(Estudio
bíblico familiar 8 noviembre 2016. 2ª parte)
1 Juan 2:12-17
12 Os
escribo, hijitos, porque por su nombre os han sido perdonados los pecados. 13 Os
escribo, padres, porque habéis conocido al que es desde el principio. Os
escribo, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. 14 Os
escribo, niños, porque habéis conocido al Padre. Os escribo, padres, porque
habéis conocido al que es desde el principio. Os escribo, jóvenes, porque sois
fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al
maligno. 15 No améis
al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él la
caridad del Padre. 16 Porque
todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los
ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. 17 Y el
mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios
permanece para siempre.
A continuación el apóstol precisa las cosas del
mundo que el cristiano ha de aborrecer. Tres cosas principalmente hacen que el
corazón del hombre se aleje de Dios: concupiscencia de la carne,
concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida.
La
expresión concupiscencia de
la carne significa los deseos que emanan de la carne, es
decir, de la naturaleza humana corrompida, como el comer, el beber, el
procrear, buscados de una manera desordenada, para usar y servirse de ellos en
la medida establecida por Dios, sino para abusar de ellos. Esto quiere decir mucho más que lo que nosotros
entendemos por los pecados de la carne. Muchas veces esto se limita
exclusivamente a los pecados sexuales. Pero en el Nuevo Testamento la carne es
la parte de nuestra naturaleza que, cuando está fuera de la gracia de
Jesucristo, ofrece una cabeza de puente al pecado. De hecho incluye los pecados
de la carne, pero también todas las ambiciones mundanas y los objetivos
egoístas. El estar sujeto al deseo de la carne es juzgar todo lo que hay en el
mundo con un baremo puramente materialista. Es vivir una vida dominada por los
sentidos. Es ser glotón en la comida, rebuscado en el lujo, esclavo del placer,
codicioso y relajado en la moral, egoísta en el uso de las posesiones,
desinteresado en todos los valores espirituales, extravagante en la
gratificación de los deseos materiales. El deseo de la carne no tiene en cuenta
los mandamientos de Dios, ni Su juicio, ni Sus principios, ni aun la misma
existencia de Dios. No tenemos por qué considerar estos como los pecados de los
pecadores más groseros. Cualquiera que
busque un placer que pueda ser la ruina de cualquier otra persona; cualquiera
que no tenga respeto a las personalidades de los demás cuando se trata de la gratificación
de sus propios deseos; cualquiera que viva en lujo mientras otros vivan en
pobreza; cualquiera que haya hecho un dios de su propia comodidad y ambición en
cualquier parte de la vida, es siervo del deseo de la carne.
La frase de Juan no designa, pues, lo que
nosotros llamamos hoy día las pasiones de la carne. Abarca más bien todos los
apetitos y deseos propios de nuestra complexión corporal: la lujuria en primer
lugar, pero también los apetitos desordenados de la bebida, de la comida, de
los placeres mundanos, la aspiración al bienestar sensible, al dolce far niente, el gusto por las emociones
fuertes.
La concupiscencia de los ojos se
refiere a la mala inclinación existente en el hombre de servirse de los ojos
para cometer pecados. Los ojos son las ventanas del alma, y a través de estas
ventanas entran las mayores excitaciones, que incitan al alma al mal. «Es la tendencia a dejarse cautivar por las
apariencias.» Es el espíritu que identifica la ostentación excesiva con la
prosperidad real; que no puede ver nada sin desear poseerlo y que, una vez que
lo posee, se pavonea y hace gala de ello. Es el espíritu que cree que la
felicidad se halla en las cosas que se compran con dinero y que se pueden ver
con los ojos; que no reconoce otros valores que los materiales.
Los rabinos llamaban a los ojos “los proscenios
de la lujuria.” La concupiscencia de los ojos no hay que restringirla, como han
creído muchos autores, al dominio de la lujuria, ni todavía menos a la codicia
de los bienes terrenos. Abarca todas las malas inclinaciones que son atizadas
por la vista; los deseos desordenados de verlo todo: espectáculos, teatros,
circos, revistas, boxeo, e incluso cosas ilícitas, por la vana curiosidad o el
placer de verlo todo. En tiempo de Juan era frecuente contemplar en los
anfiteatros visiones crueles y espeluznantes que un cristiano no podía aprobar.
El orgullo de la vida dice relación a la
vanidad y al deseo desenfrenado de honores, a
la ostentación orgullosa de todo aquello que se posee y sirve para la vida. Es
la jactancia de los bienes
terrenos, de las riquezas y de la fortuna. Es la idolatría del propio yo, la
autosuficiencia, que le lleva a no buscarse más que a sí mismo. Vive en una casa de alquiler, pero habla de
comprar una casa más grande para poder celebrar fiestas lujosas. Su
conversación versa continuamente en presumir de cosas que no posee, y se pasa
la vida tratando de impresionar a todos los que encuentra con su importancia
inexistente.
El hombre tentado por el orgullo de la vida desea
y busca el fasto, el lujo excesivo, la exaltación de la propia persona. Implica
también la vanidad más vulgar, provocada por el poder que parece conferir la
posesión de muchos bienes terrenos.
Este es el peligro real de las riquezas. Por eso,
Jesucristo en el Evangelio nos exhorta
especialmente en el evangelio de Lucas a estar en guardia contra el
peligro de las riquezas.
Todas estas pasiones que se encuentran en el
mundo es evidente que no provienen del Padre, no se inspiran en su Espíritu.
Tales concupiscencias proceden del mundo, es decir, del desorden que el pecado
ha introducido en toda la creación. Por eso, el cristiano, engendrado por Dios,
no ha de tener otro amor que el del Padre. El amor del Padre tiene sus objetos
determinados, que sus hijos no pueden cambiar. Los fieles, nacidos de Dios,
están en plena dependencia de Él, unidos a El de pensamiento y de corazón por
el amor. En consecuencia, no podrían dejarse arrastrar por lo que les es
radicalmente opuesto, porque amar es conformarse a la voluntad divina y
adoptar los objetos de su caridad.
Por lo tanto, amar el mundo y sus cosas es una
locura, porque el mundo pasa, y también sus concupiscencias; en cambio,
el fiel que cumple la voluntad de Dios participa de su eternidad. La fugacidad
de las cosas mundanas es un motivo más para evitar el amor del mundo. Por el
contrario, el que pone en práctica los mandamientos el que hace la voluntad de Dios ése posee la vida eterna. La comunión con
Dios, que se realiza aquí mediante la gracia, se perpetuará en el cielo, en la
comunión de la gloria eterna. Según lo ve
Juan, el hombre de mundo es el que lo juzga todo por sus apetencias, el que es
esclavo de la ostentación desmedida, el presumido fanfarrón que trata de
presentarse como mucho más de lo que es.
Y entonces viene la
segunda advertencia de Juan. La persona que se adscribe a las metas y las
maneras del mundo está dedicando la vida a cosas que, literalmente, no tienen
ningún futuro. Todas estas cosas son pasajeras, y no tienen ninguna permanencia;
pero la persona que ha puesto a Dios como el centro de su vida se entrega a
cosas que duran para siempre. La persona del mundo está condenada a la
desilusión; la que pertenece a Dios tiene seguro un gozo que nunca se acaba.
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