Juan 11; 17-27
Vino, pues, Jesús, y halló que hacía ya
cuatro días que Lázaro estaba en el sepulcro.
Betania estaba cerca de Jerusalén, como a
quince estadios;
y muchos de los judíos habían venido a Marta
y a María, para consolarlas por su hermano.
Entonces Marta, cuando oyó que Jesús venía,
salió a encontrarle; pero María se quedó en casa.
Y Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieses
estado aquí, mi hermano no habría muerto.
Mas también sé ahora que todo lo que pidas a
Dios, Dios te lo dará.
Jesús le dijo: Tu hermano resucitará.
Marta le dijo: Yo sé que resucitará en la
resurrección, en el día postrero.
Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la
vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
Y todo aquel que vive y cree en mí, no
morirá eternamente. ¿Crees esto?
Le dijo: Sí, Señor; yo he creído que tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo.
Para
visualizar esta escena tenemos que ver primero cómo era un duelo judío. Por lo
general en Palestina, debido al clima, se enterraban los muertos lo antes
posible. Hubo un tiempo cuando un entierro era sumamente caro: se usaban para
ungir el cuerpo los mejores perfumes y especias; el cadáver se vestía con ropas
de lujo, y se le enterraba con toda clase de objetos de valor. A mediados del
siglo I, todo esto se había convertido en un gasto insoportable. Naturalmente,
en esos casos nadie quería ser menos que los vecinos; y eso hacía que los
envoltorios y ropas y tesoros que se dejaban en la tumba costaran cada vez más.
El asunto llegó a convertirse en una carga que nadie quería alterar, hasta que
el famoso rabino Gamaliel le dejó dispuesto que le enterraran envuelto en un sudario
de la tela más, sencilla, y así contribuyó a poner fin al despilfarro de los
funerales. Hasta hoy en día se bebe una copa en los entierros judios a la
memoria de rabí Gamaliel II, que rescató a los judíos
aquellas
ostentaciones funerarias. Desde su tiempo, el cadáver se envolvía en una
mortaja de hilo, que a veces recibía el bonito nombre de «traje de viaje».
Todos
los que podían asistían al funeral. Los más posibles se suponía que, por
cortesía o por respeto, se sumaban a la comitiva hasta el cementerio. Una
curiosa costumbre era que las mujeres iban delante; se decía que, como había
sido una mujer la que con su primer pecado había traído la muerte al mundo,
debían ser ellas las que dirigieran el cortejo fúnebre hasta la tumba. Al pie
de la tumba se hacían a veces discursos en memoria de la persona difunta. Se
esperaba de todos que expresaran su profunda condolencia y, al retirarse de la
tumba, se formaban dos filas largas por entre las que pasaban los familiares
más próximos. Pero había esta norma tan prudente: no había que fastidiar a los
que estaban de duelo con conversaciones vanas e intempestivas. Se los dejaba en
paz, en su trance, con su dolor.
En
la casa de duelo se observaban ciertas costumbres. Mientras estaba el cadáver
allí, estaba prohibido comer carne o beber vino, ponerse las filacterias o
dedicarse a ninguna clase de estudio. No se preparaba comida en la casa; y no
se podía comer nada en presencia del cadáver. Tan pronto como este se sacaba,
se ponían al revés todos los muebles, y los que estaban de duelo se sentaban en
el suelo o en taburetes.
Al
volver de la tumba se servía una comida que habían preparado los amigos de la
familia. Consistía en pan, lentejas y huevos duros, que, por su forma,
simbolizaban la vida que va rodando hacia la muerte.
El
duelo duraba siete días, de los que los tres primeros se pasaban llorando.
Durante los siete días estaba prohibido ungirse, ponerse zapatos, dedicarse a
ninguna clase de estudio o de negocios y ni siquiera lavarse. A la semana de
duelo seguían treinta días de luto riguroso.
Así
es que, cuando Jesús se sumó a los que había en la casa de Betania, encontró lo
que se esperaría en una casa en duelo. Era un deber sagrado ir a expresar
condolencia a los familiares y amigos del difunto. El Talmud dice que el que
visite a los enfermos librará su alma de la gehena; y Maimónides, el gran
polígrafo Judeoespañol de la Edad Media, declaró que visitar a los enfermos es
la más importante de todas las buenas obras. Las visitas de simpatía a los
enfermos y a los que estaban de duelo eran una parte esencial de la religión
judía. Cierto rabino, explicando el texto de Deu_13:4: "En pos del Señor
vuestro Dios andaréis,» dijo que ese texto nos manda imitar las cosas que la
Escritura dice que Dios hace. Dios vistió a los desnudos (Gen_3:21 ); visitó a
los enfermos (Gen_18:1 ); consoló a los que estaban de duelo (Gen_25:11 ); y
enterró a los muertos (Deu_34:6 ). En todas estas acciones debemos imitar a
Dios.
El
respeto a los muertos y la condolencia con los que están de duelo eran algo
esencial para los judíos. Al marcharse de la tumba, se volvían y decían: «¡Ve
en paz!»; y nunca mencionaban el nombre del difunto sin decir: «Que en paz
descanse.» Hay algo muy conmovedor en la manera que tenían los judíos de
mostrar condolencia con los afligidos. Fue a una casa llena de gente así a la
que llegó Jesús aquel día.
En
esta historia, también, Marta es todo un personaje. Cuando Lucas nos habla de
Marta y María (Luc_10:38-42 ), nos presenta a Marta como la mujer de acción, y
a María como la que más bien se sentaba tranquila. Así aparecen aquí. Tan
pronto como les anunciaron que Jesús venía de camino, Marta salió a Su
encuentro, porque no podía estarse quieta; pero María se quedó esperándole.
Cuando
Marta llegó adonde estaba Jesús, el corazón se le salía por los labios. Aquí
tenemos una de las expresiones más humanas de toda la Biblia; porque Marta
habló, en parte con un reproche que no se podía guardar para sí, y en parte con
una fe que nada podía hacer vacilar. "¡Señor -Le dijo-, si hubieras estado
aquí no se habría muerto mi hermano!» En sus mismas palabras podemos leer su
pensamiento. Marta habría querido decir: «Cuando recibiste nuestro recado, ¿por
qué no viniste en seguida? Lo has dejado para demasiado tarde.» Pero tan pronto
como se le escaparon esas primeras palabras, las siguieron otras que eran las
de la fe, una fe que desafiaba los Hechos y la experiencia. «Aun a pesar de
todo -dijo movida por una esperanza desesperada-, aun a pesar de todo, yo sé
que Dios Te dará lo que Le pidas.» "Tu hermano resucitará» -le dijo Jesús.
"Sí, ya lo sé -le contestó Marta- que resucitará en la resurrección
general el Día del Juicio.»
Ahora
bien: ésa era una cosa extraordinaria. Una de las cosas que más nos extrañan de
la Escritura es el hecho de que los santos del Antiguo Testamento no tenían
prácticamente ninguna fe en una vida real después de la muerte. En los primeros
tiempos, los Hebreos creían que el alma de una persona, buena o mala, iba al
Seol, que a veces se traduce erróneamente por infierno; pero no era un lugar de
tortura, sino la tierra de las sombras. Todos iban a parar allí, donde llevaban
una especie de vida vaga, sombría, sin fuerza ni alegría. Esta es la creencia
que se refleja en la mayor parte del Antiguo Testamento. «Porque en la muerte
no hay memoria de Ti; en el Seol, ¿quién Te alabará?» (Sal_6:5 ). "¿Qué
provecho hay en mi muerte cuando descienda a la sepultura? ¿Te alabará el
polvo? ¿Anunciará Tu fidelidad?» (Sal_30:9 ). El salmista habla de «los
asesinados que yacen en la tumba, como aquellos de los que ya ni Te acuerdas
más, porque Te los arrebataron de las manos» (Sal_88:5 ). "¿Será contada
en el sepulcro Tu misericordia -pregunta-, o Tu fidelidad en el Abadón? ¿Serán
reconocidas en las tinieblas Tus maravillas, y Tu justicia en la tierra del
olvido?» (Sal_88:10-12 ). "No alabarán los muertos al Señor, ni cuantos
descienden al silencio» (Sal_115:17 ). El Predicador dice lúgubremente: «Todo
lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el
Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría» (Ecl_9:10
). La creencia pesimista de Ezequías es que "El Seol no Te exaltará, ni Te
alabará la muerte; ni los que descienden al sepulcro esperarán en Tu fidelidad»
(Isa_38:18 ). Después de la muerte estaba la tierra del silencio y del olvido,
donde la sombras de los que vivieron están separadas tanto de la humanidad como
de Dios. Como escribió J. E. McFadyen: «Hay pocas cosas más maravillosas que está
en la larga historia de la religión: que a lo largo de los siglos ha habido
personas que han vivido vidas nobles, cumpliendo con sus obligaciones y
soportando sus aflicciones, sin esperar ninguna recompensa futura.»
Muy
de tarde en tarde en el Antiguo Testamento, alguien dio un arriesgado salto de
fe. El salmista clama: "Mi cuerpo también mora seguro. Porque Tú no me
entregas al Seol, ni dejas a tu piadoso ver el hoyo. Tú sí me muestras el
sendero de la vida; en Tu presencia hay plenitud de gozo, a Tu diestra hay
placeres para siempre» (Sal_16:9-11 ). «Yo estoy constantemente contigo; Tú me
sostienes firmemente la mano derecha. Tú me guías con Tu consejo, y después me
recibirán en la gloria» (Sal_73:23-24 ). El salmista estaba convencido de que
ni siquiera la muerte podía deshacer una relación real con Dios. Pero en esa
etapa era un desesperado salto de fe más que una convicción firme.
Finalmente,
en el Antiguo Testamento encontramos en Job el Everest que pocos consiguieron
escalar. En medio de todos sus desastres, Job exclama:
Y,
como fiador, yo veré... ¡a Dios!; a Quien mis ojos verán, y no los de un
extraño.
(Job_14:7-12).
Aquí
está la auténtica semilla de la fe en la inmortalidad. La historia de los
judíos está llena de desastres, cautiverios, esclavitud y derrota. Sin embargo,
el pueblo judío tenía la convicción inconmovible de ser el pueblo escogido de
Dios. Esta Tierra no lo había presenciado nunca, ni lo presenciaría;
inevitablemente, por tanto, invocaban al nuevo mundo para deshacer los
entuertos del viejo. Llegaron a ver que, si se había de realizar plenamente el
propósito de Dios, y de cumplir Su justicia, si Su amor habría de satisfacerse
alguna vez, se necesitaban otro mundo y otra vida. Como dice Galloway, al que
cita McFadyen: «Los enigmas de la vida se volverían un poco menos abrumadores
si pudiéramos descansar en la convicción de que este no es el último acto del
drama humano.» Fue precisamente ese sentimiento el que condujo a los Hebreos a
la convicción de que había otra vida por venir.
Es
verdad que, en los días de Jesús, los saduceos todavía se negaban a creer en
ninguna vida después de la muerte. Pero los fariseos y la gran mayoría de los
judíos sí creían. Decían que, en el momento de la muerte, los dos mundos, el
del tiempo y el de la eternidad, se encontraban y se besaban. Decían que los
que morían veían a Dios, y se negaban a llamarlos los muertos; los llamaban los
vivos. Cuando Marta contestó a la pregunta de Jesús, dio testimonio de la cima
más elevada de la fe que había escalado su nación.
Cuando
Marta declaró su fe ortodoxa judía sobre la vida por venir, Jesús dijo de
pronto algo que le daba a esa fe una nueva realidad y un nuevo significado. «Yo
soy la Resurrección y la Vida -le dijo Jesús-. El que crea en Mí, vivirá aunque
haya muerto; y todos los que estén vivos y crean en Mí, no morirán nunca.» ¿Qué
quería decir exactamente? El pensamiento de toda una vida no bastaría para
revelar todo su contenido; pero debemos intentar captar todo lo que podamos.
Una
cosa está clara, y es que Jesús no estaba pensando en términos de la vida
física; porque, hablando humanamente, no es verdad que los que creen en Jesús
no se mueren nunca. Los cristianos experimentan la muerte física tanto como los
que no lo son. Debemos buscar un significado más que físico.
(i)
Jesús estaba pensando en la muerte del pecado. Estaba diciendo: «Aunque una
persona esté muerta en el pecado; aunque, por sus pecados, haya perdido todo lo
que hace que la vida merezca llamarse vida, Yo puedo hacer que vuelva a estar
viva otra vez.» Es un hecho que eso es totalmente cierto.
A. M. Chirgwin cita el ejemplo de Tokichi
Ishii, que tenía un expediente criminal casi sin paralelo. Había matado a
hombres, mujeres y niños con una crueldad bestial. Eliminaba sin piedad a todos
los que se interpusieran en su camino. Por fin, se encontraba en la cárcel
esperando la ejecución. Allí le visitaron dos señoras canadienses que trataron
de hablarle a través de las rejas, pero él se limitaba a mirarlas con el ceño
de una fiera enjaulada. Por último tuvieron que abandonar; pero le dejaron una biblia.
Él empezó a leerla; y, una vez que empezó, ya no pudo parar. Siguió leyendo
hasta que llegó al relato de la Crucifixión, y a las palabras de Jesús: "
¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!»; y esa oración del Señor le
quebrantó el empedernido corazón. «Me detuve -contó después- con el corazón
atravesado peor que si hubiera sido con un clavo de cinco pulgadas. ¿Diré que
fue por el amor de Cristo? ¿O por Su compasión? No sé cómo llamarlo; lo único
que sé es que creí, y que desapareció la dureza de mi corazón.» Más tarde,
cuando el condenado fue al patíbulo, ya no era el endurecido hosco animal que
había sido antes, sino un hombre radiante y sonriente. El asesino había nacido
de nuevo; Cristo le había dado una nueva vida.
No
es imprescindible que suceda de una manera tan dramática. Una persona puede
volverse tan egoísta que esté muerta para las necesidades de los demás. Uno
puede llegar a ser tan insensible que esté muerto para los sentimientos de
otros. Se puede llegar a estar tan involucrado en la falta de honradez y de
dignidad que se está muerto para el honor. Hay quienes se sumen de tal manera
en la inercia que están espiritualmente muertos. Pero Jesucristo puede
resucitarlos. El testimonio de la Historia es que ha resucitado a millones y millones
de personas así, y Su toque no ha perdido su antiguo poder.
(ii)
Jesús estaba pensando también en la vida venidera. Él trajo la certeza de que
la muerte no es el final. Las últimas palabras de Eduardo III el Confesor
fueron: "No lloréis. Yo no me voy a morir. Al dejar la tierra de los que
mueren, confío en ver las bendiciones del Señor en la tierra de los que viven.»
Llamamos a este mundo da tierra de los vivientes; pero sería más correcto
llamarlo la tierra de los murientes. Por Jesucristo sabemos que vamos de
camino, no hacia el ocaso, sino hacia el amanecer; sabemos que la muerte es una
puerta en el firmamento, como ha dicho Mary Webb. En el sentido más auténtico,
no vamos de camino hacia la muerte, sino hacia la vida.
¿Cómo
sucede esto? Sucede cuando creemos en Jesucristo. ¿Y qué quiere decir eso?
Creer en Jesús quiere decir aceptar todo lo que ha dicho Jesús como la verdad
absoluta; y jugarnos la vida con entera confianza en que es así. Cuando hacemos
eso, entramos en dos nuevas relaciones.
(a)
Entramos en una nueva relación con Dios. Cuando creemos que Dios es como nos ha
dicho Jesús, llegamos a estar absolutamente seguros de Su amor, y de que es,
por encima de todo, un Dios redentor. El miedo a la muerte se desvanece, porque
morir es ir con el gran Amador de las almas humanas.
(b)
Entramos en una nueva relación con la vida. Cuando aceptamos el camino de
Jesús; cuando tomamos Sus mandamientos como nuestra ley, y cuando nos damos
cuenta de que Él está siempre dispuesto a ayudarnos a vivir como Él nos manda,
la vida se convierte en algo totalmente nuevo. Está revestida de un nuevo
encanto, una nueva delicia, una nueva fuerza. Y cuando hacemos nuestro el
camino de Jesús, la vida se convierte en una cosa tan preciosa que no podemos
concebir que se acabe quedando incompleta.
Cuando
creemos en Jesús, cuando aceptamos lo que Él nos dice acerca de Dios y acerca
de la vida y nos jugamos el todo por el todo a que es verdad, resucitamos de
veras, porque somos liberados del miedo que caracteriza a la vida sin Dios;
somos liberados de la frustración que caracteriza a la vida sometida al pecado;
somos liberados de la vacuidad de la vida sin Cristo. La vida se eleva de la
muerte del pecado para llegar a ser algo tan auténtico que no puede morir, y
que no encuentra en la muerte más que la transición a una vida superior.
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