} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: TOMÁS BILNEY: Los grandes hombres de la Reforma

miércoles, 27 de enero de 2016

TOMÁS BILNEY: Los grandes hombres de la Reforma

  
  Éste siervo de Dios, nació en Norfolk hacia 1495 y murió en la hoguera en Norwich el 19 de agosto de 1531.
Estudió en Trinity Hall, Cambridge, dejando el derecho por la teología y siendo ordenado en 1519.  
La conversión, coronada con el martirio, de Tomás Bilney, es una muestra de lo que estaba haciendo la lectura del Nuevo Testamento. Era un joven doctor de Cambridge, aventajado estudiante de derecho canónico, de alma seria y conciencia delicada. Pequeño de estatura, un tanto enfermizo. Preocupado de la salvación de su alma se entregaba con febril devoción a las prácticas religiosas del catolicismo. Arrodillado delante de su confesor examinaba rigurosamente su conciencia y se acusaba de todo lo que reconocía malo en su vida cotidiana. Los sacerdotes le imponían penitencias que consistían ya en misas costosas, ya en vigilias prolongadas. Cumplía con todas ellas, pero su alma permanecía siempre sumergida en las tinieblas y hasta en la desesperación. A menudo tenía dudas sobre la validez de los actos que realizaba a costa de tanto sacrificio, y desconfiaba de la sinceridad de los motivos que los sacerdotes tenían para imponérselos. Se preguntaba si sus directores espirituales estarían en la verdad y si las doctrinas que enseñaban eran dignas de ser creídas; pero pronto desechaba estos pensamientos como tentaciones del enemigo.
 Un día oyó hablar de un libro nuevo que era objeto de animados comentarios; se trataba del Nuevo Testamento griego, con la traducción latina, elegantemente presentado. Venciendo el temor y los escrúpulos, guiado — dijo él más tarde — por la mano de Dios, se dirigió adonde So vendían, temblando adquirió un ejemplar y fue en seguida a encerrarse en su habitación. Lo abrió y sus ojos cayeron en este versículo: "Palabra fiel es ésta y digna de ser recibida de todos, que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero." (I. Tim., 1:15), "¡Pablo — exclamó — el primero de los pecadores, y Pablo con todo está seguro de su salvación!" Volvió a leer y dijo: "¡Oh sentencia de Pablo, cuan dulce eres a mi alma"! Estas palabras del gran apóstol a su discípulo Timoteo, quedaron grabadas en su mente y le instruyeron  en el camino de salvación.
 No sabía lo que le pasaba, se sentía como si un viento refrigerante corriese por su alma o como si un rico tesoro fuese puesto en su mano. "Yo también, se dijo, soy como Pablo, más que Pablo, el más grande de los pecadores. Pero Cristo salva al pecador. Al fin he oído hablar de Jesús."
Todas sus dudas se desvanecieron y su alma halló reposo en Cristo. Entonces se obró en él una admirable transformación; un gozo desconocido lo inunda; su conciencia hasta entonces lastimada con las heridas del pecado se siente curada; en lugar de desesperación tiene paz, esa bendita paz interior que sobrepuja a todo entendimiento. Bilney no dejaba de leer el Nuevo Testamento y su lectura era el maná escondido con que alimentaba y sustentaba la vida espiritual que por la fe había conseguido. No se contentó con haber encontrado la salvación. Pronto quiso que otros pudiesen participar de la misma bendición. Rogaba a Dios que le diese fuerza para testificar, y ardiente de espíritu hablaba a sus amigos, abriéndoles el Nuevo Testamento para demostrarles que les anunciaba la verdad divina.
 Llegó en ese tiempo a Cambridge Guillermo Tyndale, y fue ganado a la causa un joven de dieciocho años llamado Juan Fryth. Estos dos jóvenes, juntos con Bilney, se pusieron a trabajar con entusiasmo. Iban progresando en el conocimiento de la verdad; se declararon contra la absolución sacerdotal y enseñaban que la salvación se consigue por medio de la fe en Cristo. Bilney comprendió también que no era la consagración episcopal la que constituía ministro del Evangelio, sino ía vocación celestial, y caía de rodillas clamando a Dios para que viniese en socorro de los que querían dejar el error y seguir la Palabra y al Espíritu.
En su entusiasmo santo sentía arranques de profeta y decía: "Un tiempo nuevo ha empezado. La asamblea cristiana será renovada. Alguien; se acerca... lo veo... lo siento, es Jesucristo. . . el rey; él es quien llamará a los verdaderos ministros encargados de evangelizar a su pueblo." Había en aquellos días en Cambridge un sacerdote que se distinguía por un fervor que culminaba en el fanatismo. Era siempre el primero en las procesiones y se le veía llevar con mucho orgullo la cruz de la Universidad. Se llamaba Hugo Latimer; tenía unos treinta años de edad y a su celo infatigable unía un humor mordiente que lo usaba para poner en ridículo a sus adversarios.
Como un nuevo Saulo perseguía a los amigos de la Palabra de Dios y en algunos discursos tuvo tanto éxito que muchos creyeron que había aparecido el hombre capaz de medirse con Lutero y dar a la iglesia de Roma un triunfo deslumbrante.
 Bilney concibió el plan de ganarlo al Evangelio para que sus dones fuesen puestos al servicio de mejor causa, y para dar comienzo a su difícil tarea se valió de un procedimiento un tanto extraño. Se dirigió a donde Latimer se encontraba y le pidió que escuchase su confesión. ¿Qué ocurría? ¡El campeón de la herejía pide confesarse ante él campeón del papismo!
Latimer creyó que sus discursos habían conseguido convencerle y que una vez sometido Bilney, harían igual cosa todos sus compañeros. El presunto penitente se arrodilla delante del satisfecho confesor, pero hace una confesión muy diferente de la que están acostumbrados a oír los sacerdotes; le refiere cuan grandes fueron las angustias de su alma y cuan inútiles las obras, ceremonias y sacramentos para librarlo de ellas. Y en seguida con voz emocionante y sinceridad contagiosa le habla de cómo encontró la paz cuando dejando todo eso confió en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
 Habla a Latimer del espíritu de adopción que ha recibido y de la dicha que experimenta al poder llamar a Dios, su padre. El confesor quedó estupefacto al oír tal testimonio en lugar de una mecánica confesión. Su corazón se abrió y la palabra llena de unción del piadoso Bilney penetró hasta lo más íntimo de su ser. Esa palabra simple pero llena de vida lo traspasó como una espada de dos filos.
El Espíritu de Dios obró en Latimer, la luz de la verdad lo alumbró en aquella hora por ese medio inesperado. Su conversión fue instantánea como la de Saulo en el camino a Damasco. Latimer  quiso aun levantar alguna objeción, pero pocas respuestas llenas de amor bastaron para que toda duda se disipase. "Aprendí más por medio de esta confesión — dijo más tarde — que antes por medio de muchas lecturas y en muchos años.
Me deleito ahora en la Palabra de Dios, y dejo a los doctores de escuelas humanas con todas sus extravagancias." Una conversión tan notable como la de Latimer imprimió un nuevo impulso al movimiento evangélico.
Desde entonces la juventud universitaria acudía en masa a escuchar a Bilney, quien tenía por tema principal de sus enseñanzas la obra perfecta y completa de Cristo, que hace nula e innecesaria toda otra obra. Pero la eficacia de su predicación dependía de la oración. Modesto delante de los hombres era confiado delante de Dios, y día y noche le pedía almas y más almas.
Como el Maestro, sentía compasión por aquellos que andan extraviados, errantes como ovejas sin pastor. Bilney que había perdido su anterior timidez desplegaba ahora una admirable actividad misionera, no sólo en Cambridge sino en otras partes del reino. Él y otro fraile convertido llamado Arthur, visitaban los conventos y al mismo tiempo que buscaban ganar a los religiosos, predicaban al pueblo, encontrando muchas veces formidable oposición. Más de una vez fueron sacados del pulpito por los frailes enfurecidos y éstos no descansaron hasta conseguir que Bilney fuese arrestado y conducido a Londres para ser juzgado.
Arthur se encargó entonces de llevar adelante la obra, aunque no por mucho tiempo, porque fue sometido a la misma prueba que su compañero.
El 27 de noviembre de 1527, el cardenal Wolsey y un gran número de obispos y teólogos se reunían en Westminster para juzgar a los dos acusados. Después de abrir el acto el cardenal se retiró diciendo que asuntos de estado reclamaban su presencia en otro lugar, indicando antes que debía buscarse que los acusados abjurasen de sus errores y que si no lo hacían fuesen entregados al poder secular.
La retractación o la muerte, tal era la orden que recibía el obispo que debía presidir él juicio. Bilney tenía esperanza de salir bien de esta prueba porque sabía que el obispo era amigo y admirador de Erasmo. Consiguiendo papel y tinta se puso a escribir en la prisión cartas admirables, que han sido conservadas, en las que expone que es la lectura del Nuevo Testamento la que había engendrado en él la doctrina que predica. Bien sabía el obispo que los acusados estaban mucho más cerca de la verdad cristiana que los frailes acusadores y deseaba librarlos de la muerte, pero quería hacerlo sin comprometerse ni correr riesgo.
Todas las tentativas para arrancar a Bilney una retractación encontraron respuesta negativa, pero presionado por el ruego de sus amigos que no lo abandonaban y con la idea de que viviendo podría servir mejor a su Maestro, terminó por someterse, cosa que también había hecho Arthur. Los amigos de Roma triunfaban y una ola de dolor y tristeza invadía las filas evangélicas.
 Llegado el domingo pusieron a Bilney al frente de una procesión, y el discípulo caído, con la cabeza cubierta y la mirada hacia el suelo marchaba con paso lento hacia la cruz de San Pablo, cargando sobre sus espaldas un lío de leña con el cual iba diciendo: "Yo soy un hereje que merezco ser quemado." Los verdugos se complacen en humillar a sus víctimas hasta el último grado. Una vez que llegaron al sitio señalado se oficiaron los ritos establecidos para estos casos de abjuración. Un predicador habló sobre la penitencia que tenía que hacer el reo y terminado el acto lo condujeron de nuevo a su prisión. Con su caída se había librado de la muerte pero no de la cárcel. Empezó para el desdichado apóstata un tiempo terrible en la soledad del calabozo, el cual se le asemejaba a un horno de fuego devorador. En el silencio de la noche creía estar escuchando palabras de reproche y acusación. Las sombras fatídicas de Caín y de Judas le rodeaban, y los remordimientos de conciencia no le permitían un instante de paz. Vuelto en sí se había dado cuenta de su falta y se avergonzaba de sí mismo. Había querido evitar la muerte y ésta le aparecía a cada instante en él aposento lúgubre donde lo habían encerrado. En vano trataba de apartar de sí este horrible espectro.
 Los amigos que lo habían arrojado a este abismo aparecieron, y cuando al tratar de consolarlo pronunciaban el nombre del Salvador, aterrorizado huía al fondo de su calabozo, lanzando gritos como si viera a un enemigo armado de una lanza. Había renegado de la Palabra de Dios para someterse a los hombres, y lo único que de ella ahora armonizaba con el estado de su alma, era aquella imprecación apocalíptica en que los condenados claman a las montañas diciendo: "¡Caed sobre nosotros y escondednos de la cara de aquel que está sentado sobre el trono y de la ira del Cordero!" (Apocalipsis, 6:16).
Puesto en libertad volvió a Cambridge, donde los remordimientos más agudos continuaron persiguiéndole. Pero Cristo con una mirada lo restauró como en otro tiempo a San Pedro. Se levantó como uno que resucita de entre los muertos, dijo Latimer. Una noche se despidió de sus hermanos en la fe diciéndoles que subiría a Jerusalen  y no lo verían más en este mundo.
Tarde, en una noche del año 1531 se puso en marcha y al llegar a Norfolk empezó a predicar privadamente en las casas de unos antiguos discípulos, para quienes con su cobarde conducta había sido causa de tropiezo. Consideraba que su primer deber era confirmarlos en la fe. Una vez que consiguió restaurarlos se puso a predicar abiertamente en los campos que rodeaban a la ciudad. Prosiguió a Norwik, donde continuó activamente su ministerio exhortando a los creyentes a no recibir nunca el consejo de amigos mundanos como él había hecho. Pronto los frailes tuvieron conocimiento de sus actividades; lo denunciaron y fue arrestado. Frente a sus jueces y acusadores mostró una firmeza inquebrantable, confesó resueltamente su fe y negándose a abjurar fue condenado a morir en la hoguera.
La ceremonia de la degradación se cumplió con mucho aparato. La noche antes de su ejecución cenó en la prisión con sus amigos y hablaba con toda calma sobre su próxima muerte, repitiendo jubiloso este texto de Isaías: "Cuando pasares por el fuego no te quemarás, ni la llama arderá en ti." A la mañana siguiente, un día sábado, los oficiales seguidos de una guardia armada se presentaron en la prisión. Bilney apareció acompañado del Dr. Warner, vicario de Winterton, uno de sus viejos amigos a quien pidió que estuviese a su lado en sus últimos momentos. Seguidos de una multitud de espectadores se dirigieron al lugar de la ejecución, sitio donde muchos lolardos habían sufrido el martirio confesando su fe en Cristo.

Como todavía no habían terminado de preparar la hoguera, Bilney dirigió la palabra al gentío, exhortando a confiar en Cristo. Cuando llegó la hora de morir se acercó resueltamente al poste en que tenía que ser atado y quemado y lo besó. Se puso de rodillas y oró con gran fervor, terminando con estas palabras de los Salmos: "¡Oh Dios, escucha mi oración; está atento a mis súplicas!". Tres veces repitió con acento solemne el otro versículo: "Y no entres en juicio con tu siervo; porque ante tus ojos ninguna carne se justificará." Terminó con este otro versículo de los Salmos: "Mi alma tiene sed de ti". Entonces fue atado al poste con una cadena. Con palabras entrecortadas por la emoción, el Dr. Warner se despidió de su amigo quien le hizo esta última recomendación: "Apacienta la grey, apacienta la grey." El mártir se dirigió a la gente rogándoles que no buscasen vengar su muerte castigando a los frailes que eran los causantes de ella. La antorcha fue arrimada a la leña y las llamas envolvieron el cuerpo de Bilney, a quien se le oyeron pronunciar estas últimas palabras: "Jesús, creo". Así murió el primer mártir de la Reforma en Inglaterra. Murió por predicar la fe del Nuevo Testamento y sostener que sólo Dios tiene que ser adorado; y que hay un solo Salvador el cual es Jesucristo; y que el perdón es un don gratuito que se obtiene por medio de la fe y no de las obras.