2Co 7:8 Porque aunque os
contristé con la carta, no me pesa, aunque entonces lo lamenté; porque veo que
aquella carta, aunque por algún tiempo, os contristó.
2Co 7:9 Ahora me gozo, no
porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para
arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna
pérdida padecieseis por nuestra parte.
2Co 7:10 Porque la tristeza
que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que
arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte.
2Co 7:11 Porque he aquí, esto
mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud produjo en
vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué
celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto.
El tema de este pasaje enlaza realmente con
2:12s, donde Pablo dice que no tuvo tranquilidad en Tróas porque no sabía cómo
se había desarrollado la situación en Corinto, y que había salido para
Macedonia al encuentro Tito para recibir las noticias lo más pronto posible.
Recordemos otra vez las circunstancias. Las cosas habían ido mal en Corinto. En
un intento para remediarlas, Pablo les había hecho una visita que puso las
cosas peor y casi le rompió el corazón. Después de aquel fracaso, mandó a Tito
con una carta excepcionalmente seria y severa. Pablo estaba tan preocupado con
el resultado de todo aquel asunto tan desagradable que no pudo estar tranquilo
en Tróas, aunque había mucho allí que se podía hacer; así que se puso en camino
otra vez para salirle al encuentro a Tito y recibir las noticias lo antes
posible. Se encontró con Tito en algún lugar de Macedonia, y comprobó lo
desbordantemente feliz que venía, y que el problema se había resuelto, la
herida se había cerrado y todo estaba bien. Ese era el trasfondo de
acontecimientos que iluminan la lectura de este pasaje.
En
él se nos dicen algunas cosas acerca del método de Pablo y acerca de la
reprensión cristiana.
(i)
Está claro que había llegado el momento
en que era necesaria la reprensión. Cuando se deja pasar ese momento para
mantener una paz inestable no se cosechan más que problemas. Cuando se deja
desarrollar una situación peligrosa por no enfrentarse con ella -cuando los
padres no imponen disciplina para evitar disgustos, cuando uno se resiste a coger
la ortiga del peligro porque sólo quiere las florecillas de la seguridad,
cuando se tapa el pecado-, no se hace más que almacenar disgustos. Los
problemas son como las enfermedades: si se tratan a tiempo, a menudo se
erradican; si no, se hacen incurables.
(ii)
Aun admitiendo todo eso, lo que menos
quería Pablo era reprender. Lo hacía sólo por obligación, y no se complacía
en infligir dolor. Hay algunos que experimentan un placer sádico al contemplar
los gestos de los que reciben los latigazos de su lengua viperina, y que
presumen de ser justos cuando en realidad están siendo crueles. Es un hecho
que la reprensión que se da con regodeo no es tan efectiva como la que se
administra con amor y por necesidad.
(iii) Además, el único objetivo de Pablo al
reprender era capacitar a esas personas para ser como debían. Mediante su
reprensión quería que los corintios vieran lo profunda que era su relación con
ellos a pesar de su desobediencia e indisciplina. Tal sistema podría de momento
causar dolor, pero no era éste su fin último; no era dejarlos fuera de combate,
sino ayudarlos a levantarse; no desanimarlos, sino animarlos; erradicar el mal,
pero dejar crecer el bien.
Aquí
se nos descubren también tres grandes alegrías.
(i)
Todo este pasaje respira el gozo de la
reconciliación, de la brecha restañada y de la pelea remediada. Todos
recordamos momentos de nuestra niñez en que habíamos hecho algo que no estaba
bien y que levantaba una barrera entre nosotros y nuestros padres. Todos
sabemos que eso puede pasar otra vez entre nosotros y los que amamos. Y todos
conocemos el alivio y la felicidad que nos inundan cuando las barreras
desaparecen y nos encontramos otra vez en paz con nuestros seres queridos. El
que se complace en la amargura se hace daño a sí mismo.
(ii)
Está el gozo de ver que alguien en quien
creemos confirma nuestra confianza. Pablo había elogiado a Tito, y Tito
había ido a enfrentarse con una situación difícil. Pablo estaba encantado de
que Tito hubiera justificado su confianza y demostrado que estaba bien fundada.
Nada nos produce más satisfacción que el comprobar que nuestros hijos en la
carne o en la fe van bien. La alegría más profunda que pueden proporcionar un
hijo o una hija, un estudiante o un discípulo, es demostrar que son tan buenos
como sus padres o maestros los consideran. Una de las más dolorosas tragedias
de la vida son las esperanzas fallidas, y una de sus mayores alegrías, las
esperanzas que se hacen realidad.
(iii)
Está el gozo de ver que se recibe y se
trata bien a alguien que amamos. Es un hecho que la amabilidad que se tiene
con nuestros seres queridos nos conmueve aún más que la que se tiene con
nosotros. Y lo que es verdad en nosotros es verdad en Dios. Por eso podemos
mostrar el amor que Le tenemos a Dios amando a nuestros semejantes. Deleita el
corazón de Dios el ver que tratan amablemente a Sus hijos. Cuando se lo hacemos
a uno de ellos, Se lo hacemos a Él.
Este
pasaje traza una de las más importantes distinciones de la vida: la que hay
entre el pesar piadoso y el mundano.
(i)
El pesar piadoso produce arrepentimiento
verdadero, y el verdadero arrepentimiento se demuestra por sus obras. Los
corintios mostraron su arrepentimiento haciendo todo lo posible para remediar
la terrible situación que había producido su insensatez. Aborrecían el pecado
que habían cometido, y procuraban deshacer sus consecuencias. Cuantas veces
vemos una y otra vez como en las congregaciones, se repiten una y otra vez, año
tras año las mismas conductas, los mismos errores sin remediarse; esto no creo
le agrade a Dios.
(ii)
El pesar del mundo no es pesar por el
pecado o por el dolor que causa a otros, sino porque se ha descubierto. Si
se tuviera oportunidad de hacerlo otra vez sin sufrir consecuencias, se haría.
El pesar piadoso ve el mal que se ha cometido, y no lo lamenta sólo por sus
consecuencias, sino aborrece la acción. Debemos tener cuidado con que nuestro
pesar por el pecado no sea sólo porque se ha descubierto, sino porque vemos su
maldad, y nos proponemos no hacerlo nunca más y expiarlo el resto de nuestra
vida por la gracia de Dios.
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