La
décima persecución, bajo Diocleciano, 303 d.C.
Bajo los
emperadores romanos, y comúnmente llamada la Era de los Mártires, fue
ocasionada en parte por el número en aumento de los cristianos y por sus
crecientes riquezas, y por el odio de Galerio, el hijo adoptivo de Diocleciano,
que, estimulado por su madre, una fanática pagana, nunca dejó de empujar al
emperador para que iniciara esta persecución hasta que logró su propósito.
El día fatal
fijado para el comenzamiento de la sangrienta obra era el veintitrés de febrero
del 303 d.C., el día en que se celebraba la Terminalia, y en el que, como se
jactaban los crueles paganos, esperaban terminar con el cristianismo. En el día
señalado comenzó la persecución en Nicomedia, en la mañana del cual el prefecto
de la ciudad acudió, con un gran número de oficiales y alguaciles, a la iglesia
de los cristianos, donde, forzando las puertas, tomaron todos los libros
sagrados y los lanzaron a las llamas.
Toda esta acción
tuvo lugar en presencia de Diocleciano y Galerio, los cuales, no satisfechos
con quemar los libros, hicieron derruir la iglesia sin dejar ni rastro. Esto
fue seguido por un severo edicto, ordenando la destrucción de todas las otras
iglesias y libros de los cristianos; pronto siguió una orden, para proscribir a
los cristianos de todas las denominaciones.
La publicación
de este edicto ocasionó un martirio inmediato, porque un atrevido cristiano no
sólo lo arrancó del lugar en el que estaba puesto, sino que execró el nombre
del emperador por esta injusticia. Una provocación así fue suficiente para
atraer sobre sí la venganza pagana; fue entonces arrestado, severamente
torturado, y finalmente quemado vivo.
Todos los
cristianos fueron prendidos y encarcelados; Galerio ordenó en privado que el palacio
imperial fuera incendiado, para que los cristianos fueran acusados de incendiarios,
dándose una plausible razón para llevar a cabo la persecución con la mayor de
las severidades.
Comenzó un
sacrificio general, lo que ocasionó vahos martirios. No se hacía distinción de
edad ni de sexo; el nombre de cristiano era tan odioso para los paganos que
todos inmediatamente cayeron víctimas de sus opiniones. Muchas casas fueron
incendiadas, y familias cristianas enteras perecieron en las llamas; a otros
les ataron piedras en el cuello, y atados juntos fueron levados al mar. La
persecución se hizo general en todas las provincias romanas, pero principalmente
en el este.
Por cuanto duró
diez años, es imposible determinar el número de mártires, ni enumerar las
varias formas de martirio.
Potros, azotes,
espadas, dagas, cruces, veneno y hambre se emplearon en los diversos lugares
para dar muerte a los cristianos; y se agotó la imaginación en el esfuerzo de
inventar torturas contra gentes que no habían cometido crimen alguno, sino que
pensaban de manera distinta de los seguidores de la superstición.
Una ciudad de
Frigia, totalmente poblada por cristianos, fue quemada, y todos los moradores
perecieron en las llamas.
Cansados de la
degollina, finalmente, varios gobernadores de provincias presentaron ante la
corte imperial lo inapropiado de tal conducta. Por ello a muchos se les eximió
de ser ejecutados, pero, aunque no eran muertos, se hacía todo por hacerles la
vida miserable; a muchos se les cortaban las orejas, las narices, se les sacaba
el ojo derecho, se inutilizaban sus miembros mediante terribles dislocaciones,
y se les quemaba la carne en lugares visibles con hierros candentes.
Es necesario
ahora señalar de manera particular a las personas más destacadas que dieron su
vida en martirio en esta sangrienta persecución.
Sebastián, un
célebre mártir, había nacido en Narbona, en las Galias, y después llego a ser oficial
de la guardia del emperador en Roma. Permaneció un verdadero cristiano en medio
de la idolatría. Sin dejarse seducir por los esplendores de la corte, sin
mancharse por los malos ejemplos, e incontaminado por esperanzas de ascenso.
Rehusando caer en el paganismo, el emperador lo hizo llevar a un campo cercano
a la ciudad, llamado Campo de Marte, y que allí le dieran muerte con flechas;
ejecutada la sentencia, algunos piadosos cristianos acudieron al lugar de la
ejecución, para dar sepultura a su cuerpo, y se dieron entonces cuenta de que
había señales de vida en su cuerpo; lo llevaron de inmediato a lugar seguro, y
en poco tiempo se recuperó, preparándose para un segundo martirio; porque tan
pronto como pudo salir se puso intencionadamente en el camino del emperador
cuando éste subía hacia el templo, y lo reprendió por sus muchas crueldades e
irrazonables prejuicios contra el cristianismo. Diocleciano, cuando pudo
recobrarse de su asombro, ordenó que Sebastián fuera arrestado y llevado a un
lugar cercano a palacio, y allí golpeado hasta morir; y para que los cristianos
no lograran ni recuperar ni sepultar su cuerpo, ordenó que fuera echado a la
alcantarilla. Sin embargo, una dama cristianallamada Lucina encontró la manera
de sacarlo de allí, y de sepultarlo en las catacumbas, o nichos de los muertos.
Para este
tiempo, los cristianos, después de una seria consideración, pensaron que era ¡legítimo
portar annas a las órdenes de un emperador pagano. Maximiliano, el hijo de
Fabio Víctor, fue el primero decapitado bajo esta norma.Vito, siciliano de una
familia de alto rango, fue educado como cristiano; al aumentar sus virtudes con
el paso de los años, su constancia le apoyó a través de todas las aflicciones,
y su fe fue superior a los más grandes peligros. Su padre Hylas, que era
pagano, al descubrir que su hijo había sido instruido en los principios del
cristianismo por la nodriza que lo había criado, empleó todos sus esfuerzos por
volverlo al paganismo, y al final sacrificó su hijo a los ídolos, el 14 de junio
del 303 d.C.
Víctor era un
cristiano de buena familia en Marsella, en Francia; pasaba gran parte de la noche
visitando a los afligidos y confirmando a los débiles; esta piadosa obra no la
podía llevar a cabo durante el día de manera consonante con su propia
seguridad; gastó su fortuna en aliviar las angustias de los cristianos pobres.
Finalmente, empero, fue arrestado por edicto del emperador Maximiano, que le
ordenó ser atado y arrastrado por las calles. Durante el cumplimiento de esta orden
fue tratado con todo tipo de crueldades e indignidades por el enfurecido
populacho.
Siguiendo
inflexible, su valor fue considerado como obstinación. Se ordenó que fuera
puesto al potro, y él volvió sus ojos al cielo, orando a Dios que le diera
paciencia, tras lo cual sufrió las torturas con la más admirable entereza.
Cansados los verdugos de atormentarle, fue llevado a una mazmorra. En este
encierro convirtió a sus carceleros, llamados Alejandro, Feliciano y Longino.
Enterándose el
emperador de esto, ordenó que fueran ejecutados de inmediato, y los carceleros fueron
por ello decapitados. Víctor fue de nuevo puesto al potro, golpeado con varas
sin misericordia, y de nuevo echado en la cárcel. Al ser interrogado por
tercera vez acerca de su religión, perseveró en sus principios; trajeron
entonces un pequeño altar, y le ordenaron que de inmediato ofreciera incienso
sobre él. Enardecido de indignación ante tal petición, se adelantó valientemente,
y con una patada derribó el altar y el ídolo. Esto enfureció de tal manera a Maximiano,
que estaba presente, que ordenó que el pie que había golpeado el altar fuera de
inmediato amputado; luego Víctor fue echado a un molino, y destrozado por las
muelas, en el
303 d.C.
Estando en Tarso
Máximo, gobernador de Cilicia, hicieron comparecer ante él a tres cristianos;
sus nombres eran Taraco, un anciano, Probo y Andrónico. Después de repetidas torturas
y exhortaciones para que se retractaran, fueron finalmente llevados a su
ejecución.
Llevados al
anfiteatro, les soltaron varias fieras; pero ninguno de los animales, aunque hambriento,
los queda tocar. Entonces el guardador sacó un gran oso, que aquel mismo día
había destruido a tres hombres; pero tanto este voraz animal como una feroz
leona rehusaron tocar a los presos. Al ver imposible su designio de destruirlos
por medio de las fieras, Máximo ordenó su muerte por la espada, el 11 de
octubre del 303 d.C.
Romano, natural
de Palestina, era diácono de la iglesia de Cesarea en la época del comienzo de
la persecución de Diocleciano. Condenado por su fe en Antioquía, fue flagelado,
puesto en el potro, su cuerpo fue desgarrado con garfios, su carne cortada con
cuchillos, su rostro marcado, le hicieron saltar los dientes a golpes, y le
arrancaron el cabello desde las raíces. Poco después ordenaron que fuera
estrangulado. Era el 17 de noviembre del 303 d.C.
Susana, sobrina
de Cayo, obispo de Roma, fue apremiada por el emperador Diocleciano para que se
casara con un noble pagano, que era un pariente próximo del emperador.
Rehusando el honor que se le proponía, fue decapitada por orden del emperador.
Doroteo, el gran
chambelán de la casa de Diocleciano, era cristiano, y se esforzó mucho en ganar
convertidos. En sus labores religiosas fue ayudado por Gorgonio, otro
cristiano, que pertenecía al palacio. Fueron primero torturados y luego
estrangulados.
Pedro, un eunuco
que pertenecía al emperador, era un cristiano de una singular modestia y
humildad. Fue puesto sobre una parrilla y asado a fuego lento hasta que expiró.
Cipriano, conocido como el mago, para distinguirlo de Cipriano obispo de
Cartago, era natural de Antioquia- Recibió una educación académica en su
juventud, y se aplicó de manera particular a la astrología; después de ello,
viajó para ampliar conocimientos, yendo por Grecia, Egipto, la India, etc. Con
el paso del tiempo conoció a Justina, una joven dama de Antioquia, cuyo
nacimiento, belleza y cualidades suscitaban la admiración de todos los que la
conocían.
Un caballero
pagano pidió a Cipriano que le ayudara a conseguir el amor de la bella Justina;
emprendiendo él esta tarea, pronto fue sin embargo convertido, quemó sus libros
de astrología y magia, recibió el bautismo, y se sintió animado por el poderoso
espíritu de gracia. La conversión de Cipriano ejerció un gran efecto sobre el
caballero pagano que le pagaba sus gestiones con Justina, y pronto él mismo
abrazó el cristianismo. Durante las persecuciones de Diocleciano,
Cipriano y
Justina fueron apresados como cristianos; el primero fue desgarrado con
tenazas, y la segunda azotada; después de sufrir otros tormentos, fueron ambos
decapitados. Eulalia, una dama española de familia cristiana, era notable en su
juventud por su gentil temperamento, y por su solidez de entendimiento, pocas
veces hallado en los caprichos de los años juveniles. Apresada como cristiana,
el magistrado intentó de las maneras más suaves ganarla al paganismo, pero ella
ridiculizó las deidades paganas con tal aspereza que el juez, enfurecido por su
conducta, ordenó que fuera torturada. Así, sus costados fueron desgarrados con garfios,
y sus pechos quemados de la manera más espantosa, hasta que expiró debido a la violencia
de las llamas; esto ocurrió en diciembre del 303 d.C.
En el año 304,
cuando la persecución alcanzó a España, Daciano, gobernador de Tarragona,
ordenó que Valerio, el obispo, y Vicente, el diácono, fueran apresados,
cargados de cadenas y encarcelados. Al mantenerse firmes los presos en su
resolución, Valerio fue desterrado, y Vicente fue puesto al potro, dislocándose
sus miembros, desgarrándole la carne con garfios, y siendo puesto sobre la
parrilla, no sólo poniendo un fuego debajo de él, sino pinchos encima, que
atravesaban su carne. Al no destruirle estos tormentos, ni hacerle cambiar de
actitud, fue devuelto a la cárcel, confinado en una pequeña e inmunda mazmorra
oscura, sembrada de piedras de sílex aguzadas y de vidrios rotos, donde murió
el 22 de enero del 304. Su cuerpo fue echado al río.
La persecución
de Diocleciano comenzó a endurecerse de manera particular en el 304 d.C.,
cuando muchos cristianos fueron torturados de manera cruel y muertos con las
muertes más penosas e ignominiosas. De ellos enumeraremos a los más eminentes y
destacados.
Saturnino, un
sacerdote de Albitina, una ciudad de África, fue, después de su tortura, enviado
de nuevo a la cárcel, donde se le dejó morir de hambre. Sus cuatro hijos, tras
ser atormentados de varias maneras, compartieron la misma suerte con su padre.
Dativas, un
noble senador romano; Telico, un piadoso cristiano; Victoria, una joven dama de
una familia de alcurnia y fortuna, con algunos otros de clases sociales más
humildes, todos ellos discípulos de Saturnino, fueron torturados de manera
similar, y perecieron de la misma manera. Agrape, Quionia e Irene, tres
hermanas, fueron encarceladas en Tesalónica, cuando la persecución de
Diocleciano llegó a Grecia. Fueron quemadas, y recibieron en las llamas la corona
del martirio el 25 de marzo del 304.
El gobernador,
al ver que no podía causar impresión alguna sobre Irene, ordenó que fuera
expuesta desnuda por las calles, y cuando esta vergonzosa orden fue ejecutada,
se encendió un fuego cerca de la muralla de la ciudad, entre cuyas llamas subió
su espíritu más allá de la crueldad humana. Agato, hombre de piadosa mente, y
Cassice, Felipa y Eutiquia, fueron martirizados por el mismo tiempo; pero los
detalles no nos han sido transmitidos.
Marcelino,
obispo de Roma, que sucedió a Cayo en aquella sede, habiéndose opuesto intensamente
a que se dieran honras divinas a Diocleciano, sufrió el martirio, mediante una variedad
de torturas, en el año 304, consolando su alma, hasta expirar, con la
perspectiva de aquellos gloriosos galardones que recibiría por las torturas
experimentadas en el cuerpo.
Victorio,
Carpoforo, Severo y Sevehano eran hermanos, y los cuatro estaban empleados en cargos
de gran confianza y honor en la ciudad de Roma. Habiéndose manifestado contra
el culto a los ídolos, fueron arrestados y azotados con la plumbetx, o azotes
que en sus extremos llevaban bolas de plomo. Este castigo fue aplicado con tal
exceso de crueldad que los piadosos hermanos cayeron mártires bajo su dureza.
Timoteo, diácono
de Mauritania, y su mujer Maura, no habían estado unidos por más de tres
semanas por el vínculo del matrimonio cuando se vieron separados uno del otro
por la persecución. Timoteo, apresado por cristiano, fue llevado ante Arriano,
gobernador de Tebas, que sabiendo que guardaba las Sagradas Escrituras, le
mandó que se las entregara para quemarlas. A esto respondió: «Si tuviera hijos,
antes te los daría para que fueran sacrificados, que separarme de la Palabra de
Dios.» El gobernador, airado en gran manera ante esta contestación, ordenó que
le fueran sacados los ojos con hierros candentes, diciendo: «Al menos los
libros no te serán de utilidad, porque no verás para leerlos.» Su paciencia
ante esta acción fue tan grande que el gobernador se exasperó más y más; por
ello, a fin de quebrantar su fortaleza, ordenó que lo colgaran de los pies, con
un peso colgado del cuello, y una mordaza en la boca. En este estado, Maura le
apremió tiernamente a que se retractara, por causa de ella; pero él, cuando le
quitaron la mordaza de la boca, en lugar de acceder a los ruegos de su mujer,
la censuró intensamente por su desviado amor, y declaró su resolución de morir
por su fe. La consecuencia de esto fue que Maura decidió imitar su valor y
fidelidad, y o bien acompañarle, o bien seguirle a la gloria.
El gobernador,
tras intentar en vano que cambiara de actitud, ordenó que fuera torturada, lo
que tuvo lugar con gran severidad. Tras ello, Timoteo y Maura fueron
crucificados cerca el uno del otro el 304 d.C.
A Sabino, obispo
de Assisi, le fue cortada la mano por orden del gobernador de Toscana, por
rehusar sacrificar a Júpiter y por empujar el ídolo de delante de él. Estando
en la cárcel, convirtió al gobernador y a su familia, los cuales sufrieron
martirio por la fe. Poco después de la ejecución de ellos, el mismo Sabino fue
flagelado hasta morir, en diciembre del 304 d.C.
Cansado de la
farsa del estado y de los negocios públicos, el emperador Diocleciano abdicó la
diadema imperial, y fue sucedido por Constancio y Galerio; el primero era un
príncipe de una disposición sumamente gentil y humana, y el segundo igualmente
destacable por su crueldad y tiranía. Estos se dividieron el imperio en dos
gobiernos iguales, minando Galerio en oliente y Constancio en occidente; y los
pueblos bajo ambos gobiernos sintieron los efectos de las disposiciones de los
dos emperadores, porque los de occidente eran gobernados de la manera más
gentil, mientras que los que residían en oriente sentían todas las miserias de
la opresión y de torturas dilatadas.
Entre los muchos
martirizados por orden de Galerio, enumeraremos los más eminentes.
Anfiano era un
caballero eminente en Lucia, y estudiante de Eusebio; Julita, una mujer
licaonia de linaje regio, pero más célebre por sus virtudes que por su sangre
noble. Mientras estaba en el potro, dieron muerte a su hijo delante de ella.
Julita, de Capadocia, era una dama de distinguida capacidad, gran virtud e
insólito valor. Para completar su ejecución, le derramaron brea hirviendo sobre
los pies, desgarraron sus costados con garfios, y recibió la culminación de su martirio
siendo decapitada el 16 de abril del 305 d.C.
Hermolaos, un
cristiano piadoso y venerable, muy anciano, y gran amigo de Pantaleón, sufrió
el martirio por la fe en el mismo día y de la misma manera que Pantaleón.
Eustratio,
secretario del gobernador de Armina, fue echado en un horno de fuego por exhortar
a algunos cristianos que habían sido apresados a que perseveraran en su fe.
Nicander y
Marciano, dos destacados oficiales militares romanos, fueron encarcelados por
su fe. Como eran ambos hombres de gran valía en su profesión, se emplearon
todos los medios imaginables para persuadirles a renunciar al cristianismo;
pero, al encontrarse estos medios ineficaces, fueron decapitados.
En el reino de
Nápoles tuvieron lugar varios martirios, en particular Januaries, obispo de Beneventum;
Sosio, diácono de Misene; Próculo, que también era diácono; Eutico y Acutio, hombres
del Pueblo; Festo, diácono, y Desiderio, lector, todos ellos fueron, por ser
cristianos condenados por el gobernador de Campania a ser devorados por las
fieras. Pero las salvajesfieras no querían tocarlos, por lo que fueron
decapitados.
Quirinio, obispo
de Siscia, llevado ante el gobernador Matenio, recibió la orden de sacrificar a
las deidades paganas, en conformidad a las órdenes de varios emperadores
romanos.
El gobernador,
al ver su decisión contraria, lo envió a la cárcel, cargado de cadenas,
diciéndose que las durezas de una mazmorra, algunos tormentos ocasionales y el
peso de las cadenas podrían quebrantar su resolución. Pero decidido en sus
principios, fue enviado a Amancio, el principal gobernador de Panonia, hoy día
Hungría, que lo cargó de cadenas, y lo arrastró por las principales ciudades
del Danubio, exponiéndolo a la mofa popular doquiera que iba. Llegando finalmente
a Sabaria, y viendo que Quirino no iba a renunciar a su fe, ordenó arrojarlo al
río, con una piedra atada al cuello. Al ejecutarse esta sentencia, Quirino
flotó durante cierto tiempo, exhortando al pueblo en los términos más piadosos,
y concluyendo sus amonestaciones con esta oración: «No es nada nuevo para ti,
oh todopoderoso Jesús, detener los cursos de los ríos, ni hacer que alguien
camine sobre el agua, como hiciste con tu siervo Pedro; el pueblo ya ha visto la
prueba de tu poder en mí, concédeme ahora que dé mi vida por tu causa, oh mi
Dios». Al pronunciar estas últimas palabras se hundió de inmediato, y murió, el
4 de junio del 308 d.C. Su cuerpo fue después rescatado y sepultado por algunos
piadosos cristianos.
Pánfilo, natural
de Fenicia, de una familia de alcurnia, fue un hombre de tan grande erudición
que fue llamado un segundo Orígenes. Fue recibido en el cuerpo del clero en
Cesarea, donde estableció una biblioteca pública y dedicó su tiempo a la
práctica de toda virtud cristiana.
Copió la mayor
parte de las obras de Orígenes de su propio puño y letra, y, ayudado por
Eusebio, dio una copia correcta del Antiguo Testamento, que había sufrido mucho
por la ignorancia o negligencia de los anteriores transcriptores. En el año 307
fue prendido y sufrió tortura y martirio.
Marcelo, obispo
de Roma, al ser desterrado por su fe, cayó mártir de las desgracias que sufrió
en el exilio, el 16 de enero del 310 d.C.
Pedro, el
decimosexto obispo de Alejandría, fue martirizado el 25 de noviembre del 311
d.C. por orden de Máximo César, que minaba en el este.
Inés, una
doncella de sólo trece años, fue decapitada por ser cristiana; también lo fue Serena,
la esposa emperatriz de Diocleciano.
Valentín, su
sacerdote, sufrió la misma suelte en Roma; y Erasmo, obispo, fue martirizado en
Campania.
Poco después de
esto, la persecución aminoró en las zonas centrales del imperio, así como en
occidente; y la Providencia comenzó finalmente a manifestar la venganza contra
los perseguidores. Maximiano intentó corromper a su hija Fausta para que diera
muerte a su marido
Constantino;
ella lo reveló a su marido, y Constantino le obligó a escoger su propia muerte,
con lo que se decidió por la ignominiosa de ser colgado después de haber sido
emperador casi veinte años.
Constantino era
el buen y virtuoso hijo de un padre bueno y virtuoso, y nació en Gran Bretaña.
Su madre se llamaba Elena, hija del Rey Coilo. Era un príncipe de lo más
generoso y gentil, teniendo el deseo de cuidar la educación y las bellas artes,
y a menudo él mismo leía, escribía y estudiaba. Tuvo un maravilloso éxito y
prosperidad en todo lo que emprendió, lo que se supuso que provenía de esto (lo
que así fue ciertamente): que era un tan gran favorecedor de la fe cristiana.
Fe que cuando abrazó, lo hizo con la más devota y religiosa reverencia.
Así Constantino,
suficientemente dotado de fuerzas humanas, pero especialmente dotado por Dios,
emprendió camino a Italia durante el último año de la persecución, el 313 d.C.
Majencio, al
saber la Regada de Constantino, y confiando más en su diabólico arte mágico que
en la buena voluntad de sus súbditos, que bien poco merecía, no osó mostrarse
fuera de la ciudad ni enfrentarse con él en campo abierto, sino que con
guarniciones ocultas se emboscó a la espera por diversos lugares angostos por
los que debería pasar, con las que Constantino se batió en diversas
escaramuzas, venciéndolas y poniéndolas en fuga por el poder del Señor.
Sin embargo,
Constantino no estaba todavía en opaz, sino con grandes ansiedades y temor en
su mente (acercándose ahora a Roma) debido a los encantamientos y hechicerías
de Majencio, con las que había vencido contra Severo, a quien Galerio había
enviado contra él. Por ello, estando en grandes dudas y perplejidad en sí
mismo, y dándole vueltas a muchas cosas en su mente, acerca de qué ayuda podría
tener contra las operaciones de su magia, Constantino, acercándose en su viaje
hacia la ciudad, y levantando muchas veces los ojos al cielo, vio en el sur,
cuando el sol se estaba poniendo, un gran resplandor en el cielo, que aparecía
en la similitud de una cruz, dando esta inscripción: In hoc vince, esto es:
«Vence por medio de esto.»
Eusebio Pánfilo
da testimonio de que él oyó al mismo Constantino repetir varias veces, y también
jurar que era cosa verdadera y cierta, lo que había visto con sus propios ojos
en el cielo, y también sus soldados a su alrededor.
Al ver aquello quedó grandemente atónito, y,
consultando con sus hombres acerca del significado de aquello, entonces se le
apareció Cristo durante su sueño, aquella noche, con la señal de la misma cruz
que había visto antes, invitándole a que la tomara como signo, y a que la
llevara en sus guerras delante de él, y que así tendría la victoria.
Constantino
estableció de tal manera la paz de la Iglesia que por el espacio de mil años no
leemos de ninguna persecución contra los cristianos, hasta el tiempo de Juan
Wickliffe.
¡Tan feliz, tan
gloriosa, fue la victoria de Constantino, de sobrenombre el Grande! Por el gozo
y la alegría de la cual, los ciudadanos que habían antes enviado a buscarlo lo
llevaron en gran triunfo en la ciudad de Roma, donde fue recibido con grandes
honores, y celebrado por siete días seguidos; además, hizo levantar en el
mercado su imagen, sosteniendo en su diestra la señal de la cruz, con esta
inscripción: «Con esta señal de salud, el verdadero signo de fortaleza, he rescatado
y liberado vuestra ciudad del yugo del tirano.»
Terminaremos
nuestro relato de la décima y última persecución general con la muerte de San
Jorge, el santo titular y patrón de Inglaterra. San Jorge nació en Capadocia,
de padres cristianos, y, dando prueba de su valor, fue ascendido en el ejército
del emperador Diocleciano.
Durante la
persecución, San Jorge abandonó su comisión, fue valientemente al senado, y manifestó
abiertamente su condición de cristiano, aprovechando la ocasión para protestar
contra el paganismo, y para señalar el absurdo de dar culto a ídolos. Esta
libertad provocó de tal manera al senado que dieron la orden de torturar a
Jorge, y fue, por orden del emperador, arrastrado por las calles y decapitado
al día siguiente.
La leyenda del
dragón, asociada con este martirio, es usualmente ilustrada representando a San
Jorge sentado sobre un caballo lanzado a la carga y traspasando al monstruo con
su lanza.
Este dragón
ardiente simboliza al diablo, que fue vencido por la firme fe de San Jorge en
Cristo, que permaneció inmutable a pesar del tormento y de la muerte.