Mar 10:46 Entonces vinieron a Jericó; y al salir de
Jericó él y sus discípulos y una gran multitud, Bartimeo el ciego, hijo de
Timeo, estaba sentado junto al camino mendigando.
Mar 10:47 Y oyendo que era Jesús nazareno, comenzó a
dar voces y a decir: ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!
Mar 10:48 Y muchos le reprendían para que callase, pero
él clamaba mucho más: ¡Hijo de David, ten misericordia de mí!
Mar 10:49 Entonces Jesús, deteniéndose, mandó llamarle;
y llamaron al ciego, diciéndole: Ten confianza; levántate, te llama.
Mar 10:50 El entonces, arrojando su capa, se levantó y
vino a Jesús.
Mar 10:51 Respondiendo Jesús, le dijo: ¿Qué quieres que
te haga? Y el ciego le dijo: Maestro, que recobre la vista.
Mar 10:52 Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Y
en seguida recobró la vista, y seguía a Jesús en el camino.
Para
Jesús ya no estaba lejos el final de Su camino. Jericó estaba sólo a unos 25
kilómetros de Jerusalén. Tratemos de visualizar la escena. La carretera
principal pasaba por todo Jericó. Jesús iba de camino para la Pascua. Cuando un
rabino o maestro distinguido hacía un viaje así, era costumbre que fuera
rodeado de mucha gente, discípulos e interesados y curiosos, que escuchaban su
enseñanza mientras andaba. Esa era una de las maneras más corrientes de enseñar
en el mundo antiguo.
La ley decía que todo judío varón de doce años en
adelante que viviera en un radio de 25 kilómetros de Jerusalén tenía que
asistir a la Pascua. Está claro que era imposible que se pudiera cumplir tal
ley, y que todos pudieran ir. Los que no tenían posibilidad de ir tenían la
costumbre de ponerse en fila al borde de las calles de los pueblos y las aldeas
por los que pasaban los peregrinos para desearles un buen viaje. Así que las
calles de Jericó estarían bordeadas de personas; y más aún de lo corriente,
porque habría muchos ansiosos y curiosos por ver por sí mismos a aquel
intrépido maestro ambulante Jesús de Nazaret Que Se había atrevido a desafiar a
todo el poder de la ortodoxia.
Jericó tenía una característica especial. Había
adscritos al Templo más de 20,000 sacerdotes y otros tantos levitas. Está claro
que no todos podían cumplir su ministerio al mismo tiempo. Por tanto estaban
divididos en 26 órdenes que servían por turnos. Muchos de estos sacerdotes y
levitas residían en Jericó cuando no estaban de turno en el Templo. Y debe de
haber habido muchos de ellos entre la multitud aquel día. Para la Pascua, todos
estaban de servicio, porque a todos se los necesitaba. Era una de las raras
ocasiones en que todos estaban de servicio, pero muchos no habrían empezado
todavía. Estarían doblemente ansiosos de ver a ese Rebelde Que estaba a punto
de invadir Jerusalén. Habría muchos ojos fríos y duros y hostiles en la
multitud aquel día, porque estaba claro que, si Jesús tenía razón, todo el
ritual del Templo era totalmente irrelevante.
Hacia la puerta del Norte se sentaba un mendigo
ciego que se llamaba Bartimeo -que quiere decir hijo de Timeo, como explica
Marcos. Oyó el restregar de muchos pies en la carretera, y preguntó qué pasaba.
Se le dijo que era que pasaba Jesús de Nazaret, y allí y entonces se puso a
gritar para atraer Su atención. Para aquellos que estaban escuchando la
enseñanza de Jesús cuando pasaba, aquellos gritos eran una molestia. Trataron
de hacer que se callara Bartimeo; pero nadie le iba a privar de aquella
oportunidad de escapar de un mundo en tinieblas. Así es que siguió gritando
cada vez más fuerte e insistentemente, de tal manera que la procesión se
detuvo, y él pudo encontrase con Jesús.
Bartimeo era ciego de cuerpo, pero no de alma: tenía
abiertos los ojos de la inteligencia. Veía cosas que Annas y Caifas, y otros
sabios escribas y fariseos, nunca vieron
ni remotamente. Vio que Jesús el Nazareno, apodo despreciativo que se le daba a
nuestro Señor, que Jesús, que había vivido durante treinta años en una aldea oscura de la Galilea, que ese
mismo Jesús era el Hijo de David, el Mesías que los profetas hacia tanto tiempo
habían anunciado. No había presenciado
ninguno de los milagros extraordinarios de nuestro Señor, no había tenido
oportunidad de ver los muertos resucitar con una palabra, y los leprosos quedar curados con el contacto de su
mano. Pero había oído la narración de los hechos portentosos de nuestro Señor,
y había creído. Estaba satisfecho tan
solo por oídas, que Aquel de quien tales, portentos se narraban debía ser el
Salvador prometido, y debía ser capaz de curarlo. Y así es que cuando nuestro Señor se le acercó, exclamó,
"Jesús, hijo de David, ten piedad de mí..
Esta es una historia de lo más reveladora. En ella
podemos ver muchas de las cosas que podríamos llamar las condiciones para un
milagro.
(i) Se daba
la inquebrantable insistencia de Bartimeo. No había manera de acallar su
clamor por encontrarse cara a cara con Jesús. Estaba totalmente decidido a
encontrarse con la única Persona a la que anhelaba presentar su problema. En la
mente de Bartimeo no había meramente un deseo sensiblero, nebuloso y caprichoso
de ver a Jesús, sino que era un deseo desesperado, y es un deseo desesperado el
que consigue que las cosas sucedan.
(ii) Su
reacción a la llamada de Jesús fue inmediata y entusiasta; tanto que tiró
el manto para correr hacia Jesús más deprisa. Muchas personas oyen la llamada
de Jesús; pero es como si Le dijeran: «Espera hasta que haya hecho esto.» O:
«Espera a que acabe lo de más allá.» Bartimeo llegó como una bala cuando Jesús
le llamó. Hay oportunidades que no se presentan nada más que una vez.
Bartimeo sabía que aquella era la suya. Algunas veces pasa por nosotros como
una oleada de anhelo de abandonar algún hábito, de limpiar nuestra vida de algo
que no es como es debido, de entregarnos más completamente a Jesús. Pero con la
misma frecuencia no actuamos en el momento -y pasa la oportunidad, tal vez para
no volver.
(iii) Bartimeo
sabía exactamente lo que quería -la vista. Muchas veces nuestra admiración
a Jesús es una vaga atracción. Cuando vamos al médico, queremos que nos
resuelva alguna dolencia determinada. Cuando vamos al dentista, no le pedimos
que nos saque cualquier diente, sino el que nos duele. Así deberíamos hacer con
Jesús. Y eso implica la única cosa que pocos están dispuestos a encarar: un
examen de uno mismo. Cuando vamos a Jesús, si somos tan desesperadamente claros
como Bartimeo, sucederán cosas.
(iv) Bartimeo
tenía una idea inadecuada de Jesús. ¡Hijo de David! insistía en llamarle.
Ahora bien, aquello era un título mesiánico, pero conllevaba todo la idea de un
Mesías conquistador, un rey de la dinastía de David, que condujera a Israel a
la conquista del mundo. Esa era una idea impropia acerca de Jesús; pero, a
pesar de todo, Bartimeo tenía fe, y la fe
compensaba cien veces una teología deficiente. No se nos exige
que comprendamos totalmente a Jesús; a eso, de todas todas, no podemos llegar. Se nos demanda, fe.
Un sabio escritor ha dicho: «Debemos pedirle a la
gente que piense; pero no debemos esperar que sean teólogos antes de ser
cristianos.» El Cristianismo empieza con una reacción personal a Jesús, una
reacción de amor, con la convicción de que Él es la única Persona que puede
solventar nuestra necesidad. Aunque no
seamos nunca capaces de pensar las cosas teológicamente, esa respuesta del
corazón humano es suficiente.
Pidamos a Dios fe semejante a esa y esforcémonos en
obtenerla. A nosotros no nos es concedido tampoco ver a Jesús con los ojos del
cuerpo; pero hemos oído hablar de su
poder, de su gracia, y de su deseo de salvar, en el Evangelio tenemos promesas
inmensas de sus propios labios, consignadas por escrito para nuestro estímulo; tengamos confianza
implícita en esas promesas, y sin dudar entreguemos nuestras almas a Cristo. No
temamos dar crédito absoluto a sus
palabras llenas de gracia, y creer que cumplirá lo que ha prometido
hacer por los pecadores. ¿Cuál es el principio de la fe salvadora, sino
aventurar el alma en manos de Cristo? ¿Cuál
es la vida de la fe que salva, sino apoyarse de continuo en la palabra de un
Salvador invisible? ¿Cuál es el primer paso del cristiano, sino gritar, como Bartimeo, "Jesús, ten
misericordia de mí"? ¿Cuál es la conducta diaria de todo cristiano, sino
conservar el mismo espíritu de fe? Que
todos los que desean salvarse marquen bien la conducta de Bartimeo, y sigan
diligentemente sus huellas. Como él, no debemos cuidarnos de lo que los demás dicen y piensan do nosotros, cuando
buscamos la cura de nuestras almas. No faltarán nunca personas que nos digan
que es "muy temprano," ó "muy
tarde;" que vamos " muy aprisa," ó " muy
lejos;" quo no necesitamos ni orar tanto, ni leer tan de continuo la
Biblia, ni manifestar tanta ansiedad por salvarnos.
Como Bartimeo debemos por lo mismo exclamar más
alto, "Jesús, ten misericordia de mí..
(v) Al final
nos encontramos un detalle precioso. Bartimeo puede que hubiera sido un
mendigo ciego al borde de la carretera, pero era capaz de ser agradecido, y «de
bien nacido es ser agradecido.» Cuando recibió la vista, siguió a Jesús. No se
fue por su camino egoístamente una vez que resolvió su necesidad. Empezó
teniendo una necesidad; siguió sintiendo gratitud, y acabó por mostrar lealtad.
Y esto es un perfecto resumen de las etapas del discipulado.
Bartimeo no
volvió a su casa así que recobró la vista; no quiso dejar a Aquel de
quien había recibido tan señalada merced. Consagró las nuevas facilidades que
su cura le daba, al servicio del Hijo de
David que lo había curado. Su historia concluye con esta tierna manifestación:
" Siguió a Jesús en su camino...
Veamos en estas sencillas palabras el vivido emblema
de los efectos que la gracia de Cristo debería producir en todo el que la
experimenta:
Debería
convertirlo en un sectario de Cristo,
e introducirlo con firmeza y estabilidad en la senda de la santidad.
Gratuitamente perdonado, debería entregarse voluntaria y absolutamente al servicio de Cristo. Comprado por un precio tan valioso como
lo es la sangre de Cristo, debería consagrarse de corazón al que lo redimió.
Si la gracia se siente realmente,
debería hacer exclamar al que la experimenta, " ¿Qué daré al Señor en
cambio de todos sus beneficios?" Así aconteció con el apóstol Pablo cuando dice, "el amor de
Cristo nos apremia." 2 Cor. 5.14. Así también debería acontecer hoy a
todos los verdaderos cristianos. La persona que
se jacta de interesarse por Cristo, y no sigue a Cristo en su vida, se
engaña a sí mismo miserablemente, y destruye su alma. "Porque todos los que
son guiados por el Espíritu de Dios, los
tales," y solo ellos, "son hijos de Dios." Rom. 8.14.
¿Hemos abierto nuestros ojos para contemplar el
Espíritu de Dios? ¿Hemos sido ya enseñados a ver bajo su verdadera luz el pecado, a Cristo, la santidad, y el cielo?
¿Podemos decir, "Una cosa sé, que antes estaba ciego, y ahora veo?"
Si así es, sabremos por experiencia
propia lo que hemos estado leyendo; si no, aun marchamos por la senda ancha que
guía a la destrucción, y tenemos que
aprenderlo todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario