La
octava persecución, bajo Valeriano, 257 d.C.
Ésta comenzó
bajo Valeriano, en el mes de abril del 257 d.C., y continuó durante tres años y
seis meses. Los mártires que cayeron en esta persecución fueron innumerables, y
sus torturas y muertes igual de variadas y penosas. Los más eminentes entre los
mártires fueron los siguientes, aunque no se respetaron ni rango, ni sexo ni
edad. Rufina y Secunda eran dos hermosas y cumplidas damas, hijas de Asterio,
un caballero eminente en Roma. Rufina, la mayor, estaba prometida en matrimonio
a Armentario, un joven noble; Secunda, la menor, a Verino, persona de alcurnia
y opulencia. Los pretendientes, al comenzar la persecución, eran ambos
cristianos; pero cuando surgió el peligro, renunciaron a su fe para salvar sus
fortunas. Se esforzaron entonces mucho en persuadir a las damas a que hicieran
lo mismo, pero, frustrados en sus Propósitos, fueron tan abyectos como para
informar en contra de ellas, que, arrestadas como cristianas, fueron hechas
comparecer ante Junio Donato, gobernador de Roma, donde, en el 257 d.C.,
sellaron su martirio con su sangre.
Esteban, obispo
de Roma, fue decapitado aquel mismo año, y por aquel tiempo Saturnino, el
piadoso obispo ortodoxo de Toulouse, que rehusó sacrificar a los ídolos, fue
tratado con todas las más bárbaras indignidades imaginables, y atado por los
pies a la cola de un toro. Al darse una señal, el enfurecido animal fue
conducido escaleras abajo por las escalinatas del templo, con lo que el fue
destrozado el cráneo del digno mártir hasta salírsele los sesos. Sixto sucedió
a Esteban como obispo de Roma.
Se supone que
era griego de nacimiento u origen, y había servido durante un tiempo como
diácono bajo Esteban. Su gran fidelidad, singular sabiduría y valor no común lo
distinguieron en muchas ocasiones; y la feliz conclusión de una controversia
con algunos herejes es generalmente adscrita a su piedad y prudencia. En el año
258, Marciano, que dirigía los asuntos del gobierno en Roma, consiguió una
orden del emperador Valeriano para dar muerte a todo el clero cristiano de
Roma, y por ello el obispo, con seis de sus diáconos, sufrió el martirio en el
258.
Acerquémonos al
fuego del martirizado Lorenzo, para que nuestros fríos corazones sean por él
hechos arder. El implacable tirano, sabiendo que no sólo era ministro de los
sacramentos, sino también distribuidor de las riquezas de la Iglesia, se
prometía una doble presa con el arresto de una sola persona. Primero, con el
rastrillo de la avaricia, conseguir para sí mismo el tesoro de cristianos
pobres; luego, con el feroz bieldo de la tiranía, para agitarlos y
perturbarlos, agotarlos en su profesión. Con un rostro feroz y cruel semblante,
el codicioso lobo exigió saber dónde Lorenzo había repartido las riquezas de la
Iglesia; éste, pidiendo tres días de tiempo, prometió declarar dónde podría
conseguir el tesoro. Mientras tanto, hizo congregar una gran cantidad de cristianos
pobres. Así, cuando llegó el día en que debía dar su respuesta, el perseguidor
le ordenó que se mantuviera fiel a su promesa. Entonces, el valiente Lorenzo,
extendiendo sus brazos hacia los pobres, dijo: «Estos son el precioso tesoro de
la Iglesia; estos son verdaderamente el tesoro, aquellos en los que reina la fe
de Cristo, en los que Jesucristo tiene su morada. ¿Qué joyas más preciosas
puede tener Cristo, que aquellos en quienes ha prometido morar? Porque así está
escrito: «Tuve hambre, y me disteis de comer, tuve sed, y me disteis de beber,
fui forastero, y me recogisteis.» Y también: «Por cuanto lo hicisteis a uno de
estos más pequeños de mis hermanos, a mí me lo hicisteis.» ¿Qué mayores
riquezas puede poseer Cristo nuestro Maestro que el pueblo pobre en quien
quiere ser visto?»
¡Ah!, ¿qué
lengua puede expresar el furor y la rabia del corazón del tirano! Ahora pateaba,
echaba furiosas miradas, gesticulaba amenazante, se comportaba como enajenado:
sus ojos echaban fuego, la boca espumajeaba como la de un jabalí, y mostraba
los dientes como un infernal mastín. No se le podía llamar ahora un hombre
racional, sino más bien un león rugientey rampante.
«Encended el
fuego (chilló él)-y no ahorréis leña. ¿Ha engañado este villano al emperador?
Fuera con él, fuera con él: azotadle con látigos, sacudidlo con varas,
golpeadle con los puños, descerebradlo con garrotes. ¿Se burla este traidor del
emperador? Pellizcadlo con tenazas ardientes, ceñidlo con placas candentes,
sacad las cadenas más fuertes, y los tridentes, y la parrilla de hierro; al
fuego con él; atad al rebelde de manos y pies; y cuando la parrilla esté al rojo
vivo, echadlo en ella; asadlo, movedlo, agitadlo: bajo pena de nuestro mayor
desagrado, que cada uno de vosotros, verdugos, cumpla su misión»
Tan pronto
fueron dichas estas palabras que se cumplieron. Después de crueles tormentos,
este manso cordero fue puesto, no diré que sobre su cama candente de hierro,
sino sobre su suave colchón de plumas. De tal manera Dios obró con este mártir
Lorenzo, de manera tan milagrosa Dios templó Su elemento fuego, que devino no
una cama de dolor consumidor, sino un lecho de reposo reparador.
En África, la
persecución rugió con una violencia peculiar; muchos miles recibieron la corona
del martirio, entre los cuales se pueden mencionar las personalidades más distinguidas:
Cipriano, obispo
de Cartago, un eminente prelado y adorno de la Iglesia. El resplandor de su
genio iba templado por la solidez de su juicio; y con todas las virtudes del
caballero combinaba las virtudes de un cristiano. Sus doctrinas eran ortodoxas
y puras; su lenguaje, fácil y elegante; y sus maneras gentiles y atrayentes; en
resumen, era a la vez un predicador piadoso y cortés. En su juventud había sido
educado en los principios de los gentiles, y poseyendo una fortuna
considerable, había vivido en toda la extravagancia del esplendor y en toda la
dignidad del boato.
Alrededor del
año 246, Cecilio, ministro cristiano de Cartago, devino el feliz instrumento de
su conversión, por lo cual, y por el gran afecto que siempre sintió para con el
autor de su conversión, fue llamado Cecilio Cipriano. Antes de su bautismo estudió
cuidadosamente las Escrituras, e impactado por las bellezas de las verdades que
contenían, decidió practicar las virtudes que en ellas se recomendaban. Después
de su bautismo, vendió sus posesiones, distribuyó su dinero entre los pobres,
se vistió -de manera llana, y comenzó una vida de austeridad. Pronto fue
nombrado presbítero, y, sumamente admirado por sus virtudes y obras,fue, a la
muerte de Donato en el 248 d.C., elegido casi unánimemente obispo de Cartago.
Los cuidados de
Cipriano no se extendían sólo a Cartago, sino a Numidia y Mauritanía.
En todas sus
transacciones tuvo siempre gran atención a pedir el consejo de su clero,
sabiendo que sólo la unanimidad podría ser de servicio a la iglesia, siendo
ésta su máxima: «Que el obispo estaba en la iglesia, y la iglesia en el obispo,
de manera que la unidad sólo puede ser preservada mediante un estrecho vínculo
entre el pastor y su grey.»
En el 250 d.C.
Cipriano fue públicamente proscrito por el emperador Decio, bajo elnombre de
Cecilio Cipriano, obispo de los cristianos; y el clamor universal de los
paganos fue:
«Cipriano a los
leones; Cipriano a las fieras.» Sin embargo, el obispo se apartó del furor del populacho,
y sus posesiones fueron de inmediato confiscadas. Durante su retiro, escribió
treinta piadosas y elegantes epístolas a su grey; pero varios cismas que
tuvieron entonces lugar en la Iglesia le provocaron gran ansiedad. Al disminuir
el rigor de la persecución, volvió a Cartago, e hizo todo lo que estaba en su
mano para deshacer las opiniones erróneas. Al desatarse sobre Cartago una
terrible peste, fue, como era costumbre, achacada a los cristianos; y los
magistrados comenzaron entonces una persecución, lo que ocasionó una epístola
de ellos a Cipriano, e respuesta a la cual él vindicó la causa del
cristianismo. En el 257 d.C. Cipriano fue hecho comparecer ante el procónsul
Aspasio Patumo, que lo desterró a una pequeña ciudad en el mar de Libia. Al
morir este procónsul, volvió a Cartago, pero fue pronto arrestado, y llevado
ante el nuevo gobernador, que lo condenó a ser decapitado; esta sentencia fue
ejecutada el catorce de septiembre del 258 d.C.
Los discípulos
de Cipriano, martirizado en esta persecución, fueron Lucio, Flaviano, Victórico,
Remo, Montano, Julián, Primelo y Donaciano.
En Utica tuvo
lugar una tragedia terrible: trescientos cristianos fueron traídos, por orden del
gobernador, y puestos alrededor de un horno de cocción de cerámica. Habiendo
preparado unas ascuas e incienso, se les ordenó que o bien sacrificaran a
Júpiter, o serían arrojados al horno. Rehusando todos unánimes, saltaron
valientemente al hoyo, y fueron de inmediato asfixiados.
Fructuoso,
obispo de Tarragona, en España, y sus dos diáconos, Augurio y Eulogio, fueron
quemados por cristianos.
Alejandro, Malco
y Prisco, tres cristianos de Palestina, y una mujer del mismo lugar, se acusaron
voluntariamente de ser cristianos, por lo que fueron sentenciados a ser
devorados por tigres, sentencia que fue ejecutada.
Máxima, Donatila
y Secunda, tres doncellas de Tuburga, recibieron como bebida hiel y vinagre,
fueron duramente flageladas, atormentadas sobre un patíbulo, frotadas con cal,
asadas sobre unas parrillas, maltratadas por fieras, y finalmente decapitadas.
Es aquí oportuno
observar la singular pero mísera suerte del emperador Valeriano, que durante
tanto tiempo y tan duramente persiguió a los cristianos. Este tirano fue hecho
prisionero,mediante una estratagema, por Sapor, emperador de Persia, que lo
llevó a su propio país, tratándolo allí con la más inusitada indignidad,
haciéndole arrodillarse como el más humilde esclavo, y poniendo sobre él los
pies a modo de banqueta cuando montaba en su caballo.
Después de
haberlo tenido durante siete años en este abyecto estado de esclavitud, hizo
que le sacaran los ojos, aunque tenía entonces ochenta y tres años. No saciando
con ello sus deseos de venganza, pronto ordenó que lo despellejaran vivo y que
le frotaran sal en la carne viva, muriendo bajo tales torturas. Así cayó uno de
los más tiránicos emperadores de Roma, y uno de los más grandes perseguidores
de los cristianos.
En el 260 d.C.
sucedió Gallieno, hijo de Valeriano, y durante su reinado (aparte de unos pocos
mártires) la Iglesia gozó de paz durante algunos años.