Mat 2:3 Oyendo esto, el rey Herodes se turbó, y toda
Jerusalén con él.
Mat 2:4 Y convocados todos los principales
sacerdotes, y los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el
Cristo.
Mat 2:5 Ellos le dijeron: En Belén de Judea; porque así
está escrito por el profeta:
Mat 2:6 Y tú, Belén, de la tierra de Judá,
No eres la más pequeña entre los príncipes de
Judá;
Porque de ti saldrá un guiador,
Que apacentará a mi pueblo Israel.
Mat 2:7 Entonces Herodes, llamando en secreto a los
magos, indagó de ellos diligentemente el tiempo de la aparición de la estrella;
Mat 2:8 y enviándolos a Belén, dijo: Id allá y
averiguad con diligencia acerca del niño; y cuando le halléis, hacédmelo saber,
para que yo también vaya y le adore.
Mat 2:9 Ellos, habiendo oído al rey, se fueron; y he
aquí la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que
llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño.
Llegó a los oídos de Herodes la
noticia de que habían llegado de Oriente unos sabios, y que estaban buscando a
un Niño que había nacido para ser el Rey de los judíos. Cualquier rey se habría
preocupado de la noticia de que había nacido un niño que iba a ocupar su trono.
Pero Herodes se preocupó por partida doble.
Herodes era medio judío y medio edomita. Tenía
sangre edomita en las venas. Se había hecho útil a los romanos en las guerras y
en los levantamientos de Palestina, y confiaban en él. Le habían nombrado
gobernador en el año 47 a.C.; el 40 a.C. había recibido el título de rey; y su
reinado se prolongó hasta el 4 a.C. Había ejercido el poder mucho tiempo. Se le
llamaba Herodes el Grande, y en muchos sentidos merecía ese título. Fue el
único gobernador de Palestina que consiguió mantener la paz e imponer el orden.
Fue un gran constructor; fue el que construyó el templo de Jerusalén. Sabía ser
generoso. En los tiempos difíciles reducía los impuestos para hacerle las cosas
más fáciles al pueblo; y en el hambre del año 25 a.C. llegó hasta fundir su
propia vajilla de oro para comprar trigo para el pueblo hambriento.
Pero había un fallo terrible en el carácter de
Herodes. Era suspicaz hasta casi la locura. Siempre había sido suspicaz; y
cuanto más viejo se hacía, también se hacía más suspicaz hasta que, en su
vejez, era, como dijo alguien, " un viejo asesino.» Si sospechaba que
alguien pudiera ser su rival en el poder, eliminaba a esa persona a toda prisa.
Asesinó a su esposa Mariamne y a su madre Alejandra. Su hijo mayor, Antípater,
y otros dos de sus hijos, Alejandro y Aristóbulo, también fueron asesinados por
orden suya. Augusto, el emperador romano, había dicho amargamente que estaba
más a salvo un cerdo de Herodes que un hijo de Herodes. (Este dicho resulta
todavía más epigramático en griego, porque hus es la palabra para cerdo, y hyiós
es la palabra para hijo). Algo de la naturaleza salvaje, amargada y retorcida
de Herodes se puede ver en los preparativos que hizo cuando veía cerca la
muerte. Cuando tenía setenta años, sabía que se iba a morir. Se retiró a
Jericó, la más encantadora de todas sus ciudades. Dio órdenes para que se
hiciera una recolección de los ciudadanos más distinguidos de Jerusalén, que
los arrestaran con acusaciones amañadas y los metieran en la cárcel. Y dio
orden de que en el momento en que él muriera, los mataran a todos. Dijo
sarcásticamente que se daba cuenta de que nadie lloraría su muerte, y estaba
decidido a que se derramaran lágrimas cuando él muriera.
Está claro lo que un hombre así sentiría cuando le
llegó la noticia de que había nacido un Niño que estaba destinado a ser Rey.
Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él porque Jerusalén sabía muy bien los
pasos que daría Herodes para comprobar esa noticia y eliminar a ese chico.
Jerusalén conocía a Herodes y temblaba esperando su inevitable reacción.
Herodes convocó a los principales sacerdotes y los
escribas. Los escribas eran los expertos en las Escrituras y en la Ley. Los
principales sacerdotes formaban un grupo que consistía en dos clases de
personas. Por una parte, los ex-sumo-sacerdotes. El sumo-sacerdocio estaba
confinado a muy pocas familias. Eran la aristocracia sacerdotal, y los miembros
de estas familias selectas se llamaban los principales sacerdotes. Así que
Herodes convocó a la aristocracia religiosa y a los principales teólogos de su
tiempo, y les preguntó dónde, según las Escrituras, había de nacer el Ungido de
Dios. Ellos le citaron el texto de Mic_5:2. Herodes mandó buscar a los sabios,
y los envió por delante para que hicieran una investigación diligente acerca
del Niño que había nacido. Dijo que él igualmente quería ir y adorar al Niño;
pero su único deseo era matarle.
Tan pronto como nació Jesús vemos a los hombres
agrupándose en los tres partidos que aparecerán siempre en relación con
Jesucristo. Consideremos sus tres reacciones.
(i) Tenemos
la reacción de Herodes, la reacción del odio y la hostilidad. Herodes tenía
miedo de que este Niño pudiera interferir en su vida, su posición, su poder, su
influencia; y por tanto, su primer instinto fue destruirle.
Todavía hay personas que destruirían de buena gana a
Jesucristo, porque ven en El al Que interfiere en sus vidas. Quieren hacer lo
que les plazca, y Cristo no les dejará; así que querrían matarle. La persona
cuyo único deseo es hacer lo que le venga en gana no necesita para nada a
Jesucristo. El
cristiano es el que ha dejado de hacer lo que quiere para dedicar su vida a
hacer lo que Cristo quiere.
(ii) Tenemos
la reacción de los principales sacerdotes y los escribas, la reacción de
una indiferencia total. No les importaba lo más mínimo. Estaban tan inmersos en
el ritual de su templo y en sus discusiones legales que pasaban completamente
de Jesús. No les decía nada.
Todavía hay personas que están tan interesadas en
sus propios asuntos que Jesucristo no les dice nada. Todavía se puede hacer la
entrañable pregunta del profeta: «¿No os conmueve a cuantos pasáis por el
camino?" (Lam_1:12 ).
(iii) Tenemos la reacción de los sabios, la reacción
de piadoso servicio, el deseo de poner a los pies de Jesucristo los dones más
nobles que pudieran aportar.
Sin duda, cuando uno se da cuenta del amor de Dios
en Jesucristo, también se pierde como ellos en admiración, alabanza y
adoración.
Estos versículos nos enseñan que no siempre sucede
que los que tienen más privilegios religiosos, son lo que tributan más Gloria a
Cristo. Podríamos haber pensado que los
escribas y fariseos hubieran sido los primeros en correr presurosos a Belén, al
oír el más ligero rumor que el Salvador había nacido. Pero no fue así. Unos pocos desconocidos extranjeros
de una tierra lejana fueron los primeros hombres, excepto los pastores
mencionados por S. Lucas, en celebrar Su
nacimiento. "El vino a los suyos, y los suyos no le
recibieron" ¡Que pintura tan triste de la naturaleza humana! ¡Con cuánta
frecuencia se puede ver lo mismo entre
nosotros! ¡Cuán a menudo las personas que viven más próximas a los medios de
gracia son las que menos se aprovechan de ellos! Hay sin duda en algunos casos mucha verdad en el proverbio
antiguo: "Cuánto más cercanos a la iglesia, tanto más remotos de
Dios" La familiaridad con las cosas sagradas tiene en algunos casos una funesta tendencia
a engendrar desprecio. Hay muchos que por su residencia y facilidades debían
ser los primeros en dar culto a Dios, y
que sin embargo son siempre los últimos. Hay otros, que bien pudiera esperarse
fuesen los últimos y son siempre los primeros.
Estos versículos nos enseñan, que en la mente puede
haber mucho conocimiento de la Escritura, mientras que en el corazón no hay
gracia. Notad como el rey Herodes manda
a inquirir de los sacerdotes y ancianos "donde había de nacer el
Cristo" Notad cuan prontamente le contestan y cuan familiarizados
manifiestan estar con la letra de las Santas Escrituras. Más no fueron a Belén
en busca del Salvador. No quisieron creer en El, cuando en medio de ellos ejercía Su ministerio. Sus mentes eran
superiores a sus corazones. No nos contentemos con solo el conocimiento intelectual.
Es excelente cuando se usa rectamente.
Más puede suceder que uno haya adquirido mucha erudición y que no obstante
perezca eternamente. ¿Cuál es el estado de nuestros corazones? Esta es la gran cuestión. Poca gracia es
mejor que muchos dones intelectuales. Estos solos no salvan a nadie. La gracia
nos guía a la Gloria.
El proceder de esos sabios, descrito en este
capítulo, es un ejemplo brillante de diligencia espiritual. ¡Cuántas tediosas
millas atravesarían! ¡Qué molestias
debieron de haber sufrido en el viaje de su país a la casa donde nació
Jesús! Las fatigas del viajero oriental son mayores de lo que nosotros
podemos imaginar. El tiempo que en tal
jornada gastarían debió necesariamente haber sido muy largo. Los peligros que
habían de encontrar no serían ni pocos ni
pequeños. Empero, nada de esto los movió a desistir de la empresa.
Habían resuelto firmemente en sus corazones ver a Jesús; y no descansaron hasta
que le vieron. Ellos nos prueban lo
verdadero del adagio antiguo: "Donde hay voluntad hay medios.
Convendría a todos los que profesan el cristianismo
que estuvieran más listos a seguir el ejemplo de estos sabios. ¿Dónde está
nuestra abnegación? ¡Qué penas nos
tomamos por el bien de nuestras almas? ¡Qué actividad desplegamos para seguir a
Cristo? ¿Qué nos cuesta nuestra fe? Estas cuestiones son importantes y merecen seria consideración.
Finalmente es digna de considerarse la conducta de
los sabios; es un admirable ejemplo de fe. Creyeron en Cristo sin jamás haberle
visto. Mas esto no fue todo: creyeron en
El cuando los escribas y fariseos permanecieron incrédulos. Aún más, los sabios
creyeron en El cuando le vieron recién nacido en las rodillas de María, y le adoraron como rey.
Este fue el acto supremo de su fe. No presenciaron milagros que los
convenciesen. No oyeron enseñanza que los
persuadiera. No vieron signos de divinidad ni grandeza que les impusiera
respeto. No vieron más que a un recién nacido, que necesitaba el cuidado de una madre como cualquiera de nosotros. Y sin embargo,
cuando le vieron, creyeron que veían al divino Salvador del mundo. "Se
postraron y le adoraron.
En todo el volumen de la Biblia no leemos de un caso
de fe superior a esta. Bien merece ser colocada al lado de la del ladrón
arrepentido. Este vio a uno padeciendo
la muerte de un malhechor; y no obstante le rogó, y "le llamó Señor"
Los sabios vieron a un recién nacido en el regazo de una mujer pobre, y
sin embargo le adoraron y confesaron que
Él era el Cristo ¡Felices en verdad los que pueden creer de este modo! Esta es
la clase de fe, tengámoslo presente, que Dios se complace en honrar. La prueba
de ello la tenemos en nuestros mismos
días. Donde quiera que se lea la Biblia es conocido el proceder de estos sabios
y se recuerda en memoria de ellos.
Caminemos en las huellas de su fe. No nos
avergoncemos de creer en Jesús y confesarle, aunque todos los que nos
rodean permanezcan apáticos e
incrédulos. ¿No tenemos nosotros más evidencias que las de aquellos sabios, para
creer que Jesús es Cristo? Sin duda que
sí. Empero ¿Dónde está nuestra fe?
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