} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: LOS GRANDES DE LA REFORMA: SANTIAGO LEFEVRE

miércoles, 6 de enero de 2016

LOS GRANDES DE LA REFORMA: SANTIAGO LEFEVRE

Si Dios quiere voy a comenzar editar una serie de compilaciones biográficas de siervos del Señor, que fueron fiel testimonio del Evangelio de Jesús. Desconocía la existencia de muchos de ellos, y están siendo de gran bendición para mi vida. Espero que también sea para todos los lectores de este humilde blog.



En los primeros años del siglo XVI, entre los muchos doctores que ilustraban a la capital francesa, se distinguía un hombre de corta estatura y de origen plebeyo que, por su saber y elocuencia, ejercía un gran poder de atracción. Se llamaba Santiago Lefevre.
Había nacido el año 1455 en Etaples, pequeño puerto cercano a Boulogne sur Mer. A su vasta erudición unía una profunda piedad y un carácter altamente noble. Había viajado mucho relacionándose, por este medio, con muchos hombres y centros intelectuales de Europa.
 En 1493 ya actuaba en la Sorbona y era a los ojos de Erasmo una de las primeras figuras des aquella Universidad. Aunque fuertemente ligado a las prácticas religiosas del romanismo, se empeñaba en dar una nueva y más espiritual orientación a los estudios, estableciendo principalmente el de la Biblia y el de las lenguas originales en que fue escrita. Su seriedad en la cátedra no le impedía ser un hombre jovial y sin afectaciones; Cántela, jugaba, discutía, y a menudo con los alumnos se reía de la locura da este mundo. Un gran número de discípulos, venidos de toda la nación, le rodéala y escáchala con cariño e interés. Era un pozo de sabiduría y nadie podía escucharle sin sacar provecho y ser edificado.
Entre sus alumnos se encontraba Guillermo Farel, el futuro y atrevido reformador. Ambos estaban entregados por completo a la mariolatría y se les veía juntos adornando con flores el altar de la imagen de una virgen. Pero algunos rayos de luz empezaban a brillar en el alma del venerado profesor; presentía la llegada de días mejores para la cristiandad, y tomando la mano de Farel le decía: "Querido Guillermo, Dios renovará el mundo, y tú lo verás".
Lefevre había empezado a escribir la vida de todos los santos que figuran en el calendario. Ya había escrito sobre los que figuran en los dos primeros meses, cuando tanta leyenda y puerilidad le llenó de disgusto. ¡Qué contraste entre este pobre material y la sublimidad de los Evangelios! Comprendiendo que su penoso y largo trabajo sólo serviría para fomentar la idolatría y superstición de los lectores, lo abandonó resueltamente y se volvió a las Sagradas Escrituras. Ese día nació la Reforma en Francia.
 En 1512 apareció la primera parle de su "Comentario sobre las Epístolas de San Pablo" que se conserva en la Biblioteca Nacional de París, y que hizo decir a Richard Simón que "Santiago Lefevre debe ser colocado entre los comentadores más hábiles de su siglo". Estudiando y comentando esos libros llegó necesariamente a la doctrina de la justificación por la fe.
Los estudiantes de la Sorbona oían por primera vez este lenguaje extraño y esta doctrina tan diferente a la que enseñaban los teólogos romanistas: "Es Dios únicamente que por gracia, por la fe, justifica para vida eterna. Hay una justicia de obras y otra de gracia; una viene del hombre, la otra viene de Dios; una es terrestre y pasajera, la otra es divina y eterna; una es la sombra y señal, la otra es la luz y la verdad; una hace conocer el pecado para huir de la muerte, la otra hace conocer la gracia para conseguir la vida".

 La salvación por gracia, mediante la fe en Cristo, sin las obras, llegó a ser el tema diario en la Universidad. Pronto se oyeron las objeciones que siempre se hacen a esta verdad por parte de los que no la entienden o no la quieren reconocer. "Si somos salvos por la fe — decían — no tenemos necesidad de hacer buenas obras; Santiago dice que la fe sin obras es muerta; esta enseñanza conduce al abandono, a la negligencia, a la esterilidad".
Lefevre contesta: "¿No dice Santiago (cap. I.) que toda gracia y todo don perfecto viene de lo alto? Ahora bien; ¿quién puede negar que la justificación sea el don perfecto, la gracia por excelencia? Si vemos que un hombre se mueve, la respiración que en él notamos es para nosotros la señal de que tiene vida. Así las obras son necesarias como señales de una fe viva que acompañan a la justificación". Lejos de que la justificación por la fe conduzca al descuido de las buenas obras, es ella la que las produce y por eso dice: "¡Oh si los hombres pudiesen comprender este privilegio! ¡Cuan puros, santos y castos se mantendrían y cuan ignominiosa les resultaría la gloria del mundo comparada con la gloria interior, que está oculta a los ojos carnales!"
Lefevre de Etaples ha sido llamado con justicia el padre de la Reforma. Los protestantes franceses hacen notar con orgullo y satisfacción que la Reforma no es en los países latinos un producto importado del extranjero; nació en Francia, germinó en París, tuvo sus raíces en la misma Sorbona.
Lefevre enseñaba en sus aulas la doctrina básica del protestantismo en el año cuando Lutero iba a Roma por un asunto de frailes y Zwínglio no había todavía empezado a estudiar las Escrituras. La persecución no se hizo esperar mucho tiempo.
Actuaba entonces como síndico de la Sorbona Noel Bedier, llamado comúnmente Beda; hombre que se alimentaba de las sentencias áridas de la escolástica y que ponía al servicio de la autoridad de la iglesia romana todas las tesis y antítesis que hervían en su cerebro; andaba siempre en busca de algún pleito o de algún hombre a quien atacar; todos le temían porque cuando menos pensaban se hallaban comprometidos en alguna intriga por él fraguada, con el fin de ejercer una dominación despótica en aquel centro de estudios. Hacía tiempo buscaba algún pretexto para destruir la influencia moral de Lefevre, y siendo incapaz de afrontar una lucha sobre una doctrina importante, consiguió librarla sobre un punto baladí.
 Lefevre había afirmado que María, la hermana de Lázaro de Betania; María Magdalena, mujer enferma curada por Jesús: y la pecadora que aparece  en el capítulo séptimo de San Lucas, eran tres personas distintas. Los padres griegos las habían distinguido, pero los latinos lucieron de las tras una sola. Esta herejía de las tres Marías puso en movimiento a Beda y a todo su ejército; Fisher, obispo de Roenesfer, uno de los prelados más eruditos del siglo, escribió contra Lafevre sosteniendo la tesis de María única; y todos los doctores se declararon contra una opinión que hoy sostienen los mejores exégetas romanistas, incluso el padre Felipe Scio en sus notas a la traducción de la Biblia castellana.
Lefevre fue condenado y sólo la intervención del rey Francisco I, que quería humillar a la Sorbona, pudo librarlo de las garras de sus perseguidores. Pero Beda y los suyos no se dieron por vencidos y siguieron conspirando contra Lefevre, y al ver que la leña aun estaba verde para encender la hoguera procuraron hacerle la vida insoportable.
En este tiempo la Sorbona se pronunció contra Lutero, de modo que los que se adherían a la doctrina de la gracia eran severamente vigilados y estaban en constante peligro de ser denunciados y finalmente condenados. Entre los amigos de la Reforma se contaba el obispo Brigonnet, de la ciudad de Meaux, quien no cesaba de manifestar su gran admiración por Lefevre y las doctrinas que había sacado a luz. Éste le ofreció un asilo en la sede de su diócesis, y así para disfrutar de calina y seguridad dejó la capital y se estableció en la ciudad que estaba destinada a ser teatro de una gran actividad evangélica y refugio de muchos cristianos perseguidos.
Lefevre en su nuevo campo de acción exponía las Escrituras con más libertad que en París: "Es necesario — decía — que los reyes, los príncipes, los grandes, los pueblos, todas las naciones, no piensen sino en Jesucristo. Es menester que cada sacerdote se asemeje al ángel que Juan vio en el Apocalipsis volando por en medio del cielo, teniendo en su mano el evangelio eterno, para llevarlo a todo pueblo, tribu y nación. ¡Naciones, despertaos a la luz del evangelio y respirad la vida eterna! ¡La Palabra de Dios es suficiente!" "¡La Palabra de Dios es suficiente!" Esta vino a ser la divisa de la Reforma. "Conocer a Cristo y su Palabra — decía Lefevre — esa es la teología viva, única y universal. El que conoce eso conoce todo". La buena nueva de salvación se predicaba libremente en Meaux y muchos se gozaban al haber encontrado la perla de gran precio.
En muchas casas de familia se formaban asambleas para estudiar las Sagradas Escrituras y oír la predicación de los que Dios levantaba para ese ministerio. En no pocas iglesias la predicación era puramente apostólica. El obispo se regocijaba al ver cómo la verdad empezaba a desalojar la, superstición, y alentaba con su palabra y con su ejemplo a los que tomaban parte en este extraordinario movimiento espiritual. Lefevre comprendió que la gran necesidad del momento era poner la Biblia al alcance de todos mediante una traducción en lengua vulgar. El 30 de octubre de 1522 publicaba los cuatro Evangelios; al mes siguiente los demás libros del Nuevo Testamento; más tarde aparecieron los Salmos. Estas porciones de la Biblia eran recibidas con verdadero entusiasmo y su lectura derramaba luz a torrentes en los corazones de la gente ya cansada de las áridas tradiciones del papismo; en Francia, como en todas partes, penetraban como espada de dos filos hasta partir el alma y poner de manifiesto las intenciones del corazón.
 Los franciscanos empezaron entonces a hacer una guerra sin cuartel a los amantes de la Palabra de Dios. Saliendo de sus claustros se introducían en las casas para prevenir a todos, contra las nuevas ideas que se estaban propagando, y producían alarma diciendo: "Estos maestros son herejes; atacan las prácticas más santas y niegan los más sagrados misterios". Los que ya conocían el evangelio y eran lectores del Nuevo Testamento sabían cómo contestar, pero los demás no, y quedaban bajo la impresión de que un grave mal les amenazaba. Llevan su acometida hasta la misma casa episcopal y apostrofan atrevidamente a Briconnet: "Aplastad esta herejía — le dicen — o la peste que ya infecta la ciudad de Meaux correrá por todo el reino". El obispo los despide varonilmente, pero ellos no se acobardan; van a París y uniéndose a Beda denuncian al Parlamento que la mala doctrina se propaga desde él mismo obispado.
 La Iglesia, el Gobierno y la Universidad se unen para extirpar lo que ellos llaman herejía, y aquí es triste ver al obispo ceder ante la presión de estas fuerzas conjuradas y ponerse en contra de la obra que había favorecido. Le faltó el valor necesario para pelear la buena pelea de la fe, y no solamente depone las armas sino que las emplea contra los soldados de la verdad.
El 15 de octubre de 1523 promulgó tres decretos; el primero recomendando las oraciones por los muertos y la invocación de la virgen; el segundo prohibiendo prestar, comprar, leer o poseer los libros de Lulero; el tercero estableciendo la doctrina del purgatorio. Pero los papistas no estaban satisfechos con todo esto y lo acusaban de no haber roto completamente con Lefevre y aun de sostenerlo secretamente, de modo que dos años después volvieron de nuevo sobre él y le arrancaron una retractación formal que él mismo confirmó proclamando un ayuno general, acompañado de pomposas ceremonias y la convocación de un Sínodo que condenó las obras de Lutero.
La caída de Briconnet fue un golpe terrible para los amigos del Evangelio. Roma triunfaba. Lefevre estaba reducido al silencio y sus compañeros más atrevidos habían tenido que huir al extranjero. Cuando Lefevre ya no podía contar con el apoyo de sus poderosos amigos, entre los cuales se hallaba el mismo rey Francisco Iº, ahora prisionero en España, Beda creyó que el momento era oportuno para hacerlo morir en la hoguera y consiguió que el Parlamento, el 28 de agosto de 1525, condenase nueve proposiciones extraídas de sus obras. Lefevre comprendió que la hora era crítica y huyó de Meaux para Estrasburgo, donde se unió a los amigos de la Reforma que con toda libertad estaban predicando el Evangelio. En esta ciudad tuvo el gran gozo de encontrar a su discípulo Guillermo Farel que tres años antes había huido de Meaux.El viejo doctor de la Sorbona encontraba al joven soldado de Jesucristo en la plenitud de su vigor y lleno de energía espiritual. "¡Oh hijo mío — le dijo el anciano — continúa predicando con coraje el santo Evangelio de Jesucristo".
Margarita de Orleans, hermana del rey Francisco Iº, quien por medio de Lefevre había conocido la verdad del Evangelio, era a la sazón reina de Navarra. Viendo ella que la vida del ya viejo y venerado doctor volvía a estar en peligro, dio los pasos necesarios para que le fuese permitido ir a residir en Nerac, donde ella tenía su modesta corte. Al lado de esta discípula que había convertido su pequeño Estado en un asilo de cristianos perseguidos, podía descansar de sus trabajos en los últimos años de su carrera terrenal.
En 1534 lo visitó el joven Juan Calvino, quien más tarde daría a la Reforma tan poderoso impulso. Noticias consternadoras llegaban de París.
En enero de 1535 eran quemados seis creyentes en las plazas principales, y el rey con sus tres hijos, seguido de gran cortejo, asistía a estas ejecuciones. Muchos otros sufrían idénticos suplicios, pues el rey ya se había dejado dominar por los clérigos desoyendo los consejos de su ilustre y piadosa hermana Margarita.
Un día, a principios del año 1536, Lefevre se sentaba a la mesa de la reina junto con otros invitados. Todos notaron en él un semblante triste. La reina le preguntó la causa de este abatimiento y él contestó: "Es muy natural que cuando tantas personas mueren confesando el Evangelio que yo les he enseñado, me aflija por no haber sabido merecer la misma suerte". Después de la comida se acostó para no volver a levantarse más.
Pasó los últimos momentos de su vida mirando con gozo la ciudad celestial a la cual se dirigía. El pastor Roussel, otro exiliado, estaba a su lado y escuchó las últimas palabras que salieron de los labios de este hombre de Dios, que pasó sus años enseñando la verdad con amor. Fueron también estas últimas palabras, palabras de fe y esperanza, lamentando tan sólo morir sobre un lecho rodeado de amigos, pues creía que su vida debía haberla terminado como sus discípulos, muriendo en la hoguera. Fue sepultado en la iglesia de Nerac, cubierto con una piedra de mármol que la reina Margarita había hecho preparar para su propia sepultura.