} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: COMPARTIENDO UN TESORO

lunes, 12 de septiembre de 2016

COMPARTIENDO UN TESORO


Juan 4:27-30

      En esto vinieron sus discípulos, y se maravillaron de que hablaba con una mujer; sin embargo, ninguno dijo: ¿Qué preguntas? o, ¿Qué hablas con ella? Entonces la mujer dejó su cántaro, y fue a la ciudad, y dijo a los hombres: Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?  Entonces salieron de la ciudad, y vinieron a él.

No es extraño que los discípulos se quedaran alucinados cuando volvieron de sus recados en el pueblo de Sicar y se encontraron a Jesús hablando con una samaritana. Ya hemos visto la idea que tenían los judíos de las mujeres. El precepto rabínico rezaba: “Que nadie hable con una mujer en la calle; no, ni aunque sea su esposa.” Los rabinos despreciaban tanto a las mujeres, y las creían tan incapaces de recibir ninguna enseñanza real, que decían: “Mejor es quemar las palabras de la Ley que confiárselas a las mujeres.” Tenían un dicho: “Cada vez que uno se enrolla con una mujer, atrae mal sobre sí mismo, se aparta de la Ley y por último hereda la gehena.” Según las normas rabínicas Jesús apenas podría haber hecho nada más repulsivamente inconvencional que el hablar con aquella mujer. Es verdad que estaba derribando barreras.
Sigue un detalle curiosamente revelador. Es algo que difícilmente podría proceder sino de alguien que hubiera participado en la escena. Por muy sorprendidos que estuvieran los discípulos, no se les ocurrió preguntarle a la mujer qué buscaba, o a Jesús por qué estaba hablando con ella. Empezaban a conocerle; y ya habían llegado a la conclusión de que, por muy sorprendentes que fueran Sus acciones, no se podían poner en tela de juicio. Uno ha dado un paso decisivo en el camino del verdadero discipulado cuando ha aprendido a decir: “No es cosa mía el cuestionar las acciones y las demandas de Jesús. Ante ellas han de rendirse mis prejuicios y mis convencionalismos.”
Para entonces la mujer ya estaba de camino de vuelta al pueblo sin su cacharro de agua. El hecho de que lo dejara revelaba dos cosas: que tenía prisa en compartir su experiencia extraordinaria, y que ella daba por sentado que volvería a aquel lugar. Toda su reacción nos dice mucho de la experiencia cristiana verdadera.
  Su experiencia empezó cuando se vio obligada a enfrentarse consigo misma y a verse tal como era. Es lo mismo que le sucedió a Pedro. Después de la pesca milagrosa, cuando Pedro descubrió de pronto algo de la majestad de Jesús, todo lo que pudo decir fue: "¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!” (Lucas 5:8). Nuestra experiencia cristiana empezará a menudo con una ola humillante de desprecio propio. Suele suceder que lo último que ve una persona es a sí misma. Y pasa a menudo que lo primero que Cristo hace por una persona es empujarla a hacer lo que se ha pasado la vida resistiéndose a hacer: mirarse a sí misma.
  La samaritana estaba alucinada con la habilidad que Cristo tenía para ver su interior. Le admiraba Su profundo conocimiento del corazón humano, y del suyo en particular. Al salmista también le había infundido una gran reverencia: “Has entendido desde lejos mis pensamientos... Hasta antes de que brote la palabra de mi lengua, ¡oh Señor!, Tú ya sabes lo que quiero decir” (Salmo 139:1-4).
 Leí hace poco, que una vez una chiquilla estaba oyendo un sermón de C. H. Spurgeon, y le susurró a su madre: “Mamá, ¿cómo sabe él lo que pasa en casa?”
No hay tapujos ni disfraces que nos oculten de la mirada de Cristo. Él puede ver hasta lo profundo del corazón humano. Y no sólo ve lo malo, sino también al héroe que hay dormido en el alma de todas las personas. Es como el cirujano que ve la parte enferma, y lo sana que quedará cuando se quite el mal.
  El primer impulso de la Samaritana fue compartir su descubrimiento. Cuando encontró a aquella Persona tan maravillosa, se sintió impulsada a decírselo a otros. La vida cristiana se basa en dos pilares: el descubrimiento y la comunicación!: El descubrimiento no es completo hasta que nos llena el corazón del deseo de comunicarlo; y no podemos comunicar a Cristo a otras personas a menos que Le hayamos descubierto por nosotros mismos. Lo primero de todo es encontrar, luego contar; son los dos grandes pasos de la vida cristiana.

  El deseo de contarles a otros su descubrimiento acabó con su sentimiento de vergüenza. No cabe duda de que era una marginada: El mismo hecho de que tuviera que ir a sacar agua de aquel pozo tan lejano del pueblo demuestra que sus vecinos la evitaban, y ella tenía que hacer lo mismo con ellos. Pero entonces fue corriendo a contarles su descubrimiento. Una persona puede tener algún problema que le da corte mencionar y que trata de mantener secreto; pero una vez que lo ha superado, está a menudo tan llena de alegría y de agradecimiento que tiene libertad para contárselo a todo el mundo. Uno puede que haya estado siempre tratando de esconder su pecado; pero una vez que descubre a Jesucristo como su Salvador, su primer impulso es decirles a los demás: “¡Mira cómo era antes, y mira cómo soy ahora!. ¡Y todo se lo debo a Cristo!”

¡Maranatha! ¡Sí, ven Señor Jesús!

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