hay nadie que haga lo bueno, ni aun uno» (Romanos 3:12). No, no pueden: no están «sujetos a la ley de Dios, ni siquiera pueden» (Romanos 8:7). Por tanto, incluso «el pensamiento de los impíos es pecado» (Proverbios 21:4). Ni son los creyentes capaces de pensar un buen pensamiento o ejecutar una buena obra por sí mismos (2ª Corintios 3:5): es Dios que obra en ellos «tanto el querer como el hacer según su voluntad» (Filipenses 2:13).

 

«¿Podrá mudar el etíope su piel o el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer el mal?» (Jeremías 13:23). Los hombres no pueden esperar uvas de los abrojos o higos de los cardos, ni tampoco buen fruto, o sea, buenas obras del hombre no regenerado. Hemos de ser creados primero en Jesucristo (Efesios 2: 10), tener el Espíritu Santo dentro de nosotros (Gálatas 4:6), y su gracia implantada en nuestro corazón (Efesios 4:7; 1ª Corintios 15: 10), antes de tener ninguna capacidad para hacer buenas obras. Incluso entonces no podemos hacer nada aparte de Cristo (Juan 15:5). Con frecuencia deseamos hacer lo bueno; con todo, no sabemos cómo hacerlo (Romanos 7:18). Esto nos hace poner de rodillas pidiendo a Dios que nos haga «perfectos en toda buena obra», obrando en nosotros «lo que es agradable a la vista, por medio de Jesucristo» (Hebreos 13:21). De este modo somos vaciados de nuestra autosuficiencia, y comprendemos que todas nuestras fuentes se hallan en Dios (Salmo 87:7); y con ello descubrimos que podemos hacer todas las cosas por medio de Cristo que nos fortalece (Filipenses 4:13).

 

6. Nos beneficiamos de la Palabra de Dios cuando nos enseña la gran importancia de las buenas obras. Condensándolo todo lo posible: «las buenas obras» son de gran importancia porque por ellas glorificamos a Dios (Mateo 5:16), por medio de ellas cerramos la boca de aquellos que hablan contra nosotros (1 Pedro 2:12), por medio de ellas damos evidencia de la autenticidad de nuestra profesión de fe (Santiago 2:13-17). Es en extremo conveniente que «en todo adornemos la doctrina de Dios nuestro Salvador» (Tito 2:10). Nada da más honor a Cristo que el que los que llevan su nombre sean hallados viviendo constantemente a semejanza de Cristo y en su espíritu, por medio de su ayuda. No sin razón el mismo Espíritu, que hizo que el apóstol pusiera un prefacio concerniente a la venida de Cristo al mundo para salvar a los pecadores con «Palabra fiel y digna», etc., le dictó: «Palabra fiel es ésta, y en estas cosas... para que los que han creído a Dios procuren ocuparse de buenas obras» (Tito 33). En realidad espera incluso que seamos «celosos de buenas obras» (Tito 2:14).

 

7. Nos beneficiamos de la Palabra de Dios cuando nos enseña el verdadero alcance de las buenas obras. Este es tan extenso que incluye el cumplimiento de nuestros deberes en toda relación en que Dios nos ha colocado. Es interesante e instructivo notar la primera «buena obra» (así descrita) en la Sagrada Escritura, a saber, el que María de Betania ungiera al Salvador (Mateo 26: 10; Marcos 14:0. Indiferente a la censura o a la alabanza de los demás, con los ojos sólo en el «mayor entre diez mil», María derramó sobre el Maestro su precioso perfume. Otra mujer, Dorcas (Hechos 9:36), se menciona también como «llena de buena obras ». Después de la adoración viene el servicio glorificando a Dios entre los hombres y beneficiando a otros.

 

«Para que andéis como es digno del Señor agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra» (Colosenses 1: 10). El criar a los niños el hospedar extraños, el lavar los pies a los san tos (ministrar para el confort físico), el socorrer a los afligidos (1.3 Timoteo 5: 10), es calificado como buenas obras. 

viernes, 21 de febrero de 2025

Beneficios de la lectura de la Biblia (4)

 

 

Un cristiano que no ora es simplemente una contradicción.

Como el niño que nace muerto es un niño muerto, un creyente profeso que no ora está desprovisto de vida espiritual. La oración es el respirar de la nueva naturaleza del creyente, como la Palabra de Dios es su alimento. Cuando el Señor dijo al discípulo de Damasco que Saulo de Tarso se había convertido de veras, le dijo: «He aquí, Saulo ora» (Hechos 9: 11). En muchas ocasiones el altivo fariseo había doblado sus rodillas ante Dios y había cumplido sus «devociones», pero esta vez era la primera vez que «oraba». Esta importante distinción debe ser subrayada en este día de fórmulas sin poder (2ª Timoteo 3:5 que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a éstos evita.). Aquellos que se contentan con dirigirse a Dios de modo formal no le conocen; porque «Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito.» (Zacarías 12: 10), no se separan nunca. Dios no tiene hijos en su familia regenerada que sean mudos. «¿No vengará Dios a sus escogidos que claman a El de noche y de día?» (Lucas 18:7). Sí, «claman» a El, no meramente «rezan» sus oraciones.

 

Pero es probable que el lector se sorprenda cuando siga leyendo que el propio pueblo de Dios ¡peca más en sus esfuerzos para orar que en relación con ningún otro objetivo en que se ocupa! ¡Qué hipocresía hay en la oración, cuando debería haber sinceridad! ¡Qué exigencias tan presuntuosas, cuando debería haber sumisión! ¡Qué formalismo, cuando tendría que haber corazones quebrantados! ¡Cuán poco sentimos realmente los pecados que confesamos, y qué poco sentido de la profunda necesidad de su misericordia! (Recuerdo una congregación donde sus miembros están enfrentados desde hace décadas, y en su orgullo son incapaces de perdonarse. Eso si, a la hora de partir el pan allí están cada domingo) E incluso cuando Dios consiente en librarnos de estos pecados, hasta cierto punto, qué frialdad en el corazón, qué incredulidad, cuánta voluntad propia y autocomplacencia. Los que no tienen perceptividad para estas cosas son extraños al espíritu de la santidad.

 

Ahora bien, la Palabra de Dios debería dirigirnos en oración. Por desgracia, cuán a menudo hacemos que nuestra inclinación carnal sea la que dirige nuestras peticiones. Las Sagradas Escrituras nos han sido dadas para que «el hombre de Dios sea enteramente apto, bien pertrechado para toda buena obra» (2ª Timoteo 3:17). Como que debemos «orar en el Espíritu» (Judas 20), se sigue que nuestras oraciones tienen que estar de acuerdo considerando que El es el autor de ellas. Se sigue también que según la medida en que la Palabra de Cristo mora en nosotros en «abundancia» (Colosenses 3:16), o escasamente, más (o menos) estarán nuestras peticiones en armonía con la mente del Espíritu, porque «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34). En la medida en que atesoramos la Palabra de Dios en nuestro corazón, y ésta limpia, moldea y gobierna nuestro hombre interior, serán nuestras oraciones aceptables a la vista de Dios. Entonces podemos decir, como dijo David en otro sentido: «Todo es tuyo y de lo recibido de tu mano te damos» (1ª Crónicas 29:14).

 

Así que la pureza y el poder de nuestra vida de oración son otro índice por el cual podemos decidir la extensión de los beneficios que sacamos de la lectura y estudio de las Escrituras. Si nuestro estudio de la Biblia, bajo la bendición del Espíritu, no nos resarce del pecado de la falta de oración, revelándonos el lugar que la oración debe ocupar en nuestra vida diaria, y en realidad no nos lleva a pasar más tiempo en el lugar secreto con el Altísimo; si no nos enseña cómo orar de modo más aceptable a Dios, cómo hacer nuestras sus promesas y reclamarlas, cómo apropiarnos sus preceptos y hacer de ellos nuestras peticiones, entonces, no sólo no nos ha servido para enriquecer el alma el tiempo que hemos pasado leyendo y meditando la Palabra, sino que el mismo conocimiento que hemos adquirido de la letra, servirá para nuestra condenación en el día venidero. «Sed hacedores de la Palabra, no solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos» (Santiago 1:22). Se aplica a sus amonestaciones a la oración y a todo lo demás.

Veamos ahora siete diferentes criterios:

1. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos ayudan a comprender la importancia profunda de la oración. Es de temer que muchos lectores de la Biblia de hoy (y aun estudiosos) no tienen convicciones profundas de que una vida de oración definida es absolutamente necesaria para andar y comunicar con Dios, como lo es para la liberación del poder del pecado, las seducciones del mundo o los asaltos de Satán. Si esta convicción realmente poseyera sus corazones, ¿no pasarían más tiempo con el rostro delante de Dios? Es inútil, si no peor, replicar: «Hay una gran cantidad de obligaciones que tengo que cumplir y ocupan el tiempo que usaría para la oración, a pesar de que me gustaría hacerla». Pero, queda el hecho que cada uno de nosotros pone tiempo aparte para lo que consideramos es imperativo. ¿Quién vive una vida más activa que la que vivió nuestro Salvador? A pesar de ello encontró mucho tiempo para la oración. Si verdaderamente deseamos ser intercesores y hacer súplicas ante Dios y usamos en ello todo el tiempo disponible que tenemos ahora, El ordenará las cosas de modo que tendremos más tiempo.

 

2. La falta de convicción positiva en la profunda importancia de la oración se evidencia claramente en la vida corporativa de los cristianos profesos. Dios ha dicho sencillamente: «Mi casa será llamada casa de oración» (Mateo 21:13). Notemos: no «casa de predicación o de cánticos», sino de oración. Sin embargo, en la gran mayoría de las iglesias, incluso dentro de la ortodoxia, el ministerio de la oración ha pasado a ser negligible. Hay todavía campañas evangelísticas, Convenciones de enseñanza de la Biblia, pero cuán raramente se oye de dos semanas puestas aparte para oraciones especiales. Y ¿qué beneficio proporcionan estas «Convenciones de la Biblia» a las iglesias si su vida de oración no es reforzada? Pero, cuando el Espíritu de Dios aplica con poder en nuestros corazones palabras como: «Velad y orad, para que no entréis en tentación» (Marcos 14: 38); «En toda suplicación y ruego y acción de gracias sean notorias vuestras peticiones delante de Dios» (Filipenses 4:6); «Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias» (Colosenses 4:2), entonces nos beneficiamos de las Escrituras.

 

2. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos hacen sentir que no sabemos bastante cómo orar. «No sabéis pedir como conviene» (Romanos 8:26). ¡Cuán pocos cristianos creen esto verdaderamente! La idea más común es que la gente sabe bastante bien lo que debe pedir, sólo que son descuidados o son malos, y dejan de orar por lo que saben bien que es su deber. Pero, este concepto discrepa por completo de la declaración inspirada de Romanos 8:26. Hay que observar que observar que esta afirmación que humilla a la carne, no se hace sobre los hombres en general, sino de los santos de Dios en particular, entre los cuales el apóstol no vacila en incluirse el mismo: «No sabemos lo que hemos de pedir como conviene». Si ésta es la condición del hombre regenerado, mucho peor será la de no regenerado. Con todo, una cosa es leer y asentir mentalmente lo que dice el versículo, y otra tener una comprensión de experiencia, porque para que el corazón sienta lo que Dios requiere de nosotros. El mismo debe obrarlo en nosotros y por medio de nosotros.

 

Digo mis oraciones con frecuencia, Pero, ¿oro en verdad? Y van los deseos de mi corazón, ¿Conforme a las palabras? Lo mismo serviría arrodillarme Y adorar a una piedra, Que ofrecer a Dios como plegaria nada más que palabras, Y labios que se mueven.

 

El cristiano no puede orar a menos que el Espíritu Santo se lo haga posible, lo mismo que no puede crear un mundo. Esto ha de ser así, porque la oración real es una necesidad sentida que ha sido despertada en nosotros por el Espíritu, de modo que pedimos a Dios, en el nombre de Cristo, aquello que está de acuerdo con su santa voluntad. «Y ésta es la confianza que tenemos ante él, que si pedirnos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye» (1ª Juan 5:14). Pero, el pedir algo que no es conforme a la voluntad de Dios no es orar, sino atrevimiento. Es verdad que Dios nos revela su voluntad, y la podemos conocer a través de su Palabra, sin embargo, no es de la manera que un libro de cocina nos da recetas culinarias para la preparación de platos. Las Escrituras frecuentemente enumeran principios que requieren un continuo ejercicio del corazón y ayuda divina para que veamos su aplicación a los diferentes casos y circunstancias. De modo que nos beneficiamos de las Escrituras cuando aprendemos en ellas nuestra profunda necesidad de clamar «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11: 1) y nos vemos constreñidos a pedirle a El espíritu de oración.

 

3. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos damos más cuenta de nuestra necesidad de la ayuda del Espíritu. Primero, que nos haga conocer nuestras verdaderas necesidades. Tomemos, por ejemplo, nuestras necesidades materiales. Con cuánta frecuencia nos hallamos en una situación externa difícil; las cosas nos oprimen, y deseamos ser librados de estas tribulaciones y dificultades. Sin duda, pensamos que aquí sabemos «qué» es lo que tenemos que pedir. De ninguna manera y, al contrario, la verdad es que a pesar de nuestros deseos de alivio, somos tan ignorantes, nuestro discernimiento está tan embotado, que (incluso cuando se trata de una conciencia acostumbrada) no sabemos qué clase de sumisión a su agrado Dios puede requerir, o cómo podemos santificar estas aflicciones para nuestro bien interior. Por tanto, Dios considera las peticiones de muchos que claman pidiendo ayuda sobre cosas externas «aullidos», y no clamar a El con el corazón (Oseas 7:14 Y no clamaron a mí con su corazón cuando gritaban sobre sus camas; para el trigo y el mosto se congregaron, se rebelaron contra mí.). «Porque ¿quién sabe lo que es bueno para el hombre en la vida?» (Eclesiastés 6:12). Ah, la sabiduría celestial es necesaria para enseñarnos sobre nuestras «necesidades» temporales, a fin de hacer de ellas un asunto de oración según la mente de Dios.

 

Quizá puedan añadirse unas pocas palabras a lo que ya se ha dicho. Podemos pedir sobre cosas temporales escrituralmente (Mateo 6:11 El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.), pero con una triple limitación. Primero, de modo incidental y no de modo primario, porque no son éstas las cosas de las que se preocupan los cristianos de modo principal (Mateo 6:33  Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.). Las cosas que deben buscarse primero y sobre todo, son las cosas celestiales y eternas (Colosenses 3:l Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios), mucho más importantes y valiosas que las temporales. Segundo, de modo subordinado, como medio para un fin. El buscar cosas materiales de Dios no ha de ser a fin de conseguir satisfacción, sino como una ayuda para agradarle más. Tercero, de modo sumiso, no imperioso, porque esto sería el pecado de presunción. Además, no sabemos si el que se nos concediera gracia sobre algo temporal contribuiría realmente a nuestro bienestar supremo (Salmo 106:18 Y se encendió fuego en su junta; La llama quemó a los impíos.) y por tanto debemos dejarle a Dios que decida. Tenemos necesidades interiores también, además de las exteriores. Algunas pueden ser discernidas a la luz de la conciencia, tales como la culpa y la impureza del pecado, los pecados contra la luz y la naturaleza y la simple letra de la ley. Sin embargo, el conocimiento que tenemos de nosotros mismos por medio de la conciencia es tan oscuro y confuso que, aparte del Espíritu, no somos capaces de descubrir la verdadera fuente de purificación. Las cosas sobre las cuales los creyentes tienen que tratar primariamente con Dios en sus súplicas son el estado y la disposición de su alma, o sea espiritual. Por eso, David no estaba satisfecho con confesar las transgresiones que conocía y su pecado original (Salmo 51:1-5 Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia;  Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. 2  Lávame más y más de mi maldad, Y límpiame de mi pecado. 3  Porque yo reconozco mis rebeliones, Y mi pecado está siempre delante de mí. 4  Contra ti, contra ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de tus ojos;  Para que seas reconocido justo en tu palabra,  Y tenido por puro en tu juicio. 5  He aquí, en maldad he sido formado,  Y en pecado me concibió mi madre.), sino que dándose cuenta de que no puede entender bien sus propios errores, desea ser limpiado de los «errores ocultos» (Salmo 19:12 ¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos.); pero le pide también a Dios que emprenda una búsqueda de su corazón para encontrar lo que pueda escapársele (Salmo 139:23,24 Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos; 24  Y ve si hay en mí camino de perversidad, Y guíame en el camino eterno.), sabiendo que Dios requiere principalmente «verdad en lo íntimo» (Salmo 51: 6  He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, Y en lo secreto me has hecho comprender sabiduría.). Así que en vista de (1ª Corintios 2:10-12 Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. 11  Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. 12  Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido,), deberíamos buscar la ayuda del Espíritu para que podamos pedir de modo aceptable a Dios.

4. Estamos beneficiándonos de las Escrituras cuando el Espíritu nos enseña el recto propósito de la oración. Dios ha establecido la ordenanza de la oración por lo menos con un triple designio. Primero, que el Dios Trino sea honrado, porque la oración es un acto de adoración, rendición de homenaje; al Padre como Dador, en el nombre del Hijo por medio del cual únicamente podemos acercarnos a El, a través del poder que nos impulsa. y dirige del Espíritu Santo. Segundo: para humillar nuestros corazones, porque la oración está ordenada para traernos a un lugar de dependencia, para desarrollar en nosotros un sentimiento de nuestra insignificancia, al admitir que sin el Señor no podernos hacer nada, y que somos como mendigos pidiendo todo lo que somos y tenemos. Pero, cuán débilmente se cumple esto (si es que se cumple) en nosotros, hasta que el Espíritu nos lleva de la mano, quita nuestro orgullo, y da a Dios el verdadero lugar en nuestros corazones y pensamientos. Tercero, como un medio de obtener para nosotros mismos las cosas buenas que pedimos.

 

Es de temer que una de las principales razones por las que muchas oraciones quedan sin contestar es que tenemos un objetivo equivocado o sin valor.

 

Nuestro Salvador dice: «Pedid y recibiréis» (Mateo 7:7); pero Santiago afirma de algunos que «Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites». (Santiago 43). El orar pidiendo algo, pero no de modo expreso con miras a aquello para lo cual Dios lo ha designado, es «pedir mal»; y por tanto sin propósito eficaz. Toda la confianza que tenemos en nuestra propia sabiduría e integridad, si se nos deja proseguir nuestros objetivos nunca se ajustará a la voluntad de Dios. Hasta que el Espíritu restringe a la carne en nosotros, nuestros afectos propios naturales desordenados interfieren con nuestras súplicas, á las hacen inservibles. «Todo lo que hacéis, hace lo para la gloria de Dios» (1ª Corintios 10:31), sin embargo, nadie excepto el Espíritu puede hacer que nos subordinemos en nuestros deseos a la gloria de Dios.

 

5. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos enseñan a reclamar las promesas de Dios. La oración debe ser hecha con fe (Romanos 10: 14 ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?), de lo contrario Dios no la escuchará. Ahora bien, la fe tiene respeto a las promesas de Dios (Hebreos 4:1Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado. ; Romanos 4:21plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido); si, por tanto, no comprendemos qué es lo que Dios ha prometido, no podemos orar. «Las cosas secretas pertenecen a Jehová, nuestro Dios» (Deuteronomio 29:29), pero la declaración de su voluntad y la revelación de su gracia nos pertenecen, y son nuestra regla. No hay nada que podamos necesitar que Dios no se haya comprometido a proporcionárnoslo, si bien de tal forma y bajo tales limitaciones que aseguren que será para nuestro bien y nos serán útiles. Por otra parte, nada hay que Dios haya prometido, que no tengamos necesidad de ello, o que de una manera u otra no nos afecte como miembros del cuerpo místico de Cristo. Por ello, cuanto mejor estemos familiarizados con las promesas divinas, y cuanto más comprendamos sus bondades, gracia y misericordia preparadas y propuestas en ellas, mejor equipados estamos para orar de modo aceptable.

 

Algunas de las promesas de Dios son generales más bien que específicas; algunas son condicionales, otras incondicionales, algunas se cumplen en esta vida, otras en la vida venidera. Tampoco podemos nosotros discernir por nuestra cuenta qué promesa es más apropiada para nuestro caso particular y la situación presente, o cómo apropiarla por fe y reclamarla rectamente de Dios. Por tanto, se nos dice de modo explícito: «Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha otorgado gratuitamente.» (1ª Corintios 2:11,12). Si alguien contestara: si se requiere tanto para que una oración sea aceptable, si no podemos presentar peticiones a Dios con menos molestia de la que se indica, habrá pocos que quieran persistir durante algún tiempo en este deber», lo único que podríamos decirle es que esta persona no tiene la menor idea de lo que es orar ni parece tener interés en saberlo.

 

6. Nos beneficiamos de las Escrituras cuando nos llevan a una completa sumisión a Dios. Como se dijo antes, uno de los propósitos divinos al establecer la oración como una ordenanza es para ayudarnos a sentirnos humildes. Esto se muestra exteriormente cuando doblamos las rodillas ante el Señor. La oración es un reconocimiento de nuestra impotencia, un mirar a Dios de quien esperamos ayuda. Es admitir su suficiencia para suplir nuestra necesidad. Es el hacer conocidas nuestras «peticiones» (Filipenses 4:6) a Dios; pero peticiones es algo muy distinto de «requerimientos». «El trono de la gracia no existe para que nosotros podamos acudir a él para obtener satisfacciones de nuestras pasiones» (Wm. Gurnall). Hemos de presentar nuestro caso delante de Dios, pero dejar que su sabiduría superior prescriba la forma de decidirlo. No debe haber intentos de imposición, ni podemos «reclamar» nada de Dios, porque somos como mendigos dependientes de su misericordia. En todas nuestras peticiones debemos añadir: «Sin embargo, hágase tu voluntad, no la mía».

 

Pero, ¿no puede la fe presentar a Dios sus promesas y esperar una respuesta? Ciertamente; pero debe ser la respuesta de Dios. Pablo pidió a Dios que le quitara la espina de la carne tres veces; pero en vez de hacerlo el Señor le dio gracia para sobrellevarla (2ª Corintios 12:7-9  para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera; 8  respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. 9  Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo). Muchas de las promesas de Dios son generales, en vez de personales. Ha prometido pastores, maestros Y evangelistas a su Iglesia, y con todo hay muchos grupos de creyentes que languidecen por falta de ellos. Algunas de las promesas de Dios son indefinidas y generales en vez de absolutas y universales: como por ejemplo, en Efesios 6:2,3. Dios no se ha obligado a dar nada de modo específico, a conceder la cosa particular que pedimos, incluso cuando pedimos con fe. Además, El se reserva el derecho de decidir el momento y sazón para concedernos sus misericordias. «Buscad a Jehová todos los humildes de la tierra, los que pusisteis por obra sus ordenanzas; buscad la justicia, buscad la mansedumbre; quizá quedaréis resguardados en el día del enojo de Jehová.» (Sofonías 2:3). Por el hecho de que «quizá» Dios me conceda una misericordia temporal determinada, es mi deber presentarme ante El y pedirla, sin embargo, debo estar sumiso a su voluntad para la concesión de la misma.

 

7. Estamos beneficiándonos de las Escrituras cuando la oración se vuelve un gozo real y profundo. El mero «decir nuestras oraciones» cada mañana y noche es una tarea pesada, un deber que debe ser cumplido que nos hace dar un suspiro de alivio cuando hemos terminado. Pero el presentarnos realmente ante la presencia de Dios, para contemplar la gloriosa luz de su faz, para estar en comunión con El en el propiciatorio, es un anticipo de la bienaventuranza eterna que nos aguarda en el cielo. Quien es bendecido con esta experiencia dice con el salmista: «El acercarme a Dios es el bien». (Salmo 73:8.) Sí, bien para el corazón, porque le da paz; bien para la fe, porque la fortalece; bien para el alma, porque la bendice. Es la falta de esta comunión del alma con Dios que se halla a la raíz de la falta de respuesta a nuestras oraciones: «Pon asimismo tu delicia en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón.» (Salmo 37:4.)

 

¿Qué es lo que, bajo la bendición del Espíritu, produce este gozo en la oración? Primero, es el deleite del corazón en Dios como el Objeto de la oración, y particularmente el reconocer y comprender que Dios es nuestro Padre. Así que, cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús que les enseñara a orar, dijo: «Vosotros, pues, oraréis así: Padre nuestro que estás en los cielos.» Y luego: «Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, o sea, Padre!» (Gálatas 4:6), que incluye un deleite filial, santo en Dios, como los hijos tienen deleite en sus padres cuando se dirigen con afecto a ellos. Y de nuevo, en Efesios 2:18, se nos dice para fortalecer la fe y consuelo de nuestros corazones: «Porque por medio de él los unos y los otros tenemos acceso por un mismo Espíritu al Padre.» ¡Qué paz, qué seguridad, qué libertad da esto al alma: saber que nos acercamos a nuestro Padre!

 

Segundo. El gozo en la oración es incrementado porque el corazón capta el alma y contempla a Dios en el trono de gracia: una vista o perspectiva, no por imaginación de la carne, sino por iluminación espiritual, porque es por fe que «vemos al Invisible» (Hebreos 11:27); la fe es «la evidencia de las cosas que no se ven» (Hebreos 11: l), hace evidente y presente su objeto propio a los ojos de los que creen. Esta visión de Dios en su «trono» tiene que conmover el alma. Por tanto se nos exhorta: «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:16).

 

Tercero. Del versículo anterior sacamos también que la libertad y el deleite en la oración son estimulados por ver que, Dios, por medio de Jesucristo, está dispuesto a dispensarnos gracia y misericordia a los pecadores suplicantes. No tenemos que vencer ninguna resistencia suya. Dios está más dispuesto a dar que nosotros a recibir. Así se le presenta en Isaías 30:18: «Con todo esto, Jehová aguardará para otorgaros su gracia.» Sí, Dios aguardará a que le busquemos; aguardará a que los fieles echen mano de su disposición para bendecir. Su oído está siempre atento al clamor del justo. Por tanto «acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe» (Hebreos 10:22); «sean presentadas vuestras peticiones delante de Dios, mediante oración y ruego con acción de gracias y la paz de Dios, que sobrepasa a todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Filipenses 4:6, 7).