} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: EL LUGAR DEL NACIMIENTO DE JESÚS

jueves, 10 de junio de 2021

EL LUGAR DEL NACIMIENTO DE JESÚS

 

  

Mat 2:1   Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos,

Mat 2:2  diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle.   

 

                Fue en Belén donde nació Jesús. Belén era un pueblecito a unos ocho kilómetros al Sur de Jerusalén. Antiguamente se había llamado Efrat o Efratá. El nombre completo en hebreo es Bedéjem, que quiere decir casa de pan, y Belén estaba situado en una región fértil, lo que justificaba su nombre. Estaba ubicada sobre unas montañas de caliza gris a más de ochocientos metros sobre el nivel del Marcos Tenía una cima a cada lado y un hondón como una silla de montar entre las dos. Así que, por su posición, Belén parecía un pueblo asentado en un anfiteatro de colinas.

Belén tenía una larga historia. Fue allí donde Jacob enterró a Raquel y erigió un pilar en su memoria junto a la tumba (Gen_48:7 ; Gen_35:20 ). Fue allí donde vivió Rut después de casarse con Booz (Rth_1:22 ), y desde Belén Rut podía ver la tierra de Moab, su antigua patria, al otro lado del valle del Jordán. Pero, sobre todo, Belén fue el hogar y la ciudad de David (1Sa_16:1 ; 1Sa_17:12 ; 1Sa_20:6 ); y era del agua del pozo de Belén de lo que David tenía tanta nostalgia cuando era un fugitivo perseguido por las colinas, lo que motivó una preciosa escena de lealtad y de piedad (2Sa_23:14 s).

En tiempos posteriores leemos que Jeroboam fortificó el pueblo de Belén (2Cron._11:6 ). Pero, en la historia de Israel y en las mentes del pueblo, Belén era supremamente la ciudad de David. Era de la dinastía de David de la que Dios haría venir al gran Libertador de Su pueblo. Como dijo el profeta Miqueas: «Pero tú, Belén Efratá, tan pequeña entre las familias de Judá, de ti ha de salir el que será Señor en Israel; Sus orígenes se remontan al inicio de los tiempos, a los días de la eternidad» (Miq_5:2 ).

Era en Belén, la ciudad de David, donde los judíos esperaban que naciera el mayor Hijo del gran David; era de allí de donde esperaban que viniera al mundo el Ungido de Dios. Y así fue.

La imagen del establo y del pesebre como el lugar del nacimiento de Jesús está grabada indeleblemente en nuestras mentes; pero puede que no sea totalmente correcta. Justino Mártir, uno de los más grandes de los primeros padres, que vivió hacia 150 d.C. y que procedía del distrito cercano a Belén, nos dice que Jesús nació en una cueva cerca de la aldea (Justino Mártir, Diálogo con Trifón 78, 304); y puede que la información de Justino fuera correcta. Las casas de Belén están construidas en la ladera de la montaña de  piedra caliza; y era muy corriente en aquel entonces el tener establos en forma de cuevas en la roca vaciada por debajo de las casas mismas; y muy probablemente fue en un tipo de cueva-establo así donde nació Jesús.

Hasta este día se enseña en Belén una cueva así como el lugar del nacimiento de Jesús, sobre la que se ha construido la Iglesia de la Natividad. Hace mucho tiempo que se enseña esta cueva como el lugar del nacimiento de Jesús. Ya era así en los días del emperador romano Adriano; porque éste, en un deliberado intento de profanar el lugar, erigió un altar al dios pagano Adonis sobre él. Cuando el imperio romano se hizo cristiano, a principios del siglo IV, Constantino, el primer emperador cristiano, construyó allí una gran iglesia que es la que todavía puede verse, considerablemente reformada y restaurada posteriormente.

H. V. Morton nos cuenta su visita a la Iglesia de la Natividad de Belén. Llegó a una gran muralla en la que había una puerta tan baja que uno se tenía que encorvar para entrar; y al otro lado de la puerta, y al otro lado de la muralla, estaba la iglesia. Por debajo del altar mayor de la iglesia está la cueva, y cuando el peregrino desciende a ella se encuentra con una pequeña caverna de unos trece metros de largo por cuatro de ancho, alumbrada por lámparas de plata. En el suelo hay una estrella y alrededor de ella una inscripción latina: «Aquí nació Jesucristo de la Virgen María."

Cuando el Señor de la Gloria vino a esta Tierra nació en una cueva en la que se guardaban los animales. La cueva de la Iglesia de la Natividad de Belén puede que sea la misma, o que no. Eso nunca lo sabremos de seguro. Pero hay algo hermoso en el simbolismo de la iglesia en la que la puerta es tan baja que uno tiene que inclinarse para entrar. Es supremamente apropiado el que todos nos acerquemos al Niño Jesús de rodillas.

Cuando Jesús nació en Belén vinieron a rendirle homenaje unos sabios de Oriente. El nombre que se les da en el original es magoi, una palabra que es difícil de traducir. Heródoto (1: 101, 132) tiene cierta información acerca de los Magoi. Dice que eran en su origen una tribu de Media. Los medos eran parte del imperio de Persia. Trataron de desplazar a los persas sustituyendo su poder por el de los medos. El intento fracasó. Desde entonces, los Magoi dejaron de tener ninguna ambición de poder o de prestigio, y se convirtieron en una tribu de sacerdotes. Llegaron a ser en Persia algo parecido a lo que eran los levitas en Israel. Se convirtieron en los maestros e instructores de los reyes persas. En Persia no se podía ofrecer ningún sacrificio a menos que estuviera presente uno de los Magoi. Llegaron a ser hombres de santidad y sabiduría.

Estos magos eran hombres versados en filosofía, medicina y ciencias naturales. Eran profetas e intérpretes de sueños. En tiempos posteriores la palabra magos adquirió un significado mucho más bajo, y llegó a querer decir poco más que adivino, brujo o charlatán. Tal era Elimas el mago (Hch_13:6-8 ), y Simón, conocido corrientemente como Simón Mago (Hch_8:9-11 ). Pero en su mejor época los Magoi eran hombres buenos y santos, que buscaban la verdad.

En aquellos días de la antigüedad, todo el mundo creía en la astrología. Creían que se podía predecir el futuro por las estrellas, y creían que el destino de una persona quedaba decidido por las estrellas bajo las que nacía. No es difícil de comprender cómo surgió esa creencia. Las estrellas siguen cursos invariables; representan el orden del universo. Y entonces, si repentinamente aparecía alguna estrella brillante, si el orden invariable de los cielos se quebrantaba por algún fenómeno especial, parecía como si Dios estuviera interviniendo en Su propio orden, y anunciando algo muy especial.

No sabemos cuál fue la brillante estrella que vieron aquellos antiguos Magoi. Se han hecho muchas sugerencias. Hacia el año 11 a.C., el cometa Halley estuvo visible cruzando brillantemente los cielos. Hacia el año 7 a.C. hubo una brillante conjunción de Saturno y Júpiter. En los años 5 a 2 A.C. hubo un fenómeno astronómico inusual. En esos años, el primer día del mes egipcio, Mesori, Sirio, la estrella perro, salió helicalmente, es decir, al amanecer, mostrando un brillo extraordinario. Ahora bien, el nombre Mesori quiere decir el nacimiento de un príncipe, y para aquellos antiguos astrólogos tal estrella querría decir indudablemente el nacimiento de algún gran rey. No podemos decir cuál fue la estrella que vieron los Magoi; pero su profesión consistía en observar los cielos, y algún brillo celestial les anunció la entrada de un gran Rey en el mundo.

Puede que nos parezca extraordinario el que aquellos hombres iniciaran un viaje desde Oriente para encontrar a un rey; pero lo extraño es que, precisamente en el tiempo en que nació Jesús, hubo en el mundo un sentimiento extraño de expectación de la venida de un rey. Hasta los historiadores Romanos lo sabían. No mucho tiempo después, Suetonio podía escribir: «se había extendido por todo el Oriente una vieja creencia establecida de que estaba programado para aquel tiempo que vinieran hombres de Judasa a regir el mundo» (Suetonio: Vida de Vespasiano 4: 5). Tácito nos habla de la misma creencia de que «había una firme convicción... de que por este mismo tiempo el Oriente habría de tener mucho poder, y gobernantes que vinieran de Judasa adquirirían un imperio universal» (Tácito: Historias, 5: 13). Los judíos tenían la creencia de que «hacia ese tiempo uno de su país se convertiría en el gobernador de todo el mundo habitado» (Josefo: Guerras de los judíos, 6: 5, 4). En un tiempo ligeramente posterior encontramos a Tirídates, rey de Armenia, visitando a Nerón en Roma acompañado con sus Magoi (Suetonio: Vida de Nerón 13:1). Encontramos a los Magoi en Atenas sacrificando en memoria de Platón (Séneca: Epístolas, 58: 31). Casi por el mismo tiempo en que nació Jesús encontramos al emperador Augusto aclamado como el Salvador del Mundo; y Virgilio, el poeta latino, escribe en su Cuarta égloga, que se conoce como la Égloga Mesiánica, acerca de los dorados días por venir.

No tenemos ni la más mínima necesidad de pensar que la historia de la llegada de los Magoi a la cuna de Cristo sea simplemente una preciosa leyenda. Es exactamente la clase de cosa que podía suceder fácilmente en aquel mundo antiguo. Cuando vino Jesucristo, el mundo estaba en una ansiedad de expectación. La humanidad estaba esperando a Dios, y el deseo de Dios estaba en sus corazones. Habían descubierto que no podían construir la edad de oro sin Dios. Fue a un mundo en expectativa al que vino Jesús; y, cuando vino, los fines de la Tierra se reunieron a Su cuna. Fue la primera señal y símbolo de la conquista universal de Cristo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario