Generación tras generación, los siervos del
Señor han buscado la edificación de los creyentes en el estudio del relato del
Antiguo Testamento. En estos casos, los comentarios a la vida de Elías han
ocupado siempre lugar prominente. Su aparición repentina de la oscuridad más
completa, sus intervenciones dramáticas en la historia, nacional de Israel, sus
milagros, su partida de la tierra en un carro de fuego, sirven para cautivar el
pensamiento tanto del predicador como del escritor. El Nuevo Testamento apoya
este interés. Si Jesucristo es el Profeta "como Moisés", también
Elías tiene su paralelo en el Nuevo Testamento: Juan, el más grande de los
profetas. Y, lo que es todavía más notable, Elías mismo reaparece de forma
visible cuando con Moisés, en el monte de "la magnífica gloria",
"habla de la contienda que ganó nuestra vida con el Hijo de Dios
encarnado". ¿Qué sublime honor fue éste! Moisés y Elías son los nombres
que no sólo brillan con pareja grandeza en los capítulos finales del Antiguo
Testamento, sino que aparecen también como representantes vivientes de la
hueste redimida del Señor —los resucitados y los traspuestos— en el "monte
santo", donde conversan de la salida que su Señor y Salvador había de
cumplir en el tiempo designado por el Padre. Es el representante
"transpuesto", la segunda de las maravillosas excepciones en el
Antiguo Testamento del reino universal de la muerte, cuyo retrato se traza en
las páginas que siguen. “Aparece, como la tempestad, desaparece como el torbellino”
—dijo el Obispo Hall en el siglo XVII—; "lo primero que oímos de él es un
juramento y una amenaza". Sus palabras, como rayos, parecen rasgar el
firmamento de Israel. En una ocasión famosa, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob
respondió a éstas con fuego sobre el altar del holocausto. A lo largo de la
carrera sorprendente de Elías el juicio y la misericordia están entremezclados.
Desde el momento en que aparece, "sin padre, sin madre", "como
si fuera el hijo de la tierra"', hasta el día, cuando cayó su manto y cruzó
el río de la muerte sin gustarla, ejerció un ministerio sólo comparable al de
Moisés, su compañero en el monte. "Era", dice el Obispo Hall,
"el profeta más eminente reservado para la época más corrupta". Es
conveniente, por lo tanto, que las lecciones que puedan derivarse legítimamente
del ministerio de Elías sean presentadas de nuevo a nuestra propia generación.
El hecho de que la profecía no tenga edad es un testimonio notable de su origen
divino. Los profetas desaparecen, pero sus mensajes iluminan todas las edades
posteriores. La historia se repite. La impiedad e idolatría desenfrenadas del
reinado de Acab viven todavía en las profanaciones y corrupciones groseras de
nuestro siglo XXI. La mundanalidad y la infidelidad de una Jezabel, con toda su
terrible fealdad, no sólo se han introducido en la escena del día de hoy, sino
que han penetrado en nuestras congregaciones, nuestros hogares y se han acomodado
en nuestra vida pública. Nos toca vivir días en los que el alejamiento de los
antiguos hitos del pueblo del Señor es vasto y profundo. Las verdades que eran
preciosas a nuestros antepasados ahora son pisoteadas como fango de la calle.
Muchos, ciertamente, pretenden predicar y promulgar otra vez la verdad con
nuevo atavío, pero éste ha resultado ser la mortaja de la misma en vez de las "vestiduras
hermosas" que los profetas conocían.
"El
Dios que respondiere por fuego, ése sea Dios".
Elías
apareció en la escena de la acción pública durante una de las horas mis oscuras
de la triste historia de Israel. Se nos presenta al principio de I Reyes 17, y
no tenemos que hacer mas que leer los capítulos precedentes para descubrir el
estado deplorable en que se hallaba entonces el pueblo de Dios. Israel se había
apartado flagrante y dolorosamente de Jehová, y aquello que más se le oponía
estaba establecido de modo público. Nunca había caído tan bajo la nación
favorecida. Habían pasado cincuenta y ocho años desde que el reino fue partido
en dos, a la muerte de Salomón. Durante ese breve periodo, nada menos que siete
reyes reinaron sobre las diez tribus, y todos ellos, sin excepción, eran
hombres malvados. Es en verdad doloroso trazar sus tristes carreras, y aún más
trágico ver cómo ha habido una repetición de las mismas en la historia de la
Cristiandad. El primero de esos siete reyes era Jeroboam. Acerca de él leemos
que hizo, dos becerros de oro, y dijo al pueblo: "Harto habéis subido a
Jerusalén; he aquí tus dioses, oh Israel, que te hicieron subir de la tierra de
Egipto. Y puso el uno en Betel, y el otro puso en Dan. Y esto fue ocasi6n de
pecado; porque el pueblo iba a adorar delante del uno, hasta Dan. Hizo también
casa de altos, e hizo sacerdotes de la clase del pueblo, que no eran de los
hijos de Levé. Entonces instituyó Jeroboam solemnidad en el mes octavo, a los
quince del mes, conforme a la solemnidad que se celebraba en Judá; y sacrificó
sobre el altar. Así hizo en Betel, sacrificando a los becerros que había hecho.
Ordenó también en Betel sacerdotes de los altos que él había fabricado» (I
Reyes 12:28-32). Quede debidamente claro que la apostasía comenzó con la
corrupción del sacerdocio, ¡al instalar en el servicio divino hombres que nunca
habían sido llamados y aparejados por el Señor! Del siguiente rey, Nadab, se
dice que "hizo lo malo ante los ojos de Jehová, andando en el camino de su
padre, y en sus pecados con que hizo pecar a Israel» (I Reyes 15:26). Le
sucedió en el trono el mismo hombre que le había asesinado, Baasa (I Reyes
15:27). Siguió después Ela, un borracho, quien a su vez fue asesinado (I Reyes
16:8-10). Su sucesor, Zimri, fue culpable de “traición" (I Reyes 16:20).
Le sucedió un aventurero militar llamado Omri, del cual se nos dice que
"hizo lo malo a los ojos de Jehová, e hizo peor que todos los que habían
sido antes de él, pues anduvo en todos los caminos de Jeroboam hijo de Nabat, y
en su pecado con que hizo pecar a Israel, provocando a ira a Jehová Dios de
Israel con sus ídolo? (I Reyes 16:25,26). El ciclo maligno fue completado con
el hijo de Omri, ya que era aun más vil que todos los que le habían precedido.
"Y Acab hijo de Omri hizo lo malo a los ojos de Jehová sobre todos los que
fueron antes de él; porque le fue ligera cosa andar en los pecados de Jeroboam
hijo de Nabat, y tomó por mujer a Jezabel hija de Etbaal rey de los sidonios, y
fue y sirvió a Baal, y lo adoró» (I Reyes 16:30,31). Esta unión de Acab con una
princesa pagana trajo consigo, como bien podía esperarse (pues no podemos
pisotear la ley de Dios impunemente), las más terribles consecuencias. Toda
traza de adoración pura a Jehová desapareció en breve espacio de tiempo y, en
su lugar, la más .rosera idolatría apareció en forma desenfrenada. Se adoraban
los becerros de oro en Dan y en Betel, se edificó un templo a Baal en Samaria,
los “bosques” de Baal se multiplicaron, y sus sacerdotes se hicieron cargo por
completo de la vida religiosa de Israel. Se declaraba llanamente que Baal vivía
y que Jehová había cesado de existir. Cuán vergonzoso era el estado de cosas se
ve claramente en las palabras que siguen: “Hizo también Acab un bosque; y
añadió Acab haciendo provocar a ira a Jehová Dios de Israel, más que todos los
reyes de Israel que antes de él habían sido» (I Reyes 16:33). El desprecio a
Jehová Dios, y la impiedad más descarada habían alcanzado su punto culminante.
Esto se hace más evidente aun en el v. 34. "En su tiempo Hiel de Betel
reedificó a Jericó». Ello era una afrenta tremenda, pues estaba escrito que
«Josué les juramentó diciendo: Maldito delante de Jehová el hombre que se
levantare y reedificare esta ciudad de Jeric6. En su primogénito eche sus
cimientos, y en su menor asiente sus puertas" (Josué 6:26). La
reedificación de la maldita Jericó era un desafío abierto a Dios. En medio de
esta oscuridad espiritual y degradación moral, apareció en la escena de la vida
pública con repentino dramatismo un testigo de Dios, solitario pero
sorprendente. Un comentarista eminente comienza sus observaciones sobre I Reyes
17 diciendo: "El profeta más ilustre, Elías, fue levantado durante el
reinado del más impío de los reyes de Israel”. Este es un resumen, sucinto pero
exacto, de la situación en Israel durante ese tiempo; y no sólo eso, sino que
procura la clave de todo lo que sigue. Es, en verdad, triste contemplar las
terribles condiciones prevalecientes. Toda luz había sido extinguida, toda voz
de testimonio divino había sido acallada. La muerte espiritual se extendía por
doquier, y parecía como si Satanás hubiera obtenido realmente el dominio de la
situación. «Entonces Elías tisbita, que era de los moradores de Galaad, dijo a
Acab: Vive Jehová Dios de Israel, delante del cual estoy, que no habrá lluvia
ni rocío en estos años, sino por mi palabra» (I Reyes 17:1). Dios, con mano firme,
levantó para sí un testigo poderoso. Elías aparece ante nuestros ojos de la
manera más abrupta. Nada se nos dice de quiénes eran su padres, o de cuál fue
su vida anterior. Ni siquiera sabemos a que tribu pertenecía, aunque el hecho
de que fuera «de los moradores de Galaad” parece indicar que pertenecía a Gad o
a Manasés, toda vez que Galaad estaba dividido entre las dos. «Galaad se
extendía al este del Jordán; era silvestre y despoblado; sus colinas cubiertas
de bosques frondosos; su formidable soledad era sólo turbada por la incursión
de los arroyos; sus valles eran guarida de bestias salvajes». Como hemos
observado con anterioridad, Elías se nos presenta de modo extraño en la
narración divina, sin que se nos diga nada de su linaje ni de su vida pasada. Creemos
que hay una razón típica por la cual el Espíritu no hace referencia alguna a la
ascendencia de Elías. Como Melquisedec, el principio y el final de su historia
están ocultos en sagrado misterio. Así como, en el caso de Melquisedec, la
ausencia de mención alguna acerca de su nacimiento y muerte fue determinada
divinamente para simbolizar el sacerdocio y la realeza eternos de Cristo, as¡
también el hecho de que no conozcamos nada acerca del padre y de la madre de
Elías, y el hecho ulterior de que fuera transpuesto sobrenaturalmente de este
mundo sin pasar por los portales de la muerte, le señalan como el precursor
simbólico del Profeta eterno. De ahí que la omisión de tales detalles esbocen
la eternidad de la función profética de Cristo. El que se nos diga que Elías
"era de los moradores de Galaad» está registrado, sin duda, para arrojar
luz sobre su preparación natural, que siempre ejerce una influencia poderosa en
la formación del carácter. Los habitantes de aquellas colinas reflejaban la
naturaleza de su medio ambiente: eran bruscos y toscos, graves y austeros,
habitaban en aldeas rústicas, y subsistían de sus rebaños. Como hombre curtido
por la vida al aire libre, siempre envuelto en su capa de pelo de camello,
acostumbrado a pasar la mayor parte de su vida en la soledad, y dotado de una
resistencia que le permitía soportar grandes esfuerzos físicos, Elías debla
ofrecer un marcado contraste con los habitantes de las ciudades de los valles,
y de modo especial con los cortesanos de vida regalada de palacio. No tenemos
manera de saber qué edad contaba Elías cuando el Señor le concedió por primera
vez una revelación personal y salvadora de Sí mismo, ya que no poseemos
noticias de su previa formación religiosa. Pero, en un capitulo posterior, hay
una frase que permite formarnos una idea definida de la índole espiritual de
este hombre: «Sentido he un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos» (I
Reyes 19:10). Esas palabras no pueden tener otro significado sino que se tomaba
la gloria de Dios muy en serio, y que para él la honra de Su nombre significaba
más que todas las demás cosas. En consecuencia, a medida que iba conociendo
mejor el terrible carácter y el alcance de la apostasía de Israel, debió de
sentirse profundamente afligido y lleno de indignación santa. No hay razón para
que dudemos de que Elías conocía las Escrituras perfectamente, de modo especial
los primeros libros del Antiguo Testamento. Sabiendo cuánto habla hecho el
Señor por Israel, y los señalados favores que les había conferido, debía anhelar
con profundo deseo que le agradaran y glorificaran. Pero cuando se enteró de
que la realidad era muy otra al llegar hasta él noticias de lo que estaba
pasando al otro lado del Jordán, al ser informado de cómo Jezabel había
destruido los altares de Dios, y matado a sus siervos sustituyéndolos luego por
sacerdotes idólatras del paganismo, el alma debió llenársele de horror, y su
sangre debió hervir de indignación, ya que sentía «un vivo celo por Jehová Dios
de los ejércitos». ¡Ojalá nos llenara a nosotros en la actualidad tal
indignación justa! Es probable que la pregunta que agitaba a Elías fuera: ¿Cómo
debo obrar? ¿Qué podía hacer él, un hijo del desierto, rudo e inculto? Cuanto
más lo meditaba, más difícil debía parecerle la situación; Satanás, sin duda, le
susurraba al oído: «No puedes hacer nada, la situación es desesperada». Pero
había una cosa que podía hacer: orar, el recurso de todas las almas probadas
profundamente. Y así lo hizo; como se nos dice en Santiago 5:17: «rogó con
oración». Oró porque estaba seguro de que el Señor vive y lo gobierna todo. Oró
porque se daba cuenta de que Dios es todopoderoso y que para Él todas las cosas
son posibles. Oró porque sentía su propia debilidad e insuficiencia, y, por lo
tanto, se allegó a Aquel que está vestido de poder y que es infinito y
suficiente en si mismo. Pero, para ser eficaz, la oración debe basarse en la
Palabra de Dios, ya que sin fe es imposible agradarle, y 1a fe es por el oír; y
el oír por la Palabra de Dios» (Romanos 10:17). Hay un pasaje en particular en
los primeros libros de la Escritura que parece haber estado fijo en la atención
de Elías: "Guardaos, pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os
apartéis y sirváis a dioses ajenos, y os inclinéis a ellos; y así se encienda
el furor de Jehová sobre vosotros, y cierre los cielos, y no haya lluvia, ni la
tierra dé su fruto» (Deuteronomio 11:16, 17). Este era exactamente el crimen
del cual Israel era culpable: se habla apartado y servía a dioses falsos.
Supongamos, pues, que este juicio divinamente pronunciado no fuera ejecutado,
¿no parecería, en verdad, que Jehová era un mito, una tradición muerta? Y Elías
era "muy celoso por Jehová Dios de los ejércitos", y por ello se nos
dice que "rogó con oración que no lloviese» (Santiago 5:17). De ahí
aprendemos una vez más lo que es la verdadera oración: es la fe que se acoge a
la Palabra de Dios, y suplica ante tí diciendo: "Haz conforme a lo que has
dicho" (II Samuel 7:25). "Rogó con oración que no lloviese".
¿Hay alguien que exclame: "Qué oración más terrible"? Si es así,
preguntamos nosotros: ¿No era mucho más terrible que los favorecidos
descendientes de Abraham, Isaac y Jacob despreciaran a Dios y se apartaran de
Él, insultándole descaradamente al adorar a Baal? ¿Desearía que el Dios tres
veces santo cerrara los ojos ante tales excesos? ¿Pueden pisotearse sus leyes
impunemente? ¿Dejará el Señor de imponer el justo castigo? ¿Qué concepto del
carácter divino se formarían los hombres si Dios luciera caso omiso de las
provocaciones? Las Escrituras contestan que "porque no se ejecuta luego
sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en
ellos lleno para hacer mal» (Eclesiastés 8:11). Y no sólo eso, sino que Dios
declaró: “Estas cosas hiciste, y Yo he callado; pensabas que de cierto ¿ría Yo
como tú; Yo te argüiré, y pondrélas delante de tus ojos" (Salmo 50:21).
¡Ah, amigo lector! hay algo muchísimo más temible que las calamidades físicas y
el sufrimiento: la delincuencia moral y la apostasía espiritual. Pero, ¡ay!, se
comprende tan poco esto hoy en día. ¿Qué son los crímenes cometidos contra el
hombre en comparación con los pecados arrogantes contra Dios? Asimismo, ¿Qué
son los reveses nacionales comparados con la perdida del favor divino? La
verdad es que Elías tenía una escala de valores verdadera; sentía "un vivo
celo por Jehová Dios de los ejércitos", y por lo tanto rogó que no
lloviese. Las enfermedades desesperadas requieren medidas drásticas, Y, al
orar, Elías recibió la certeza de que su petición era concedida, y, que tenía
que ir a comunicárselo a Acab. Cualesquiera que fueran los peligros personales
a los que el profeta pudiera exponerse, tanto el rey como sus súbditos debían
conocer la relación directa existente entre la terrible sequía que se avecinaba
y los pecados que la habían ocasionado. La tarea de Elías no era pequeña y
requería muchísimo más que valentía común. Que un montañés inculto se
presentara sin ser invitado ante un rey que desafiaba los cielos era suficiente
para asustar al más valiente; mucho más cuando su cónyuge pagana no dudaba en
matar a cualquiera que se opusiera a su voluntad, y que, de hecho, ya habla
mandado ejecutar a muchos siervos de Dios. Siendo así, ¿Qué probabilidad había
de que ese galaadita solitario escapase con vida? "Mas el justo esta confiado,
como un leoncillo" (Proverbios 28:1); a los que están a bien con Dios no
les desaniman las dificultades m les arredran los peligros. “No temeré de diez
millares de pueblos, que pusieren cerco contra mí" (Salmo 3:6);
"Aunque se asiente campo contra mí, no temeré mi corazón" (Salmo
27:3); tal es la bendita serenidad de aquellos cuyas conciencias están limpias
de delitos, y cuya confianza descansa en el Dios viviente. El momento de llevar
a cabo la dura tarea habla llegado, y Elías dejó su casa en Galaad para llevar
a Acab el mensaje de juicio. Imaginadle en su largo y solitario viaje. ¿Cuáles
eran sus pensamientos? ¿Se acordaría de la semejante misión encargada a Moisés
cuando fue enviado por el Señor a pronunciar su ultimátum al soberbio monarca
de Egipto? El mensaje que él llevaba no iba a agradarle más al rey degenerado
de Israel. No obstante, tampoco tal recuerdo había de disuadirle o intimidarle,
sino que el pensar en la secuela había de fortalecer su fe. Dios, el Señor, no
abandonó a su siervo Moisés, sino que extendió Su brazo poderoso en su ayuda, y
le concedió un completo éxito en su misión. Las maravillosas obras de Dios en
el pasado deberían alentar siempre a sus siervos en el presente.
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