Marcos 1:14-15
Después
que metieron a Juan en la cárcel, Jesús llegó a Galilea anunciando la Buena
Noticia acerca de Dios y diciendo:
-¡Ha
llegado la hora señalada, y el Reino de Dios está aquí! ¡Arrepentíos y creed la
Buena Noticia!
La palabra «buena nueva» expresa adecuadamente el contenido y esencia
de la predicación de Jesús. Es una «nueva» noticia o mensaje que Jesús presenta
por encargo de Dios cuando «ha llegado la hora señalada», un mensaje «bueno»
acerca de la voluntad definitiva de Dios que quiere la salvación y redención.
En este sentido, Jesús es personalmente el mensajero de Dios, como se dice en Isa_52:7, bajo la imagen del retorno de Dios a su
ciudad y pueblo: « ¡Oh cuán hermosos son
sobre los montes los pies del mensajero de alegría, del que anuncia la paz, de
aquél que predica la buena nueva, de aquél que pregona la salvación y dice a
Sión: Tu Dios es rey!» Con Jesús se acerca (Isa_1:15)
la soberanía regia de Dios e irrumpe el tiempo de salvación que culminará en el
reino cósmico de Dios. La «buena nueva», proclamada por Jesús, significa la paz
y la salvación de Dios para los hombres, la liberación de la esclavitud del
pecado y de sus tenebrosas consecuencias, la redención de la servidumbre más
profunda que tiene su sede en la misma intimidad del hombre; pero significa
también la promesa de una existencia que sobrepuja a la muerte y la promesa de
una transformación del mundo presente en la plena gloria divina. Es Jesús quien
introduce esta obra redentora de Dios, en cuanto que trae el perdón divino para
los pecadores (Isa_2:5), vuelve a
reunirlos con Dios bajo el hecho simbólico de sentarlos consigo a la mesa (Isa_2:16), expulsa la enfermedad y la posesión
diabólica, el dolor y la muerte, mediante la fuerza salvadora de Dios que se
hace presente en Él y anuncia la llegada del reino de Dios (Isa_9:1). Su persona alcanza además un significado
directo para la salvación del mundo: es Él, el Único, quien da la vida por
muchos y se convierte con su
transfiguración y resurrección en testigo y fiador de la gloria futura. De este
modo para la Iglesia primitiva Jesús se convierte del anunciador en el
anunciado, del mensajero de la buena nueva en su objeto y contenido esencial.
Jesucristo, el Hijo de Dios -como añaden algunos manuscritos- es el centro de
la buena nueva o Evangelio tal como lo entendió la Iglesia primitiva en su fe
pascual. En Jesús tiene el Evangelio su «comienzo» y ya no cesará de ser anunciado
en todo el mundo, tan cierto como que Jesús vive y que vendrá algún día como
«el Hijo del hombre» en la gloria de su Padre y acompañado de los santos
ángeles. A la luz de esta realidad sus palabras y obras salvíficas sobre la
tierra cobran el valor de una revelación perenne y de una promesa escatológica.
El Evangelio nos exhorta a convertirnos y a creer, a decidirnos por la doctrina
de Jesús, a entender sus obras como signo de la gloria futura y a considerarle
a Él mismo como la epifanía de Dios en este mundo
Jesús inicia su actividad pública sólo cuando su precursor fue metido
en la cárcel. No se presenta como Juan en las cercanías de Judea y Jerusalén,
sino en Galilea su patria chica. A primera vista esto no es más que un dato que
podría omitirse; pues, por las indicaciones locales que escuchamos en el relato
posterior, fue el lago de Genesaret, y más concretamente la ribera occidental
entonces con mayor intensidad de población en su parte norte -desde Magdala
hasta Betsaida-, el centro de la actividad de Jesús. También en este sentido
tiene el Evangelio un punto de partida terrestre perfectamente delimitado.
Quien ha visto aquella hermosa franja de tierra, especialmente en primavera,
comprende la economía de la acción divina. En este paisaje, con la superficie
luminosa del lago, las suaves colinas y el cielo alto, encaja la alegre buena
nueva de la salvación que Jesús anunció a los hombres sencillos y pobres en su
mayoría. Aquí encontró también el Evangelio una patria terrena. Cuando en la
segunda parte del Evangelio de Marcos Jesús parte para Jerusalén y sufre la
muerte en aquel centro del judaísmo, la ciudad santa del antiguo pueblo de la
alianza con Dios, con la distancia geográfica nos es dado rastrear también un
contraste interno. El Evangelio es un mensaje nuevo que rompe las antiguas
concepciones y desencadena un movimiento que rebasa los límites del judaísmo
tradicional. Después de la resurrección de Jesús los discípulos reciben la
orden de regresar a Galilea para ver allí al Señor glorificado. Para el
Evangelio, Galilea es como un símbolo. También Jesús se presenta como un
«predicador», pues el «Evangelio de Dios» no llega de otro modo a los hombres.
No es una doctrina -aunque Jesús enseñó después muchas cosas al pueblo en las
sinagogas y al aire libre- al modo de la exposición escriturística que hacían
los doctores judíos de la ley, ni menos aún como la exposición de un filósofo
que se dirige a la razón e inteligencia de los oyentes. Se trata más bien de un
mensaje que Dios mismo transmite a través de su portavoz en un determinado
momento histórico y con un contenido preciso: «Se ha cumplido el tiempo; el reino de Dios está cerca».
Cada palabra tiene aquí su importancia. El tiempo del cumplimiento
evoca un tiempo de espera. Es el tiempo de salvación, prometida por los
profetas, los portavoces de Dios en el Antiguo Testamento, el que ahora
alumbra. La expresión griega empleada aquí para designar el «tiempo», significa
el momento adecuado, el término establecido. Este instante en que Jesús se
presenta como heraldo del mensaje divino de salvación, estaba previsto y
decretado por Dios, y ahora se ha cumplido con vigencia permanente. A
diferencia de la carta a los Gálatas («la plenitud del tiempo») no se piensa
tanto en los tiempos que ahora ya han pasado y se han «cumplido», cuanto en el acontecimiento que representa el
comienzo de una nueva era: el tiempo de la culpa humana y de la có1era divina,
el tiempo de la desgracia, ha pasado; ha comenzado el tiempo de la gracia y de
la salvación.
¡Es el
comienzo del tiempo último, que está bajo el amor y la luz de Dios
(escatológico)! Que el
«cumplimiento» no equivalga al «fin» se deduce de la palabra inmediata: el
reino de Dios está cerca. La interpretación, según la cual el «reino de Dios»
ya estaría presente de hecho, apenas es posible estando la expresión griega que
significa «acercarse», «estar cerca» siempre bajo una forma temporal, de tal
modo que tal proximidad constituye una realidad concreta y casi palpable. La
idea sólo se puede entender teniendo en cuenta la cosa de la cual se afirma tal
cercanía: el «reino de Dios». Es éste un concepto con una historia larga y de
gran relieve. Para su comprensión es esencial el hecho de que Dios domina como
rey. El reino de Dios o la «soberanía de Dios» o el «reinado» de Dios, como
también puede traducirse, no es ninguna organización, ningún espacio
delimitable, ninguna región que pueda señalarse, sino más bien un
acontecimiento, la realización de una acción divina. Es verdad que Dios reina
siempre de distintos modos: en la creación, en la historia, y principalmente en
la dirección del pueblo de su alianza. Pero aquí se trata de algo más especial:
se trata de la plena soberanía de Dios tal como la anunciaron y prometieron los
profetas para el «fin de los tiempos». Cuando Jesús habla del reino de Dios sin
explicaciones adicionales, está pensando en este reino divino plenamente
realizado, que ha de anunciarse como el dominio victorioso de Dios sobre Israel
y sobre todos los pueblos.
¿Afirma Jesús con ello el fin
del mundo antiguo? El que Dios quiera realizar su soberanía de un modo
incondicional ¿significa que debe desaparecer el mundo antiguo con sus penalidades
y tinieblas, con el pecado y las necesidades del hombre? Es ésta una pregunta
importante para la comprensión del mensaje de Jesús. Anuncia ciertamente la
proximidad del reino de Dios, mas no una proximidad medible con el tiempo.
Jesús no dice nada acerca de una inmediata transformación de las circunstancias
mundanas hasta entonces vigentes. Y sin embargo para Él resulta evidente que
está por aparecer algo nuevo, que de ahora en adelante Dios va a asegurar a los
hombres la salud y la salvación de un modo nuevo y especialísimo.
Todo el ministerio de Jesús
reflejará esta nueva postura de Dios, por medio de sus curaciones y expulsiones
de demonios, el perdón de los pecados y la compasión por todos los hombres. De
este modo se da ya en el ministerio de Jesús una presencia de la soberanía
divina, una presencia de la salvación; ése es el misterio del ricino de Dios.
El futuro se acerca a los hombres y les pregunta si entienden los signos.
También en el retorno de los hombres, en el seguimiento de los discípulos, en
la reunión de la comunidad de salvación se hace operante la soberanía de Dios.
La proximidad puede descubrirse y por ello su reino se ha acercado, aunque
todavía no aparezca cósmicamente.
Este Evangelio de Dios, del que nadie queda excluido, ni siquiera los
transgresores públicos de la ley, como los recaudadores de impuestos y
prostitutas, y que se anuncia precisamente a los pobres y a quienes llevan una
carga penosa, es una luz vivificante en medio de un mundo frío de odio y
envidias, de malicia y violencia, es un rayo de esperanza que Jesús proyecta
sobre los corazones oprimidos y desesperanzados. Pero si Dios otorga, también
espera una respuesta. Su compasión no es debilidad, sino una llamada a una
conducta semejante. Su amor exige un semejante amor a él personalmente lo mismo
que a los semejantes. Por eso, al anuncio beatificante de la voluntad salvadora
de Dios sigue la exhortación a convertirse y a creer en el Evangelio.
Conversión es mucho más que un «cambio de mente»,
aunque éste se presuponga. También «penitencia» es poco, si por penitencia se
entiende la reparación de la injusticia. Las prácticas de renunciamiento y
expiación, aun cuando todas esas cosas puedan también exigirse. De acuerdo con
la imagen del Antiguo Testamento, «conversión»
significa la vuelta atrás en el camino equivocado, o más claramente, el retorno
a Dios de quien el hombre se había apartado.
Los fallos morales, la maldad contra el prójimo, la injusticia y los
vicios alejan de Dios al hombre, lo descarrían respecto de Dios. Entonces el
hombre sólo se busca a sí mismo, quiere ser su propio señor colocándose en
lugar de Dios. « ¿Cómo podéis decir: Nosotros somos sabios...? Confundidos
están los sabios, aterrados y presos, porque rechazaron la palabra del Señor, y
¿qué les aprovecha su propia sabiduría?», pregunta Jeremías
8,8, el máximo profeta de la
conversión en la antigua alianza.
Hasta Juan Bautista los profetas han exigido siempre la «conversión»
concentrándola en cada situación histórica. A menudo se
trataba de volverse de la idolatría y de la corrupción moral como condición
indispensable. Después exigían la penitencia y expiación por las
infidelidades contra Dios; pero lo que
les interesaba sobre todo era la renovación del corazón, la vuelta interna a
Dios en pureza, humildad y confianza. Quien se convierte tiene que aprender de
nuevo a entenderse como criatura de Dios y dejar que Dios disponga de él. Con
Jesús esta exigencia de conversión a través del mensaje de salvación, que él
anuncia en la hora escatológica, adquiere su aspecto peculiar. Va unida con la
exigencia de creer el Evangelio. Quien quiera «convertirse» según el
pensamiento de Jesús debe empezar por responder con un sentimiento íntimo de
alegría a la oferta de salvación que Dios le hace, debe aceptar el mensaje de
Jesús creyendo. En la fe late una conversión vigorosa; de la conversión en la
fe brota todo lo demás. La
deficiente disposición a convertirse, que Jesús reprocha a las ciudades de
Galilea (Mat_11:21), es una fe defectuosa. Marcos no refiere ninguna de esas palabras
proféticas de exhortación y amenaza en boca de Jesús; pero también en él los
discípulos de Jesús predican la conversión cuando son enviados por el Maestro (Mat_6:12). La palabra programática del comienzo
dice que la conversión es necesaria para poder creer y que la conversión se
realiza mediante la fe en el Evangelio de Dios. Una y otra están ligadas
mutuamente. En la conversión de la fe se
cumple la vuelta incondicional hacia aquel a quien Jesús anuncia como el Dios
de la salvación. Mas como Dios revela y otorga su salvación a través de la
acción de Jesús, la fe se muestra también en la confianza en Jesús y en las
fuerzas salvadoras que se hacen presentes en él (Mat_2:5; Mat_5:34; Mat_10:52).
En Jesús, el creyente abraza el reino de Dios que se abre paso y toma parte en
el mismo. La fe es más que un
reconocimiento y aceptación de lo que Jesús anuncia y enseña. Es también
confianza en el poder salvífico de Dios (Mat_9:23
), expulsión de toda duda y zozobra
(Mat_11:23s), pleno convencimiento de la proximidad de Dios en la persona de Jesús
(Mat_4:40). De este modo la fe en el Evangelio anunciado por Jesús (Mat_1:15) se
transforma después de pascua en la fe en Jesús mismo, quien, como Señor
exaltado a la diestra de Dios, posee todo el poder salvífico. Fe es liberación
de la propia existencia mediante la entrega de sí mismo a Dios. Fe en el
Evangelio es la confianza absoluta de que tal liberación está asegurada en el
mensaje y persona de Jesús.
Jesús no se contenta con el anuncio general del mensaje de salvación;
Jesús pasa a la acción y llama a unos discípulos. Conversión y fe tienen que realizarse en el seguimiento de Jesús; ese
seguimiento es la respuesta plena a la llamada de Jesús. La vocación de los
cuatro primeros discípulos junto al lago de Genesaret no sólo contiene una
escena de los comienzos del ministerio de Jesús; tiene también un carácter
ejemplar y un significado teológico. Desde un punto de vista histórico no era
el primer encuentro de Jesús con aquellas dos parejas de hermanos, que por su
profesión humana eran pescadores. Por el Evangelio de Juan sabemos que Jesús ya
los había conocido cuando eran discípulos del Bautista y que los primeros
contactos habían tenido efecto en el lugar de Judea en que Juan bautizaba ( Jua_1:35-51). Lo que Marcos narra es el
llamamiento definitivo a los discípulos en sentido pleno, y la presentación
permite conocer todas las notas del proceso decisivo de quien entra en el
seguimiento de Jesús. La acción parte de Jesús. Tres elementos esclarecen el
suceso: la mirada de Jesús se clava sobre estos hombres y en seguida Jesús los
llama a sí. La llamada del enviado de Dios es una llamada de Dios mismo; y es
categórica, poderosa, penetrante. Cuando Dios llama no cabe ningún titubeo.
Pero el contenido de la llamada es un requerimiento a ir detrás de Jesús.
Literalmente éste es el primer sentido: el Maestro en sus caminos y
peregrinaciones va delante de sus discípulos, ellos le siguen, se dejan
conducir por él. Este seguimiento, que en un sentido externo se dice también de
las turbas populares, tiene en el discípulo un sentido espiritual más profundo:
el discípulo entra en comunión de vida con el Maestro que desde ahora
condiciona su vida e ideal, le da su doctrina c instrucciones, le señala
incluso su camino en la tierra y le hace partícipe de sus tareas. El objetivo
del llamamiento al discipulado se expresa simbólicamente con una palabra muy
adecuada para aquellos pescadores: Os haré pescadores de hombres. La conexión
con el que hasta entonces había sido el medio de vida para aquellos hombres no
es casual ni rebuscada, más bien es una imagen gráfica que caracteriza la
fuerza gráfica del lenguaje de Jesús. Estos hombres, llamados por Jesús a su
seguimiento, deben cambiar la que hasta ahora ha sido su profesión por una
superior: de ahora en adelante deben capturar con Jesús a los hombres, ganarlos
para Dios y su reino. Se indica ahí el sentido primitivo del discipulado: una
más estrecha unión con Jesús para compartir su propia vida y ayudarle en su
predicación. El discípulo de Jesús debe
estar preparado a asumir todas las consecuencias de este seguimiento, hasta
llevar la cruz con Jesús y perder la propia vida por el Maestro.
En la Iglesia
primitiva, cuando ya no era posible una comunión de vida, profesión y destino
con Jesús en la tierra, sólo se conservó el sentido espiritual de «imitación de
Jesús» y las relaciones del discípulo se extendieron a todos los creyentes. Todos cuantos profesaban la fe en Cristo debían
imitar a su Señor, que ahora había sido exaltado en el cielo; sus palabras
sobre la tierra conservaban su fuerza obligatoria y su comunidad lo sabía
ciertamente aun sin la presencia corporal de Jesús.
De este modo la Iglesia primitiva leía las palabras y exhortaciones de
Jesús bajo una nueva luz, de una forma que le afectaban a ella y a cada uno de
los cristianos. También la reacción de los primeros hombres llamados a ser
discípulos adquiere una importancia permanente y actual. De nuevo hay aquí tres
elementos esenciales: Simón y Andrés abandonan sus redes inmediatamente, y
después Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, se separan de su padre y de los
jornaleros para unirse a Jesús. Ante la
llamada de Jesús y de Dios se exige una obediencia pronta e incondicional (Luc_9:59-62). Las dos parejas de hermanos
abandonan el trabajo que habían practicado hasta entonces, y los hijos de
Zebedeo también a su padre y con él a su familia. En su relato, completado con otra
tradición («la pesca milagrosa»), Lucas dice que ellos «dejándolo todo, lo
siguieron» (Luc_5:11). La llamada a seguir a Jesús exige
fundamentalmente la renuncia a los bienes terrenos por causa del reino de Dios
( Luc_14:33; Mar_10:21;
Mat_19:12); aun cuando las
circunstancias de la vida y las tareas en que el llamamiento encuentra a cada
uno sean distintas. Mas el aspecto negativo de la renuncia queda eclipsado
por el lado positivo: los discípulos deben ir detrás de Jesús, seguirlo. Es una
distinción ser admitidos en estrecha comunión con el enviado y ungido de Dios.
A pesar de las persecuciones y la muerte, su camino promete a todos sus
seguidores la plenitud de vida y una recompensa cien veces mayor que todas las
renuncias y privaciones (Mat_8:35; Mat_10:17). Los discípulos en un sentido más
estricto, los anunciadores del Evangelio, no sólo comparten la vida pobre del
Señor sino también sus poderes y sus alegrías. De este modo aparece felizmente
lo que es la llamada do Dios y el seguimiento. Los lectores deben ver en esta
historia, además del primer éxito de Jesús, la incipiente convocatoria del
pueblo de Dios, el primer paso hacia la formación de su comunidad. No es casual
que estos discípulos vengan presentados con sus propios nombres; para los
lectores no son unos desconocidos sino los adelantados del círculo de
discípulos de Jesús. En la sección inmediata volverán a ser nombrados; son los
primeros compañeros de Jesús, los que comparten su temprana y floreciente actividad,
de la que más tarde podrán ser testigos. Al propio tiempo representan a los
discípulos ulteriores que Jesús va ganando, aun cuando la ampliación del
círculo de discípulos simplemente se sugiere más que se describe.
Los discípulos son los hombres
de confianza de Jesús. Él les enseña acerca de su misión primordial, que es el
anuncio del reino de Dios, y los protege contra los ataques judíos. Les explica
en privado el sentido de las parábolas. A ellos se les ha confiado el misterio
del reino de Dios, son los que le pertenecen a diferencia «los de fuera». En
ellos, en su vinculación con el Señor, en su proximidad y distancia, en su
elección por parte de Dios y en su pequeñez y debilidad humanas, se reconocen a
sí mismos los lectores creyentes. En la falta de comprensión de los discípulos
los lectores se hacen conscientes de su insuficiencia, que no impide la
donación de Jesús a los suyos. De este modo, la llamada a seguir personalmente
a Jesús se convierte en exhortación para sumarse, de una forma consciente, a la
comunidad de discípulos del Maestro.
Hay en este resumen
del mensaje de Jesús tres grandes palabras características de la fe cristiana.
(i) Tenemos la Buena Noticia. Fue
por encima de todo una buena noticia lo que Jesús vino a traer a la humanidad.
Si seguimos la palabra euanguelion, buena noticia, evangelio por todo el
Nuevo Testamento podemos descubrir por lo menos algo de su contenido.
(a) Es la buena
noticia de la verdad (Gal_2:5; Col_1:5 ).
Hasta que vino Jesús, la humanidad no podía hacer más que suposiciones, y
buscar a Dios a tientas. "¡Quién me diera el saber dónde hallar a Dios!» (Job_23:3). Marco
Aurelio decía que el alma no puede ver más que confusamente; `y la palabra que
usa quiere decir en griego ver las cosas a través del agua. Pero con la
llegada de Jesús podemos ver claramente cómo es Dios. Ya no tenemos que hacer
suposiciones y andar a tientas; podemos saber.
(b) Es la buena noticia de la esperanza (Col_1:23).
El mundo antiguo era un mundo pesimista. Séneca
hablaba de «nuestra indefensión en las cosas necesarias.» En su lucha por la
bondad, las personas eran derrotadas. La llegada de Jesús trae esperanza a
corazones desesperados.
(c) Es la
buena noticia de la paz (Efe_6:15). El precio de ser persona es tener una personalidad
dividida. En la naturaleza humana, la bestia y el ángel están inseparablemente
entremezclados. El problema humano siempre ha consistido en que uno se siente
asediado tanto por el pecado como por la bondad. La venida de Jesús unifica esa
personalidad desintegrada. Uno encuentra victoria sobre un yo en guerra cuando
Jesucristo le conquista.
(d) Es la buena noticia de la promesa de Dios (Efe_3:6). Es
verdad que los seres humanos siempre han pensado más bien en un Dios de
amenazas que en un Dios de promesas. Todas las religiones no cristianas
conciben un Dios exigente; sólo el Cristianismo nos habla de un Dios que está
más dispuesto a dar de lo que nosotros estamos a pedir.
(e) Es la
buena noticia de la inmortalidad (2
Timoteo_1:10). Para los paganos la vida era el camino hacia la
muerte; la persona humana se caracterizaba por ser un ser moribundo; pero Jesús
nos trajo la buena noticia de que vamos de camino a la vida, no a la muerte.
(f) Es la buena noticia de la salvación
(Efe_1:13). Esta salvación no es
meramente negativa; es también positiva. No es simplemente la liberación del
castigo y la evasión del pecado„ pasado; es el poder para vivir la vida
victoriosamente y para conquistar el pecado. El mensaje de Jesús es una buena
noticia sin duda.
(ii) Tenemos la palabra arrepentíos.
Ahora bien, el arrepentimiento no es tan fácil como pensamos. La palabra
griega; metánoia quiere decir un cambio de mentalidad. Somos
propensos a confundir dos cosas: el dolor por las consecuencias del pecado, y
el dolor por el pecado mismo. Muchas personas están apesadumbradas por el lío
en que las ha metido el pecado, pero saben muy bien que si pudieran estar
razonablemente seguras de que podían
librarse de las consecuencias, no les importaría volver a hacerlo todo igual
que antes. No es el pecado lo que odian, sino sus consecuencias.
El verdadero arrepentimiento quiere decir que la
persona ha llegado, no sólo a sentir las consecuencias de su pecado, sino a
odiar el pecado mismo. Por el arrepentimiento
damos gloria a nuestro Creador a quien hemos ofendido; por la fe damos gloria a
nuestro Redentor, que vino a salvarnos de nuestros pecados. Arrepentirse y creer
en el evangelio es simplemente seguir a Jesús. El arrepentimiento quiere decir
que la persona que estaba enamorada del pecado llega a aborrecerlo a causa de
su indudable pecaminosidad.
(iii) Tenemos la palabra creed. «Creed
-dice Jesús- la buena noticia.» Creer la Buena Noticia quiere decir simplemente
tomarle la palabra a Jesús, creer que Dios es la clase de Dios que Jesús nos ha
presentado, creer que Dios ama de tal manera al mundo que hará cualquier
sacrificio para hacerlo volver a Él, creer que lo que nos parece demasiado
bueno para ser verdad es verdad en realidad. No importa la cantidad de
preparación que hemos tenido por adelantado, llega un momento para cada uno de
nosotros cuando Jesús nos llama personalmente, y debemos decidir si le vamos a
seguir o no.
Hay sólo un
evangelio: Jesús lo predicó, lo trasmitió a sus discípulos y lo encomendó a su
Iglesia. Pablo nos advirtió que jamás recibamos cualquier otro evangelio.
«Cualquier otro» puede ser un mensaje manifiestamente erróneo o un argumento a
favor de un mensaje desteñido, vacío de poder, aunque nominalmente cristiano. Jud_1:3 nos insta a
contender por el evangelio original, «la fe que ha sido una vez dada a los
santos». Sostener firmes todo «el evangelio del reino», y esperar que el Señor
confirme esa «palabra» con las señales que él prometió (Mar_16:15-18). (Col_1:27-28/Mat_3:1-2; Mat_4:17)
Aun cuando nuestro
nacimiento espiritual no es como el nacimiento biológico virginal suyo, esa
verdad sigue en pie. El nuevo nacimiento espiritual salva, pero necesitamos ser
dotados de poder espiritual para ministrar en el poder del reino. Igualmente, nuestra
justificación en Cristo somos declarados sin pecado (2Co_5:21) no nos capacita con poder del reino para el
ministerio. En su encarnación, la persona y la perfección de Jesús excedieron a
las nuestras en todo sentido y, no obstante, Jesús reconoció la necesidad de
recibir su propio poder del Espíritu Santo para llevar adelante su
ministerio. ¿Qué más hace falta decir? Que cada uno de nosotros oiga personalmente
su mandamiento: «Recibid el Espíritu Santo» (Juan_20:22). (1Co_6:9-10/Luk_9:1-2)
¡Maranatha!
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