«Elías era hombre sujeto a semejantes pasiones
que nosotros, y rogó con oración que no lloviese, y no llovió sobre la tierra
en tres años y seis meses» (Santiago 5:17).
Aquí
se nos presenta a Elías como ejemplo de lo que la sincera oración del «justo»
puede conseguir. Vemos, querido lector, el adjetivo calificativo, porque no
todos los hombres, ni siquiera todos los cristianos, reciben contestación
definida a sus oraciones. Ni muchísimo menos. El «justo» es el que está bien
con Dios de una manera práctica; cuya conducta es agradable a sus ojos; que
guarda sus vestiduras sin mancha de este mundo; que está apartado del mal
religioso, porque no hay en la tierra mal que tanto deshonre (Lucas 10:12-15;
Apocalipsis 11:8). Los oídos del cielo están atentos a la voz del tal, porque
no hay barrera alguna entre su alma y el Dios que odia el pecado. «Y cualquier
cosa que pidiéremos, la recibiremos de Él, porque guardamos sus mandamientos, y
hacemos las cosas que son agradables delante de Él» (I Juan 3:22).
«Rogó
con oración que no lloviese». ¡Qué petición más terrible para presentar delante
de la Majestad en las alturas! ¡Qué de privaciones y sufrimiento incalculable-
iba a producir la concesión de semejante suplica! La hermosa tierra de Palestina
se convertiría en un desierto abrasado y estéril, y sus habitantes serían
consumidos por una prolongada carestía con todos los horrores consiguientes.
Así pues, ¿era este profeta estoico, frío e insensible, vacío de todo afecto
natural? ¡No, por cierto! El Espíritu Santo ha cuidado de decirnos en este
mismo versículo que era "hombre sujeto a semejantes pasiones que
nosotros», y esto se menciona inmediatamente antes del relato de su tremenda
petición. Y, ¿qué significa esa descripción en tal contexto? Que, aunque Elías
estaba adornado de tierna sensibilidad y cálida consideración para con sus
semejantes, en sus oraciones se elevaba por encima de todo sentimentalismo
carnal. ¿Por qué rogó Elías «que no lloviese»? No es que fuera insensible al
sufrimiento humano, ni que se deleitara malvadamente presenciando la miseria de
sus vecinos, sino que puso la gloria de Dios por encima de todo lo demás,
incluso de sus sentimientos naturales. Recordad lo que en un capitulo previo se
dice de la condición espiritual reinante en Israel. No solamente no habla
reconocimiento público alguno de Dios en toda la extensión del país, sino que
por todas partes los adoradores de Baal le desafiaban e insultaban. La marea
maligna subía más y más cada día hasta arrastrarlo prácticamente todo. Y Elías
«sentía un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos» (I Reyes 19:10), y
deseaba ver Su gran nombre vindicado, y Su pueblo apóstata restaurado. Así
pues, la gloria de Dios y el amor verdadero a Israel fue lo que le movió a
presentar su petición. Aquí tenemos, pues, la señal prominente del «justo»
cuyas oraciones prevalecen ante Dios: aunque de tierna sensibilidad, pone la
honra de Dios antes que cualquier otra consideración. Y Dios ha prometido:
«Honraré a los que me honran» (I Samuel 2:30). Cuán a menudo se puede decir de
nosotros: «Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros
deleites (Santiago 4:3). "Pedimos mal» cuando los sentimientos naturales
nos dominan, cuando nos mueven motivos carnales, cuando nos inspiran consideraciones
egoístas. Pero, ¡qué diferente era el caso de Elías! A él le movían
profundamente las indignidades terribles contra su Señor, y suspiraba por verle
de nuevo en el lugar que le correspondía en Israel. "Y no llovió sobre la
tierra en tres años y seis meses». El profeta no fracasó en su objetivo. Dios
nunca se niega a actuar cuando la fe se dirige a Él sobre la base de Su propia
gloria; y era sobre esta base que Elías suplicaba. «Lleguémonos, pues,
confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia, y hallar
gracia para el oportuno socorro» (Hebreos 4:16). Fue allí, en ese bendito
trono, que Elías obtuvo la fortaleza que tan penosamente necesitaba. No sólo se
requería de él que guardase sus vestiduras sin mancha de este mundo, sino que era
llamado a ejercer una influencia santa sobre otros, a actuar para Dios en una
era degenerada, a esforzarse seriamente por llevar al pueblo de nuevo al Dios
de sus padres. Cuán esencial era, pues, que habitase al abrigo del Altísimo
para obtener de él la gracia que le capacitara para su difícil y peligrosa
tarea; sólo así podía ser librado del mal, y sólo así podía esperar ser un
instrumento en la liberación de otros. Equipado de este modo para la lucha,
emprendió la senda de servicio lleno de poder divino. Consciente de la
aprobación del Señor, seguro de la respuesta a su petición, sintiendo que la
presencia del Todopoderoso estaba con él, Elías se enfrentó intrépidamente al
impío Acab, y le anunció el juicio divino sobre su reino. Pero, detengámonos
por un momento para que nuestras mentes puedan comprender la importancia de
este hecho, ya que explica el coraje sobrehumano desplegado por los siervos de
Dios en todas las épocas. ¿Qué fue lo que hizo a Moisés tan audaz ante Faraón?
¿Qué fue lo que capacitó al joven David para ir al encuentro del poderoso
Goliath? ¿Qué fue lo que dio a Pablo tanto poder para testificar como lo hizo
ante Agripa? ¿De dónde sacó Lutero la resolución para seguir su cometido
«aunque cada teja de cada tejado fuera un demonio"?. La contestación es la
misma en todos los casos: la fortaleza sobrenatural provenía de un manantial
sobrenatural; sólo así podemos ser vigorizados para luchar contra los
principados y las potestades del mal. "Él da esfuerzo al cansado, y
multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. Los mancebos se fatigan y se cansan,
los mozos flaquean y caen; mas los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas;
levantarán las alas como águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no
se fatigarán» (Isaías 40:2931). Pero, ¿dónde había aprendido Elías esta
importantísima lección? No era en un seminario, ni en una escuela bíblica, porque
si hubiera habido alguno de éstos en aquellos tiempos, estaría, como algunos en
nuestra propia era degenerada, en manos de los enemigos del Señor. Por otra
parte, las escuelas de ortodoxia no pueden impartir tales secretos; ni siquiera
los hombres piadosos pueden enseñarse a sí mismos esta lección, y mucho menos
impartirla a otros.
Amigo
lector, así como fue "detrás del desierto» (Éxodo 3:1) donde el Señor se
apareci6 a Moisés y le encargó la obra que había de realizar, fue en las
soledades de Galaad donde Elías tuvo comunión con Jehová, quien le entrenó para
sus arduas tareas; allí "esperó" al Señor, y allí obtuvo
"fortaleza» para su trabajo. Nadie sino Dios viviente puede decir
eficazmente a su siervo: "No temas, que yo soy contigo; no desmayes, que
yo soy, tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con
la diestra de mi justicia» (Isaías 41:10). Con esta conciencia de la presencia
de Dios, su siervo salió «valiente como un león», no temiendo al hombre, con
perfecta calma en medio de las circunstancias más duras. En este espíritu, el
tisbita se enfrentó a Acab: «Vive Jehová Dios de Israel, delante del cual
estoy». Mas, ¡cuán poco sabía el monarca apóstata de los ejercicios del alma
del profeta antes de presentarse ante él, y dirigirse a su conciencia! «No
habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra». Sorprendente y
bendita cosa es ésta. El profeta habló con la máxima seguridad y autoridad
porque estaba dando el mensaje de Dios, el siervo identificándose con el Señor.
Esta tendría que ser siempre la compostura del ministro de Cristo: «Lo que
sabemos hablamos, y lo que hemos visto testificamos». "Y fue a él palabra
de Jehová» . ¡Qué bendito!; sin embargo, no es probable que lo percibamos a
menos que lo meditemos a la luz de lo que precede. Por el versículo anterior
sabemos que Elías había cumplido su misión fielmente, y aquí encontramos al
Señor hablando a su siervo; de ahí que consideremos esto como una recompensa de
gracia de aquello. Así son los caminos del Señor; se deleita en la comunión con
aquellos que se deleitan haciendo Su voluntad.
Es
un sistema de estudio muy provechoso ir buscando esta expresión por toda la
Biblia. Dios no concede nuevas revelaciones hasta que se han obedecido las
recibidas anteriormente; esta verdad queda ilustrada en el caso de Abraham al
principio de su vida. «Jehová habla dicho a Abram: Vete... a la tierra que te
mostraré» (Génesis 12:1); empero, fue sólo la mitad del camino y se asentó en
Harán (11:31), y no fue hasta que partió de allí y obedeció completamente que
el Señor se le apareció de nuevo (12:4-7). "Y fue a él palabra de Jehová,
diciendo: Apártate de aquí, y vuélvete al oriente, y escóndete en el arroyo de
Querit» (v. 2,3). Aquí se ejemplifica
una verdad práctica importante. Dios dirige a su pueblo paso a paso. Y ello no puede ser de otro modo porque el
camino que somos llamados a seguir es el de la fe, y la fe es lo contrario
de la vista y la independencia. El sistema del Señor no es revelarnos todo el
trayecto a recorrer, sino restringimos su luz de manera que alumbre sólo un
paso tras otro, para que nuestra dependencia de Él sea constante. Esta lección
es en extremo saludable, pero la carne está lejos de agradecerla, especialmente
en el caso de los que son de naturaleza activa y fervorosa. Antes de salir de
Galaad e ir a Samaria a pronunciar su solemne mensaje, el profeta sin duda
debió de preguntarse qué hacer una vez cumplida su misión. Pero eso no era cosa
suya, por el momento; habla de obedecer la orden divina, y dejar que Dios le
revelara qué habla de hacer después. «Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no
estribes en tu prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus
veredas» (Proverbios 3:5,6).
Si
Elías hubiera estribado en su propia prudencia, podemos estar seguros que la
última cosa que hubiera hecho sería esconderse en el arroyo de Querit. Si
hubiera seguido sus propios instintos, más aún, si hubiera hecho lo que
considerase que glorificaría más a Dios, ¿no hubiera emprendido un viaje
predicando por todas las ciudades y aldeas de Samaria? ¿No hubiera considerado
que su obligación ineludible era hacer todo lo que es taba en su mano para
despertar la conciencia adormecida pueblo, a fin de que todos los súbditos
-horrorizados de la idolatría prevaleciente- obligaran a Acab a poner fin a la
misma? Sin embargo, eso era lo que Dios no quería que hiciese; así pues, ¿qué
valor tienen el razonamiento y las inclinaciones naturales en relación con las
cosas divinas? Ninguno en absoluto. "Fue a él palabra de Jehová». Obsérvese
que no dice: le fue revelada la voluntad del Señor", o "se le reveló
la mente del Señor»; queremos hacer especial énfasis en este detalle, porque es
un punto sobre el cual hay no poca confusión hoy en día. Hay muchos que se
confunden a sí mismos y a los demás hablando muchísimo acerca de "alcanzar
la mente del Señor» y "descubrir la voluntad de Dios» para ellos, lo cual,
analizado con cuidado, resulta no ser nada más que una vaga incertidumbre o un
impulso personal. "La mente» y "la voluntad» de Dios, lector, se dan
a conocer en su Palabra, y Él nunca «quiere» nada para nosotros que choque en
lo más mínimo con su Ley celestial. Notamos que, cambiando el énfasis, «fue a
él palabra de Jehová»: ¡no tuvo necesidad de ir a buscarla! Leamos Deuteronomio
30:11-14.
Y, ¡qué «palabra» la que fue a Elías!
"Apártate de aquí, y vuélvete al oriente, y escóndete en el arroyo de
Querit, que está delante del Jordán» (v. 3). En verdad, los pensamientos y los
caminos de Dios son completamente diferentes a los nuestros; sí, y sólo É1 nos
los puede notificar (Salmo 103:7). Casi da risa ver la manera cómo muchos
comentaristas se han desviado completamente en este punto, ya que casi todos
ellos interpretan el mandamiento del Señor como dado con el propósito de
proteger a su siervo. A medida que la sequía mortal continuó, la turbación de
Acab aumentó más y más, y al recordar el lenguaje del profeta al decir que no
habría rocío ni lluvia sino por su palabra, su rabia debió ser sin límite. Así
pues, si Elías había de conservar la vida, debla de proveérsele de un refugio.
Sin embargo, cuando volvieron a encontrarse, Acab ¡no hizo nada para matarle!
(I Reyes 18:17-20). Quizá se nos dirá que "fue porque la mano de Dios
estaba sobre el rey refrenándole», en lo que estamos de acuerdo; pero, ¿no
podía Dios refrenarle durante este intervalo? No, la razón de la orden del
Señor a su siervo debe buscarse en otro lugar, y, con toda seguridad, no
estamos lejos de descubrirla. Si reconocemos que, aparte de la Palabra y del
Espíritu Santo para aplicarla, el don más valioso que Dios concede a pueblo
alguno es el envío de Sus propios y calificados siervos, y que la calamidad más
grande que puede caer sobre cualquier nación consiste en que Dios retire a los
que ha designado para ministrar a las necesidades del alma, entonces no queda
lugar a dudas. La sequía en el reino de Acab era un azote divino, y, siguiendo
esta línea de conducta, el Señor ordenó a su profeta: "Apártate de aquí».
La retirada de los ministros de su verdad es una señal cierta del desagrado de
Dios, una indicación de que envía el juicio al pueblo que ha provocado su
furor. Ha de tenerse en cuenta que el verbo «esconder» (I Reyes 17:3), es
completamente distinto del que aparece en Josué 6:17,25 (cuando Rahab escondió
a los espías) y en I Reyes 184,13. La palabra usada en relación a Elías podría
muy bien traducirse "vuélvete al oriente, y apártate», como en Génesis
31:49. El salmista preguntó: «¿Por qué, oh Dios, nos has desechado para
siempre? ¿Por qué ha humeado tu furor contra las ovejas de tu dehesa?» (74:1).
Y, ¿qué fue lo que le movió a hacer estas doloridas preguntas? ¿Qué era lo que
le hacía darse cuenta de que el furor de Dios ardía contra Israel? Era lo que
sigue: "Han puesto a fuego tus santuarios... han quemado todas las sinagogas
de Dios en la tierra. No vemos ya nuestras señales; no hay más profeta» (vs.
7-9). Fue el abandono de los medios públicos de gracia la señal más segura del
desagrado de Dios.
Estimado
lector aunque en nuestros días esté casi
olvidado, no hay prueba más segura y solemne de que Dios esconde su rostro de
un pueblo o nación que el privarles de las bendiciones inestimables de los que
ministran su Palabra Santa, porque de la manera que las mercedes celestiales
sobrepujan las terrenales, así también las calamidades espirituales son mucho
más terribles que las materiales. El Señor declaró por boca de Moisés:
"Goteará como la lluvia mi doctrina; destilará como el rocío mi
razonamiento; como la llovizna sobre la grama, y como las gotas sobre la
hierba» (Deuteronomio 32:2). Y ahora, todo rocío y toda lluvia iban a ser
retirados de la tierra de Acab, no sólo literal, sino también espiritualmente.
Los que ministraban su Palabra fueron quitados de la actividad y la vida
públicas (I Reyes 18:4). Si se requieren más pruebas bíblicas de esta
interpretación (I Reyes 17:3), nos remitimos a Isaías 30:20, donde leemos:
"Bien que os dará el Señor pan de congoja y agua de angustia, con todo,
tus enseñadores nunca más te serán quitados, sino que tus ojos verán tus enseñadores».
¿Qué hay que sea más claro que esto? La pérdida más sensible que el pueblo
podía sufrir era la retirada, por parte del Señor, de sus maestros, porque aquí
les dice que Su ira será mitigada por Su misericordia; que, aunque les diera
pan de congoja y agua de angustia, no les privaría de nuevo de los que
ministraban a las necesidades de sus almas. Finalmente, recordamos al lector la
afirmación que Cristo hizo de que había «una grande hambre» en el país en
tiempos de Elías (Lucas 4:25), a lo que añadimos: «He aquí vienen días, dice el
Señor Jehová, en los cuales enviaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni
sed de agua, sino de oír palabra de Jehová. E irán errantes de mar a mar; desde
el norte hasta el oriente discurrirán buscando palabra de Jehová, y no la
hallarán» (Amós 8:11,12).
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