} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: GRANDES HOMBRES DE LA REFORMA: JERÓNIMO DE PRAGA

miércoles, 6 de enero de 2016

GRANDES HOMBRES DE LA REFORMA: JERÓNIMO DE PRAGA

Este reformador, compañero del doctor Huss, y pudiera decirse que co-mártir con él,
había nacido en Praga, y se educó en aquella universidad, donde se distinguió por sus enormes
capacidades y erudición. Visitó asimismo varios otros eruditos seminarios en Europa,
particularmente las universidades de París, Heidelberg, Colonia y Oxford. En este último lugar se
familiarizó con las obras de Wickliffe, y, siendo persona de una gran capacidad de trabajo,
tradujo muchas de ellas a su lengua nativa, habiendo llegado a ser un gran conocedor de la
lengua inglesa, tras arduos estudios.
Al volver a Praga, se manifestó abiertamente como favorecedor de Wickliffe, y al ver que
sus doctrinas habían hecho gran progreso en Bohemia, y que Huss era su principal valedor, vino
en su ayuda en la gran obra de la reforma.
El cuatro de abril de 1415 llegó Jerónimo a Constanza, unos tres meses antes de la muerte
de Huss. Entró en privado en la ciudad, y consultando con algunos de los líderes de su partido, a
los que encontró allí, quedó fácilmente convencido de que no podría ser de ayuda alguna para
sus amigos.
Al saber que su llegada a Constanza habla llegado a ser conocida públicamente, y que el
Concilio tenía la intención de apresarlo, consideró que lo más prudente era retirarse. Así, al
siguiente día se fue a Iberling, una ciudad imperial a una milla de Constanza. Desde este lugar
escribió al emperador, manifestándole su buena disposición a comparecer delante del Concilio si
se le concedía un salvoconducto: pero le fue rehusado. Entonces mandó una solicitud al Concilio,
y recibió una respuesta no menos desfavorable que la del emperador.
Después de esto, emprendió el regreso a Bohemia. Tuvo la precaución de llevar consigo
un certificado, firmado por varios de los nobles bohemios, que entonces estaban en Constanza,
que daba testimonio de que había empleado todos los medios prudentes en su mano por
conseguir una audiencia.
Jerónimo, sin embargo, no iba a escapar. Fue apresado en Hirsaw por un oficial del duque
de Sultsbach, que, aunque careciendo de autorización para actuar en este sentido, no tenía duda
alguna de que el Concilio le agradecería un servicio tan aceptable.
El duque de Sultsbach, con Jerónimo ahora en su poder, escribió al Concilio pidiendo
instrucciones acerca de cómo proceder. El Concilio, tras expresar su agradecimiento al duque, le
pidieron que enviara al preso de inmediato a Constanza. El elector palatino se encontró con él en
el camino, y lo llevó de vuelta a la ciudad, cabalgando él en un corcel, con un numeroso cortejo,
que llevaban a Jerónimo encadenado con una larga cadena; en cuanto llegaron, Jerónimo fue
echado en una inmunda mazmorra.
Jerónimo fue luego tratado de una manera muy semejante a cómo lo había sido Huss, sólo
que sufrió un confinamiento mucho más prolongado, y pasó de una a otra cárcel. Al final, hecho
comparecer ante el Concilio, deseó defender su causa y exculparse; siéndole negado esto,
prorrumpió en las siguientes palabras:
«¡Qué barbaridad es ésta! Durante trescientos cuarenta días he estado encerrado en varias
prisiones. No hay miseria ni carencia que no haya experimentado. A mis enemigos les habéis
permitido toda la facilidad para acusar. A mí me negáis la más mínima oportunidad para
defenderme. Ni una hora me permitiréis para prepararme para mi juicio. Os habéis tragado las
más negras calumnias contra mí. Me habéis presentado como hereje, sin conocer mi doctrina;
como enemigo de la fe, antes de saber qué fe profeso; como perseguidor de sacerdotes antes de
tener una oportunidad de saber cuáles son mis pensamientos acerca de esto. Sois un Concilio
General; en vosotros se centra todo lo que este mundo puede comunicar de seriedad, sabiduría y
santidad; pero con todo sólo sois hombres, y los hombres pueden ser atraídos por las apariencias.
Cuanto más elevado sea vuestro carácter para sabiduría, tanto más cuidado deberías tomar de que
no se desviara a insensatez. La causa que ahora alego no es mi propia causa: es la causa de todos
los hombres, es la causa de los cristianos; es una causa que afectará a los derechos de la
posteridad, según lo que hagáis con mi persona.»
Este discurso no ejerció el más mínimo efecto; Jerónimo fue obligado a escuchar la
lectura de la acusación, que se reducía a los siguientes encabezamiento: 1. Que era un
ridiculizador de la dignidad papal. 2. Un opositor del Papa. 3. Enemigo de los cardenales. 4.
Perseguidor de los prelados. 5. Aborrecedor de la religión cristiana.
El juicio de Jerónimo tuvo lugar al tercer día de su acusación, y se interrogó a testigos en
apoyo de la acusación. El prisionero estaba dispuesto para su defensa, lo que parece casi
increíble, cuando consideramos que había estado trescientos cuarenta días encerrado en una
inmunda prisión, privado de la luz del día, y casi muerto de hambre por carencia de las cosas más
necesarias. Pero su espíritu se elevó por encima de estas desventajas bajo las que hombres con
menos temple se habrían hundido; y no se privó de citar a los padres y a los autores antiguos,
como si hubiera estado dotado de la mejor biblioteca.
Los más fanáticos de la asamblea no deseaban que se le oyera, porque sabía el efecto que
puede tener la elocuencia en las mentes de las personas más llenas de prejuicios. Al final, la
mayoría prevaleció de que se le debía dar libertad para hablar en su propia defensa. Esta defensa
la inició con una elocuencia tan conmovedora y sublime que se vio cómo se fundían los
corazones más llenos de celo y encallecidos y cómo las mentes supersticiosas parecían admitir
un rayo de convicción. Estableció una admirable distinción entre la evidencia que reposaba sobre
los hechos, y la sustentada por la malicia y la calumnia. Expuso ante la asamblea todo el tenor de
su vida y conducta. Observó que los más grandes y santos de los hombres habían sido
observados difiriendo en cuestiones puntuales y especulativas, con vistas a distinguir la verdad,
no a mantenerla oculta. Expresó un noble menosprecio de todos sus enemigos, que le habrían
inducido a retractarse de la causa de la virtud y de la verdad. Entró en un alto encomio de Huss, y
se manifestó dispuesto a seguirle en el glorioso camino del martirio. Luego tocó las doctrinas
más defendibles de Wickliffe, y concluyó observando que estaba lejos de su intención avanzar
nada en contra del estado de la Iglesia de Dios; que sólo se quejaba de los abusos del clero; que
no podía dejar de decir que era ciertamente cosa impía que el patrimonio de la Iglesia, que
originalmente había estado designado para la caridad y la benevolencia universal, se prostituyera
para la soberbia de los ojos, en festejos, vestimentas estrafalarias, y otros vituperios para el
nombre y la profesión del cristianismo. Terminado el juicio, Jerónimo recibió la misma sentencia
que había sido ejecutada contra su compatriota mártir. En consecuencia de esto fue, según el
estilo del engaño papista, entregado al brazo secular; pero como era laico, no podía pasar por la
ceremonia de degradación. Le habían preparado una coroza de papel pintada con demonios rojos.
Cuando la tuvo puesta sobre su cabeza, exclamó: «Nuestro Señor Jesucristo, cuando sufrió la
muerte por mí, un pecador de lo más miserable, llevó sobre Su cabeza una corona de espinas; por
amor a El llevaré yo esta corona. »
Se le permitieron dos días, con la esperanza de que se retractara; durante este tiempo el
cardenal de Florencia empleó todos sus esfuerzos a tratar de ganárselo. Pero todo esto resultó
ineficaz. Jerónimo estaba resuelto a sellar la doctrina con su sangre, y sufrió la muerte con la más
distinguida magnanimidad.
Al ir al lugar de la ejecución cantó varios himnos, y al llegar al lugar, que era el mismo en
el que Huss había sido quemado, se arrodilló y oró fervientemente. Abrazó la estaca con gran
ánimo, y cuando fueron por detrás de él a prender la leña, les dijo: «Venid aquí, y prended el
fuego delante de mi cara; si le hubiera temido a las llamas, no habría venido a este lugar.» Al
prenderse el fuego, cantó un himno, pero pronto se vio interrumpido por las llamas, y las ultimas
palabras que se le oyeron fueron estas: «A ti, oh Cristo, te ofrezco esta alma en llamas.»
El elegante Pogge, un erudito caballero de Florencia, secretario de dos Papas, y católico celoso
pero liberal, dio en una carta a Leonard Arotin un amplio testimonio de las extraordinarias
cualidades y virtudes de Jerónimo, a quien describe de manera enfática como ¡un hombre
prodigioso!