Juan
4:27-30
En esto vinieron sus discípulos, y se
maravillaron de que hablaba con una mujer; sin embargo, ninguno dijo: ¿Qué preguntas?
o, ¿Qué hablas con ella? Entonces la mujer dejó su cántaro, y fue a la ciudad,
y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho.
¿No será éste el Cristo? Entonces
salieron de la ciudad, y vinieron a él.
No es extraño que los discípulos se quedaran alucinados cuando
volvieron de sus recados en el pueblo de Sicar y se encontraron a Jesús
hablando con una samaritana. Ya hemos visto la idea que tenían los judíos de
las mujeres. El precepto rabínico rezaba: “Que nadie hable con una mujer en la
calle; no, ni aunque sea su esposa.” Los rabinos despreciaban tanto a las
mujeres, y las creían tan incapaces de recibir ninguna enseñanza real, que
decían: “Mejor es quemar las palabras de la Ley que confiárselas a las mujeres.”
Tenían un dicho: “Cada vez que uno se enrolla con una mujer, atrae mal sobre sí
mismo, se aparta de la Ley y por último hereda la gehena.” Según las normas
rabínicas Jesús apenas podría haber hecho nada más repulsivamente
inconvencional que el hablar con aquella mujer. Es verdad que estaba derribando
barreras.
Sigue un detalle curiosamente revelador. Es algo que difícilmente
podría proceder sino de alguien que hubiera participado en la escena. Por muy
sorprendidos que estuvieran los discípulos, no se les ocurrió preguntarle a la
mujer qué buscaba, o a Jesús por qué estaba hablando con ella. Empezaban a
conocerle; y ya habían llegado a la conclusión de que, por muy sorprendentes
que fueran Sus acciones, no se podían poner en tela de juicio. Uno ha dado un
paso decisivo en el camino del verdadero discipulado cuando ha aprendido a
decir: “No es cosa mía el cuestionar las acciones y las demandas de Jesús. Ante
ellas han de rendirse mis prejuicios y mis convencionalismos.”
Para entonces la mujer ya estaba de camino de vuelta al pueblo sin su
cacharro de agua. El hecho de que lo dejara revelaba dos cosas: que tenía prisa
en compartir su experiencia extraordinaria, y que ella daba por sentado que
volvería a aquel lugar. Toda su reacción nos dice mucho de la experiencia
cristiana verdadera.
Su experiencia empezó cuando se vio obligada a
enfrentarse consigo misma y a verse tal como era. Es lo mismo que le sucedió a
Pedro. Después de la pesca milagrosa, cuando Pedro descubrió de pronto algo de
la majestad de Jesús, todo lo que pudo decir fue: "¡Apártate de mí, Señor,
que soy un pecador!” (Lucas 5:8). Nuestra
experiencia cristiana empezará a menudo con una ola humillante de desprecio
propio. Suele suceder que lo último que ve una persona es a sí misma. Y pasa a
menudo que lo primero que Cristo hace por una persona es empujarla a hacer lo
que se ha pasado la vida resistiéndose a hacer: mirarse a sí misma.
La samaritana estaba alucinada con la
habilidad que Cristo tenía para ver su interior. Le admiraba Su profundo
conocimiento del corazón humano, y del suyo en particular. Al salmista también
le había infundido una gran reverencia: “Has entendido desde lejos mis
pensamientos... Hasta antes de que brote la palabra de mi lengua, ¡oh Señor!,
Tú ya sabes lo que quiero decir” (Salmo 139:1-4).
Leí hace poco, que una vez una
chiquilla estaba oyendo un sermón de C. H. Spurgeon, y le susurró a su madre: “Mamá,
¿cómo sabe él lo que pasa en casa?”
No hay tapujos ni disfraces que nos oculten de la mirada de Cristo. Él
puede ver hasta lo profundo del corazón humano. Y no sólo ve lo malo, sino
también al héroe que hay dormido en el alma de todas las personas. Es como el
cirujano que ve la parte enferma, y lo sana que quedará cuando se quite el mal.
El
primer impulso de la Samaritana fue compartir su descubrimiento. Cuando
encontró a aquella Persona tan maravillosa, se sintió impulsada a decírselo a
otros. La vida cristiana se basa en dos pilares: el descubrimiento y la
comunicación!: El descubrimiento no es completo hasta que nos llena el corazón
del deseo de comunicarlo; y no podemos comunicar a Cristo a otras personas a
menos que Le hayamos descubierto por nosotros mismos. Lo primero de todo es
encontrar, luego contar; son los dos grandes pasos de la vida cristiana.
El deseo de contarles a otros su
descubrimiento acabó con su sentimiento de vergüenza. No cabe duda de que era
una marginada: El mismo hecho de que tuviera que ir a sacar agua de aquel pozo
tan lejano del pueblo demuestra que sus vecinos la evitaban, y ella tenía que
hacer lo mismo con ellos. Pero entonces fue corriendo a contarles su
descubrimiento. Una persona puede tener algún problema que le da corte
mencionar y que trata de mantener secreto; pero una vez que lo ha superado,
está a menudo tan llena de alegría y de agradecimiento que tiene libertad para
contárselo a todo el mundo. Uno puede que haya estado siempre tratando de
esconder su pecado; pero una vez que descubre a Jesucristo como su Salvador, su
primer impulso es decirles a los demás: “¡Mira cómo era antes, y mira cómo soy
ahora!. ¡Y todo se lo debo a Cristo!”
¡Maranatha! ¡Sí, ven Señor Jesús!
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