Si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y
limpiarnos de toda maldad. 1 Juan 1:9
En el tiempo en que Juan escribió esta epístola, el
cristianismo ya existía por más de una generación. Había enfrentado y
sobrevivido persecuciones severas. El problema principal que enfrentaba la
iglesia en ese momento era la pérdida de consagración. Muchos creyentes se
conformaban a las normas de este mundo, no se mantenían firmes por Cristo y
transigían en su fe. Los falsos maestros eran numerosos y aceleraron el
deslizamiento de la iglesia, alejándola así de la fe cristiana.
Juan escribió esta carta para poner a los cristianos otra
vez en el camino, mostrándoles la diferencia entre la luz y las tinieblas (la
verdad y el error), y animando a la iglesia a crecer en amor genuino para Dios
y los demás. También escribió para asegurarles a los creyentes verdaderos que
poseían vida eterna y para ayudarles a conocer que su fe era genuina, de modo
que pudieran disfrutar de todos los beneficios de ser hijos de Dios.
Los falsos maestros que se habían introducido en las
congregaciones no solo negaban que el pecado quebraba la relación con Dios
(1.6) y que ellos tenían una naturaleza no pecaminosa (1.8), sino que, sin
importar lo que hicieran, no cometían pecado (1.10) Esta es una mentira que
pasa por alto una verdad fundamental: todos somos pecadores por naturaleza y
por obra. Al convertirnos, son perdonados todos nuestros pecados pasados,
presentes y futuros. Más aun después de llegar a ser cristianos, todavía
pecamos y debemos confesar. Esa clase de confesión no es ganar la aceptación de
Dios sino quitar la barrera de comunión que nuestro pecado ha puesto entre
nosotros y El. Sin embargo, es difícil para muchos admitir sus faltas y
negligencia, aun delante de Dios. Requiere humildad y sinceridad reconocer
nuestras debilidades, y la mayoría de nosotros pretende en cambio ser fuerte.
No debemos temer revelar nuestros pecados a Dios; El ya los conoce.
El no nos apartará, no importa lo que hagamos. Por el
contrario, apartará nuestro pecado y nos atraerá hacia sí.
La confesión tiene el propósito de librarnos
para que disfrutemos de la comunión con Cristo. Esto debiera darnos
tranquilidad de conciencia y calmar nuestras inquietudes. Pero muchos
cristianos no entienden cómo funciona eso. Se sienten tan culpables que
confiesan los mismos pecados una y otra vez, y luego se preguntan si habrían
olvidado algo. Otros cristianos creen que Dios perdona cuando uno confiesa sus
pecados, pero si mueren con pecados no perdonados podrían estar perdido para
siempre. Estos cristianos no entienden que Dios quiere perdonarnos. Permitió
que su Hijo amado muriera a fin de ofrecernos su perdón. Cuando acudimos a
Cristo, El nos perdona todos los pecados cometidos o que alguna vez
cometeremos. No necesitamos confesar los pecados del pasado otra vez y no
necesitamos temer que nos echará fuera si nuestra vida no está perfectamente
limpia. Desde luego que deseamos confesar nuestros pecados en forma continua,
pero no porque pensemos que las faltas que cometemos nos harán perder nuestra
salvación. Nuestra relación con Cristo es segura. Sin embargo, debemos confesar
nuestros pecados para que podamos disfrutar al máximo de nuestra comunión y
gozo con El.
La verdadera confesión también implica la decisión de no
seguir pecando. No confesamos genuinamente nuestros pecados delante de Dios si
planeamos cometer el pecado otra vez y buscamos un perdón temporal. Debemos
orar pidiendo fortaleza para derrotar la tentación la próxima vez que aparezca.
Si Dios nos ha perdonado nuestros pecados por
la muerte de Cristo, ¿por qué debemos confesar nuestros pecados? Al admitir
nuestro pecado y recibir la limpieza de Cristo:
(1) acordamos con Dios en que nuestro pecado es de veras
pecado y que deseamos abandonarlo.
(2) nos aseguramos de
no ocultarle nuestros pecados, y en consecuencia no ocultarlos de nosotros
mismos.
(3) reconocemos
nuestra tendencia a pecar y nuestra dependencia de su poder para vencer el
pecado.
Todos debiéramos recibir jubilosos un mensaje del Señor
Jesús, el Verbo de vida, el Verbo Eterno. El gran Dios debe ser representado a
este mundo oscuro como luz pura y perfecta. Como esta es la naturaleza de Dios,
sus doctrinas y preceptos deben ser tales. Como su perfecta felicidad no puede
separarse de su perfecta santidad, así nuestra felicidad será proporcional a la
santidad de nuestro ser. Andar en tinieblas es vivir y actuar contra la fe.
Dios no mantiene comunión o relación celestial con las almas impías. No hay
verdad en la confesión de ellas; su práctica muestra su necedad y falsedad.
La vida eterna, el
Hijo eterno, se vistió de carne y sangre, y murió para lavarnos de nuestros
pecados en su sangre, y procura para nosotros las influencias sagradas por las
cuales el pecado tiene que ser sometido más y más hasta que sea completamente
acabado. Mientras se insiste en la necesidad de un andar santo, como efecto y
prueba de conocer a Dios en Cristo Jesús, se advierte con igual cuidado en
contra del error opuesto del orgullo de la justicia propia. Todos los que andan
cerca de Dios, en santidad y justicia, están conscientes de que sus mejores
días y sus mejores deberes están contaminados con el pecado. Dios ha dado
testimonio de la pecaminosidad del mundo proveyendo un Sacrificio eficaz y
suficiente por el pecado, necesario en todas las épocas; y se muestra la
pecaminosidad de los mismos creyentes al pedirles que confiesen continuamente
sus pecados y recurran por fe a la sangre del Sacrificio. Declarémonos
culpables ante Dios, humillémonos y dispongámonos a conocer lo peor de nuestro
caso. Confesemos honestamente todos nuestros pecados en su plena magnitud,
confiando totalmente en su misericordia y verdad por medio de la justicia de
Cristo, para un perdón libre y completo y por nuestra liberación del poder y la
práctica del pecado.
Todos
haríamos bien en seguir el consejo de
Cristo “No se turbe vuestro corazón”. Puede turbarse cuando no le damos
importancia a nuestros fallos, debilidades, pecados y errrores por tratarlos con ligereza, y
quedar sin arrepentirnos de ellos. De este modo negamos al Señor Jesús la
posibilidad de “lavar nuestros pies del polvo del camino” y limpiarnos de la
suciedad adquirida. Al ocultarlos nos lleva a mayores fracasos y a la falta de
frutos.
Pero
tampoco podemos caer en el otro extremo que nuestra mente queda atrapada por
una sensación de continua derrota por nuestros pecados, abrumada por los
fracasos, debilitando así nuestro ya endeble espíritu. Satanás aprovecha esta
actitud para conducirnos a la desesperanza, la falta de gozo y mayores
derrotas. Obedezcamos el mandato. Entendiendo bien esto: que la verdadera
santidad nos lleva al arrepentimiento y confesión de los pecados, y luego a
descansar en la seguridad del perdón de Dios.
¡Maranatha!
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