¡Dios! Pero
¿quién es Dios? ¿Cuál es su manera de ser? ¿Posee las credenciales apropiadas
para ser nuestro Pastor, nuestro amo, nuestro dueño? Y si las tiene, ¿cómo se
somete uno a él? ¿De qué modo llega uno a ser objeto de su interés y diligente cuidado?
Son preguntas penetrantes e inquietantes que merecen un examen honrado y
fundamental. Uno de los problemas del cristianismo es nuestra tendencia a
hablar en términos generales y ambiguos. David, el autor del poema, que era
pastor e hijo de pastor, y que fue conocido luego como el «rey pastor» de Israel,
afirmó claramente: «Jehová es mi Pastor.»
¿A quién se
refería? Se refería a Jehová, el Dios de Israel.
Su afirmación
quedó verificada por Jesús, el Cristo.
El, cuando
anduvo entre los hombres como Dios encarnado, declaró enfáticamente: «Yo soy el
buen Pastor.»
¿Pero quién era
aquel Cristo? Nuestro concepto de Cristo suele ser demasiado reducido,
demasiado estrecho, demasiado provinciano, demasiado humano. Y por serlo, no
nos sentimos dispuestos a permitirle ejercer autoridad o dominio, y mucho menos
a actuar como dueño de nuestra vida.
El es el autor
directo de todas las cosas, naturales y sobrenaturales (Colosenses 1:15-20).
Si nos detenemos
para reflexionar sobre la persona de Cristo, sobre su poder y sobre su obra, de
pronto, como David, con alegría y orgullo exclamaremos: «Jehová, sí.Jehová es
mi Pastor!» Pero antes de hacer esto, será provechoso recordar con claridad la
función particular que en nuestra historia desempeñan Dios Padre, Dios Hijo y
Dios Espíritu
Santo.
Dios Padre es
Dios, el autor, el originador de todo cuanto existe. En su mente, al principio,
todo adquirió forma. Dios Hijo, nuestro Salvador, es Dios el artesano, el artista,
el Creador de todo cuanto existe. El convirtió en realidad cuanto se había
formulado originalmente en la mente de su Padre.
Dios Espíritu
Santo es Dios el agente que presenta estas realidades a nuestra mente y a
nuestro entendimiento espiritual, para que sean verdaderas y pertinentes para
nosotros como individuos.
Ahora bien, las
hermosas relaciones entre Dios y el hombre que repetidas veces se nos pintan en
la Biblia son las de un padre con sus hijos y las de un pastor con sus ovejas.
Estas ideas fueron concebidas al principio en la mente de Dios nuestro Padre.
Se hicieron posibles y prácticas mediante la obra de Cristo. Se confirman y se
realizan en nosotros por la acción de la gracia del Espíritu Santo. De manera
que cuando un hombre o una mujer hace la sencilla y sublime afirmación de que
Jehová es su Pastor, inmediatamente evoca en uno, una profunda y práctica
relación activa entre un ser humanoy su Hacedor. Enlaza un terrón de arcilla
corriente con el destino divino: significa que un simple mortal se convierte en
el objeto mimado del divino amor. Este solo pensamiento debe conmover nuestro
espíritu, avivar nuestra sensibilidad y proporcionarnos una dignidad enorme
como individuos.
Cuando pensamos que
Dios en Cristo se interesa profundamente en nosotros como personas, de
inmediato nuestra breve jornada en este planeta cobra gran propósito e ingente
significado.
Y cuanto más
grande, más amplio, más majestuoso sea nuestro concepto de Cristo, tanto más
vital será nuestra relación con él. Evidentemente David, en este Salmo, no está
hablando como pastor —aunque lo era— sino como oveja, como miembro del rebaño.
Hablaba con un fuerte sentido de orgullo,
devoción y
admiración. Era exactamente como si se jactara en voz alta: «¡Miren quién es mi
pastor, mi dueño, mi jefe! ¡Es el Señor!»
Después de todo,
sabía por experiencia que la suerte de una oveja dependía del tipo de hombre
que la poseyera. Algunos hombres eran benévolos, amables, inteligentes,
valientes y desinteresados en su dedicación al rebaño. Bajo el cuidado de
cierto hombre las ovejas tenían que luchar, pasar hambre y dureza sin fin. Bajo
el cuidado de otro, crecían y prosperaban satisfechas.
Así que si el
Señor es nuestro pastor, debemos tener nociones de su carácter y entender algo
de su capacidad.
Para meditar en
esto, acostumbro a salir de noche a caminar solo bajo las estrellas y pensar en
la majestad y el poder de Dios. Al contemplar el estrellado cielo recuerdo que,
por lo menos 250.000.000 x 250.000.000 de cuerpos celestes, cada uno de ellos mayor
que nuestro sol, que es una de las estrellas más pequeñas, fueron esparcidos
por todos los vastos espacios del universo por la mano de Dios. Me acuerdo de
que el planeta tierra, que ha de ser mi morada provisional durante unos cuantos
años, es una partícula tan diminuta de materia en el espacio que si fuera
posible transportar nuestro más potente telescopio a la estrella más cercana.
Alfa del Centauro, y mirar en esta dirección, la tierra no podría verse, ni siquiera
con la ayuda de ese potente instrumento.
Esto resulta un
tanto humillante. Le lava el «ego» al hombre y pone las cosas en la perspectiva
correcta. Nos hace vernos como una simple pizca de materia en un universo
gigantesco. Sin embargo, permanece inalterable el hecho asombroso de que
Cristo, el Creador de un universo de tan sobrecogedora magnitud, se digne
llamarse Pastor nuestro y nos invite a considerarnos sus ovejas objetos de su
cariño y atención. ¿Quién mejor que él podría ocuparse de nosotros? Sí: él, Cristo, el Hijo de Dios, produjo todo
esto.
Desde la más
gigantesca galaxia hasta el más diminuto microbio, todo funciona sin falla en
armonía con leyes fijas de orden y unidad que están absolutamente fuera del
dominio de la mente del hombre finito.
Es en este sentido, ante todo, que estoy
básicamente obligado a reconocer que Dios tiene legítimo derecho de poseernos
como seres humanos, porque fue él quien nos dio el ser y nadie puede
comprendernos y cuidarnos mejor.
Le pertenecemos
simplemente porque él deliberadamente quiso crearnos como objeto de su amor.
Resulta patente
que la mayoría de los hombres y mujeres rehusan reconocer esta realidad. Sus
intentos deliberados de negar que existe o puede existir dicha relación entre
el hombre y su Hacedor demuestran su aversión a aceptar que pertenecen a
alguien que tiene autoridad sobre ellos por haberles dado el ser.
Este fue, sin
duda, el enorme «riesgo calculado», si se me permite el término, que Dios tomó
al hacer al hombre.Pero en su modo magnánimo de siempre, dio un segundo paso
para tratar de restaurar esta relación que continuamente se rompe cuando los
hombres le vuelven las espaldas.
De nuevo, con
Cristo, demostró en el Calvario el hondo deseo de su corazón de hacer que los
hombres se acogieran a su benévolo cuidado. El mismo asumió el castigo de la
perversidad de ellos, afirmando claramente que «todos nosotros nos descarriamos
como ovejas, cada cual se apartó por su camino; más Jehová cargó en él el
pecado de todos nosotros» (Isaías -53:6).
Así que en un
segundo sentido muy real y muy vital le pertenecemos porque él nos rescató al
precio increíble de dar su vida y derramar su sangre. Por lo tanto, bien podía
decir: «Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas.» Muy
emocionante, pues, darnos cuenta de que hemos sido comprados a precio, de que
en realidad no nos merecemos y de que él puede muy bien hacer valer sus
derechos sobre nuestra vida.
Las ovejas
no«se cuidan solas», como podría creerse. Exigen, más que cualquier otra clase
de ganado, infinita atención y meticuloso cuidado.
Por algo Dios
nos llama ovejas. La conducta de las ovejas y de los seres humanos es semejante
en varios aspectos. Nuestro gregarismo (o instintos de turba), nuestros temores
y timidez, nuestra terquedad y estupidez, nuestros perversos hábitos, son todos
paralelos de enorme importancia.
Sin embargo, a
pesar de estas características adversas, Cristo nos elige, nos compra, nos
llama por nombre, nos hace suyos y se deleita en cuidarnos. Es este último
aspecto lo que constituye realmente la tercera razón por la cual estamos en la
obligación de reconocer el señorío de Dios sobre nosotros.
El se entrega
por nosotros continuamente, así como suena. Siempre está intercediendo por
nosotros; siempre nos está guiando por su Espíritu de gracia; siempre obra por
nosotros para garantizar que nos beneficiaremos de sus cuidados.
El Salmo 23 bien
podría llamarse «Himno de David en alabanza del amor divino». Por que entero se
refiere a la manera en que el Buen Pastor no escatima sufrimientos por el
bienestar de sus ovejas.
No es de
extrañar que el poeta se enorgulleciera de pertenecer al Buen Pastor. ¿Por qué
no?
¡Qué
desconcertante es que haya hombres y mujeres que con vehemencia le nieguen a
Cristo los derechos que tiene sobre sus vidas! Tienen miedo de que reconocer su
autoridad equivalga a someterse al yugo de un tirano.
Ese temor es
casi inconcebible si uno se detiene a considerar el carácter de Cristo. Claro
que ha habido muchas falsas caricaturas de su Persona, pero una mirada
imparcial a su vida revela un individuo de enorme compasión e increíble
integridad. Fue el ser más equilibrado y, tal vez, el más amado que entró jamás
en la sociedad humana.
Nacido en un
ambiente muy desfavorable, miembro de una modesta familia obrera, siempre se
condujo con gran dignidad y resolución. Aunque de niño no gozó de ninguna
ventaja extraordinaria en cuanto a educación o empleo, su filosofía y
perspectiva de la vida fueron las más altas normas de conducta humana jamás presentadas
a la humanidad. Aunque no tenía haberes económicos, poder político ni fuerza
militar, ninguna otra persona tuvo jamás mayor impacto sobre la historia
mundial. Gracias a él, millones de personas durante casi vnetiun siglos han
llegado a una vida de decoro, honestidad y noble conducta. No sólo fue gentil,
tierno y fiel, sino también justo, severo como el acero y terriblemente duro
con los hipócritas.
Fue generoso en
su magnánimo espíritu de perdón hacia los caídos, pero implacable con los que
se daban a la insinceridad y a la ostentación.Vino a liberar a los hombres de
sus propios pecados, de su propio ego, de sus propios miedos. Los que
recibieron esa libertad lo amaron con fiera lealtad.
Es el que
insiste en que es el Buen Pastor, el Pastor comprensivo, el Pastor amante que
se toma el cuidado de buscar, salvar y restaurar a los perdidos.
Nunca titubeó en
decir claramente que una vez que un individuo se ponía bajo su control y
dirección habría una nueva y singular relación entre él y ese individuo. Había
algo muy especial en pertenecer a ese Pastor. Había un sello distintivo sobre
la persona que la diferenciaba del resto del mundo.
Esto tiene un
interesante paralelismo en el Antiguo Testamento. Cuando un esclavo de cualquier
casa hebrea escogía, por su propia voluntad, hacerse para siempre miembro de
aquel hogar, se sujetaba a cierto ritual. Su amo y dueño lo llevaba a la
puerta, le ponía el lóbulo de la oreja contra la jamba y con un punzón le
perforaba la oreja. A partir de entonces era un hombre marcado de por vida como
miembro de aquella casa. Para el hombre o mujer que reconoce el derecho de
Cristo y rinde obediencia a su señorío absoluto, surge la cuestión de portar su
marca. La marca de la cruz es lo que siempre debería identificarnos. La pregunta
es: ¿nos identifica?
Jesús lo dijo
claramente cuando afirmó con énfasis: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niegúese a sí mismo, y tome su cruz cada día, y sígame.» Esto, básicamente, se
resume así: la persona trueca las volubles fortunas del vivir la vida a su antojo
por la aventura más productiva y satisfactoria de ser guiado
por Dios. Es trágicamente cierto que muchas personas que nunca se han puesto de veras bajo la dirección y gobierno de
Cristo aseguran que Jehová es su Pastor.
Parecen tener la
esperanza de que con sólo decir que él es su Pastor van a disfrutar de alguna
manera los beneficios de su cuidado y dirección sin pagar el precio de
renunciar a su propio modo de vida voluble y sin sentido.
No se puede ser
de las dos formas. O le pertenecemos, o no. Jesús mismo nos advirtió que
vendría el día en que muchos dirían: «Señor, en tu nombre hicimos muchos
milagros», pero Él les replicará que nunca los conoció como suyos.
Es un
pensamiento sumamente serio y grave que nos debería impulsar a examinar nuestro
corazón, nuestras motivaciones y nuestra relación personal con Jesús.
¿De veras le
pertenecemos? ¿De veras reconocemos su derecho sobre nosotros? ¿Respondemos a
su autoridad y lo reconocemos como dueño? ¿Encontramos así libertad y total
realización? ¿Percibimos una sensación de propósito y profunda felicidad al
estar bajo su dirección? ¿Conocemos el descanso y el reposo, además de una
conciencia definida de emocionante aventura, en pertenecerle a El?
Si es así,
entonces con auténtica gratitud y exaltación podemos exclamar con orgullo, tal
como David: « ¡Jehová es mi Pastor!»; y me fascina pertenecerle, porque así
creceré y prosperaré, no importa qué me traiga la vida.
¡Maranatha!
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