} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: "JEHOVÁ DIOS ES MI PASTOR"

domingo, 15 de mayo de 2016

"JEHOVÁ DIOS ES MI PASTOR"


¡Dios! Pero ¿quién es Dios? ¿Cuál es su manera de ser? ¿Posee las credenciales apropiadas para ser nuestro Pastor, nuestro amo, nuestro dueño? Y si las tiene, ¿cómo se somete uno a él? ¿De qué modo llega uno a ser objeto de su interés y diligente cuidado? Son preguntas penetrantes e inquietantes que merecen un examen honrado y fundamental. Uno de los problemas del cristianismo es nuestra tendencia a hablar en términos generales y ambiguos. David, el autor del poema, que era pastor e hijo de pastor, y que fue conocido luego como el «rey pastor» de Israel, afirmó claramente: «Jehová es mi Pastor.»
¿A quién se refería? Se refería a Jehová, el Dios de Israel.
Su afirmación quedó verificada por Jesús, el Cristo.
El, cuando anduvo entre los hombres como Dios encarnado, declaró enfáticamente: «Yo soy el buen Pastor.»
¿Pero quién era aquel Cristo? Nuestro concepto de Cristo suele ser demasiado reducido, demasiado estrecho, demasiado provinciano, demasiado humano. Y por serlo, no nos sentimos dispuestos a permitirle ejercer autoridad o dominio, y mucho menos a actuar como dueño de nuestra vida.
El es el autor directo de todas las cosas, naturales y sobrenaturales (Colosenses 1:15-20).
Si nos detenemos para reflexionar sobre la persona de Cristo, sobre su poder y sobre su obra, de pronto, como David, con alegría y orgullo exclamaremos: «Jehová, sí.Jehová es mi Pastor!» Pero antes de hacer esto, será provechoso recordar con claridad la función particular que en nuestra historia desempeñan Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu
Santo.
Dios Padre es Dios, el autor, el originador de todo cuanto existe. En su mente, al principio, todo adquirió forma. Dios Hijo, nuestro Salvador, es Dios el artesano, el artista, el Creador de todo cuanto existe. El convirtió en realidad cuanto se había formulado originalmente en la mente de su Padre.
Dios Espíritu Santo es Dios el agente que presenta estas realidades a nuestra mente y a nuestro entendimiento espiritual, para que sean verdaderas y pertinentes para nosotros como individuos.
Ahora bien, las hermosas relaciones entre Dios y el hombre que repetidas veces se nos pintan en la Biblia son las de un padre con sus hijos y las de un pastor con sus ovejas. Estas ideas fueron concebidas al principio en la mente de Dios nuestro Padre. Se hicieron posibles y prácticas mediante la obra de Cristo. Se confirman y se realizan en nosotros por la acción de la gracia del Espíritu Santo. De manera que cuando un hombre o una mujer hace la sencilla y sublime afirmación de que Jehová es su Pastor, inmediatamente evoca en uno, una profunda y práctica relación activa entre un ser humanoy su Hacedor. Enlaza un terrón de arcilla corriente con el destino divino: significa que un simple mortal se convierte en el objeto mimado del divino amor. Este solo pensamiento debe conmover nuestro espíritu, avivar nuestra sensibilidad y proporcionarnos una dignidad enorme como individuos.
Cuando pensamos que Dios en Cristo se interesa profundamente en nosotros como personas, de inmediato nuestra breve jornada en este planeta cobra gran propósito e ingente significado.
Y cuanto más grande, más amplio, más majestuoso sea nuestro concepto de Cristo, tanto más vital será nuestra relación con él. Evidentemente David, en este Salmo, no está hablando como pastor —aunque lo era— sino como oveja, como miembro del rebaño. Hablaba con un fuerte sentido de orgullo,
devoción y admiración. Era exactamente como si se jactara en voz alta: «¡Miren quién es mi pastor, mi dueño, mi jefe! ¡Es el Señor!»
Después de todo, sabía por experiencia que la suerte de una oveja dependía del tipo de hombre que la poseyera. Algunos hombres eran benévolos, amables, inteligentes, valientes y desinteresados en su dedicación al rebaño. Bajo el cuidado de cierto hombre las ovejas tenían que luchar, pasar hambre y dureza sin fin. Bajo el cuidado de otro, crecían y prosperaban satisfechas.
Así que si el Señor es nuestro pastor, debemos tener nociones de su carácter y entender algo de su capacidad.
Para meditar en esto, acostumbro a salir de noche a caminar solo bajo las estrellas y pensar en la majestad y el poder de Dios. Al contemplar el estrellado cielo recuerdo que, por lo menos 250.000.000 x 250.000.000 de cuerpos celestes, cada uno de ellos mayor que nuestro sol, que es una de las estrellas más pequeñas, fueron esparcidos por todos los vastos espacios del universo por la mano de Dios. Me acuerdo de que el planeta tierra, que ha de ser mi morada provisional durante unos cuantos años, es una partícula tan diminuta de materia en el espacio que si fuera posible transportar nuestro más potente telescopio a la estrella más cercana. Alfa del Centauro, y mirar en esta dirección, la tierra no podría verse, ni siquiera con la ayuda de ese potente instrumento.
Esto resulta un tanto humillante. Le lava el «ego» al hombre y pone las cosas en la perspectiva correcta. Nos hace vernos como una simple pizca de materia en un universo gigantesco. Sin embargo, permanece inalterable el hecho asombroso de que Cristo, el Creador de un universo de tan sobrecogedora magnitud, se digne llamarse Pastor nuestro y nos invite a considerarnos sus ovejas objetos de su cariño y atención. ¿Quién mejor que él podría ocuparse de nosotros? Sí: él, Cristo, el Hijo de Dios, produjo todo esto.
Desde la más gigantesca galaxia hasta el más diminuto microbio, todo funciona sin falla en armonía con leyes fijas de orden y unidad que están absolutamente fuera del dominio de la mente del hombre finito.
 Es en este sentido, ante todo, que estoy básicamente obligado a reconocer que Dios tiene legítimo derecho de poseernos como seres humanos, porque fue él quien nos dio el ser y nadie puede comprendernos y cuidarnos mejor.
Le pertenecemos simplemente porque él deliberadamente quiso crearnos como objeto de su amor.
Resulta patente que la mayoría de los hombres y mujeres rehusan reconocer esta realidad. Sus intentos deliberados de negar que existe o puede existir dicha relación entre el hombre y su Hacedor demuestran su aversión a aceptar que pertenecen a alguien que tiene autoridad sobre ellos por haberles dado el ser.
Este fue, sin duda, el enorme «riesgo calculado», si se me permite el término, que Dios tomó al hacer al hombre.Pero en su modo magnánimo de siempre, dio un segundo paso para tratar de restaurar esta relación que continuamente se rompe cuando los hombres le vuelven las espaldas.
De nuevo, con Cristo, demostró en el Calvario el hondo deseo de su corazón de hacer que los hombres se acogieran a su benévolo cuidado. El mismo asumió el castigo de la perversidad de ellos, afirmando claramente que «todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; más Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros» (Isaías -53:6).
Así que en un segundo sentido muy real y muy vital le pertenecemos porque él nos rescató al precio increíble de dar su vida y derramar su sangre. Por lo tanto, bien podía decir: «Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas.» Muy emocionante, pues, darnos cuenta de que hemos sido comprados a precio, de que en realidad no nos merecemos y de que él puede muy bien hacer valer sus derechos sobre nuestra vida.

    Las ovejas no«se cuidan solas», como podría creerse. Exigen, más que cualquier otra clase de ganado, infinita atención y meticuloso cuidado.
Por algo Dios nos llama ovejas. La conducta de las ovejas y de los seres humanos es semejante en varios aspectos. Nuestro gregarismo (o instintos de turba), nuestros temores y timidez, nuestra terquedad y estupidez, nuestros perversos hábitos, son todos paralelos de enorme importancia.
Sin embargo, a pesar de estas características adversas, Cristo nos elige, nos compra, nos llama por nombre, nos hace suyos y se deleita en cuidarnos. Es este último aspecto lo que constituye realmente la tercera razón por la cual estamos en la obligación de reconocer el señorío de Dios sobre nosotros.
El se entrega por nosotros continuamente, así como suena. Siempre está intercediendo por nosotros; siempre nos está guiando por su Espíritu de gracia; siempre obra por nosotros para garantizar que nos beneficiaremos de sus cuidados.
El Salmo 23 bien podría llamarse «Himno de David en alabanza del amor divino». Por que entero se refiere a la manera en que el Buen Pastor no escatima sufrimientos por el bienestar de sus ovejas.
No es de extrañar que el poeta se enorgulleciera de pertenecer al Buen Pastor. ¿Por qué no?
¡Qué desconcertante es que haya hombres y mujeres que con vehemencia le nieguen a Cristo los derechos que tiene sobre sus vidas! Tienen miedo de que reconocer su autoridad equivalga a someterse al yugo de un tirano.
Ese temor es casi inconcebible si uno se detiene a considerar el carácter de Cristo. Claro que ha habido muchas falsas caricaturas de su Persona, pero una mirada imparcial a su vida revela un individuo de enorme compasión e increíble integridad. Fue el ser más equilibrado y, tal vez, el más amado que entró jamás en la sociedad humana.
Nacido en un ambiente muy desfavorable, miembro de una modesta familia obrera, siempre se condujo con gran dignidad y resolución. Aunque de niño no gozó de ninguna ventaja extraordinaria en cuanto a educación o empleo, su filosofía y perspectiva de la vida fueron las más altas normas de conducta humana jamás presentadas a la humanidad. Aunque no tenía haberes económicos, poder político ni fuerza militar, ninguna otra persona tuvo jamás mayor impacto sobre la historia mundial. Gracias a él, millones de personas durante casi vnetiun siglos han llegado a una vida de decoro, honestidad y noble conducta. No sólo fue gentil, tierno y fiel, sino también justo, severo como el acero y terriblemente duro con los hipócritas.
Fue generoso en su magnánimo espíritu de perdón hacia los caídos, pero implacable con los que se daban a la insinceridad y a la ostentación.Vino a liberar a los hombres de sus propios pecados, de su propio ego, de sus propios miedos. Los que recibieron esa libertad lo amaron con fiera lealtad.
Es el que insiste en que es el Buen Pastor, el Pastor comprensivo, el Pastor amante que se toma el cuidado de buscar, salvar y restaurar a los perdidos.
Nunca titubeó en decir claramente que una vez que un individuo se ponía bajo su control y dirección habría una nueva y singular relación entre él y ese individuo. Había algo muy especial en pertenecer a ese Pastor. Había un sello distintivo sobre la persona que la diferenciaba del resto del mundo.
Esto tiene un interesante paralelismo en el Antiguo Testamento. Cuando un esclavo de cualquier casa hebrea escogía, por su propia voluntad, hacerse para siempre miembro de aquel hogar, se sujetaba a cierto ritual. Su amo y dueño lo llevaba a la puerta, le ponía el lóbulo de la oreja contra la jamba y con un punzón le perforaba la oreja. A partir de entonces era un hombre marcado de por vida como miembro de aquella casa. Para el hombre o mujer que reconoce el derecho de Cristo y rinde obediencia a su señorío absoluto, surge la cuestión de portar su marca. La marca de la cruz es lo que siempre debería identificarnos. La pregunta es: ¿nos identifica?
Jesús lo dijo claramente cuando afirmó con énfasis: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, y tome su cruz cada día, y sígame.» Esto, básicamente, se resume así: la persona trueca las volubles fortunas del vivir la vida a su antojo por la aventura más productiva y satisfactoria de ser guiado por Dios. Es trágicamente cierto que muchas personas que nunca se han puesto de veras bajo la dirección y gobierno de Cristo aseguran que Jehová es su Pastor.
Parecen tener la esperanza de que con sólo decir que él es su Pastor van a disfrutar de alguna manera los beneficios de su cuidado y dirección sin pagar el precio de renunciar a su propio modo de vida voluble y sin sentido.
No se puede ser de las dos formas. O le pertenecemos, o no. Jesús mismo nos advirtió que vendría el día en que muchos dirían: «Señor, en tu nombre hicimos muchos milagros», pero Él les replicará que nunca los conoció como suyos.
Es un pensamiento sumamente serio y grave que nos debería impulsar a examinar nuestro corazón, nuestras motivaciones y nuestra relación personal con Jesús.
¿De veras le pertenecemos? ¿De veras reconocemos su derecho sobre nosotros? ¿Respondemos a su autoridad y lo reconocemos como dueño? ¿Encontramos así libertad y total realización? ¿Percibimos una sensación de propósito y profunda felicidad al estar bajo su dirección? ¿Conocemos el descanso y el reposo, además de una conciencia definida de emocionante aventura, en pertenecerle a El?
Si es así, entonces con auténtica gratitud y exaltación podemos exclamar con orgullo, tal como David: « ¡Jehová es mi Pastor!»; y me fascina pertenecerle, porque así creceré y prosperaré, no importa qué me traiga la vida.


¡Maranatha!

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