Si Dios quiere voy a comenzar editar una serie de compilaciones biográficas de siervos del Señor, que fueron fiel testimonio del Evangelio de Jesús. Desconocía la existencia de muchos de ellos, y están siendo de gran bendición para mi vida. Espero que también sea para todos los lectores de este humilde blog.
En los primeros años del siglo XVI, entre los muchos
doctores que ilustraban a la capital francesa, se distinguía un hombre de corta
estatura y de origen plebeyo que, por su saber y elocuencia, ejercía un gran
poder de atracción. Se llamaba Santiago Lefevre.
Había nacido el año 1455 en Etaples, pequeño puerto
cercano a Boulogne sur Mer. A su vasta erudición unía una profunda piedad y un
carácter altamente noble. Había viajado mucho relacionándose, por este medio,
con muchos hombres y centros intelectuales de Europa.
En 1493 ya
actuaba en la Sorbona y era a los ojos de Erasmo una de las primeras figuras
des aquella Universidad. Aunque fuertemente ligado a las prácticas religiosas
del romanismo, se empeñaba en dar una nueva y más espiritual orientación a los
estudios, estableciendo principalmente el de la Biblia y el de las lenguas
originales en que fue escrita. Su seriedad en la cátedra no le impedía ser un
hombre jovial y sin afectaciones; Cántela, jugaba, discutía, y a menudo con los
alumnos se reía de la locura da este mundo. Un gran número de discípulos,
venidos de toda la nación, le rodéala y escáchala con cariño e interés. Era un
pozo de sabiduría y nadie podía escucharle sin sacar provecho y ser edificado.
Entre sus alumnos se encontraba Guillermo Farel, el
futuro y atrevido reformador. Ambos estaban entregados por completo a la
mariolatría y se les veía juntos adornando con flores el altar de la imagen de
una virgen. Pero algunos rayos de luz empezaban a brillar en el alma del
venerado profesor; presentía la llegada de días mejores para la cristiandad, y
tomando la mano de Farel le decía: "Querido Guillermo, Dios renovará el
mundo, y tú lo verás".
Lefevre había empezado a escribir la vida de todos
los santos que figuran en el calendario. Ya había escrito sobre los que figuran
en los dos primeros meses, cuando tanta leyenda y puerilidad le llenó de
disgusto. ¡Qué contraste entre este pobre material y la sublimidad de los
Evangelios! Comprendiendo que su penoso y largo trabajo sólo serviría para
fomentar la idolatría y superstición de los lectores, lo abandonó resueltamente
y se volvió a las Sagradas Escrituras. Ese día nació la Reforma en Francia.
En 1512
apareció la primera parle de su "Comentario sobre las Epístolas de San
Pablo" que se conserva en la Biblioteca Nacional de París, y que hizo
decir a Richard Simón que "Santiago Lefevre debe ser colocado entre los
comentadores más hábiles de su siglo". Estudiando y comentando esos libros
llegó necesariamente a la doctrina de la justificación por la fe.
Los estudiantes de la Sorbona oían por primera vez
este lenguaje extraño y esta doctrina tan diferente a la que enseñaban los
teólogos romanistas: "Es Dios únicamente que por gracia, por la fe,
justifica para vida eterna. Hay una justicia de obras y otra de gracia; una
viene del hombre, la otra viene de Dios; una es terrestre y pasajera, la otra
es divina y eterna; una es la sombra y señal, la otra es la luz y la verdad;
una hace conocer el pecado para huir de la muerte, la otra hace conocer la
gracia para conseguir la vida".
La salvación
por gracia, mediante la fe en Cristo, sin las obras, llegó a ser el tema diario
en la Universidad. Pronto se oyeron las objeciones que siempre se hacen a esta
verdad por parte de los que no la entienden o no la quieren reconocer. "Si
somos salvos por la fe — decían — no tenemos necesidad de hacer buenas obras;
Santiago dice que la fe sin obras es muerta; esta enseñanza conduce al
abandono, a la negligencia, a la esterilidad".
Lefevre contesta: "¿No dice Santiago (cap. I.)
que toda gracia y todo don perfecto viene de lo alto? Ahora bien; ¿quién puede
negar que la justificación sea el don perfecto, la gracia por excelencia? Si
vemos que un hombre se mueve, la respiración que en él notamos es para nosotros
la señal de que tiene vida. Así las obras son necesarias como señales de una fe
viva que acompañan a la justificación". Lejos de que la justificación por
la fe conduzca al descuido de las buenas obras, es ella la que las produce y
por eso dice: "¡Oh si los hombres pudiesen comprender este privilegio!
¡Cuan puros, santos y castos se mantendrían y cuan ignominiosa les resultaría
la gloria del mundo comparada con la gloria interior, que está oculta a los
ojos carnales!"
Lefevre de Etaples ha sido llamado con justicia el
padre de la Reforma. Los protestantes franceses hacen notar con orgullo y
satisfacción que la Reforma no es en los países latinos un producto importado
del extranjero; nació en Francia, germinó en París, tuvo sus raíces en la misma
Sorbona.
Lefevre enseñaba en sus aulas la doctrina básica del
protestantismo en el año cuando Lutero iba a Roma por un asunto de frailes y
Zwínglio no había todavía empezado a estudiar las Escrituras. La persecución no
se hizo esperar mucho tiempo.
Actuaba entonces como síndico de la Sorbona Noel
Bedier, llamado comúnmente Beda; hombre que se alimentaba de las sentencias
áridas de la escolástica y que ponía al servicio de la autoridad de la iglesia
romana todas las tesis y antítesis que hervían en su cerebro; andaba siempre en
busca de algún pleito o de algún hombre a quien atacar; todos le temían porque
cuando menos pensaban se hallaban comprometidos en alguna intriga por él
fraguada, con el fin de ejercer una dominación despótica en aquel centro de
estudios. Hacía tiempo buscaba algún pretexto para destruir la influencia moral
de Lefevre, y siendo incapaz de afrontar una lucha sobre una doctrina
importante, consiguió librarla sobre un punto baladí.
Lefevre había
afirmado que María, la hermana de Lázaro de Betania; María Magdalena, mujer
enferma curada por Jesús: y la pecadora que aparece en el capítulo séptimo de San Lucas, eran
tres personas distintas. Los padres griegos las habían distinguido, pero los
latinos lucieron de las tras una sola. Esta herejía de las tres Marías puso en
movimiento a Beda y a todo su ejército; Fisher, obispo de Roenesfer, uno de los
prelados más eruditos del siglo, escribió contra Lafevre sosteniendo la tesis
de María única; y todos los doctores se declararon contra una opinión que hoy
sostienen los mejores exégetas romanistas, incluso el padre Felipe Scio en sus
notas a la traducción de la Biblia castellana.
Lefevre fue condenado y sólo la intervención del rey
Francisco I, que quería humillar a la Sorbona, pudo librarlo de las garras de
sus perseguidores. Pero Beda y los suyos no se dieron por vencidos y siguieron
conspirando contra Lefevre, y al ver que la leña aun estaba verde para encender
la hoguera procuraron hacerle la vida insoportable.
En este tiempo la Sorbona se pronunció contra
Lutero, de modo que los que se adherían a la doctrina de la gracia eran
severamente vigilados y estaban en constante peligro de ser denunciados y
finalmente condenados. Entre los amigos de la Reforma se contaba el obispo
Brigonnet, de la ciudad de Meaux, quien no cesaba de manifestar su gran
admiración por Lefevre y las doctrinas que había sacado a luz. Éste le ofreció
un asilo en la sede de su diócesis, y así para disfrutar de calina y seguridad
dejó la capital y se estableció en la ciudad que estaba destinada a ser teatro de
una gran actividad evangélica y refugio de muchos cristianos perseguidos.
Lefevre en su nuevo campo de acción exponía las
Escrituras con más libertad que en París: "Es necesario — decía — que los
reyes, los príncipes, los grandes, los pueblos, todas las naciones, no piensen
sino en Jesucristo. Es menester que cada sacerdote se asemeje al ángel que Juan
vio en el Apocalipsis volando por en medio del cielo, teniendo en su mano el
evangelio eterno, para llevarlo a todo pueblo, tribu y nación. ¡Naciones, despertaos
a la luz del evangelio y respirad la vida eterna! ¡La Palabra de Dios es
suficiente!" "¡La Palabra de Dios es suficiente!" Esta vino a
ser la divisa de la Reforma. "Conocer a Cristo y su Palabra — decía
Lefevre — esa es la teología viva, única y universal. El que conoce eso conoce
todo". La buena nueva de salvación se predicaba libremente en Meaux y
muchos se gozaban al haber encontrado la perla de gran precio.
En muchas casas de familia se formaban asambleas
para estudiar las Sagradas Escrituras y oír la predicación de los que Dios
levantaba para ese ministerio. En no pocas iglesias la predicación era
puramente apostólica. El obispo se regocijaba al ver cómo la verdad empezaba a
desalojar la, superstición, y alentaba con su palabra y con su ejemplo a los
que tomaban parte en este extraordinario movimiento espiritual. Lefevre
comprendió que la gran necesidad del momento era poner la Biblia al alcance de
todos mediante una traducción en lengua vulgar. El 30 de octubre de 1522
publicaba los cuatro Evangelios; al mes siguiente los demás libros del Nuevo
Testamento; más tarde aparecieron los Salmos. Estas porciones de la Biblia eran
recibidas con verdadero entusiasmo y su lectura derramaba luz a torrentes en
los corazones de la gente ya cansada de las áridas tradiciones del papismo; en
Francia, como en todas partes, penetraban como espada de dos filos hasta partir
el alma y poner de manifiesto las intenciones del corazón.
Los
franciscanos empezaron entonces a hacer una guerra sin cuartel a los amantes de
la Palabra de Dios. Saliendo de sus claustros se introducían en las casas para
prevenir a todos, contra las nuevas ideas que se estaban propagando, y
producían alarma diciendo: "Estos maestros son herejes; atacan las
prácticas más santas y niegan los más sagrados misterios". Los que ya
conocían el evangelio y eran lectores del Nuevo Testamento sabían cómo
contestar, pero los demás no, y quedaban bajo la impresión de que un grave mal
les amenazaba. Llevan su acometida hasta la misma casa episcopal y apostrofan
atrevidamente a Briconnet: "Aplastad esta herejía — le dicen — o la peste
que ya infecta la ciudad de Meaux correrá por todo el reino". El obispo
los despide varonilmente, pero ellos no se acobardan; van a París y uniéndose a
Beda denuncian al Parlamento que la mala doctrina se propaga desde él mismo
obispado.
La Iglesia,
el Gobierno y la Universidad se unen para extirpar lo que ellos llaman herejía,
y aquí es triste ver al obispo ceder ante la presión de estas fuerzas
conjuradas y ponerse en contra de la obra que había favorecido. Le faltó el
valor necesario para pelear la buena pelea de la fe, y no solamente depone las
armas sino que las emplea contra los soldados de la verdad.
El 15 de octubre de 1523 promulgó tres decretos; el
primero recomendando las oraciones por los muertos y la invocación de la
virgen; el segundo prohibiendo prestar, comprar, leer o poseer los libros de
Lulero; el tercero estableciendo la doctrina del purgatorio. Pero los papistas
no estaban satisfechos con todo esto y lo acusaban de no haber roto
completamente con Lefevre y aun de sostenerlo secretamente, de modo que dos
años después volvieron de nuevo sobre él y le arrancaron una retractación
formal que él mismo confirmó proclamando un ayuno general, acompañado de
pomposas ceremonias y la convocación de un Sínodo que condenó las obras de
Lutero.
La caída de Briconnet fue un golpe terrible para los
amigos del Evangelio. Roma triunfaba. Lefevre estaba reducido al silencio y sus
compañeros más atrevidos habían tenido que huir al extranjero. Cuando Lefevre
ya no podía contar con el apoyo de sus poderosos amigos, entre los cuales se
hallaba el mismo rey Francisco Iº, ahora prisionero en España, Beda creyó que
el momento era oportuno para hacerlo morir en la hoguera y consiguió que el
Parlamento, el 28 de agosto de 1525, condenase nueve proposiciones extraídas de
sus obras. Lefevre comprendió que la hora era crítica y huyó de Meaux para
Estrasburgo, donde se unió a los amigos de la Reforma que con toda libertad
estaban predicando el Evangelio. En esta ciudad tuvo el gran gozo de encontrar
a su discípulo Guillermo Farel que tres años antes había huido de Meaux.El
viejo doctor de la Sorbona encontraba al joven soldado de Jesucristo en la
plenitud de su vigor y lleno de energía espiritual. "¡Oh hijo mío — le
dijo el anciano — continúa predicando con coraje el santo Evangelio de
Jesucristo".
Margarita de Orleans, hermana del rey Francisco Iº,
quien por medio de Lefevre había conocido la verdad del Evangelio, era a la
sazón reina de Navarra. Viendo ella que la vida del ya viejo y venerado doctor
volvía a estar en peligro, dio los pasos necesarios para que le fuese permitido
ir a residir en Nerac, donde ella tenía su modesta corte. Al lado de esta
discípula que había convertido su pequeño Estado en un asilo de cristianos
perseguidos, podía descansar de sus trabajos en los últimos años de su carrera
terrenal.
En 1534 lo visitó el joven Juan Calvino, quien más
tarde daría a la Reforma tan poderoso impulso. Noticias consternadoras llegaban
de París.
En enero de 1535 eran quemados seis creyentes en las
plazas principales, y el rey con sus tres hijos, seguido de gran cortejo,
asistía a estas ejecuciones. Muchos otros sufrían idénticos suplicios, pues el
rey ya se había dejado dominar por los clérigos desoyendo los consejos de su
ilustre y piadosa hermana Margarita.
Un día, a principios del año 1536, Lefevre se
sentaba a la mesa de la reina junto con otros invitados. Todos notaron en él un
semblante triste. La reina le preguntó la causa de este abatimiento y él
contestó: "Es muy natural que cuando tantas personas mueren confesando el
Evangelio que yo les he enseñado, me aflija por no haber sabido merecer la
misma suerte". Después de la comida se acostó para no volver a levantarse
más.
Pasó los últimos momentos de su vida mirando con
gozo la ciudad celestial a la cual se dirigía. El pastor Roussel, otro exiliado,
estaba a su lado y escuchó las últimas palabras que salieron de los labios de
este hombre de Dios, que pasó sus años enseñando la verdad con amor. Fueron
también estas últimas palabras, palabras de fe y esperanza, lamentando tan sólo
morir sobre un lecho rodeado de amigos, pues creía que su vida debía haberla
terminado como sus discípulos, muriendo en la hoguera. Fue sepultado en la
iglesia de Nerac, cubierto con una piedra de mármol que la reina Margarita
había hecho preparar para su propia sepultura.