(Estudio bíblico familiar 3 Noviembre 2016)
1 Juan 2:9-11
9 Quien dice
que está en la luz y odia a su hermano, está en las tinieblas todavía. 10 Quien ama a
su hermano permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. 11 Pero quien
odia a su hermano, está en las tinieblas y en las tinieblas camina y no sabe
adónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos
El apóstol, por vía de
contraste, muestra quiénes son los hijos de Dios y los hijos del diablo. Y
describe las realidades fundamentales que los separan. Lo primero que nos
impacta en este pasaje es que Juan ve las relaciones personales en blanco y
negro. En relación con nuestro hermano hombre no hay más que amor u odio; según
lo ve Juan, no hay tal cosa como neutralidad en las relaciones personales. Para
ser verdaderos cristianos no hemos de limitarnos a evitar el pecado, sino que
es necesaria la práctica de los mandamientos. El criterio que indicará si los
hombres conocen a Dios será la observancia de los mandamientos que el Señor ha
inculcado en el Evangelio. Sobre todo, el precepto del amor fraterno. No es
suficiente huir del pecado, sino que es necesario guardar sus mandamientos.
Porque el verdadero conocimiento de Dios no es teórico, sino práctico. No
debemos conocer a Dios sólo especulativamente, a la manera de los
filósofos, sino con una fe viva que se apodere de todo el hombre para unirlo
eficazmente a Dios y le sirva de regla en su vida moral.
La transformación iniciada por el precepto del
amor fraterno va ganando poco a poco las almas que se convierten. De este modo
van desapareciendo las tinieblas y aparece ya la luz verdadera. Las
tinieblas son los errores, el odio que predicaba el paganismo y los hombres
malvados, y que constituyen una fuente de tantos crímenes. La luz es la
verdad del Evangelio, el precepto de la candad, que cada día brilla con más
resplandor, en contraste con la falsa luz del gnosticismo. Aquí aparecen frente
a frente luz y tinieblas, formando un dualismo vigoroso que es
bastante frecuente en San Juan. Esos dos términos designan metafóricamente dos
mundos opuestos: el mundo de la vida divina, de la gracia, de la salvación, y
el mundo del pecado, de la muerte, de la condenación.
El poder vivificante de la luz evangélica va
avanzando entre las tinieblas merced al ejemplo sublime que nos dio Cristo al
morir por nosotros sobre el madero de la cruz. El nuevo precepto de la caridad
que Él nos dio, cuando se cumple de una manera perfecta, ahuyenta las tinieblas
del odio y del error.
Por eso, faltar al amor fraternal es faltar a la
obligación principal impuesta por la fe cristiana. El que odia a su hermano
está todavía en las tinieblas aunque pretenda estar en la luz. No ha comprendido el precepto nuevo
del amor al prójimo, porque el que odia al hermano muestra que no se mueve por
motivos de fe y de caridad, sino por puro egoísmo, como los que viven en las
tinieblas del paganismo. El precepto de la caridad, que se inspira en el amor
de Jesús, rige principalmente las relaciones entre los cristianos, entre los
hermanos en la fe. San Juan considera la práctica del amor fraterno como
condición indispensable para permanecer en la comunión con Dios.
El
apóstol piensa en el odio de los falsos cristianos contra los cristianos
fieles. El término hermano no suele designar en San Juan al prójimo en
general, sino más bien a los miembros de la Iglesia cristiana. Pero como Cristo
es la luz del mundo, que ha venido para salvar a todos los hombres, la fraternidad
cristiana desborda la comunidad para alcanzar a todos los hombres, que
pueden llegar a ser hermanos. Hay que notar
además que de lo que está hablando Juan es de la actitud de un hombre hacia su hermano;
es decir, el vecino de al lado, el que vive y trabaja con él, con el que
está en contacto todos los días. Hay una supuesta actitud cristiana que predica
con entusiasmo el amor a las gentes de otras tierras, pero que nunca busca
ninguna clase de relación con el vecino de al lado, ni tan siquiera vivir en
paz con el propio círculo familiar. Juan insiste en el amor hacia la persona
con la que estamos diariamente en contacto.
Juan tiene toda la razón del mundo cuando traza
una aguda distinción entre la luz y la oscuridad, el amor y el odio, sin matices
intermedios. No podemos pasar por alto a nuestro hermano; es parte de nuestra
circunstancia. La cuestión es, ¿cómo le consideramos?
Podemos considerar a nuestro hermano hombre
como prescindible. Podemos hacer todos nuestros planes sin incluirle de
ninguna manera en nuestros cálculos. Podemos vivir con la suposición de que su
necesidad y su dolor y su bienestar y su salvación no tienen nada que ver con
nosotros. Una persona puede ser tan egocéntrica -a menudo inconscientemente que
lo único que le importa en el mundo es ella misma.
Podemos
mirar a nuestro hermano hombre con desprecio. Le podemos tratar como un
necio en comparación con nuestros logros intelectuales, y como alguien de cuya
opinión podemos prescindir totalmente. Puede que le consideremos, como los
griegos a los esclavos, una casta inferior aunque necesaria, bastante útil para
las tareas vulgares de la vida, pero que no se puede comparar con nosotros.
Podemos
considerar a nuestro hermano hombre como un fastidio. Puede que
reconozcamos que la ley y los convencionalismos le han dado un cierto derecho
sobre nosotros, pero que no es nada más que una desgraciada imposición. Así es
que uno puede considerar como lamentable cualquier contribución que tenga que
hacer a la caridad, y cualquier impuesto que tenga que pagar para el bienestar
social. Algunos consideran en lo más íntimo de su corazón que los que se
encuentran en una condición de pobreza o de necesidad, lo mismo que todos los
demás marginados, no son más que un fastidio.
Puede
que consideremos a nuestro hermano hombre un enemigo. Si consideramos
que la competencia es el principio fundamental de la vida, tendrá que ser así.
Cualquier otra persona de la misma profesión o negocio es un competidor en
potencia, y por tanto un enemigo en potencia.
Puede
que consideremos a nuestro hermano hombre un hermano; sus necesidades,
como si fueran nuestras; sus intereses, como si fueran nuestros, y el estar en
la debida relación con él como el verdadero gozo de la vida.
Aunque un hombre se haya convertido al
cristianismo y se haya bautizado, si tiene odio a su hermano, permanece aún en
las tinieblas. No ha logrado todavía salir de las tinieblas morales, del dominio
de Satanás. Por el contrario, el que ama a su hermano permanece en la luz,
es decir, en Dios, porque Dios es luz. El que ama camina por buena
vía, porque la luz le ilumina, y no tropezará con ningún obstáculo que le haga
caer. Para Juan, el amor, la caridad, no sólo es una
virtud, sino más bien constituye un estado en el que ha de moverse el
cristiano. El objeto de ese amor es el hermano, el cristiano fiel. El
apóstol del amor nunca habla de la caridad hacia el prójimo, sino de la caridad
hacia el hermano.. Sin
embargo, aunque hermano tenga un valor restringido en este lugar,
virtualmente tiene un alcance universal. La caridad hacia el prójimo
implica la caridad hacia el hermano. Y la caridad fraterna supone virtualmente
la caridad hacia el prójimo. A propósito de esto: “Hablar aquí del particularismo
de Juan, de los límites restrictivos que
impone en ágape Por el hecho de recomendarlo directamente a los fieles entre
sí, es atribuirle sin razón alguna la idea de la Iglesia corno de una sociedad
estática y la concepción del ágape como de una virtud reservada
exclusivamente a la comunidad cristiana, cuando en realidad es un impulso que
tiende a alcanzar a todos los hombres, a ejemplo de Cristo, Salvador del mundo,
que se ha hecho víctima expiatoria no sólo por nuestros pecados, sino por los
de todo el mundo (1 Juan 2:2; Juan 3:17).”
Juan, por el hecho de dirigirse a los
cristianos, pone como objeto del amor, no el prójimo ni el enemigo, sino el
hermano en la fe, o sea, todos los que pertenecen al mundo de la luz. En
el reino de la luz no existe ningún lazo que nos pueda hacer caer, porque el
que camina en la luz ve el obstáculo y puede evitarlo. En cambio, el que
odia a su hermano tiene una trampa puesta a sus pies. Porque el odio
ofusca, ciega la conciencia y le
impide juzgar rectamente. El que se deja guiar por la ciega pasión
del odio no sabe a qué precipicios puede ser llevado. Ya que el odio puede ir
cegando cada día más su conciencia y endureciendo su corazón hasta llevarlo a
la perdición.
Juan tiene algo más
que decir. Tal como él lo ve, nuestra actitud hacia nuestro hermano hombre
tiene un efecto, no sólo en él, sino también en nosotros.
Si
amamos a nuestro hermano, estamos caminando en la luz y no hay nada en nosotros
que nos haga tropezar. El original griego podría querer decir que, si amamos a
nuestro hermano, no habrá nada en nosotros que le haga tropezar; y, por
supuesto, eso sería perfectamente cierto. Pero es mucho más probable que lo que
Juan quiere decir sea que, si amamos a nuestro hermano, no hay nada en nosotros
que nos haga, a nosotros, tropezar. Es decir, que el amor nos permite
hacer un progreso en la vida espiritual, y el odio lo hace imposible. Cuando
pensamos en ello, eso es perfectamente obvio. Si Dios es amor, y si el mandamiento
nuevo de Cristo es el amor, entonces el amor nos acerca a las personas y a
Dios, y el odio nos separa de las personas y de Dios. Deberíamos recordar
siempre que el que tiene odio o resentimiento en su corazón no puede nunca
crecer en la vida espiritual.
Juan
pasa a decir que el que odia a su hermano camina en tinieblas y no sabe adónde
va porque las tinieblas le ciegan. Es decir, que el odio vuelve a las personas
ciegas; y esto también es perfectamente obvio. Cuando uno tiene odio en el
corazón, se le oscurece la capacidad de juicio; no puede ver claramente una
situación. No es nada raro ver a una persona oponerse a un buen proyecto
simplemente porque no le cae bien la persona que lo presenta. Una y otra vez el
progreso en algún esquema de iglesia o de cualquier otra sociedad se interrumpe
por animosidades personales. Nadie puede dar un veredicto sobre nada si tiene
odio en su corazón, ni tampoco dirigir su propia vida como debe cuando le
domina el odio.
El amor le permite a uno andar en la luz; el
odio le deja a uno en la oscuridad aunque
no se dé cuenta.
¿Eso significa que, si a ti
no te agrada alguien, ya no eres un cristiano? Estos versículos no se ocupan de
no aceptar a los cristianos desagradables. Siempre habrá personas que no nos
agradarán tanto como otras. Las palabras de Juan señalan la actitud que motiva
despreciar o marginar a otros, tratarlos como irritantes, competidores o
enemigos. Afortunadamente, el amor cristiano no es un sentimiento sino una
elección. Podemos optar por interesarnos por el bienestar de las personas y
preocuparnos por ellas con respeto, sintamos o no afecto por ellas. Si optamos
por amar a otros, Dios nos ayudará a expresar nuestro amor.
Permanecer
en el amor es permanecer en la luz; porque la luz del
evangelio no sólo ilumina el entendimiento; calienta también el corazón. En contraste con “El que aborrece a su
hermano … los ojos.” “En el que ama, no hay ni ceguera ni ocasión de tropezar
(para él mismo): en el que no ama, tanto hay ceguedad como ocasión
de tropiezo. El que aborrece a su hermano, es tropezadero para sí mismo,
tropieza contra sí mismo y contra toda cosa existente dentro y fuera; el que
ama tiene sendero sin impedimentos.” Juan tiene en mente las palabras de Jesús,
Juan 11:9-10.
“La luz y las tinieblas están
dentro de nosotros: admitidas al través del ojo, cuya simplicidad llena todo el
cuerpo de luz.” Está,” señala su ESTADO permanente: nunca salió “fuera de las
tinieblas:” “Anda” señala su CONDUCTA EXTERIOR y sus hechos. Griego, “dónde”; que incluye no
sólo su destino a donde, sino también el camino (no conoce) por donde
va. Las tinieblas no sólo lo rodean, sino también lo ciegan, y la ceguera es de
mucho tiempo.
El amor es característico de la luz; y el odio, de las tinieblas.
Y ambas son enemigas mortales; razón por la cual lo genuino de la relación con
Dios se manifiesta en el compañerismo fraternal.
"Caminar en la luz» y «guardar los
mandamientos» es sinónimo de "amar a su hermano». Y «caminar en las
tinieblas» es igual que ser cautivo del odio fraterno Los v. 10 y 11 sirven de
explicación al v. 9, el cual ofrece en primer lugar la síntesis de manera
negativa. Según el v. 10, aquel que ama a su hermano está (realmente) en la
luz. Y en él no hay «tropiezo»: está bien afincado por el poder de la luz, que
es el amor de Dios. Permanece en el amor y no cae en el pecado, del que se habla
en 3,4-10. El v. 11 es repetición y aclaración de la idea, expuesta en forma
negativa, del v. 9: se pinta de manera muy impresionante la perdición que el
odio produce en la persona misma que odia. El que aborrece ha perdido toda
orientación, está completamente desorientado, «porque las tinieblas le han
cegado los ojos». En 1 Juan 1,8 se decía
del que se imagina que no tiene pecado, que se estaba engañando a sí mismo.
¡Raras veces se expresa con tanta claridad como aquí en qué consiste el engaño
propio, la mentira moral! Por el odio fraterno el hombre ha caído en las
tinieblas, y ha quedado ciego, las «tinieblas», detrás de las cuales está finalmente un poder maligno de índole
personal; se han apoderado de él y ya no lo sueltan.
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