Mar 5:21 Pasando otra vez
Jesús en una barca a la otra orilla, se reunió alrededor de él una gran
multitud; y él estaba junto al mar.
Mar 5:22 Y vino uno de
los principales de la sinagoga, llamado Jairo; y luego que le vio, se postró a
sus pies,
Mar 5:23 y le rogaba
mucho, diciendo: Mi hija está agonizando; ven y pon las manos sobre ella para
que sea salva, y vivirá.
Mar 5:24 Fue, pues, con
él; y le seguía una gran multitud, y le apretaban.
Mar 5:25 Pero una mujer
que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre,
Mar 5:26 y había sufrido
mucho de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado,
antes le iba peor,
Mar 5:27 cuando oyó
hablar de Jesús, vino por detrás entre la multitud, y tocó su manto.
Mar 5:28 Porque decía: Si
tocare tan solamente su manto, seré salva.
Mar 5:29 Y en seguida la
fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel
azote.
Mar 5:30 Luego Jesús,
conociendo en sí mismo el poder que había salido de él, volviéndose a la
multitud, dijo: ¿Quién ha tocado mis vestidos?
Mar 5:31 Sus discípulos
le dijeron: Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado?
Mar 5:32 Pero él miraba
alrededor para ver quién había hecho esto.
Mar 5:33 Entonces la
mujer, temiendo y temblando, sabiendo lo que en ella había sido hecho, vino y
se postró delante de él, y le dijo toda la verdad.
Mar 5:34 Y él le dijo:
Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote.
El asunto principal de estos versículos es la
curación milagrosa de una mujer enferma. ¡Grande es la experiencia de nuestro
Señor en casos de enfermedad! ¡Grande su
simpatía con sus miembros enfermos y adoloridos! Se representan generalmente
los dioses paganos terribles y poderosos en los combates, gozándose en derramar sangre, patronos de los
fuertes y amigos de los guerreros. El Salvador de los cristianos se nos
presenta siempre dulce, de fácil acceso,
medico de los corazones desgarrados, refugio de los débiles y de los
desamparados, consolador de los afligidos, el mejor amigo de los enfermos. ¿Y
no es este precisamente el Salvador que
necesita la humana naturaleza? El mundo está lleno de dolores y angustias; los
débiles son en el más numerosos que los fuertes.
Veamos en estos versículos la desgracia que el
pecado ha traído al mundo. Leemos que una persona tuvo una enfermedad penosa
por doce años; había "sufrido mucho
con los médicos y gastado todo lo que tenía, sin estar mejor por eso, sino más
bien peor". Había hecho mil pruebas en vano; la ciencia médica había sido impotente para curarla y había
pasado doce años angustiosos en luchar con la enfermedad, sin que el alivio,
pareciese más próximo que al principio.
"La esperanza diferida" podría bien "enfermar su corazón"
Prov. 13.12.
¡Qué maravilloso es que no aborrezcamos el pecado
más! Pues él es la causa de todos los dolores y las enfermedades del mundo.
Dios no crió al hombre para que fuese
una criatura inválida y llena de dolores. El pecado, y nada más que el pecado,
produjo todos los males a que está sujeta la carne. Al pecado debemos los agudos dolores, las enfermedades
asquerosas y todas las dolencias humillantes que agobian nuestros pobres
cuerpos. Tengamos presente esto siempre, y
odiemos el pecado con un odio santo.
Notemos, en segundo lugar, cuan diferentes son los
sentimientos que llevan a las personas cerca de Cristo. Se nos dice en estos
versículos, que, "mucha gente
seguía" a nuestro Señor "y lo sofocaba". Pero solo una
persona se nos habla que "se adelantó por detrás al través del
gentío" y lo tocó con fe y quedó curada.
Muchos seguían a Jesucristo por curiosidad, y ningún
beneficio recababan; una persona, solo una, lo siguió sintiendo profundamente
su necesidad, y convencida del poder que
tenía nuestro Salvador para aliviarla, y esa sola recibió una gran bendición.
Vemos que lo mismo acontece continuamente en la
iglesia de Cristo aun al presente. Turbas numerosas concurren a los templos y
llenan sus bancos; centenares se acercan
a la mesa del Señor y reciben el pan y el vino; pero de todos estos adoradores
y comulgantes, cuan pocos obtienen realmente algo de Cristo. La moda, la costumbre, la excitación
el prurito de oír, son los verdaderos móviles de la mayoría. Son pocos los que
toca a Cristo con fe y se vuelven a su
casa "en paz". Puede que esto parezca duro, pero desgraciadamente es
la verdad.
Notemos, en tercer lugar, cuan inmediata e
instantánea fue la cura de esta mujer. Apenas tocó los vestidos de nuestro
Señor que quedó curada; lo que había
estado en vano anhelando por doce años, quedó hecho en un momento. La
cura que muchos médicos no había podido conseguir fue lograda en un instante.
"Sintió en su cuerpo que estaba curada de
aquella plaga".
No debemos dudar que esta cura es un emblema de las
que el Evangelio realiza en las almas. La experiencia de muchas conciencias
cargadas ha sido exactamente la de esa
mujer enferma. Muchos hombres han pasado años dolorosos y angustiados en busca
de paz con Dios, y no pudieron encontrarla;
apelaron a remedios mundanos, y no hallaron alivio; se cansaron yendo ya
a un lugar ya a otro, a esta iglesia y a aquella, y se encontraron después de
todo "nada mejorados, sino más bien
peores". Pero al fin encontraron reposo, y ¿en donde? Lo encontraron, lo
mismo que esta mujer, en Jesucristo. Han
suspendido sus propias obras, han abandonado el empeño de buscar alivio
en sus propios actos y esfuerzos. Se han acercado a Jesucristo, como
pecadores humildes y se han confiado en
su misericordia; e inmediatamente la carga ha desaparecido de sus hombros; el
decaimiento se ha convertido en alegría y la
ansiedad en paz. Un solo toque con verdadera fe puede hacer más por el
alma que mil austeridades impuestas voluntariamente. Fijar una mirada en
Jesucristo es más eficaz que años de
cilicio y de ceniza. No lo olvidemos mientras vivamos; dirigirnos personalmente
a Cristo es el secreto real para logra paz con Dios.
Notemos, en cuarto lugar, cuan propio es que los
cristianos confiesen ante los hombres el beneficio que de Cristo reciben. Vemos
que no se le permitió a esta mujer
retornar a su casa, así que estuvo curada, sin que publicara su cura. Nuestro
Señor averiguó quien lo había tocado, y "miró en torno suyo para ver a
la que lo había hecho". No hay duda
que sabía perfectamente el nombre y la historia de aquella mujer, no necesitaba
que nadie se lo dijese; pero quería enseñarle
a ella y a todos los que lo rodaban, que las almas curadas deben
reconocer en público las mercedes recibidas.
Esta es una
lección que harían bien en recordar a todos los verdaderos cristianos. No
avergoncemos de confesar a Cristo ante los hombres, y de que otros sepan lo que ha hecho por nuestras almas. Si
hemos encontrado paz por medio de su sangre y hemos sido renovados por su
Espíritu, no debemos evitar confesarlo
en todas ocasiones. No es
necesario anunciarlo a son de trompeta por las calles, y obligar a todo el
mundo a escuchar nuestra historia. Lo que se requiere de nosotros es la voluntad de
reconocer a Cristo por nuestro Maestro, sin temer el ridículo o la persecución
que esa confesión pudiera acarrearnos. No
se exige más de nosotros; pero no debemos contentarnos con menos. Si nos
avergonzamos de Jesucristo ante los hombres, El se avergonzará un día de nosotros ante su Padre y los ángeles.
Notemos, en último lugar, que gracia tan preciosa es
la fe. "Hija" dice Nuevo Testamento Señor a la mujer curada, "tu
fe te ha sanado; vete en paz.
De todas las gracias cristianas, ninguna se menciona
tanto en el Nuevo Testamento como la fe, y ninguna es tan altamente
recomendada. Ninguna otra gracia redunda
tanto en Gloria de Cristo. La esperanza despierta un ardiente anhelo de las
cosas buenas que han de venir; el amor forma un corazón lleno de ardor y voluntad; la fe trae las manos vacías, todo
lo recibe, y nada puede dar en retorno. Ninguna gracia es tan importante para
el alma del cristiano. Principiamos por
la fe, por la fe vivimos, en la fe nos apoyamos; caminamos por la fe y
no por la vista; por la fe vencemos; por la fe logramos paz; por la fe
descansamos.
Ninguna gracia debería ser para nosotros asunto de
más meditaciones. Deberíamos preguntarnos con frecuencia "creo
realmente" ¿Es mi fe verdadera, genuina,
don de Dios.
No descansemos hasta no responder satisfactoriamente
estas preguntas. Cristo no ha cambiado después del día en que la mujer fue
curada, es aún benigno y poderoso para
salvarnos. Solo necesitamos hacer una cosa, si queremos salvarnos: la mano de
la fe, toquemos con ella a Jesús y nos sanará.
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