Mateo 19:3-9
Entonces vinieron a él los fariseos, tentándole y
diciéndole: ¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa? El,
respondiendo, les dijo: ¿No habéis leído que el que los hizo al principio,
varón y hembra los hizo, y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se
unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Así que no son ya más dos, sino una sola
carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre. Le dijeron: ¿Por
qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla? Él les dijo: Por la dureza de vuestro corazón
Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así. Y
yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de
fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada,
adultera.
Aquí estaba
tratando Jesús de una cuestión que era un problema de ardiente actualidad en Su
tiempo, como lo es en el nuestro. El divorcio era algo sobre lo que no había
unanimidad entre los judíos; y los fariseos Le hicieron aquella pregunta con la
intención de involucrarle en la controversia.
Ninguna nación ha
tenido nunca un concepto más alto del matrimonio que los judíos. El matrimonio
era un deber sagrado. El quedarse soltero un hombre pasados los veinte años,
salvo si era para concentrarse en el estudio de la Ley, era quebrantar el
mandamiento positivo de " llevar fruto y multiplicarse.» El que no tenía
hijos «mataba su propia posteridad,» y " limitaba la imagen de Dios en la
Tierra." «Cuando marido y mujer son como es debido, la gloria del Señor
está con ellos.»
En el matrimonio no
se entraba a la ligera ni descuidadamente. Josefo delinea el concepto judío del
matrimonio basado en la enseñanza mosaica (Antigüedades
de los judíos 4.8.23). Un hombre había de casarse con una virgen de
buena ascendencia. No debía nunca corromper a la mujer de otro hombre; y no
debía casarse con una mujer que hubiera sido esclava o prostituta. Si un hombre
acusaba a su mujer de no haber sido virgen cuando se casó con ella, tenía que
presentar pruebas de su acusación. El padre o el hermano de la mujer tenían que
defenderla. Si se vindicaba el honor de la mujer, el marido debía seguir
teniéndola como esposa, y no podía nunca divorciarse de ella, excepto por el
más flagrante pecado. Si se demostraba que la acusación había sido infundada y
maliciosa, el marido tenía que recibir los cuarenta azotes menos uno, y pagarle
50 siclos al padre de la mujer. Pero si podía probar su acusación y se
encontraba culpable a la mujer, si era una persona corriente, la ley imponía
que debía ser lapidada; y si era la hija de un sacerdote, había de ser quemada
viva.
Si un hombre
seducía a una joven que estaba prometida a otro, y la seducción tenía lugar con
el consentimiento de ella, ambos recibían la muerte. Si el hombre forzaba a la
joven en un lugar solitario o donde nadie pudiera defenderla, solo el hombre
había de morir. Si un hombre seducía a una joven no comprometida, debía casarse
con ella o, si el padre de la muchacha no estaba conforme con aquel matrimonio,
el seductor debía pagarle 50 siclos.
Las leyes judías
del matrimonio y de la pureza colocaban el listón muy alto. En principio se
aborrecía el divorcio. Dios había dicho: "Yo aborrezco el divorcio» (Mal_2:16 ). Se
decía que el mismo altar derramaba lágrimas cuando un hombre se divorciaba de
la esposa de su juventud.
Pero el ideal y la
realidad no iban de la mano. Había dos elementos que eran peligrosos y dañinos.
El primer lugar, a
los ojos de la ley judía una mujer era una cosa. Era propiedad de su padre, o
de su marido; y por tanto no tenía realmente ningunos derechos legales. La
mayor parte de los matrimonios los concertaban, o los padres, o algún
casamentero profesional. Una mujer podía estar comprometida desde la niñez, o a
menudo se la comprometía para que se casara con un hombre al que ni siquiera
había visto. Había una salvaguardia: cuando llegaba a la edad de 12 podía
repudiar al marido que le hubiera asignado su padre. Pero, en relación con el
divorcio, la ley general era que solo el marido tenía la iniciativa. La ley
estipulaba: «Se puede divorciar a una mujer, con o sin su consentimiento; pero
a un hombre no se le puede divorciar nada más que con su consentimiento.» La
mujer no podía nunca iniciar el proceso del matrimonio; no se podía divorciar
ella, sino solo ser divorciada por el marido.
Había ciertas
salvaguardias. Si un hombre se divorciaba de su mujer por razones que no fueran
de flagrante inmoralidad, debía devolver la dote de ella; y esto debe de haber
sido una barrera para los divorcios irresponsables. Los tribunales podían hacer
presión para que un hombre se divorciara de su mujer en el caso, por ejemplo,
de que se negara a consumar el matrimonio, o por impotencia, o por incapacidad
demostrada de mantenerla como era debido. Una mujer podía obligar a su marido a
divorciarse de ella si contraía una enfermedad repugnante como la lepra, o si
era curtidor, lo que obligaba a reunir estiércol de perro, o si él le proponía
marcharse de la Tierra Santa. Pero, con mucho, la ley dejaba bien claro que la
mujer no tenía derechos legales, y que el derecho de divorcio correspondía
exclusivamente al marido.
En segundo lugar,
el proceso del divorcio era fatalmente fácil. Ese proceso se fundaba en el
pasaje de la ley de Moisés al que se refirieron los interlocutores de Jesús:
«Cuando alguien toma una mujer y se casa con ella, si no le agrada por haber
hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, se la
entregará en mano y la despedirá de su casa» (Deu_24:1 ). El certificado de divorcio era una declaración
bien simple, de una sola frase, diciendo que el marido despedía a su mujer.
Josefo escribe: "El que desee divorciarse de su mujer por la razón que sea
(y muchas de tales razones se presentan entre los hombres), que establezca por
escrito que no la tendrá nunca más como su esposa; porque de esta manera ella
puede ser libre para casarse con otro hombre.» La única salvaguardia contra la
peligrosa facilidad del proceso de divorcio era el hecho de que, a menos de que
la mujer fuera una pecadora notoria, tenía que devolver la dote.
Uno de los grandes
problemas que presentaba el divorcio judío dependía de la formulación mosaica.
Esa formulación establecía que un hombre podía divorciarse de su mujer «si ella
no hallaba gracia en sus ojos, porque él había encontrado algo indecente en
ella.» La cuestión era: ¿Cómo se había de interpretar la frase algo
indecente?
En este punto los
rabinos judíos estaban divididos diametralmente, y era aquí donde los
interlocutores de Jesús querían involucrarle. Los de la escuela de Sammay
estaban seguros de que una cuestión de indecencia quería decir
fornicación, y solo eso; y que no se podía despedir a una mujer por ninguna
otra causa. Aunque una mujer fuera tan malvada como Jezabel, en tanto en cuanto
no cometiera adulterio no se la podía despedir. Por otra parte, los de la
escuela de Hillel interpretaban eso del asunto de indecencia de una
manera más amplia. Decían que quería decir que un hombre podía divorciarse de
su mujer si ella le estropeaba la comida, si llevaba el pelo suelto, si hablaba
con hombres en la calle, si hablaba con poco respeto de los padres de su
marido, si era alborotadora y se la podía oír en la casa de al lado. Rabí Aqiba
llegó hasta el punto de decir que la frase si ella no encuentra gracia en
los ojos de él quería decir que un hombre podía divorciarse de su mujer si
encontraba otra que le gustara más o que considerara más bonita.
La tragedia era
que, como era de temer, fue la enseñanza de la escuela de Hillel la que
prevaleció; el vínculo matrimonial se tomaba a menudo a la ligera, y el
divorcio se hizo corriente por las causas más triviales.
Para completar el
cuadro, hay que añadir algunos otros hechos. Es pertinente notar que bajo la
ley rabínica el divorcio era obligatorio por dos razones. Era
obligatorio por adulterio. «Una mujer que ha cometido adulterio debe ser
divorciada.» Segundo, el divorcio era obligatorio por esterilidad. La
finalidad del matrimonio era la procreación de hijos; y el divorcio era
obligatorio si después de tres años una pareja seguía sin tener hijos. En este
caso, la mujer se podía casar de nuevo, pero la misma disposición se aplicaba
al segundo matrimonio.
Hay que mencionar
otras dos disposiciones judías interesantes en relación con el divorcio. La
primera, el abandono no era nunca causa para el divorcio. Si había
deserción había que demostrar la muerte. El único atenuante por relajación era
que, aunque todos los otros Hechos tenían que ser corroborados por dos testigos
según la ley judía, bastaba un testigo para demostrar la muerte del cónyuge que
había desaparecido y no había vuelto.
En segundo lugar,
aunque resulte raro, la locura no era razón para el divorcio. Si la
mujer se volvía demente, el marido no podía divorciarla; porque, si la
divorciaba, ella no tendría protector en su desgracia. Hay una misericordia
conmovedora en tal disposición. Si el marido se volvía demente, el divorcio era
imposible, porque en tal caso quedaba incapacitado para escribir el certificado
de divorcio, y sin tal documento, que él debía escribir y entregar, no podía
haber divorcio.
Cuando Le hicieron
a Jesús aquella pregunta, por detrás de ella había una situación que molestaba
y preocupaba. Jesús la iba a contestar de una manera que resultó alucinante
para los dos bandos empeñados en la disputa, y que sugirió un cambio radical en
toda la situación.
Lo más probable es
que los fariseos Le estuvieran preguntando a Jesús si estaba de acuerdo con la
opinión estricta de Sammay o con la más suave de Hillel; y que buscaran de esta
manera implicarle en la controversia.
La respuesta de
Jesús retrotraía la cuestión a su mismo origen, al ideal de la Creación. En el
principio, dijo Jesús, Dios creó a Adán y Eva como un hombre y una mujer. No
cabe duda que en las circunstancias del relato de la Creación Adán y Eva fueron
creados el uno para el otro, y para nadie más; su unión fue necesariamente
completa e indisoluble. Ahora bien, dice Jesús, aquellos dos eran el modelo y
el símbolo de todos los que vendrían después. "
Toda pareja matrimonial es la reproducción de Adán y Eva, y su unión es por
tanto no menos indisoluble.»
El razonamiento es
totalmente claro. En el caso de Adán y Eva, el divorcio era, no solo
desaconsejable; era, no solamente equivocado: era totalmente imposible, por la
sencilla razón de que no había ninguna otra persona con la que cualquiera de
ellos se pudiera casar. De esta manera Jesús estaba estableciendo el principio
de que el divorcio no es nunca la solución correcta de nada. Desde ahora mismo
ya debemos notar que esto no es una ley; es un principio, que es
una cosa muy diferente.
Aquí vieron en
seguida los fariseos un punto en el que podían atacar. Moisés (Deu_24:1) había
dicho que, si un hombre quería divorciarse de su mujer porque ella no había
encontrado gracia a ojos de él, y a causa de algún detalle indecente en ella,
él podía darle un certificado de divorcio, y el matrimonio quedaba disuelto.
Aquí tenían los fariseos la oportunidad que deseaban. Ahora podían decirle a
Jesús: «¿Estás acaso diciendo que Moisés estaba equivocado? ¿No estarás Tú
Tratando de abrogar la Ley divina que se le dio a Moisés? ¿Te estás colocando
por encima de Moisés como legislador?»
Jesús les contestó
que lo que dijo Moisés no había sido una ley, sino nada más que una
concesión. Moisés no mandó el divorcio; en el mejor de los casos, él
solamente lo permitió para regular una situación que habría llegado a
ser caóticamente promiscua. La disposición de Moisés no era más que una
concesión a la naturaleza humana caída. En Gen_2:23 s tenemos el ideal que Dios Se había propuesto,
el ideal de dos personas que se casan debería ser tan indisoluble que las dos
personas formaran una sola personalidad. La respuesta de Jesús fue: " Es
verdad que Moisés permitió el divorcio; pero eso era una concesión en
vista de que el ideal se había perdido. El ideal del matrimonio se ha de
encontrar en la indisoluble y perfecta unión de Adán y Eva. Eso es lo que Dios
quería que fuera el matrimonio.»
Es ahora cuando nos
encontramos cara a cara con una de las dificultades más reales y agudas del Nuevo
Testamento. ¿Qué quería decir Jesús? Hay una pregunta previa a esa: ¿Qué fue lo
que dijo Jesús? La dificultad, que es insoslayable, es que Marcos y Mateo
reproducen las palabras de Jesús de manera diferente.
Mateo dice:
Y Yo
os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación,
y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera (Mat_19:9 ).
Marcos pone:
Y les
dijo: Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio
contra ella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete
adulterio (Mar_10:11).
Lucas nos da todavía otra versión de este dicho:
Todo
el que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la
repudiada del marido, adultera (Luc_16:18 ).
Aquí tenemos la
dificultad relativamente pequeña de que Marcos supone que una mujer se puede
divorciar de su marido; un proceso que, como ya hemos visto, no era posible
bajo la ley judía. Pero la explicación puede ser que Jesús debe de haber
conocido muy bien que, bajo la ley gentil, una mujer podía divorciarse de su
marido; y en esa cláusula particular, Él estaba mirando más allá del mundo
judío, al que se dirigió el evangelio de Mateo especialmente. La dificultad
real estriba en que tanto Marcos como Lucas hacen la prohibición del divorcio absoluta.
Para ellos no caben excepciones. Pero Mateo tiene una cláusula dirimente:
El divorcio está permitido en caso de adulterio. En este caso hay que
decantarse por una de las dos formulaciones. La única salida posible sería
decir que de hecho el divorcio por adulterio era para la ley judía obligatorio,
como ya hemos visto, y que por tanto Marcos y Lucas no consideraron que hacía
falta mencionarlo; pero en tal caso estaba también el divorcio por esterilidad.
En último análisis
tenemos que escoger entre la versión de Mateo del dicho de Jesús y la de Marcos
y Lucas. Creemos que no se puede dudar de que la versión de Marcos y Lucas es
correcta. Hay dos razones. Solo la absoluta prohibición de separarse satisface
el ideal de la completa unión simbólica de Adán y Eva. Y las alucinadas
palabras de los discípulos implican esta prohibición absoluta, porque, en
efecto, dicen (versículo 10) que si el matrimonio es tan vinculante como todo
eso, lo más seguro es no casarse. No cabe duda de que aquí tenemos a Jesús
estableciendo el principio -no la ley- de que el ideal del matrimonio es
una unión indisoluble. Aquí se podría decir mucho más; pero el ideal, como
Dios lo concibió, está establecido, y la cláusula dirimente de Mateo es
posiblemente una interpretación posterior que se insertó a la luz de la
práctica de la Iglesia cuando esto se escribió.
Pasemos ahora a
considerar el alto ideal del estado del matrimonio que Jesús propone a los que
están dispuestos a aceptar Sus mandamientos. Veremos que el ideal judío sienta
las bases del ideal cristiano. La palabra hebrea para matrimonio era kiddusin.
Kiddusin quería decir santificación o consagración. Se usaba al
describir algo que se dedicaba a Dios como Su exclusiva y particular posesión.
Cualquier cosa totalmente consagrada a Dios era kiddúsin. Esto quería
decir que en el matrimonio el marido estaba consagrado a la mujer, y la mujer
al marido: Cada uno llegaba a ser posesión exclusiva del otro, de la misma
manera que una ofrenda se convertía en la posesión exclusiva de Dios. Eso era
lo que Jesús quería decir cuando dijo que por causa del matrimonio un hombre
dejaría a su padre y a su madre y se uniría a su mujer, y eso es lo que Él
quiso decir cuando dijo que marido y mujer llegaban a ser tan totalmente una
sola cosa que se podían llamar una sola persona. Ese era el ideal que Dios
tenía del matrimonio, como lo presenta la historia del Génesis (Gen_2:24), y ese es el ideal que Jesús ratificó.
Esta idea tiene ciertas consecuencias.
(i) Esta unidad
total quiere decir que el matrimonio no se da para un solo acto de la vida, por
muy importante que ese acto sea, sino para todos. Es decir: que, aunque el sexo
es una parte sumamente importante del matrimonio, no lo es todo. Cualquier
matrimonio en el que se entra simplemente por un deseo físico imperioso que no
puede satisfacerse de ninguna otra manera está condenado al fracaso de
antemano. El matrimonio está diseñado, no para que dos personas hagan una cosa
juntas, sino para que hagan todas las cosas juntas.
(ii) Otra manera de
expresar esto sería diciendo que el matrimonio es la unión total de dos
personalidades. Dos personas pueden existir juntas de muchas maneras. Una de
ellas puede ser la parte dominante hasta tal punto que nada importa sino sus
deseos y conveniencias y necesidades, mientras que la otra está totalmente
subordinada y no existe nada más que para satisfacer los deseos y las
necesidades de la primera. O también, dos personas pueden existir en una
especie de neutralidad armada, en la que se dan una tensión continua y una
continua colisión entre sus dos voluntades. La vida puede ser una larga
discusión, y la relación estar basada, en el mejor de los casos, en una difícil
componenda. O también, dos personas pueden basar su relación en una más -o
menos resignada aceptación mutua. Para todos los efectos y propósitos, mientras
vivan juntas, cada una va por su propio camino, y cada una vive su vida.
Comparten la misma casa, pero sería una exageración decir que comparten el
mismo hogar.
Está claro que
ninguna de estas relaciones es ideal. El ideal es que en el estado del
matrimonio dos personas encuentren el complemento de cada una de sus
personalidades. Platón tenía una idea extraña. Tenía una especie de leyenda de
que en su origen los seres humanos eran el doble de lo que somos ahora. Como su
tamaño y fuerza los hizo arrogantes, los dioses los cortaron por la mitad; y la
verdadera felicidad se produce cuando las dos mitades se encuentran otra ve y
se unen en el matrimonio, completándose así mutuamente.
El matrimonio no
debe empequeñecer la vida, sino completarla. A ambos cónyuges debe traerles una
nueva plenitud, una nueva satisfacción, un nuevo contentamiento. Es la unión de
dos personalidades en la que las dos se completan mutuamente. Esto no quiere
decir que no haya que hacer ajustes, y aun sacrificios; pero sí quiere decir
que la relación final es más plena, más gozosa, más satisfactoria de lo que
puede ser un tipo de vida aislado.
(iii) Podríamos
decir todo esto aún más prácticamente: el matrimonió debe ser el compartir
todas las circunstancias de la vida. Hay un cierto peligro en la etapa
encantadora del noviazgo. En ese período es casi inevitable el que las dos
personas se vean mutuamente en el mejor estado de ambas. Hay días románticos.
Se ven en su mejor ropa. Es corriente que tengan algún gran interés en común;
es corriente que el dinero no haya llegado a ser todavía un problema. Pero en
el matrimonio, los dos deben verse cuando no están en su mejor momento; cuando
están cansados o débiles; cuando los hijos trastornan la casa y el hogar como
es natural que suceda; cuando escasea el dinero, y las cuentas de la comida y
de la ropa se convierten en un problema; cuando la luz de la luna y las rosas
dejan el puesto a la pila de la cocina y a la cesta de la ropa y a pasear por
el pasillo al niño llorón por las noches. A menos que dos personas estén
dispuestas a enfrentarse juntas con la rutina de la vida tanto como con sus
encantos, el matrimonio no puede ser más que un fracaso.
(iv) A todo esto
sigue una cosa que no es universalmente cierta, pero que es mucho más probable
que lo contrario. El matrimonio es mucho más probable que sea un éxito después
de un conocimiento bastante largo, cuando las dos personas que lo forman
conocen realmente el trasfondo mutuo. El matrimonio quiere decir vivir
constantemente juntos. Es perfectamente posible que choquen los hábitos y los
gustos y las costumbres de ambos. Cuanto más completo sea el conocimiento mutuo
antes de decidirse a vincular sus vidas indisolublemente, mejor. Esto no es
negar que puede haber tal cosa como el amor a primera vista, y que el amor
puede conquistarlo todo; pero el hecho es que, cuanto mayor conocimiento tengan
el uno del otro más probable será que tengan éxito en hacer su matrimonio lo
que debe ser.
(v) Todo esto nos
conduce a la conclusión práctica final: la base del matrimonio es mantenerse
unidos, y la base de mantenerse unidos no es otra que ser considerados
el uno con el otro. Para que el matrimonio sea un éxito, los cónyuges deben
pensar siempre más en términos el uno del otro que cada uno en sí mismo. El
egoísmo es el asesino de cualquier relación personal; y esto es especialmente
cierto cuando dos personas están vinculadas en el matrimonio.
La verdadera base
del matrimonio no es complicada o recóndita; es sencillamente el amor que tiene
más en cuenta la felicidad del otro que la propia, el amor que se honra en
servir, que puede comprender y, por tanto, que siempre está dispuesto a
perdonar. Es decir: es el amor que vemos en Cristo, que sabe que olvidándose de
sí mismo se encuentra a sí mismo, y que perdiéndose a sí mismo se completa a sí
mismo. Profundicemos pues, en qué es el
matrimonio cristiano.
El matrimonio cristiano es la unión de un hombre y una mujer como
esposos, según la norma de Dios. El matrimonio es una institución divina,
originada por Jehová en Edén, y núcleo del círculo familiar. El propósito
fundamental del matrimonio era la multiplicación del género humano. Jehová, el
Creador del hombre y de la mujer, decretó que esta multiplicación se efectuara
por medio del matrimonio (Gé 1:27, 28), y
solemnizó la primera boda humana (Gé 2:22-24).
El matrimonio formaría un vínculo permanente entre el hombre y la
mujer, de modo que pudieran ayudarse mutuamente. Al vivir juntos en amor y
confianza, podrían disfrutar de gran felicidad. Jehová creó a la mujer como una
compañera del hombre, y al formarla de la costilla de este, la convirtió en su
pariente carnal más cercano, su propia carne. (Gé
2:21.) Como Jesús comentó, no fue Adán, sino Dios, quien dijo: “Por esto
el hombre dejará a su padre y a su madre y se adherirá a su esposa, y los dos
serán una sola carne”. Estas palabras muestran sin lugar a dudas que desde el
principio la norma de Jehová Dios para el matrimonio ha sido la monogamia. (Mt 19:4-6; Gé 2:24.)
El matrimonio era el estado común en la sociedad hebrea. En las
Escrituras Hebreas no existe ninguna palabra para soltero. Siendo que el
propósito básico del matrimonio era tener hijos, se comprende la declaración de
la familia de Rebeca cuando la bendijeron: “Que llegues a ser millares de veces
diez mil” (Gé 24:60); también, el ruego de
Raquel a Jacob: “Dame hijos, o si no seré mujer muerta”. (Gé 30:1.)
El matrimonio no solo afectaba a la familia, sino también a toda la
tribu o comunidad patriarcal, pues podía incidir en la fuerza de la tribu, así
como en su economía. Por esta razón, la selección de una esposa y todos los
acuerdos, lo que abarcaba los económicos, tenían que fijarlos los padres o
tutores implicados, aunque a veces se buscaba el consentimiento de los
contrayentes (Gé 24:8) y no se solían pasar por
alto los sentimientos románticos de ambos. (Gé 29:20;
1Sa 18:20, 27, 28.) Por lo general, los padres del joven llevaban a cabo
los primeros pasos o proposiciones, pero a veces eran los padres de la
muchacha, en especial si había diferencia de rango. (Jos
15:16, 17; 1Sa 18:20-27.)
Parece que la costumbre general consistía en que un hombre buscase una
esposa entre sus propios parientes o dentro de su tribu, como se deduce de lo
que Labán le dijo a Jacob referente a su hija: “Mejor me es darla a ti que
darla a otro hombre”. (Gé 29:19.) Los adoradores
de Jehová, sobre todo, seguían esta costumbre, como Abrahán, quien envió a
buscar de entre sus parientes en su propio país una esposa para su hijo Isaac,
más bien que tomar una de las hijas de los cananeos, en medio de los que estaba
morando. (Gé 24:3, 4.) Se desaprobaban y se
desanimaban con firmeza los matrimonios con los que no adoraban a Jehová. Era
una forma de deslealtad. (Gé 26:34, 35.) Bajo la
Ley, estaban prohibidas las alianzas matrimoniales con personas de las siete
naciones cananeas. (Dt 7:1-4.) Sin embargo, un
soldado podía casarse con una virgen cautiva de otra nación extranjera después
de un período de purificación, durante el cual ella estaba de duelo por sus
padres muertos y se deshacía de todas sus conexiones religiosas del pasado. (Dt 21:10-14.)
Dote.
Antes de que se concertase el contrato matrimonial, el joven, o su
padre, tenía que pagar al padre de la muchacha la dote o precio de la novia. (Gé 34:11, 12; Éx 22:16; 1Sa 18:23, 25.) Este hecho se
consideraba una compensación por la pérdida de los servicios de la hija y por
los problemas y gastos que los padres habían tenido al cuidarla y educarla. A
veces se pagaba la dote con ciertos servicios a favor del padre. (Gé 29:18, 20, 27; 31:15.) En la Ley había un precio de
compra determinado para una virgen que no estaba comprometida y a la que
seducía un hombre. (Éx 22:16.)
Formalización del matrimonio.
El rasgo central y característico de la boda propiamente dicha era la
manera solemne de llevar a la novia de la casa de su padre a la casa de su
esposo en la fecha acordada; con este acto se manifestaba el significado del
matrimonio, representado por la admisión de la novia en la familia del esposo.
(Mt 1:24.) Antes de la Ley, en los días de los
patriarcas, la boda consistía simplemente en lo antedicho. Era un
acontecimiento totalmente civil. No había ninguna ceremonia o rito religioso, y
ningún sacerdote oficiaba o daba validez al matrimonio. El novio llevaba a la
novia a su casa, o a la tienda o casa de sus padres. Se daba a conocer públicamente,
se reconocía y se registraba, y el matrimonio ya era válido. (Gé 24:67.)
Sin embargo, tan pronto como se concertaba el casamiento y los
contrayentes estaban comprometidos, se les consideraba como si estuvieran
unidos en matrimonio. Por ejemplo: las hijas de Lot todavía estaban en su casa,
bajo la jurisdicción de su padre, pero a los hombres que estaban comprometidos
con ellas se les llamó los “yernos [de Lot] que habían de tomar a sus hijas”. (Gé 19:14.) Aunque Sansón nunca se casó con cierta
mujer filistea, sino que solo estuvo comprometido con ella, se la llama su
esposa. (Jue 14:10, 17, 20.) La Ley decretaba
que si una muchacha comprometida cometía fornicación, había que darle muerte a
ella y al hombre culpable. Si había sido violada, se tenía que dar muerte al
hombre. Sin embargo, cualquier caso que tuviera que ver con una muchacha que no
estuviese comprometida se trataba de manera diferente. (Dt 22:22-27.)
Los matrimonios se registraban. Bajo la Ley, tanto los matrimonios
como los nacimientos que resultaban de la unión se inscribían en registros
oficiales de la comunidad. Por esta razón tenemos una genealogía exacta de
Jesucristo. (Mt 1:1-16; Lu 3:23-38; Lu 2:1-5.)
Celebración.
Aunque en Israel las bodas no iban acompañadas de ninguna ceremonia,
se celebraban con gran gozo. El día de la boda, la novia se arreglaba con
esmero en su propia casa. Primero se bañaba y se untaba con aceite perfumado. (
Rut 3:3; Eze 23:40.) A veces, ayudada por
sirvientas, se ponía “fajas para los pechos” y un vestido blanco
espléndidamente bordado, dependiendo de su condición social. (Jer 2:32; Rev 19:7, 8; Sl 45:13, 14.) Si podía, se
engalanaba con adornos y joyas (Isa 49:18; 61:10; Rev
21:2), y después se cubría con una prenda fina, una especie de velo, que
se extendía de la cabeza a los pies. (Isa 3:19, 23.)
Esto explica por qué Labán pudo engañar fácilmente a Jacob, de manera que este
no se dio cuenta de que se le daba a Lea en lugar de a Raquel. (Gé 29:23, 25.) Rebeca se puso una mantilla cuando se
dirigía al encuentro de Isaac. (Gé 24:65.) Este
acto simbolizaba la sumisión de la novia a la autoridad del novio. (1Co 11:5, 10.)
El novio se vestía también con su mejor atavío y frecuentemente con
una prenda hermosa para la cabeza y una guirnalda encima. (Cant 3:11; Isa 61:10.) Partía de su casa al anochecer
y se dirigía a la casa de los padres de la novia acompañado por sus amigos. (Mt 9:15.) Desde allí, la procesión, acompañada de
músicos, cantores y, normalmente, de personas que llevaban lámparas, se dirigía
hacia la casa del novio o la casa de su padre.
Aquellos que se encontraban a lo largo de la ruta tomaban gran interés
en la procesión. Las voces de la novia y del novio se oían con alborozo.
Algunos se unían a la procesión, en especial doncellas que llevaban lámparas. (Jer 7:34; 16:9; Isa 62:5; Mt 25:1.) El novio podía
pasar un tiempo considerable en su casa y después la procesión también podía
demorarse antes de partir de la casa de la novia, por lo que sería bastante tarde
y algunos de los que esperaban a lo largo del camino podrían adormecerse, como
en la ilustración de Jesús sobre las diez vírgenes. El cantar y el alborozo se
podían oír a cierta distancia, y los que lo oían gritaban: “¡Aquí está el
novio!”. Los servidores estaban preparados para dar la bienvenida al novio
cuando llegase, y los que estaban invitados a la cena de bodas podían entrar en
la casa. Después que el novio y su séquito habían entrado en la casa y se
cerraba la puerta, era demasiado tarde para que entraran los invitados que se
habían retrasado. (Mt 25:1-12; 22:1-3; Gé 29:22.)
Se consideraba un gran insulto rehusar la invitación a un banquete de bodas. (Mt 22:8.) En algunas ocasiones, a los invitados se les
proporcionaban trajes (Mt 22:11), y con frecuencia
aquel que había extendido la invitación era quien designaba los lugares que se
debían ocupar. (Lu 14:8-10.)
El amigo del novio.
“El amigo del novio” desempeñaba un papel muy importante en la
celebración de la boda, y se le consideraba como aquel que unía a los novios.
Se regocijaba cuando oía la voz del novio conversando con la novia, y se sentía
contento de haber visto su labor bendecida con un final feliz. (Jn 3:29.)
Prueba de virginidad.
Después de la cena, el esposo llevaba a su novia a la cámara nupcial.
(Sl 19:5; Joe 2:16.) En la noche de bodas se
usaba una tela o prenda, y después se guardaba o se daba a los padres de la
esposa para que las señales de la sangre de la virginidad de la muchacha
constituyeran una protección legal para ella en el caso de que más tarde se la
acusase de no haber sido virgen o de haber sido una prostituta antes de la
boda. De otra manera, podían lapidarla por haberse presentado en matrimonio
como una virgen sin mancha y haber acarreado gran oprobio a la casa de su padre.
(Dt 22:13-21.) Esta costumbre de guardar la tela
ha continuado vigente en algunos pueblos del Oriente Medio hasta tiempos
recientes.
Privilegios y responsabilidades.
El esposo era el cabeza de la casa, y a él se le dejaba la decisión
final en cuanto a los asuntos que afectaban al bienestar y la economía de la
familia. Si creía que la familia se vería afectada de manera adversa, hasta
podía anular un voto de su esposa o hija. El hombre comprometido con una mujer
también debía tener esta autoridad. (Nú 30:3-8, 10-15.)
El esposo era el señor, el amo de la casa, y se le consideraba el dueño
(heb. bá·`al) de la mujer. (Dt 22:22.)
El capítulo 31 de Proverbios enumera
algunas de las responsabilidades de la esposa para con su esposo o dueño, que
incluían el trabajo de la casa, hacer y cuidar la ropa, algunas compras y
ventas y la supervisión general del hogar. Aunque la mujer estaba en sujeción y
en cierto sentido era propiedad del esposo, disfrutaba de una excelente
posición y muchos privilegios. Su esposo tenía que amarla, aun en el caso de
que fuese la esposa secundaria o de que se la hubiese tomado cautiva. No la
debía maltratar ni discriminar en el débito conyugal, y tenía que darle
alimento, ropa y protección. Asimismo, el esposo no podía constituir como primogénito
al hijo de su esposa favorita a costa del hijo de la esposa “odiada” (es decir,
menos querida). (Éx 21:7-11; Dt 21:11, 14-17.) Los
hebreos fieles amaban a sus esposas, y si la esposa era sabia y vivía en
armonía con la ley de Dios, el esposo la escuchaba y aprobaba sus acciones. (Gé 21:8-14; 27:41-46; 28:1-4.)
Se protegía incluso a la virgen no comprometida a la que había
seducido un hombre que no estaba casado, pues, si el padre lo permitía, el
seductor tenía que casarse con la muchacha y no se podía divorciar de ella en
todos sus días. (Dt 22:28, 29.) Si el esposo
acusaba formalmente a la esposa de no haber sido virgen cuando se casaron y la
acusación resultaba falsa, se le imponía una multa al esposo y nunca se podía
divorciar de ella. (Dt 22:17-19.) En caso de que
resultase inocente una mujer acusada de cometer adulterio en secreto, su esposo
tenía que dejarla encinta para que pudiera dar a luz un hijo y así demostrar en
público su inocencia. Se respetaba la dignidad de la persona de la esposa.
Estaba prohibido tener relaciones con ella durante la menstruación. (Le 18:19; Nú 5:12-28.)
Matrimonios prohibidos.
Además de estar prohibidas las alianzas matrimoniales con los que no
adoraban a Jehová, en especial con las siete naciones de la tierra de Canaán (Éx 34:14-16; Dt 7:1-4), estaba prohibido casarse
dentro de ciertos grados de consanguinidad o afinidad. (Le 18:6-17.)
A un sumo sacerdote le estaba prohibido casarse con una viuda, una
mujer divorciada, una violada o una prostituta, pues se tenía que casar solo
con una virgen de su pueblo. (Le 21:10, 13, 14.) A
los otros sacerdotes tampoco se les permitía casarse con una prostituta, una
mujer violada o una mujer divorciada de su esposo. (Le
21:1, 7.) Según Ezequiel 44:22, se podían
casar con una virgen de la casa de Israel o una viuda de otro sacerdote.
Si una hija heredaba propiedades, no se podía casar con alguien que no
fuera de su tribu. De esta manera se evitaba que la posesión hereditaria pasase
de tribu en tribu. (Nú 36:8, 9.)
Poligamia.
La norma original de Dios para
la humanidad no contemplaba la poligamia, ya que el esposo y la esposa tenían
que llegar a ser una sola carne, y esa práctica se prohibió expresamente en la
congregación cristiana. Los superintendentes y siervos ministeriales, que han
de ser ejemplos en la congregación, deben ser hombres que no tengan más de una
esposa viva. (1Ti 3:2, 12; Tit 1:5, 6.) Este hecho
está en armonía con lo que el verdadero matrimonio tendría que representar: la
relación de Jesucristo y su congregación, la única esposa que Jesús posee. (Ef 5:21-33.)
Al igual que ocurrió con el divorcio, aunque en un principio la
poligamia no entraba en los planes de Dios, se toleró hasta el tiempo de la
congregación cristiana. La poligamia dio comienzo poco después del pecado de
Adán. La primera vez que se menciona en la Biblia es con respecto a un
descendiente de Caín, Lamec, de quien se dice: “Procedió a tomar para sí dos
esposas”. (Gé 4:19.) Con respecto a algunos de
los ángeles, la Biblia menciona que antes del Diluvio “los hijos del Dios
verdadero [...] se pusieron a tomar esposas para sí, a saber, todas las que
escogieron”. (Gé 6:2.)
Bajo la ley patriarcal y bajo el pacto de la Ley se practicó el
concubinato. La concubina estaba en una condición reconocida legalmente: su
situación no era de fornicación ni adulterio. Según la Ley, si el hijo
primogénito era el de la concubina, recibía de igual modo la herencia que
correspondía al primogénito. (Dt 21:15-17.)
Sin duda el concubinato y la poligamia permitieron que los israelitas
se multiplicaran con más rapidez, de modo que, si bien Dios no los había
instituido, sino simplemente permitido y regulado, sirvieron en aquel tiempo
para cierto propósito. (Éx 1:7.) Incluso Jacob,
que entró en una relación polígama por engaño de su suegro, fue bendecido con
doce hijos y algunas hijas de sus dos esposas y las criadas de estas, quienes
llegaron a ser sus concubinas. (Gé 29:23-29; 46:7-25.)
El matrimonio cristiano.
Jesucristo mostró que aprobaba
el matrimonio cuando asistió al banquete de bodas en Caná de Galilea. (Jn 2:1, 2.) Como ya se ha indicado, la monogamia es la
norma original de Dios, restablecida por Jesucristo en la congregación
cristiana. (Gé 2:24; Mt 19:4-8; Mr 10:2-9.)
Puesto que tanto al hombre como a la mujer se les dotó originalmente con la
capacidad de expresar amor y afecto, esta institución tenía que ser feliz,
bendita y pacífica. El apóstol Pablo usa la ilustración de Cristo como esposo y
cabeza de la congregación, su novia. Él es un ejemplo perfecto de la tierna
bondad y el cuidado que el esposo debería tener a su esposa, amándola como a su
propio cuerpo. Pablo también señala que la esposa, por su parte, debe tenerle
profundo respeto a su esposo. (Ef 5:21-33.) El
apóstol Pedro aconseja a las esposas que se sometan a sus esposos y los
atraigan por medio de su conducta casta, profundo respeto y espíritu tranquilo
y apacible. Pone a Sara —quien llamaba “señor” a su esposo Abrahán— como
ejemplo digno de imitar. (1Pe 3:1-6.)
En todas las Escrituras Griegas Cristianas se resalta la limpieza y la
lealtad en el vínculo matrimonial. Pablo dice: “Que el matrimonio sea honorable
entre todos, y el lecho conyugal sea sin contaminación, porque Dios juzgará a
los fornicadores y a los adúlteros”. (Heb 13:4.) Asimismo,
aconseja el respeto mutuo entre el esposo y la esposa, y que cumplan con el
débito conyugal.
El consejo del apóstol de ‘casarse en el Señor’ está en armonía con la
práctica de los antiguos siervos de Jehová de casarse solo con los que también
eran adoradores verdaderos. (1Co 7:39.) Sin
embargo, el apóstol aconseja a los que no están casados que pueden servir al
Señor sin distracción si permanecen solteros. Menciona que en vista del tiempo,
los que se casan deberían vivir ‘como si no tuviesen esposas’, es decir, no
deberían dedicarse completamente a los privilegios y responsabilidades
maritales para hacer de ellos el interés primordial de su vida, sino que
deberían buscar y atender los intereses del Reino, al tiempo que no descuidaban
sus responsabilidades matrimoniales. (1Co 7:29-38.)
Pablo aconsejó que no se incluyera a las viudas más jóvenes en la
lista de personas a las que la congregación ayudaba solo porque expresaran el
deseo de dedicarse en exclusiva a las actividades ministeriales cristianas; era
mejor que se casaran de nuevo. Explica que sus impulsos sexuales podían
inducirlas a desatender su expresión de fe, de modo que aceptaran el apoyo económico
de la congregación como si fueran buenas trabajadoras, al tiempo que intentaban
casarse y se volvían unas desocupadas y entremetidas. De ese modo incurrirían
en un juicio desfavorable. El matrimonio, los hijos y el atender una casa,
además de afianzarse en la fe cristiana, las mantendrían ocupadas y las
protegerían de caer en el chisme y en las habladurías. Esto permitiría a la
congregación socorrer a las viudas que tuvieran derecho a tal ayuda. (1Ti 5:9-16; 2:15.)
Celibato.
El apóstol Pablo advierte que uno de los rasgos característicos de la
apostasía que tenía que venir sería el celibato obligatorio, ‘el que se
prohibiera casarse’. (1Ti 4:1, 3.) Algunos de
los apóstoles estaban casados. (1Co 9:5; Lu 4:38.)
Cuando Pablo expone los requisitos para los superintendentes y los siervos
ministeriales de la congregación cristiana, dice que estos hombres, si estaban
casados, solo deberían tener una esposa. (1Ti 3:1, 2,
12; Tit 1:5, 6.)
Los cristianos y las leyes civiles sobre el
matrimonio.
En la mayoría de los países de la Tierra hoy día el matrimonio está
regulado por leyes de las autoridades civiles, el “César”, que el cristiano
normalmente debe cumplir. (Mt 22:21.) La Biblia
no dice en ningún lugar que el matrimonio requiera una ceremonia religiosa o los
servicios de un clérigo. Como se hacía en tiempos bíblicos, el matrimonio debe
legalizarse según las leyes del país, y tanto los matrimonios como los
nacimientos han de registrarse siempre que la ley lo requiera. Ya que los
gobiernos del “César” regulan de este modo el matrimonio, el cristiano tiene
que recurrir a ellos para legalizar su matrimonio, y aún si quisiera utilizar
el adulterio de su cónyuge como base bíblica para poner fin a su matrimonio,
tendría que conseguir un divorcio legal si fuera posible. El cristiano que
volviera a casarse sin mostrar el debido respeto a los requisitos bíblicos y
legales violaría las leyes de Dios. (Mt 19:9; Ro 13:1.)
El matrimonio y la resurrección.
Un grupo de opositores de Jesús que no creían en la resurrección le
hicieron una pregunta con el propósito de ponerlo en un aprieto. En su
respuesta reveló que “los que han sido considerados dignos de ganar aquel
sistema de cosas y la resurrección de entre los muertos ni se casan ni se dan
en matrimonio”. (Lu 20:34, 35; Mt 22:30.)
Usos simbólicos.
A través de las Escrituras Jehová se presenta a sí mismo como un
esposo. Se consideró casado con la nación de Israel. (Isa
54:1, 5, 6; 62:4.) Cuando Israel se rebeló al practicar la idolatría o
algún otro tipo de pecado contra Dios, se dijo que había cometido prostitución
al igual que una esposa infiel, de modo que Dios estaba justificado para
divorciarse de esa nación. (Isa 1:21; Jer 3:1-20; Os 2.)
En el capítulo 4 de Gálatas, el apóstol
Pablo asemeja la nación de Israel a la esclava Agar, la concubina de Abrahán, y
al pueblo judío, a Ismael, el hijo de Agar. Tal como Ismael era el hijo de la
esposa secundaria de Abrahán, así los judíos eran los hijos de la “esposa”
secundaria de Jehová. El lazo que vinculaba a Israel con Jehová era el pacto de
la Ley. Pablo asemeja la “Jerusalén de arriba”, la “mujer” de Jehová, a Sara,
la esposa libre de Abrahán. Los cristianos son los hijos espirituales libres de
esta mujer también libre, la “Jerusalén de arriba”. (Gál
4:21-31; Isa 54:1-6.)
Al igual que Abrahán, el gran Padre, Jehová Dios, supervisa la
selección de una novia para su hijo Jesucristo, no una mujer terrestre, sino la
congregación cristiana. (Gé 24:1-4; 2Te 2:13; 1Pe 2:5.)
El “amigo del novio”, Juan el Bautista, a quien Jehová había mandado delante de
su Hijo, le presentó a este los primeros miembros de su congregación. (Jn 3:28, 29.) Esta novia congregacional es “un solo
espíritu” con Cristo, como su cuerpo. (1Co 6:17; Ef
1:22, 23; 5:22, 23.) Tal como en Israel la novia se bañaba y se
adornaba, Jesucristo se asegura de que su novia, al prepararse para la boda, se
bañe de manera que esté perfectamente limpia sin mancha o tacha. (Ef 5:25-27.) En el Salmo 45 y
en Apocalipsis 21 se la describe adornada con hermosura para la boda.
En el libro de Apocalipsis, Jehová
predice el tiempo en el que la boda de su Hijo se habría acercado y la novia
estaría preparada: ataviada de lino fino, brillante y limpio. Se dice que los
invitados a la cena de las bodas del Cordero están felices. (Apoc 19:7-9; 21:2, 9-21.) La noche antes de morir,
Jesús instituyó la Cena del Señor, es decir la Conmemoración de su muerte, y
mandó a sus discípulos que siguieran observándola. (Lu
22:19.) Esta observancia se tenía que guardar ‘hasta que él llegase’. (1Co 11:26.) Del mismo modo que en tiempos antiguos el
novio llegaba a la casa de la novia con el fin de sacarla de casa de sus padres
y llevarla al hogar que él había preparado para ella en la casa de su padre,
así Jesucristo viene para sacar a sus compañeros ungidos de su anterior hogar
terrestre y llevarlos consigo, para que donde él esté, ellos también estén, en
la casa de su Padre, en el cielo. (Jn 14:1-3.)
EL DIVORCIO
Se define como la disolución legal de la unión marital, es decir la
ruptura del vínculo matrimonial entre esposo y esposa. Varios de los términos
que se emplearon en los idiomas originales para el verbo “divorciarse” tienen
el sentido literal de ‘despedir’ (Dt 22:19),
‘dejar ir’, ‘soltar’ (Mt 1:19; 19:3 ), ‘expulsar’,
‘echar fuera’ (Lev 22:13) y ‘cortar’. (Dt 24:1, 3, “certificado
de divorcio” significa literalmente “libro de cortamiento”.)
Cuando Jehová unió a Adán y Eva en matrimonio, no dispuso medio alguno
para un eventual divorcio, cosa que Jesús dejó muy clara en su respuesta a la
pregunta que le hicieron los fariseos: “¿Es lícito para un hombre divorciarse
de su esposa por toda suerte de motivo?”. Jesucristo les explicó que el
propósito de Dios era que el hombre dejara a sus padres y se uniera a su
esposa, para así llegar a ser una sola carne, y añadió: “De modo que ya no son
dos, sino una sola carne. Por lo tanto, lo que Dios ha unido bajo un yugo, no
lo separe ningún hombre”. (Mt 19:3-6; Gé 2:22-24.)
A renglón seguido, los fariseos preguntaron: “Entonces, ¿por qué prescribió
Moisés dar un certificado de despedida y divorciarse de ella?”. La respuesta de
Jesús fue: “Moisés, en vista de la dureza del corazón de ustedes, les hizo la
concesión de que se divorciaran de sus esposas, pero tal no ha sido el caso
desde el principio”. (Mt 19:7, 8.)
Aunque a los israelitas les estaba permitido divorciarse por varias
razones como una concesión, Jehová Dios reglamentó el divorcio en su Ley dada a
Israel por medio de Moisés. Deuteronomio 24:1 dice:
“En caso de que un hombre tome a una mujer y de veras la haga su posesión como
esposa, entonces tiene que suceder que si ella no hallara favor a sus ojos por
haber hallado él algo indecente de parte de ella, entonces él tendrá que
escribirle un certificado de divorcio y ponérselo en la mano y despedirla de su
casa”. No se especifica la naturaleza de la ‘indecencia’ (literalmente, “la
desnudez de una cosa”), pero no podía ser adulterio porque, según la ley de
Dios dada a Israel, la muerte, no el divorcio, era la sanción prescrita para
aquellos que fuesen culpables de adulterio. (Dt
22:22-24.) Parece que en un principio la ‘indecencia’ que le daba al
esposo hebreo base para el divorcio tenía que ver con acciones graves, como el
que la esposa le demostrara gran falta de respeto o le acarrease vergüenza a la
familia. Y ya que la Ley decía: “Tienes que amar a tu prójimo como a ti mismo”,
no es razonable suponer que pudieran usarse impunemente faltas insignificantes
como excusas para divorciarse de la esposa. (Lev 19:18.)
En los días de Malaquías muchos esposos judíos fueron desleales a sus
esposas: se divorciaban de ellas por toda suerte de motivos, y así se libraban
de las esposas de su juventud con el fin, tal vez, de casarse con mujeres
paganas más jóvenes. En lugar de apoyar la ley de Dios, los sacerdotes
permitieron este proceder y, en consecuencia, incurrieron en el desagrado de
Jehová. (Mal 2:10-16.) Asimismo, parece que en
el tiempo de Jesús los judíos se amparaban en muy diversas razones para
divorciarse, como se ve por la pregunta que los fariseos le hicieron a Jesús:
“¿Es lícito para un hombre divorciarse de su esposa por toda suerte de
motivo?”. (Mt 19:3.)
Según la costumbre israelita, el hombre pagaba una dote por la mujer
que llegaba a ser su esposa y se la consideraba su posesión. Ella disfrutaba de
muchas bendiciones y privilegios, pero tenía un papel subordinado en la unión
marital. Su posición se muestra además en Deuteronomio
24:1-4, donde se menciona que el marido podía divorciarse de su esposa,
pero no que la esposa pudiera divorciarse de su esposo; por ser considerada
propiedad del esposo, no podía divorciarse de él. La primera mención
extrabíblica de una israelita que intentó divorciarse de su esposo fue la de
Salomé, la hermana del rey Herodes, quien envió a su esposo, el gobernador de
Idumea, un certificado de divorcio disolviendo su matrimonio. (Antigüedades
Judías, libro XV, cap. VII, sec. 10.) Las palabras de Jesús: “Si alguna vez
una mujer, después de divorciarse de su esposo, se casa con otro, ella comete
adulterio”, parecen indicar que, o bien el divorcio por iniciativa de la mujer
ya había empezado a surgir en su día, o que preveía que esa situación se
produciría. (Mr 10:12.)
Certificado de divorcio.
Los abusos que se produjeron más tarde no deberían movernos a concluir
que la concesión recogida en la ley mosaica facilitaba al esposo israelita la
consecución del divorcio. Para hacerlo se seguía un procedimiento legal. El
esposo tenía que redactar un documento —“escribirle [a su esposa] un
certificado de divorcio”— y, hecho esto, “ponérselo en la mano y despedirla de
su casa”. (Dt 24:1.) Aunque las Escrituras no
entran en más detalles, parece que este procedimiento incluía el consultar a
hombres debidamente autorizados, que primero intentarían reconciliar a la
pareja. El tiempo que tomaba la preparación del certificado y la tramitación
legal del divorcio daba lugar a que el esposo reconsiderara su decisión. Como
el divorcio tenía que estar bien justificado, la observancia rigurosa de la ley
evitaba que se hiciera precipitadamente. Además, así también se protegían los
derechos e intereses de la esposa. Las Escrituras no dicen nada respecto al contenido
del “certificado de divorcio”.
Segundas nupcias de cónyuges divorciados.
En Deuteronomio 24:1-4 también se
estipulaba que la mujer divorciada tendría “que salir de la casa de él e ir y
llegar a ser de otro hombre”, lo que significaba que estaba libre para casarse
de nuevo. De igual manera, se decía: “Si este último hombre le ha cobrado odio
y le ha escrito un certificado de divorcio y se lo ha puesto en la mano y la ha
despedido de su casa, o en caso de que muriera el último hombre que la haya tomado
por esposa, no se permitirá al primer dueño de ella que la despidió tomarla de
nuevo para que llegue a ser su esposa después que ella ha sido contaminada;
porque eso es cosa detestable ante Jehová, y no debes conducir al pecado la
tierra que Jehová tu Dios te da como herencia”. Al primer marido le estaba
prohibido tomar de nuevo a la esposa de la que se había divorciado, quizás para
evitar la posibilidad de que ambos tramaran el divorcio de ella de su segundo
marido o, incluso, la muerte de este, con el fin de volver a casarse. Tomarla
de nuevo era una inmundicia a los ojos de Dios, y ya que el primer marido la
había despedido por ser una mujer en la que había hallado “algo indecente”,
hacía el ridículo si volvía a tomarla después de haber estado unida legalmente
a otro hombre.
Seguramente, el que el primer esposo no pudiese volver a casarse con
la esposa de la que se había divorciado, después que ella se había casado de
nuevo —aunque su segundo marido se divorciase de ella o muriese—, hacía que el
esposo que tuviese la intención de poner fin a su matrimonio reflexionase
seriamente antes de hacerlo. (Jer 3:1.) Sin
embargo, no se especifica prohibición alguna en el supuesto de que ella no
se hubiese casado de nuevo después de haberse consumado el divorcio.
Despido de esposas paganas.
Antes de que los israelitas entraran en la Tierra Prometida, se les
dijo que no formaran alianzas matrimoniales con sus habitantes paganos. (Dt 7:3, 4.) No obstante, en los días de Esdras los
judíos habían tomado esposas extranjeras, y, en oración a Dios, Esdras
reconoció su culpabilidad en este asunto. En respuesta a su exhortación y en
reconocimiento de su error, los hombres de Israel que habían tomado esposas
extranjeras las despidieron “junto con hijos”. (Esd
9:10–10:44.)
Sin embargo, como se desprende del consejo inspirado de Pablo, los
cristianos que provenían de diversas naciones (Mt 28:19)
no tenían que divorciarse de sus cónyuges por no ser estos adoradores de
Jehová, ni siquiera separarse de ellos. (1Co 7:10-28.)
Pero cuando se trataba de contraer un nuevo matrimonio, a los cristianos se les
aconsejaba casarse “solo en el Señor”. (1Co 7:39.)
José piensa en divorciarse.
Estando María prometida en
matrimonio a José, se halló que estaba encinta por espíritu santo: “Sin embargo,
José su esposo, porque era justo y no quería hacer de ella un espectáculo
público, tenía la intención de divorciarse de ella secretamente”. (Mt 1:18, 19.) Como para los judíos de aquel tiempo los
esponsales vinculaban ineludiblemente a la pareja, es procedente el uso de la
palabra “divorciarse” en este contexto.
Si una joven comprometida tenía relaciones sexuales con otro hombre,
era lapidada, al igual que se hacía con la mujer adúltera. (Dt 22:22-29.) Para poder sentenciar a muerte por
apedreamiento a una persona, se requería que su culpabilidad se demostrase por
el testimonio de dos testigos. (Dt 17:6, 7.) Es
evidente que José no tenía testigos que acusasen a María, y aunque estaba
embarazada, José no tuvo una explicación satisfactoria de los hechos hasta que
el ángel de Jehová le informó. (Mt 1:20, 21.) No
se dice si el ‘divorcio en secreto’ que José se proponía hacer incluiría la
entrega de un certificado, pero seguramente él se apegaría a los principios
expresados en Deuteronomio 24:1-4 y le otorgaría
el divorcio a María en presencia de solo dos testigos, con lo que la situación
quedaría zanjada legalmente y evitaría exponerla sin necesidad a la vergüenza.
Si bien Mateo no da todos los detalles relacionados con el procedimiento que
José pensaba seguir, sí indica que deseaba tratar con misericordia a María. Al
optar por este proceder, no se dice que obrase de modo injusto, al contrario,
si “[tuvo] la intención de divorciarse de ella secretamente”, fue “porque era justo
y no quería hacer de ella un espectáculo público”. (Mt
1:19.)
Condiciones que impedían el divorcio en Israel.
Según la ley de Dios dada a Israel, bajo ciertas condiciones era
imposible divorciarse. Podía darse el caso de que un hombre tomara una esposa,
tuviese relaciones con ella y luego llegara a odiarla. Podía declarar con
falsedad que no era virgen cuando se casó con ella, lo que suponía acusarla
injustamente de actos escandalosos y acarrearle un mal nombre. Si los padres de
la muchacha demostraban que su hija había sido virgen al tiempo de casarse, los
hombres de la ciudad tenían que disciplinar al esposo que la había acusado con
falsedad, imponiéndole una multa de cien siclos de plata (220 €), que daban al
padre de la muchacha, y ella tenía que continuar siendo la esposa de aquel
hombre, pues estaba escrito: “No se le permitirá divorciarse de ella en todos
sus días”. (Dt 22:13-19.) Asimismo, si se
descubría que un hombre tenía relaciones con una virgen que no estaba
comprometida, la Ley prescribía: “El hombre que se acostó con ella entonces
tiene que dar al padre de la muchacha cincuenta siclos de plata (110 €), y ella
llegará a ser su esposa debido a que la humilló. No se le permitirá divorciarse
de ella en todos sus días”. (Dt 22:28, 29.)
Jesús dijo en su Sermón del Monte: “Además se dijo: ‘Cualquiera que se
divorcie de su esposa, déle un certificado de divorcio’. Sin embargo, yo les
digo que todo el que se divorcie de su esposa, a no ser por motivo de
fornicación, la expone al adulterio, y cualquiera que se case con una
divorciada comete adulterio”. (Mt 5:31, 32.)
Posteriormente, después de decirles a los fariseos que la concesión de divorcio
registrada en la ley mosaica no había sido una disposición vigente “desde el
principio”, comentó: “Yo les digo que cualquiera que se divorcie de su esposa,
a no ser por motivo de fornicación, y se case con otra, comete adulterio”. (Mt 19:8, 9.) En nuestro día, suele distinguirse entre
“fornicación” y “adulterio”: el primer término aplica a la persona que tiene
relaciones sexuales con otra del sexo opuesto sin estar casada, y el segundo, a
la persona casada que consiente en tener ayuntamiento sexual con alguien del
sexo opuesto que no es su cónyuge legal. En
consecuencia, las palabras de Jesús en Mateo 5:32 y
19:9 indican que la única base válida para el divorcio es que uno de los
dos cónyuges cometa por·néi·a. Dada esta circunstancia, un cristiano
podría valerse de este recurso y divorciarse de su cónyuge, con lo que quedaría
libre para casarse de nuevo, si lo desease, con una persona de su misma fe. (1Co 7:39.)
Si una persona casada tuviese relaciones sexuales con alguien de su
mismo sexo, incurriría en un acto sucio y repulsivo (homosexualidad) y, de no
arrepentirse, no podría ser contado entre los herederos del Reino. Las Escrituras
también condenan el ayuntamiento con animales: la bestialidad. (Lev 18:22, 23; Ro 1:24-27; 1Co 6:9, 10.) Todos estos
actos —sucios en sumo grado— quedan englobados en el amplio concepto de por·néi·a.
Además, ha de decirse que bajo la ley mosaica la homosexualidad y la
bestialidad comportaban la pena de muerte y dejaban al cónyuge inocente en
libertad para casarse de nuevo. (Lev 20:13, 15, 16.)
Por otra parte, Jesucristo dijo que “todo el que sigue mirando a una
mujer a fin de tener una pasión por ella ya ha cometido adulterio con ella en
su corazón”. (Mt 5:28.) Sin embargo, no quiso
decir con esto que ese sentimiento interior, no materializado, daba base para
el divorcio. Con sus palabras, Jesús puso de manifiesto que el corazón debe
mantenerse limpio y que no es procedente albergar pensamientos y deseos
impropios. (Flp 4:8; Snt 1:14, 15.)
La ley rabínica judía realzaba el deber que tenía la pareja de hacer
uso del débito conyugal, y si la esposa era estéril, permitía que el esposo se
divorciara de ella. Sin embargo, en las Escrituras no hay base alguna que le
otorgue al cristiano esa prerrogativa. La prolongada esterilidad de Sara no le
dio base a Abrahán para divorciarse de ella, como tampoco —por la misma razón—
pensó Isaac en divorciarse de Rebeca, Jacob de Raquel o el sacerdote Zacarías
de Elisabet. (Gé 11:30; 17:17; 25:19-26; 29:31; 30:1,
2, 22-25; Lu 1:5-7, 18, 24, 57.)
No hay nada en las Escrituras que justifique a un cristiano
divorciarse de su cónyuge por ser este incapaz de pagar el débito conyugal,
haber perdido su sano juicio o contraído una enfermedad incurable o repulsiva.
El espíritu de amor, que es propio de los cristianos, induce, no al divorcio,
sino a tratar con conmiseración a ese cónyuge. (Ef
5:28-31.) Tampoco otorga la Biblia al cristiano el derecho de
divorciarse de su cónyuge por ser de diferente religión; muestra, más bien, que
si permanecen juntos, el cónyuge cristiano puede atraer al incrédulo a la fe
verdadera. (1Co 7:12-16; 1Pe 3:1-7.)
Cuando Jesús dijo en el Sermón del Monte que ‘todo el que se
divorciara de su esposa por cualquier otro motivo que no fuese el de la
fornicación, la exponía al adulterio, y que cualquiera que se casara con una
divorciada cometería adulterio’ (Mt 5:32),
mostró que si el divorcio se producía por motivos ajenos a la por·néi·a
de la esposa, el esposo la dejaría ante el riesgo de incurrir en adulterio en
el futuro. Siendo que la base del divorcio no era el adulterio, no tenía
verdadero valor desvinculante y, por lo tanto, no la dejaba en libertad para casarse
con otro hombre y hacer vida conyugal con él. Además, cuando Cristo dijo que
cualquiera que “se case con una divorciada comete adulterio”, se refería a una
mujer divorciada por razones ajenas al “motivo de fornicación” (por·néi·a).
Su divorcio, aunque legalmente válido, no tenía el refrendo de las Escrituras.
Marcos, al igual que Mateo (Mt 19:3-9),
registró lo que dijo Jesús a los fariseos con relación al divorcio y citó a
Cristo cuando dijo: “Cualquiera que se divorcie de su esposa y se case con otra
comete adulterio contra ella, y si alguna vez una mujer, después de divorciarse
de su esposo, se casa con otro, ella comete adulterio”. (Mr 10:11, 12.) Una declaración similar se hace en Lucas 16:18: “Todo el que se divorcia de su esposa y
se casa con otra comete adulterio, y el que se casa con una mujer divorciada de
un esposo comete adulterio”. Leídos por separado, estos versículos parecen
prohibir el divorcio a los seguidores de Cristo sea cual sea la circunstancia,
o, cuando menos, indicar que un divorciado no podría casarse de nuevo, a no ser
que muriese el cónyuge del que se divorció. Sin embargo, estas palabras de
Jesús, según aparecen en Marcos y Lucas, deben entenderse a la luz de la declaración
más completa registrada por Mateo. En esta se incluye la frase “a no ser por
motivo de fornicación” (Mt 19:9; Mt 5:32),
mostrando que lo que Marcos y Lucas escribieron sobre el divorcio al citar a
Jesús aplicaría siempre que la razón para el divorcio no hubiese sido la
fornicación (por·néi·a) de uno de los cónyuges.
Sin embargo, una persona no está obligada bíblicamente a divorciarse
de un cónyuge adúltero arrepentido. El esposo o esposa cristiano puede
responder con misericordia, al igual que Oseas, que al parecer tomó de nuevo a
su esposa adúltera Gómer, y Jehová, que mostró misericordia al Israel
arrepentido que había sido culpable de adulterio espiritual. (Os 3.)
Se restablece la norma
original de Dios.
Con sus palabras, Jesús dejó claro que se restablecía la elevada norma
sobre el matrimonio que Dios fijó en un principio, y que aquellos que llegaran
a ser sus discípulos tendrían que adherirse a esa norma. Aunque las concesiones
recogidas en la ley mosaica continuaban vigentes, sus verdaderos discípulos,
que se interesarían en hacer la voluntad del Padre y en ‘hacer’ o poner por
obra los dichos enseñados por Jesús (Mt 7:21-29),
no se ampararían en dichas concesiones a fin de ‘endurecer su corazón’ hacia
sus cónyuges. (Mt 19:8.) No violarían el
principio original que gobierna el matrimonio por el afán de divorciarse de sus
cónyuges a toda costa y sobre bases distintas a la que Jesús indicó: la
fornicación (por·néi·a).
La persona soltera que cometiese fornicación con una prostituta
llegaría a ser “un solo cuerpo” con ella. De igual manera, el adúltero se
constituiría “un solo cuerpo”, no con su esposa, con quien ya lo era, sino con
aquella con la que tuviese relaciones inmorales. En consecuencia, no solo
pecaría contra sí mismo, su propio cuerpo, sino contra el “solo cuerpo” que
hasta ese momento formaba con su esposa. (1Co 6:16-18.)
Esa es la razón por la que el adulterio proporciona una base válida para
desatar el vínculo conyugal con el respaldo de los principios bíblicos, y
cuando esas condiciones se dan, el divorcio da fin al matrimonio legal y deja
en libertad al cónyuge inocente para casarse de nuevo con toda dignidad. (Heb 13:4.)
El divorcio en sentido figurado.
Las relaciones conyugales se emplean en la Biblia en sentido figurado.
(Isa 54:1, 5, 6; 62:1-6.) Del mismo modo, se
hace referencia al divorcio o a la acción de despedir a una esposa en términos
simbólicos. (Jer 3:8.)
En 607 a. E.C., el reino de Judá fue echado abajo, Jerusalén sufrió
destrucción y a los habitantes de la tierra se los llevaron al cautiverio
babilonio. Años antes de que esto ocurriese, Jehová había profetizado a judíos
que llegarían a estar en cautiverio: “¿Dónde, pues, está el certificado de
divorcio de la madre de ustedes, a la cual yo despedí?”. (Isa 50:1.) La “madre” u organización nacional había
sido despedida por una razón justa, no porque Jehová rompiese unilateralmente
su pacto e iniciase una tramitación de divorcio, sino debido a sus pecados
contra la ley del pacto. Sin embargo, hubo un resto de israelitas arrepentidos
que le oró a Jehová a fin de que los aceptase de nuevo en aquella relación de
esposa y los restaurase a su tierra. Por causa de su propio nombre, en 537 a.
E.C., cuando los setenta años de desolación terminaron, Jehová restauró de
nuevo a su pueblo y lo condujo a su tierra.
La FORNICACIÓN
son todo tipo de relaciones sexuales ilícitas fuera del matrimonio instituido
por Dios. La palabra hebrea za·náh y otras formas afines transmiten la
idea de prostitución, ayuntamiento o relación sexual inmoral y fornicación. (Gé 38:24; Éx 34:16; Os 1:2; Le 19:29.) La palabra
griega que se traduce “fornicación” es por·néi·a, un término que, “se usa
en sentido general con referencia a relaciones sexuales ilícitas, tales como el adulterio, (Os. 2.2,
4 ; Mt. 5.32; 19.9; 2) el
matrimonio ilícito, 1 Cor. 5.1, y, en su sentido
más usual, la fornicación, como es el caso que nos ocupa Ef 5:3 ”. A
este respecto, el Greek-English Lexicon of the New Testament (de W.
Bauer, revisión de F. W. Gingrich y F. Danker, 1979, pág. 693) define esta
palabra como “prostitución, incontinencia, fornicación, toda clase de
relación sexual ilícita”. Se entiende, por lo tanto, que por·néi·a
implica el uso crasamente inmoral de los órganos genitales de por lo menos una
persona, aunque hayan debido tomar parte en el acto dos o más individuos (bien
otra persona que se presta al acto o un animal) del mismo sexo o de sexo
opuesto. (Jud 7.) La violación es un acto de
fornicación, pero, por supuesto, no convierte a la víctima en fornicador.
Cuando Dios bendijo al primer matrimonio humano,
dijo: “Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre, y tiene que adherirse
a su esposa, y tienen que llegar a ser una sola carne”. (Gé 2:24.) La norma que Dios fijó para el hombre y la
mujer fue la monogamia, y estaban excluidas las relaciones sexuales promiscuas.
Tampoco se contemplaba el divorcio ni las segundas nupcias.
En la sociedad patriarcal, los siervos fieles de
Dios odiaban la fornicación, y la consideraban un pecado contra Dios, tanto si
eran personas solteras, como si estaban comprometidas o casadas. (Gé 34:1, 2, 6, 7, 31; 38:24-26; 39:7-9.)
Bajo la Ley.
Bajo la
ley mosaica, el hombre que cometía fornicación con una muchacha que no estaba
comprometida tenía que casarse con ella y pagar a su padre la dote estipulada
para una novia (50 siclos de plata; 110€). No podía divorciarse de ella en toda
su vida. Aunque el padre de ella rehusara dársela en matrimonio, el hombre
tenía que pagarle el precio de compra prescrito. (Éx
22:16, 17; Dt 22:28, 29.) Sin embargo, si la muchacha estaba comprometida,
el hombre tenía que morir lapidado. No se castigaba a la muchacha que gritaba
cuando era atacada, pero si no lo hacía (indicando así que consentía), también
se le daba muerte. (Dt 22:23-27.)
La ley que castigaba con la muerte a una muchacha
que se casase fingiendo ser virgen, pero que hubiese cometido fornicación en
secreto, realzaba la santidad del matrimonio. Si su marido la acusaba
falsamente de tal delito, se consideraba que había acarreado gran vergüenza a
la casa del padre de ella. Por tal difamación los jueces tenían que
‘disciplinar’ a tal hombre (posiblemente azotarlo) y multarlo con 100 siclos de
plata (220 €), dinero que se entregaba al padre de la esposa. (Dt 22:13-21.) La prostitución de la hija de un
sacerdote deshonraba el sagrado puesto de su padre. A ella debía dársele muerte
y luego quemarla como algo detestable. (Le 21:9; Le
19:29.) La fornicación entre personas casadas (adulterio) era una
violación del séptimo mandamiento, y aquellos que cometían tal pecado merecían
la pena de muerte. (Éx 20:14; Dt 5:18; 22:22.)
Si un hombre cometía fornicación con una sierva
designada para otro hombre pero que aún no había sido redimida o liberada, se
les tenía que castigar a ambos, pero no debía dárseles muerte. (Le 19:20-22.) Esto era así porque la mujer todavía no
era libre y no tenía completo control de sus acciones, como lo habría tenido
una muchacha comprometida que estuviese en libertad. Aún no se había pagado el
precio de redención, o al menos no en su totalidad, por lo que todavía era
esclava de su amo.
Cuando el avaricioso profeta Balaam vio que no
podía maldecir a Israel por medio de artes adivinatorias, procuró hacerles
incurrir en la desaprobación de Jehová, induciéndolos a tener relaciones
sexuales ilícitas. Por medio de las mujeres moabitas, consiguió que
participaran en el sucio culto fálico del Baal de Peor, por lo que 24.000
israelitas perdieron la vida. (Nú 25:1-9; 1Co 10:8 es probable que 1.000 cabezas del pueblo
fuesen ejecutados y colgados en maderos (Nú 25:4)
y los 23.000 restantes fuesen pasados a espada o muriesen debido al azote)
Prohibida a los cristianos.
Jesucristo
restauró la norma original de Dios acerca de la monogamia (Mt 5:32; 19:9) y condenó la fornicación, equiparándola
a razonamientos inicuos, asesinatos, robos, falsos testimonios y blasfemia,
todo lo cual proviene del interior del hombre, de su corazón, y lo contamina. (Mt 15:19, 20; Mr 7:21-23.) Más tarde, el cuerpo
gobernante de la congregación cristiana, compuesto por los apóstoles y los
ancianos que estaban en Jerusalén, escribió a los cristianos en 49 E.C.,
prohibiéndoles la fornicación, que colocó al mismo nivel que la idolatría y el
consumo de sangre. (Hch 15:20, 29; 21:25.)
El apóstol Pablo señala que la fornicación es una
de las obras de la carne, lo opuesto al fruto del espíritu de Dios, y advierte
que el practicar las obras de la carne impedirá que un individuo herede el
Reino. (Gál 5:19-21.) Su consejo es que el
cristiano amortigüe su cuerpo “en cuanto a fornicación”. (Col 3:5.) Pablo advirtió a los cristianos que la por·néi·a
ni siquiera debería ser tema de conversación entre personas santas, tal como a
los israelitas se les mandó que no mencionasen los nombres de los dioses
paganos de las naciones que los rodeaban, no que no los nombraran a sus hijos
al prevenirles del culto a esas deidades, sino que no los mencionasen con
agrado. (Ef 5:3; Éx 23:13.)
La fornicación es una ofensa por la que un
individuo puede ser expulsado de la congregación cristiana. (1Co 5:9-13; Heb 12:15, 16.) El apóstol explica que un
cristiano que comete fornicación peca contra su propio cuerpo, pues usa los
órganos de la reproducción para fines ilícitos. Este proceder afecta muy
adversamente a la persona en sentido espiritual, trae deshonra a la congregación
de Dios y hace que dicha persona quede expuesta al peligro de enfermedades
venéreas mortíferas. (1Co 6:18, 19.) El
fornicador abusa de los derechos de sus hermanos cristianos (1Te 4:3-7), pues:
1) su
‘locura deshonrosa’ introduce inmundicia en la congregación y la desprestigia (Heb 12:15, 16)
2) priva a
la persona con quien comete fornicación de una condición moral limpia y, si es
soltera, del derecho a dar comienzo a una relación matrimonial pura
3) mancha
el nombre de su propia familia, y, además
4)
perjudica a los padres, esposo o prometido de la persona con quien comete
fornicación. Tal persona no desafía al hombre, cuyas leyes pueden o no
sancionar la fornicación, sino a Dios, quien exigirá castigo por su pecado. (1Te 4:8.)
Detrás de cada matrimonio roto
hay un corazón endurecido contra Dios, y después endurecido contra el
compañero-cónyuge. Desde el principio mismo, la intención de Dios en lo que
concierne al matrimonio fue que el matrimonio sea para toda la vida. Teniendo
en cuenta esto, los creyentes debiéramos tener cuidado al escoger el compañero
o la compañera para la vida (2Co_6:14). A
pesar de ello, ningún matrimonio está completamente libre de las diferencias y
dificultades que pudieran conducir al divorcio, si el esposo y la esposa fueran
defraudados en sus inclinaciones naturales.
El diablo exagerará las fallas y las
insuficiencias del cónyuge, sembrará sospecha y celos, provocará la
autocompasión, insistirá en que mereces algo mejor, y te hará la engañosa
promesa de que las cosas serían mejores con alguna otra persona. Pero escucha
las palabras de Jesús y recuerda: Dios puede cambiar los corazones y quitar
toda su dureza si tan sólo nosotros se lo permitimos. (Mal_2:13-14,
Mal_2:16/Sal_68:5-6)
¡Maranatha!
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