Éste siervo de Dios, nació en Norfolk hacia 1495 y murió en la hoguera en Norwich
el 19 de agosto de 1531.
La conversión, coronada con el martirio, de Tomás
Bilney, es una muestra de lo que estaba haciendo la lectura del Nuevo
Testamento. Era un joven doctor de Cambridge, aventajado estudiante de derecho
canónico, de alma seria y conciencia delicada. Pequeño de estatura, un tanto
enfermizo. Preocupado de la salvación de su alma se entregaba con febril
devoción a las prácticas religiosas del catolicismo. Arrodillado delante de su
confesor examinaba rigurosamente su conciencia y se acusaba de todo lo que
reconocía malo en su vida cotidiana. Los sacerdotes le imponían penitencias que
consistían ya en misas costosas, ya en vigilias prolongadas. Cumplía con todas
ellas, pero su alma permanecía siempre sumergida en las tinieblas y hasta en la
desesperación. A menudo tenía dudas sobre la validez de los actos que realizaba
a costa de tanto sacrificio, y desconfiaba de la sinceridad de los motivos que
los sacerdotes tenían para imponérselos. Se preguntaba si sus directores
espirituales estarían en la verdad y si las doctrinas que enseñaban eran dignas
de ser creídas; pero pronto desechaba estos pensamientos como tentaciones del
enemigo.
Un día oyó
hablar de un libro nuevo que era objeto de animados comentarios; se trataba del
Nuevo Testamento griego, con la traducción latina, elegantemente presentado.
Venciendo el temor y los escrúpulos, guiado — dijo él más tarde — por la mano
de Dios, se dirigió adonde So vendían, temblando adquirió un ejemplar y fue en
seguida a encerrarse en su habitación. Lo abrió y sus ojos cayeron en este
versículo: "Palabra fiel es ésta y digna de ser recibida de todos, que
Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el
primero." (I. Tim., 1:15), "¡Pablo — exclamó — el primero de los
pecadores, y Pablo con todo está seguro de su salvación!" Volvió a leer y
dijo: "¡Oh sentencia de Pablo, cuan dulce eres a mi alma"! Estas
palabras del gran apóstol a su discípulo Timoteo, quedaron grabadas en su mente
y le instruyeron en el camino de
salvación.
No sabía lo
que le pasaba, se sentía como si un viento refrigerante corriese por su alma o
como si un rico tesoro fuese puesto en su mano. "Yo también, se dijo, soy
como Pablo, más que Pablo, el más grande de los pecadores. Pero Cristo salva al
pecador. Al fin he oído hablar de Jesús."
Todas sus dudas se desvanecieron y su alma halló
reposo en Cristo. Entonces se obró en él una admirable transformación; un gozo
desconocido lo inunda; su conciencia hasta entonces lastimada con las heridas
del pecado se siente curada; en lugar de desesperación tiene paz, esa bendita
paz interior que sobrepuja a todo entendimiento. Bilney no dejaba de leer el Nuevo
Testamento y su lectura era el maná escondido con que alimentaba y sustentaba
la vida espiritual que por la fe había conseguido. No se contentó con haber
encontrado la salvación. Pronto quiso que otros pudiesen participar de la misma
bendición. Rogaba a Dios que le diese fuerza para testificar, y ardiente de
espíritu hablaba a sus amigos, abriéndoles el Nuevo Testamento para
demostrarles que les anunciaba la verdad divina.
Llegó en ese
tiempo a Cambridge Guillermo Tyndale, y fue ganado a la causa un joven de
dieciocho años llamado Juan Fryth. Estos dos jóvenes, juntos con Bilney, se
pusieron a trabajar con entusiasmo. Iban progresando en el conocimiento de la
verdad; se declararon contra la absolución sacerdotal y enseñaban que la
salvación se consigue por medio de la fe en Cristo. Bilney comprendió también
que no era la consagración episcopal la que constituía ministro del Evangelio,
sino ía vocación celestial, y caía de rodillas clamando a Dios para que viniese
en socorro de los que querían dejar el error y seguir la Palabra y al Espíritu.
En su entusiasmo santo sentía arranques de profeta y
decía: "Un tiempo nuevo ha empezado. La asamblea cristiana será renovada.
Alguien; se acerca... lo veo... lo siento, es Jesucristo. . . el rey; él es
quien llamará a los verdaderos ministros encargados de evangelizar a su
pueblo." Había en aquellos días en Cambridge un sacerdote que se
distinguía por un fervor que culminaba en el fanatismo. Era siempre el primero
en las procesiones y se le veía llevar con mucho orgullo la cruz de la
Universidad. Se llamaba Hugo Latimer; tenía unos treinta años de edad y a su
celo infatigable unía un humor mordiente que lo usaba para poner en ridículo a
sus adversarios.
Como un nuevo Saulo perseguía a los amigos de la
Palabra de Dios y en algunos discursos tuvo tanto éxito que muchos creyeron que
había aparecido el hombre capaz de medirse con Lutero y dar a la iglesia de
Roma un triunfo deslumbrante.
Bilney
concibió el plan de ganarlo al Evangelio para que sus dones fuesen puestos al servicio
de mejor causa, y para dar comienzo a su difícil tarea se valió de un
procedimiento un tanto extraño. Se dirigió a donde Latimer se encontraba y le
pidió que escuchase su confesión. ¿Qué ocurría? ¡El campeón de la herejía pide
confesarse ante él campeón del papismo!
Latimer creyó que sus discursos habían conseguido
convencerle y que una vez sometido Bilney, harían igual cosa todos sus
compañeros. El presunto penitente se arrodilla delante del satisfecho confesor,
pero hace una confesión muy diferente de la que están acostumbrados a oír los
sacerdotes; le refiere cuan grandes fueron las angustias de su alma y cuan
inútiles las obras, ceremonias y sacramentos para librarlo de ellas. Y en
seguida con voz emocionante y sinceridad contagiosa le habla de cómo encontró
la paz cuando dejando todo eso confió en el Cordero de Dios que quita el pecado
del mundo.
Habla a
Latimer del espíritu de adopción que ha recibido y de la dicha que experimenta
al poder llamar a Dios, su padre. El confesor quedó estupefacto al oír tal
testimonio en lugar de una mecánica confesión. Su corazón se abrió y la palabra
llena de unción del piadoso Bilney penetró hasta lo más íntimo de su ser. Esa
palabra simple pero llena de vida lo traspasó como una espada de dos filos.
El Espíritu de Dios obró en Latimer, la luz de la
verdad lo alumbró en aquella hora por ese medio inesperado. Su conversión fue
instantánea como la de Saulo en el camino a Damasco. Latimer quiso aun levantar alguna objeción, pero
pocas respuestas llenas de amor bastaron para que toda duda se disipase.
"Aprendí más por medio de esta confesión — dijo más tarde — que antes por
medio de muchas lecturas y en muchos años.
Me deleito ahora en la Palabra de Dios, y dejo a los
doctores de escuelas humanas con todas sus extravagancias." Una conversión
tan notable como la de Latimer imprimió un nuevo impulso al movimiento
evangélico.
Desde entonces la juventud universitaria acudía en
masa a escuchar a Bilney, quien tenía por tema principal de sus enseñanzas la
obra perfecta y completa de Cristo, que hace nula e innecesaria toda otra obra.
Pero la eficacia de su predicación dependía de la oración. Modesto delante de
los hombres era confiado delante de Dios, y día y noche le pedía almas y más
almas.
Como el Maestro, sentía compasión por aquellos que
andan extraviados, errantes como ovejas sin pastor. Bilney que había perdido su
anterior timidez desplegaba ahora una admirable actividad misionera, no sólo en
Cambridge sino en otras partes del reino. Él y otro fraile convertido llamado
Arthur, visitaban los conventos y al mismo tiempo que buscaban ganar a los
religiosos, predicaban al pueblo, encontrando muchas veces formidable
oposición. Más de una vez fueron sacados del pulpito por los frailes
enfurecidos y éstos no descansaron hasta conseguir que Bilney fuese arrestado y
conducido a Londres para ser juzgado.
Arthur se encargó entonces de llevar adelante la
obra, aunque no por mucho tiempo, porque fue sometido a la misma prueba que su
compañero.
El 27 de noviembre de 1527, el cardenal Wolsey y un
gran número de obispos y teólogos se reunían en Westminster para juzgar a los
dos acusados. Después de abrir el acto el cardenal se retiró diciendo que
asuntos de estado reclamaban su presencia en otro lugar, indicando antes que
debía buscarse que los acusados abjurasen de sus errores y que si no lo hacían
fuesen entregados al poder secular.
La retractación o la muerte, tal era la orden que
recibía el obispo que debía presidir él juicio. Bilney tenía esperanza de salir
bien de esta prueba porque sabía que el obispo era amigo y admirador de Erasmo.
Consiguiendo papel y tinta se puso a escribir en la prisión cartas admirables,
que han sido conservadas, en las que expone que es la lectura del Nuevo
Testamento la que había engendrado en él la doctrina que predica. Bien sabía el
obispo que los acusados estaban mucho más cerca de la verdad cristiana que los
frailes acusadores y deseaba librarlos de la muerte, pero quería hacerlo sin
comprometerse ni correr riesgo.
Todas las tentativas para arrancar a Bilney una
retractación encontraron respuesta negativa, pero presionado por el ruego de
sus amigos que no lo abandonaban y con la idea de que viviendo podría servir
mejor a su Maestro, terminó por someterse, cosa que también había hecho Arthur.
Los amigos de Roma triunfaban y una ola de dolor y tristeza invadía las filas
evangélicas.
Llegado el
domingo pusieron a Bilney al frente de una procesión, y el discípulo caído, con
la cabeza cubierta y la mirada hacia el suelo marchaba con paso lento hacia la
cruz de San Pablo, cargando sobre sus espaldas un lío de leña con el cual iba
diciendo: "Yo soy un hereje que merezco ser quemado." Los verdugos se
complacen en humillar a sus víctimas hasta el último grado. Una vez que
llegaron al sitio señalado se oficiaron los ritos establecidos para estos casos
de abjuración. Un predicador habló sobre la penitencia que tenía que hacer el
reo y terminado el acto lo condujeron de nuevo a su prisión. Con su caída se
había librado de la muerte pero no de la cárcel. Empezó para el desdichado
apóstata un tiempo terrible en la soledad del calabozo, el cual se le asemejaba
a un horno de fuego devorador. En el silencio de la noche creía estar
escuchando palabras de reproche y acusación. Las sombras fatídicas de Caín y de
Judas le rodeaban, y los remordimientos de conciencia no le permitían un
instante de paz. Vuelto en sí se había dado cuenta de su falta y se avergonzaba
de sí mismo. Había querido evitar la muerte y ésta le aparecía a cada instante
en él aposento lúgubre donde lo habían encerrado. En vano trataba de apartar de
sí este horrible espectro.
Los amigos
que lo habían arrojado a este abismo aparecieron, y cuando al tratar de
consolarlo pronunciaban el nombre del Salvador, aterrorizado huía al fondo de
su calabozo, lanzando gritos como si viera a un enemigo armado de una lanza.
Había renegado de la Palabra de Dios para someterse a los hombres, y lo único
que de ella ahora armonizaba con el estado de su alma, era aquella imprecación
apocalíptica en que los condenados claman a las montañas diciendo: "¡Caed
sobre nosotros y escondednos de la cara de aquel que está sentado sobre el
trono y de la ira del Cordero!" (Apocalipsis, 6:16).
Puesto en libertad volvió a Cambridge, donde los
remordimientos más agudos continuaron persiguiéndole. Pero Cristo con una
mirada lo restauró como en otro tiempo a San Pedro. Se levantó como uno que
resucita de entre los muertos, dijo Latimer. Una noche se despidió de sus
hermanos en la fe diciéndoles que subiría a Jerusalen y no lo verían más en este mundo.
Tarde, en una noche del año 1531 se puso en marcha y
al llegar a Norfolk empezó a predicar privadamente en las casas de unos
antiguos discípulos, para quienes con su cobarde conducta había sido causa de
tropiezo. Consideraba que su primer deber era confirmarlos en la fe. Una vez
que consiguió restaurarlos se puso a predicar abiertamente en los campos que
rodeaban a la ciudad. Prosiguió a Norwik, donde continuó activamente su
ministerio exhortando a los creyentes a no recibir nunca el consejo de amigos
mundanos como él había hecho. Pronto los frailes tuvieron conocimiento de sus
actividades; lo denunciaron y fue arrestado. Frente a sus jueces y acusadores
mostró una firmeza inquebrantable, confesó resueltamente su fe y negándose a
abjurar fue condenado a morir en la hoguera.
La ceremonia de la degradación se cumplió con mucho
aparato. La noche antes de su ejecución cenó en la prisión con sus amigos y
hablaba con toda calma sobre su próxima muerte, repitiendo jubiloso este texto
de Isaías: "Cuando pasares por el fuego no te quemarás, ni la llama arderá
en ti." A la mañana siguiente, un día sábado, los oficiales seguidos de
una guardia armada se presentaron en la prisión. Bilney apareció acompañado del
Dr. Warner, vicario de Winterton, uno de sus viejos amigos a quien pidió que
estuviese a su lado en sus últimos momentos. Seguidos de una multitud de
espectadores se dirigieron al lugar de la ejecución, sitio donde muchos lolardos
habían sufrido el martirio confesando su fe en Cristo.
Como todavía no habían terminado de preparar la
hoguera, Bilney dirigió la palabra al gentío, exhortando a confiar en Cristo.
Cuando llegó la hora de morir se acercó resueltamente al poste en que tenía que
ser atado y quemado y lo besó. Se puso de rodillas y oró con gran fervor, terminando
con estas palabras de los Salmos: "¡Oh Dios, escucha mi oración; está
atento a mis súplicas!". Tres veces repitió con acento solemne el otro
versículo: "Y no entres en juicio con tu siervo; porque ante tus ojos
ninguna carne se justificará." Terminó con este otro versículo de los
Salmos: "Mi alma tiene sed de ti". Entonces fue atado al poste con
una cadena. Con palabras entrecortadas por la emoción, el Dr. Warner se
despidió de su amigo quien le hizo esta última recomendación: "Apacienta
la grey, apacienta la grey." El mártir se dirigió a la gente rogándoles
que no buscasen vengar su muerte castigando a los frailes que eran los
causantes de ella. La antorcha fue arrimada a la leña y las llamas envolvieron
el cuerpo de Bilney, a quien se le oyeron pronunciar estas últimas palabras:
"Jesús, creo". Así murió el primer mártir de la Reforma en
Inglaterra. Murió por predicar la fe del Nuevo Testamento y sostener que sólo
Dios tiene que ser adorado; y que hay un solo Salvador el cual es Jesucristo; y
que el perdón es un don gratuito que se obtiene por medio de la fe y no de las
obras.