¿Cuándo
es excesiva la tristeza?
1.
La tristeza es excesiva cuando surge de premisas falsas. Cualquier tristeza es excesiva si ninguna parte de
ella es apropiada, y una gran tristeza es excesiva si no está en proporción con
la causa verdadera. Si uno cree que es un asunto de responsabilidad lograr lo
que no es una responsabilidad en absoluto, pero se siente culpable de haber
dejado eso sin hacer, esto es culpa causada por error.
Muchos se han sentido muy culpables porque se hallan
incapaces de orar con suficiente fervor o durante lo que ellos consideran
duración suficiente, porque no tienen ni la capacidad ni el tiempo.
Otros se han sentido culpables por no señalar el
pecado en los demás, cuando la necesidad real era por instrucción sabia e
intimidación cuidadosamente formulada en vez de una reprensión formal.
Otros más, se vuelven obsesionados con una sensación
de pecado cuando, durante su día laboral, piensan en cosas “no espirituales”
necesarias para su trabajo en vez de pensar en Dios. Esta sensación de
culpabilidad se deduce de la superstición, cuando los individuos ponen sobre sí
mismos responsabilidades religiosas que Dios nunca les requirió, y no han
logrado cumplir estas obligaciones autoimpuestas.
Otros han llegado a convencerse falsamente de que lo
que una vez consideraron como una doctrina verdadera puede ser falsa, y
entonces están confundidos e imaginan que están obligados a renunciar como
falso lo que habían tenido por mucho tiempo como verdadero.
Algunos llegan a preocuparse con cada bocado de
alimento que comen, con lo que visten y con lo que dicen. Por consiguiente,
desarrollan un sentido del bien y el mal invertido, piensan que lo bueno que
hacen es pecaminoso e inevitablemente exageran las imperfecciones menores como
si fueran crímenes horrendos. Estos representan ejemplos de dolor y culpa que
no tienen una causa válida y por lo tanto son exagerados.
La culpa es excesiva cuando es autodestructiva ya
sea en sentido físico o intelectual. La naturaleza requiere ser tomada
seriamente, y gozarla requiere un ejercicio apropiado de responsabilidades
ligadas a una vida sana. Sin embargo, claramente, tal gravedad y las
responsabilidades asociadas no deben entenderse por separadas o juntas ni
implementadas en una manera que sea dañina para el bienestar de uno. Así como
las leyes civiles, eclesiásticas y familiares están diseñadas, en cada ámbito,
para edificación y no para su destrucción, así también la disciplina personal
es para el bien de uno, no para el detrimento.
Tal como Dios
ha declarado su preferencia por la misericordia sobre el sacrificio, está claro
que no debemos usar la religión como excusa para dañarnos a nosotros mismos ni
a nuestros prójimos. Se nos dice que amemos a nuestro prójimo como a nosotros
mismos. El ayuno, por ejemplo, podría considerarse una responsabilidad
solamente hasta donde promueva un bien específico (tal como expresar humildad o
ganar el control de una tentación en particular). De la misma manera, la tristeza es excesiva cuando hace más
daño que bien.
Pero ahondaremos en este asunto específico más
adelante.
Cómo
la tristeza excesiva vence a una persona
Cuando la tristeza abruma a alguien que está
consciente de ser un pecador, es exagerada y debe ser vencida, tal como en los
siguientes ejemplos:
1. Las facultades mentales de una persona podrían
estar disminuidas debido al pesar y la preocupación, así que el juicio está
corrompido y pervertido, y por lo tanto, no se puede confiar en ellos. De
manera similar, como alguien en un arranque de ira, una persona en gran temor y
confusión piensa cosas, no como son realmente, sino como estado emocional
consternado se las presenta. En cuanto a Dios y la religión, al estado de su
propia alma y su comportamiento o sus propios amigos o enemigos, su juicio no
es digno de confianza porque está discapacitado. Si en algo pudiera
confiársele, podría confiarse en que es más probablemente falso que certero. Es
más bien como tener los ojos seriamente hinchados y todavía pensar que lo que
se ve a través de esos ojos representa el verdadero estado de las cosas. Así
que cuando la razón es vencida por la tristeza, entonces la tristeza en sí es
exagerada.
2.
La pena excesiva evita que uno pueda gobernar sus propios pensamientos.
Tales pensamientos tienen la garantía de ser tanto
pecaminosos como angustiantes. La pena conduce esos pensamientos como si
estuvieran en una corriente. Sería más fácil mantener sin movimiento a las
hojas de un árbol durante un vendaval que calmar los pensamientos en aquellos
que están trastornados. Si uno emplea la razón como un esfuerzo para
mantenerlos apartados de los temas agonizantes o para dirigirlos a asuntos más
placenteros, es improductiva. La razón por sí sola no tiene poder contra la
sarta de emociones violentas.
3.
Tal tristeza abrumadora podría tragarse a la misma fe y evitar fuertemente su
ejercicio.
El evangelio nos pide que creamos en las cosas que
consisten en un gozo indescriptible; es muy difícil que un corazón abrumado por
la tristeza pueda creer que cualquier cosa que sea gozosa sea cierta, mucho
menos creer en cosas tan verdaderamente gozosas como el perdón y la salvación.
Aunque no se atreve a llamar mentiroso a Dios, a la persona muy abrumada se le
dificulta creer en que las promesas de Dios se dan gratuitamente y en
abundancia, o que Dios está listo para recibir a todos los pecadores que se
arrepienten y vuelven a Él. Por lo tanto, un pesar así causa sentimientos que
están en desacuerdo con la gracia y las promesas del evangelio, y estos
sentimientos en sí mismos interfieren con la fe.
4.
La tristeza excesiva interfiere con la esperanza aún más que con la fe.
Esto sucede cuando aquellos que se consideran creyentes
perciben la Palabra de Dios y sus promesas como ciertas y aplicables a todos
excepto a ellos mismos. La esperanza es esa gracia por medio de la que uno no
solo cree las afirmaciones del evangelio, sino que también descansa en el
consuelo de que esas promesas del evangelio le pertenecen específicamente, no
solo en general. Es un acto de aplicación. La primera acción de la fe es
reconocer que el evangelio es verdad y que promete misericordia y gloria futura
a través de Cristo. La segunda acción es cuando esa fe dice, por así decirlo,
“yo confiaré mi alma y mi todo en ese evangelio y aceptaré a Cristo para que
sea mi Salvador y mi auxilio”. Entonces, la esperanza mira con expectación a
esa salvación que proviene de Él. Sin embargo, la melancolía, la tristeza
excesiva y el desaliento apagan tal esperanza, como el agua apaga el calor del
fuego o del hielo. La desesperación es la esencia de tal oposición a la
esperanza. Los deprimidos quisieran tener esperanza para sí mismos, pero se
hallan incapaces de hacerlo. Sus pensamientos sobre tales temas están llenos de
sospecha y recelos, y entonces, ven un futuro de peligro y miseria y se sienten
inútiles. En ausencia de la esperanza, la cual se nos asegura ser el ancla
misma del alma, no es de sorprenderse que las tormentas de la vida los lancen continuamente
de un lado a otro. Tal sensación exagerada de pesar consume cualquier esfuerzo
que uno pudiera encontrar en la bondad y el amor de Dios, e interfiere con el
amor hacia Dios. Dicha interferencia es un enemigo contra llevar una vida
santa. Es casi imposible, para alguien muy trastornado, comprender la bondad
general de Dios, y aún más experimentarlo a Él así de bueno y amigable en un
sentido personal e íntimo. Un alma así se halla, por así decirlo, como un
hombre en el desierto del Sahara, lleno de llagas por el sol intenso, a punto
de morir de deshidratación y cansancio. Aunque él puede admitir que el sol es
la fuente de vida sobre la tierra y una bendición general para la humanidad, él
solamente está consciente de la miseria y la muerte que le trae.
Aquellos
abrumados por la tristeza y la culpa admitirán la bondad de Dios hacia los
demás, pero lo experimentarán a Él como un enemigo preparado para destruirlos.
Ellos piensan que Dios los odia, que los ha abandonado, que está finalmente
determinado a rechazarlos, que lo ha decidido desde antes de los tiempos, y que
los ha creado específicamente para el propósito particular de la condenación. A
ellos les parecería casi imposible amar a un ser humano que los calumnió, oprimió,
o que les hizo daño de alguna manera; hallan más difícil aún amar a un Dios
que, según creen, intenta condenarlos, y que les ha cortado todos los medios
para su escape.
De aquí se deduce, como era de esperarse, que estos
sentimientos desordenados conducen a un punto de vista distorsionado y
altamente perjudicial de la Palabra de Dios, sus obras, su misericordia y sus
disciplinas. La persona deprimida escucha o lee la Escritura como si estuviera
dirigida a sí misma en lo personal: cada lamento y cada juicio amenazante lo
toma como si fuera para ella. Sin embargo, se excusa de todas las promesas y
versículos de consuelo, como si ella hubiera sido excluida de ellos
personalmente por nombre. Entonces, halla las misericordias de Dios como muy
circunscritas, como que no hay misericordia para ella en absoluto, como si Dios
las mostrara solo para burlarse de ella y hacer que sus pecados sean menos
excusables, el juicio pendiente mucho más pesado y su condenación inevitable
incluso más catastrófica. Dios endulza
el veneno y el odio bajo un amor pretendido, con la intención de darle a la
persona un lugar peor en el infierno. Si Dios la corrige, ella se imagina, no
que está siendo guiada hacia el arrepentimiento, sino que Dios la está
atormentando antes de tiempo. Repito, estas almas desanimadas usan el lenguaje
de perdición, como lo hicieron aquellos demonios que Cristo confrontó: “Y clamaron diciendo: ‘¿Qué tienes con nosotros, Jesús, Hijo
de Dios? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?’” (Mateo
8:29).
Está claro que tales pensamientos destruyen la
gratitud. Lejos de ofrecer un agradecimiento sincero, las personas
excesivamente tristes le reprochan a Dios por sus supuestas misericordias, como
si estas fueran crueldades. Este razonamiento trastornado está totalmente
opuesto al gozo ofrecido en el Espíritu Santo y la paz asociada que constituye
el reino de Dios. Para estos individuos miserables, nada es gozoso.
Deleitarse en Dios, en su Palabra y en sus caminos
es la prueba y la esencia de la espiritualidad verdadera. Pero aquellos que no
pueden deleitarse en nada, ya sea en Dios o en su Palabra o en su
responsabilidad para con Él son como un hombre enfermo que ingiere su comida
obligadamente por necesidad y a pesar de su náusea y su asco.
Lo anterior demuestra que la enfermedad a la que
llamamos melancolía —depresión— está en contra del sentido mismo del evangelio.
Cristo vino como Salvador para libertar a los cautivos, para reconciliarnos con
Dios, y para traernos “buenas nuevas” de perdón y gozo eterno. Este mismo
evangelio, donde se le reciba, trae gran regocijo, ya sea proclamado por los
ángeles o por los seres humanos. Sin embargo, bajo la influencia de la
depresión, todo lo que Cristo ha logrado, comprado, ofrecido y garantizado parece
ser solamente de dudosa reputación e, incluso cuando es verdad, una causa más
para entristecer que para alegrarse.
Este padecimiento es fácilmente explotado por
Satanás para introducir pensamientos blasfemos sobre Dios, como si Dios fuera
malo, y para odiar y destruir a quienes anhelan complacerlo. El diseño del
diablo es presentarnos a Dios como siendo el maligno mismo, quien es de hecho
un enemigo malvado que se deleita en causar dolor. Ya que el hombre odia al
diablo por su resentimiento, ¿no lo animaría él a odiar y blasfemar contra
Dios? ¿Pudo el diablo convencerlo de que Dios es peor en sus intenciones que
él, Satanás mismo? La adoración de Dios a través de imágenes es detestable para
el Señor ya que parece reducirlo a la creatura usada para representarlo.
¡¿Cuánto más blasfemo, entonces, es para Él ser representado como un demonio
malvado?!
Los pensamientos diminutos, básicos, con relación a
la bondad de Dios, así como de su grandeza, son altamente insultantes para
Dios, como lo sería pensar de él en alguien no más digno de confianza ni mejor
que un padre terrenal o un amigo. ¿Cuán peor son las imaginaciones de aquellos
con pensamientos trastornados? Sería insultante para los ministros rectos del
evangelio describirlos como Cristo describió a los falsos profetas: espinas,
cardos y lobos. ¿Acaso no sería mucho peor crimen tener pensamientos incluso
más infames sobre Dios mismo?
5
Esta tristeza excesiva hace a la gente incapaz de tener una meditación
constructiva.
Confunde sus pensamientos y los lleva a
distracciones y tentaciones dañinas. Mientras más reflexionan, más abrumados se
vuelven. La oración está corrompida por simples reclamos, en vez de súplicas
que surgen de una creencia como de niño. Predispone a los individuos hacia las
reuniones con el pueblo de Dios y los incapacita para obtener consuelo de
participar en el sacramento de la Mesa del Señor. En cambio, ellos temen
participar indignamente apresurando e incrementando su propia condenación. La
predicación y el consejo también se vuelven ineficaces de cara a tales
pensamientos; no importa lo que usted diga o cuán convincente es en ese
momento, no tiene efecto alguno sobre ellos o solamente uno momentáneo. Este
trastorno aumenta la pesadez de cada sufrimiento fortuito, cayendo como lo hace
sobre uno que ya está en agonía, que no puede hallar consuelo para compensar
esa miseria. En efecto, el deprimido no puede siquiera encontrar consuelo en el
prospecto de la muerte, ya que les parece solo la puerta del infierno mismo. La
vida es pesada, pero la muerte es aterradora. Ellos están cansados de la vida,
pero temen morir. Así, esta tristeza exagerada abruma al individuo.
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