} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: NUESTRO CARÁCTER DEPENDE DEL ESTADO DEL CORAZÓN (VI)

miércoles, 22 de enero de 2025

NUESTRO CARÁCTER DEPENDE DEL ESTADO DEL CORAZÓN (VI)

 

  Proverbios 4:23

Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; Porque de él mana la vida”.

 

Tiempos que requieren un cuidado especial del corazón

 

 

4. El tiempo de peligro y distracción pública

En tales tiempos hasta los mejores corazones están demasiado inclinados a ser sorprendidos por un temor que los esclaviza. Si Siria hace alianza con Efraín, los corazones de la casa de David tiemblan como los árboles del bosque que se agitan con el viento. Cuando hay señales atemorizantes en los cielos, o angustia de los pueblos confundidos, cuando rugen las olas del mar, los corazones de los hombres caen en temor al ver las cosas que vienen sobre la tierra.

Incluso Pablo alguna vez se quejó “Porque de cierto, cuando vinimos a Macedonia, ningún reposo tuvo nuestro cuerpo, sino que en todo fuimos atribulados; de fuera, conflictos; de dentro, temores.” (2 Corintios 7:5). Pero, hermanos míos, estas cosas no deberían ser así; los creyentes deberían tener un espíritu más elevado, del mismo modo que lo tenía David cuando su corazón se mantenía en una buena disposición: “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?” (Salmos 27:1)

Que nadie sea un esclavo del temor, excepto los siervos del pecado, que los que se deleitan en la maldad teman la maldad. No permitamos que lo que Dios ha puesto como amenaza de juicio para los impíos capture el corazón de los justos. “Y a los que queden de vosotros infundiré en sus corazones tal cobardía, en la tierra de sus enemigos, que el sonido de una hoja que se mueva los perseguirá, y huirán como ante la espada, y caerán sin que nadie los persiga.” (Levítico 26:36) ¡Qué personas más pobres en espíritu son aquellas que huyen al sonido de una hoja! Una hoja produce un sonido agradable, no terrible. Es como una música natural. Pero para una conciencia culpable, incluso el silbido de las hojas es como tambores y trompetas. “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.” (2 Timoteo 1:7) El dominio propio, que se levanta aquí en oposición al temor, es una conciencia sin mancha, no debilitada por la culpa, y eso debería hacernos confiados como leones.

Sé que de un creyente no podemos decir lo mismo que Dios dijo de leviatán, que fue creado sin temor. Hay un temor natural en todos los hombres, y es tan difícil quitarlo por completo como lo sería quitar el cuerpo mismo. El temor es una perturbación de la mente, que surge de la percepción de un peligro que se acerca, y mientras los peligros se acerquen, tendremos perturbaciones en nuestro interior. Mi propósito no es recomendar una apatía estoica, ni disuadir a nadie de un temor preventivo que sea adecuado al problema y sirva a nuestra alma. Existe un temor que nos abre los ojos para predecir el peligro, y nos motiva a ser prudentes y a utilizar los medios que podamos para prevenirlo. Así fue en el caso de Jacob, que tuvo temor y actuó con prudencia cuando esperaba encontrarse con su enfadado hermano Esaú.

De lo que pretendo que guardemos nuestros corazones es del temor de la timidez, de la falta de confianza en nosotros mismos. Esa emoción tiraniza e invade el corazón en momentos de peligro, distrae, debilita y nos desacomoda para realizar nuestro deber. Lleva a las personas a utilizar medios ilegítimos, y las atrapa. Veamos como un cristiano puede guardar su corazón de los temores que distraen y atormentan en tiempos de peligros amenazantes. Hay varias reglas excelentes para guardar el corazón del temor pecaminoso.

 

En primer lugar, veamos a todas las criaturas como seres que están en manos de Dios, quien las gobierna en todos sus actos, limitándolas, restringiéndolas y determinándolas según Él quiere. Que esta gran verdad quede bien establecida por fe en nuestros corazones, y nos guardará contra los temores que esclavizan.

El primer capítulo de Ezequiel contiene un admirable bosquejo de providencia:

Ahí vemos a los seres vivientes que mueven las ruedas (es decir, las grandes revoluciones en las cosas de aquí abajo) que van hacia Cristo sentado en el trono, para recibir nuevas instrucciones de Él. En el capítulo seis de Apocalipsis podemos leer sobre caballos blancos, negros y rojos que son los instrumentos empleados por Dios para ejecutar juicios en el mundo, como guerras, pestilencias y muerte. Cuando estos caballos están recorriendo el mundo, hay una consideración que puede calmar nuestros corazones: Dios tiene en su mano las riendas.

Los impíos son a veces como caballos locos, que arrollan al pueblo de Dios bajo sus pies, pero el freno de la providencia está en sus bocas. Es terrible encontrarse con un león en libertad, pero ¿quién teme a un león que está en manos del que lo guarda?

 

En segundo lugar recordemos que este Dios en cuyas manos están todas las criaturas es nuestro Padre, y piensa con más cariño en nosotros que nosotros mismos. “Porque así ha dicho Jehová de los ejércitos: Tras la gloria me enviará él a las naciones que os despojaron; porque el que os toca, toca a la niña de su ojo.” (Zacarías 2:8). Preguntemos hasta a la mujer más temerosa: ¿Hay o no una gran diferencia entre ver una espada desenvainada en manos de un rufián sanguinario y verla en las manos de su amoroso esposo? Del mismo modo, hay una gran diferencia entre ver las criaturas con el ojo material o verlas como en manos de nuestro Dios con el ojo de la fe.

Isaías 54:5 es muy apropiado a este respecto: “Porque tu marido es tu Hacedor; Jehová de los ejércitos es su nombre; y tu Redentor, el Santo de Israel; Dios de toda la tierra será llamado.”, Él es el Señor de todos los ejércitos de criaturas. ¿Quién temería atravesar un ejército, a pesar de que todos los soldados giren las espadas y armas contra él, si el comandante de ese ejército es su amigo o su padre?

Un joven creyente estaba en el mar con muchos otros pasajeros en medio de una gran tormenta, y, estando ellos medio muertos del miedo, solo el joven parecía verse muy contento, como si estuviese poco preocupado por el peligro. Alguien quiso saber la razón de su contentamiento. “Oh” dijo él, “¡es porque el piloto de este barco es mi Padre!”.

Consideremos primero a Cristo como Rey y Señor supremo sobre el reino de la providencia, y luego como cabeza nuestra, esposo y amigo, y podremos decir rápidamente: “Vuelve a tu descanso, alma mía”. Esta verdad hará que dejemos de temblar, y nos hará cantar en medio del peligro. “Porque Dios es el Rey de toda la tierra; Cantad con inteligencia.” (Salmos 47:7). Es decir “que todo el que tenga entendimiento de esta doctrina, que revive y establece los corazones, del dominio de nuestro Padre sobre todas las criaturas, cante alabanzas”.

 

En tercer lugar pongamos sobre nuestro corazón las prohibiciones expresas de Cristo sobre este caso, y permitamos que nuestros corazones tengan temor de violarlas.

Él nos ha encargado que no tengamos miedo: “cuando oigáis de guerras y de sediciones, no os alarméis; porque es necesario que estas cosas acontezcan primero; pero el fin no será inmediatamente.” (Lucas 21:9), “y en nada intimidados por los que se oponen, que para ellos ciertamente es indicio de perdición, mas para vosotros de salvación; y esto de Dios” (Filipenses 1:28). En Mateo 10, en el espacio de seis versículos, nuestro salvador nos ordena tres veces que no temamos a los hombres. ¿Nos hace temblar la voz de un hombre y no lo hará la de Dios? Si tenemos un espíritu tan temeroso, ¿cómo es que no tememos desobedecer el mandamiento de Jesucristo? Creo que el mandamiento de Cristo debería tener tanto poder para darnos calma, como la voz de una pobre lombriz no lo tiene para aterrorizar nuestro corazón. “Yo, yo soy vuestro consolador. ¿Quién eres tú para que tengas temor del hombre, que es mortal, y del hijo de hombre, que es como heno? Y ya te has olvidado de Jehová tu Hacedor, que extendió los cielos y fundó la tierra; y todo el día temiste continuamente del furor del que aflige, cuando se disponía para destruir. ¿Pero en dónde está el furor del que aflige?” (Isaías 51:12-13).

No podríamos tener el pecado de temer a las criaturas sin haber olvidado a Dios primero. Si recordásemos quién es Él y lo que ha dicho, no tendríamos un espíritu tan débil. Por tanto, reflexionemos en esto en las temporadas de peligro. Si dejamos que en nuestro corazón entre el esclavizante temor al hombre, debemos dejar salir el asombro y temor reverente hacia Dios ¿y nos atreveremos a echar fuera el temor del Todopoderoso por la desaprobación de los hombres? ¿Levantaremos al polvo orgulloso por encima del gran Dios? ¿Correremos hacia un pecado cierto para evitar un peligro probable? ¡Guardemos nuestro corazón con esta consideración!

 

En cuarto lugar recordemos cuantos problemas innecesarios nos han traído nuestros temores en ocasiones pasadas: “Y ya te has olvidado de Jehová tu Hacedor, que extendió los cielos y fundó la tierra; y todo el día temiste continuamente del furor del que aflige, cuando se disponía para destruir. ¿Pero en dónde está el furor del que aflige? (Isaías 51:13). El opresor parecía dispuesto a devorar, pero no hemos sido devorados. Dios dice: “No ha venido sobre ti lo que temías; has desperdiciado tu espíritu, desordenado tu alma, y debilitado tus manos sin ningún propósito. Podrías haber mantenido eso mientras mantenías tu paz y ser dueño de tu alma con paciencia”.

Y en esto no podemos dejar de observar una profunda forma de actuar de Satanás, en la que consigue poner una trampa al alma con temores vanos. Los llamo vanos en referencia a que acaban frustrados por la providencia, pero ciertamente no son vanos en cuanto al fin que Satanás persigue al levantarlos; porque en esto él actúa como los soldados en el asedio de un fuerte, que cansan a los que están asediados mediante una vigilancia constante, y los indisponen para tomar resistencia cuando ataquen de verdad, ya que cada noche los hacen despertarse con falsas alarmas, que acaban en nada pero marcadamente responden al plan del enemigo.

¡Oh! ¿Cuándo estaremos conscientes de las maquinaciones de Satanás?

 

En quinto lugar, consideremos solemnemente que, aunque sucediesen de verdad las cosas que tememos, hay más mal en nuestros propios temores que en aquello que tememos. No solo porque el menor mal del pecado es peor que el mayor mal de un sufrimiento, sino porque ese temor pecaminoso es en realidad peor que la condición de la cual tenemos tanto miedo. El temor es una emoción que se multiplica y atormenta: representa a los problemas mucho mayores de lo que son, y de esa forma tortura al alma mucho más que el sufrimiento mismo.

Así sucedió con Israel en el Mar Rojo: clamaron y tenían temor, hasta que dieron un paso dentro del agua y el pasaje se abrió a través del mar que creían que los iba a ahogar. Así nos sucede a nosotros. Miramos a través de la lente del temor carnal sobre las aguas de la tribulación, la crecida del Jordán, y clamamos: “¡Oh, son inabordables, pereceremos en ellas!”. Pero cuando llegamos a entrar en medio de la inundación, encontramos que la promesa se cumple: “Dios dará una salida”.

De esa forma le sucedió a un bendito mártir cuando quiso hacer una prueba poniendo su dedo en una vela encendida, y vio que no podía soportarlo.

Entonces clamó “¡Cómo es esto! ¿No puedo soportar que se me queme un dedo?” Pero cuando llegó la mañana, pudo entrar contento a las llamas con estos versos de las Escrituras en su boca: “Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, oh Jacob, y Formador tuyo, oh Israel: No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti.” (Isaías 43:1-2)

 

En sexto lugar, consultemos las muchas preciosas promesas que fueron escritas para afirmarnos y consolarnos en todo peligro. Estas son nuestro refugio al que podemos huir y estar seguros cuando las saetas del peligro vuelan de noche, y la mortandad al medio día destruya.

Hay promesas particulares para casos y exigencias particulares, así como también hay promesas que alcanzan a todos los casos y situaciones, tales como las siguientes: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.” (Romanos 8:28) “Aunque el pecador haga mal cien veces, y prolongue sus días, con todo yo también sé que les irá bien a los que a Dios temen, los que temen ante su presencia;” (Eclesiastés 8:12).

Si simplemente pudiésemos creer estas promesas nuestro corazón se afirmaría. Si pudiésemos rogar a Dios como hizo Jacob (“Y tú has dicho: Yo te haré bien, y tu descendencia será como la arena del mar, que no se puede contar por la multitud.” Génesis 32:12) eso nos aliviaría en cualquier problema.

 

En séptimo lugar, podemos calmar nuestro tembloroso corazón registrando y pensando en nuestras pasadas experiencias, en las que Dios fue fiel y cuidó de nosotros en los problemas del pasado. Esas experiencias son alimento para nuestra fe en el desierto.

Mediante esto David guardó su corazón en tiempos de peligro, y también Pablo el suyo. Cuando alguien le dijo que sus enemigos acechaban para quitarle la vida, un santo contestó: “Si Dios no cuidase de mí, ¿Cómo habría escapado hasta ahora?”. Podemos rogar a Dios sobre las experiencias pasadas pidiéndole las nuevas, porque pedir a Dios que nos libre de nuevo es como pedir que nos perdone otra vez.

Notemos como Moisés le ruega a Dios sobre esa base: “Perdona ahora la iniquidad de este pueblo según la grandeza de tu misericordia, y como has perdonado a este pueblo desde Egipto hasta aquí.” (Números 14:19). Él no dice como otros hombres: “Señor, está es su primera falta, nunca te han molestado antes para que los perdones”, sino “Señor, ya que los has perdonado tan a menudo, te pido que los perdones una vez más”. Del mismo modo, ante nuevas dificultades el creyente puede decir: “Señor, a menudo has escuchado, ayudado y salvado, en años pasados lo has hecho. Por tanto, ayúdame otra vez, porque en ti hay abundante redención y tu brazo no se ha acortado”.

 

En octavo lugar, encontremos satisfacción en el hecho de que estamos en el camino del deber, y eso nos dará un coraje santo en tiempos de peligro. “¿Y quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien?” (1 Pedro 3:13). O si alguien intenta hacernos daño, sigamos el consejo de Pedro “De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien.” (1 Pedro 4:19).

Considerar esto es lo que hizo que el espíritu de Lutero se elevase por sobre todo temor. Él dijo: “En la causa de Dios, siempre soy, y siempre seré fuerte. En ello asumo este título ‘no me inclinaré ante nadie’”. Una buena causa hará que el espíritu de un hombre se levante. Escuchemos el dicho de un incrédulo para vergüenza de los cristianos: “Cuando el emperador Vespasiano ordenó a Fluidus Priseus que no viniese al senado, o que si viniera, no hablase nada excepto lo que él le dijese, el senador respondió noblemente que “era un senador, y lo adecuado es que estuviese en el senado, y que, estando allí, se exigía que diese su consejo, y que hablaría libremente aquello que su conciencia le dictase”. Al amenazarle el emperador con que entonces moriría, él contestó: “¿Acaso le dije alguna vez que fuese inmortal? Haga lo que desee, y yo haré lo que es debido. Está en su poder matarme injustamente, y en mi poder el morir con constancia”.

La justicia es una coraza: que tiemble aquel a quien el peligro lo encuentre fuera de la senda del deber.

 

En noveno lugar, rociemos la conciencia con la sangre de Cristo para limpiarla de toda culpa, y eso pondrá nuestros corazones por encima de todo temor. Es la culpa sobre nuestra conciencia la que hace que nuestros espíritus se acobarden y se ablanden: “Huye el impío sin que nadie lo persiga;  Mas el justo está confiado como un león.” (Proverbios 28:1).

Fue la culpa en la conciencia de Caín la que lo hizo clamar “He aquí me echas hoy de la tierra, y de tu presencia me esconderé, y seré errante y extranjero en la tierra; y sucederá que cualquiera que me hallare, me matará” (Génesis 4:14). Una conciencia culpable se aterroriza más con los peligros que imagina que una conciencia pura por los peligros reales. Un pecador culpable lleva un testigo contra sí mismo en su mismo seno.

Fue el culpable Herodes el que clamó “y dijo a sus criados: Este es Juan el Bautista; ha resucitado de los muertos, y por eso actúan en él estos poderes.” (Mateo 14:2). Una conciencia así es el yunque del diablo, donde él fabrica todas las espadas y lanzas con las que el pecador culpable se daña a sí mismo. La culpa es para los peligros lo que el fuego es para la pólvora: no hay que tener temor de caminar entre muchos barriles de pólvora si no llevamos fuego con nosotros.

 

En décimo lugar, ejercitemos una santa confianza en tiempos de gran desconcierto. Hagamos que nuestro negocio sea confiar a Dios nuestra vida y comodidades, y así nuestro corazón descansará con respecto a eso. Así hizoDavid: “En el día que temo, Yo en ti confío.” (Salmos 56:3) es decir “Señor, si en algún momento se levanta una tormenta, me refugiaré bajo el cobijo de tus alas”.

Acerquémonos a Dios en actos de fe y confianza, y no dudemos nunca de que Él nos mantendrá seguros: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado.” (Isaías 26:3). Dios se agrada cuando vamos a Él de esa forma: “Padre, mi vida, mi libertad y mi posición están en peligro, no puedo asegurarlas, deja que las ponga en tus manos”. El pobre se abandona a ti, y ¿acaso le falla su Dios? No, Él es el ayudador de los huérfanos. Eso significa que es el ayudador del desamparado,

del que no tiene a nadie sino a Dios. Este es un pasaje reconfortante: “No tendrá temor de malas noticias; Su corazón está firme, confiado en Jehová.” (Salmos 112:7). El pasaje no dice “su oído será preservado de las malas noticias”, el justo escuchará las mismas noticias tristes que otros hombres, pero su corazón será guardado del terror de estas cosas. Su corazón está asegurado.

 

En undécimo lugar, pensemos más en honrar el cristianismo y menos en nuestra seguridad personal. ¿Es que acaso creemos que honra al cristianismo el que seamos tan temerosos como liebres que huyen al primer sonido? ¿No tentaría esto al mundo a pensar que, a pesar de lo que digamos, nuestros principios no son mejores que los de otros hombres? ¡Cuánto mal haría que nuestros temores fuesen descubiertos delante de ellos!

Nehemías dijo con nobleza: “Entonces dije: ¿Un hombre como yo ha de huir? ¿Y quién, que fuera como yo, entraría al templo para salvarse la vida? No entraré” (Nehemías 6:11). ¿No sería mejor morir que hacer que el mundo tuviese prejuicios contra Cristo debido a nuestro ejemplo? Porque el mundo, que juzga más por lo que ve de nuestras prácticas que por lo que entiende de nuestros principios, concluiría de nuestro temor que, a pesar de que nos atrevemos a recomendar la fe y hablamos de seguridad, no nos atrevemos a confiar en esas cosas más de lo que ellos confían cuando vienen las pruebas.

No dejemos que nuestros temores pongan una pieza de tropiezo tan grande frente a un mundo que está ciego.

 

En duodécimo lugar, el que asegura a su corazón del temor, debe primero asegurar su alma eterna en las manos de Jesucristo. Cuando se hace esto, podemos decir “ahora mundo, haz lo peor que tengas”. No seremos tan solícitos a un cuerpo vil cuando estamos asegurados por toda la eternidad en nuestra preciosa alma. “Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno” (Mateo 10:28)

El cristiano que está seguro puede sonreír con desdén sobre todos sus enemigos y decir: “¿Es esto lo peor que podéis hacer?” ¿Qué es lo que decimos nosotros como cristianos? ¿Estamos asegurados de que nuestra alma está a salvo, y que momentos después de nuestra disolución será recibida por Cristo en una morada eterna? Si estamos seguros de eso, nunca nos preocupemos por el instrumento y medio de nuestra muerte.

 

En decimotercer lugar, aprendamos a apagar todos los temores que nos esclavizan a las criaturas con el temor reverente hacia Dios.

Es una cura por distracción. Es un ejercicio de sabiduría cristiana desviar aquellas pasiones del alma que más predominan hacia canales espirituales.

Cambiar la ira natural por celo espiritual, la alegría natural en alegría santa, y el temor natural en un terror santo y asombro hacia Dios. El método de cura que Cristo prescribe en el capítulo 10 de Mateo es similar al que vemos en Isaías 8:12-13 “No llaméis conspiración a todas las cosas que este pueblo llama conspiración; ni temáis lo que ellos temen, ni tengáis miedo. A Jehová de los ejércitos, a él santificad; sea él vuestro temor, y él sea vuestro miedo.”.

El temor natural puede disiparse mediante la razón natural, o eliminando la ocasión que lo produce. Pero entonces es como la llama de una vela soplada por un suspiro, que vuelve a encenderse con facilidad. Pero si es el temor de Dios lo que lo extingue, es como una llama apagada por agua, que no puede encenderse de nuevo.

 

En decimocuarto lugar, derramemos en oración a Dios aquellos temores que el diablo o nuestra propia incredulidad derraman sobre nosotros en tiempos de peligro. La oración es el mejor escape para el miedo. ¿Dónde hay algún cristiano que no pueda poner su sello sobre este consejo?

Daremos el mayor ejemplo para animarnos a cumplir con esto: el ejemplo de Jesucristo mismo. Cuando la hora de su peligro y muerte se acercó, Él fue al jardín, separado de sus discípulos, y allí lucho intensamente con Dios en oración, hasta la agonía, en referencia a lo cual el apóstol dice: “Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente

(Hebreos 5:7). Fue oído en cuanto a recibir fuerzas y apoyo para llevarlo a través de ello, aunque no en cuanto a la liberación o el ser eximido. ¡Oh que estas cosas permanezcan en nosotros y se puedan llevar a la práctica en estos días malos! y que muchos temblores se puedan establecer por ellas.

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