Efesios
6:1-4
Hijos
e hijas, obedeced a vuestros padres y madres como corresponde entre cristianos.
«Honra a tu padre y a tu madre -que es el primer mandamiento que conlleva una
promesa-, para que te vaya bien y tu vida alcance su plenitud en la
Tierra." Padres, no hagáis de rabiar a vuestros hijos, sino educadlos con
la disciplina y exhortación del Señor.
Si la fe cristiana
hizo mucho por las mujeres, como ya hemos visto, aún hizo más por los niños. La
civilización romana contemporánea de Pablo incluía algunos aspectos que les
hacían la vida muy peligrosa a los niños.
(i) Existía la patria
potestas romana, el poder del padre. Bajo la patria potestas, un
padre romano tenía un poder absoluto sobre su familia. Podía venderlos como
esclavos, hacerlos trabajar en sus tierras hasta con cadenas, podía castigarlos
como quisiera, e incluso condenarlos a muerte. Además, el poder del padre
romano se extendía durante toda la vida mientras el padre viviera. Un hijo
romano no alcanzaba nunca la mayoría de edad. Aunque fuera un hombre adulto,
aunque fuera un magistrado de la ciudad, aunque el estado le hubiera coronado
de bien merecidos favores, permanecía bajo el poder absoluto de su padre. «El
gran error consistía en que el padre romano consideraba el poder que la
naturaleza impone como debido a los mayores de guiar y proteger a un niño como
si incluyera la libertad de este, juntamente con su vida y muerte, y a lo largo
de toda su existencia.» Es verdad que el poder del padre rara vez se ejercía
hasta estos límites, porque la opinión pública no lo habría permitido; pero
sigue siendo verdad que en tiempos de Pablo un hijo era propiedad absoluta de
su padre y estaba sometido totalmente a su poder.
(ii) Existía la
costumbre de abandonar a los bebés. Cuando nacía un niño, se le colocaba a los
pies de su padre y, si el padre se inclinaba y le recogía, eso quería decir que
le reconocía y quería quedárselo. Si se daba la vuelta y se marchaba, quería
decir que se negaba a reconocerle, y el niño se podía tirar, literalmente.
Se conserva una
carta. fechada el año 1 a C. de un hombre que se llamaba Hilario a Aris su
mujer. Había ido a Alejandría, y le escribía a su mujer acerca de cuestiones
domésticas:
Hilario a su mujer
Aris: Saludos muy cordiales, también para mis queridos Bero y Apolonario: Sabe
que continuamos hasta ahora en Alejandría. No te preocupes si me quedo aquí
cuando todos los demás vuelvan. Te pido y te ruego que tengas cuidado del niño
y, tan pronto como recibamos nuestra paga, te la mandaré. Si tienes suerte y lo
que nace es un niño, que viva; si es niña, tírala. Le dijiste a Afrodisias que
me dijera: «No te olvides de mí. " ¿Cómo me voy a olvidar de ti? Por
tanto, te pido que no te preocupes.
Es una carta
extraña, tan llena de afecto y, sin embargo, tan despiadada para con la
criatura que había de nacer. Un bebé romano siempre corría peligro de ser
repudiado y abandonado. En los tiempos de Pablo ese riesgo era aún más
pronunciado. Ya hemos visto cómo se había deteriorado el vínculo matrimonial, y
que los hombres y las mujeres cambiaban de cónyuge con una rapidez alucinante.
En tales circunstancias, un hijo era una desgracia. Tan pocos niños nacían que
el gobierno romano llegó a promulgar una ley que decía que la herencia que
pudiera recibir una pareja sin hijos era limitada. Los hijos no deseados se
dejaban por lo corriente en el foro romano. Se los podía quedar el que los
quisiera recoger y criar para venderlos después como esclavos o dedicarlos a la
prostitución.
(iii) La
civilización antigua era despiadada con los niños enfermos o deformes. Séneca escribe: «Matamos a un toro
acorneador; ahorcamos a un perro rabioso; le aplicamos el cuchillo a las reses
enfermas para salvar la manada; a los niños que nacen débiles o deformes los
ahogamos.» Un niño que presentara síntomas de debilidad y malformación
tenía pocas posibilidades de sobrevivir.
Los consejos de
Pablo a los padres y a los hijos se situaban en ese trasfondo. Si se nos
preguntara alguna vez qué es lo que ha hecho el Cristianismo por el mundo no tendríamos
más que señalar el cambio efectuado en la condición de las mujeres y de los
niños.
Pablo les impone a
los hijos que obedezcan y respeten a sus padres. Dice que este es el primer mandamiento.
Probablemente quiere decir que era el primer mandamiento que un hijo cristiano
aprendía de memoria. Para Pablo, respetar no es solamente de labios para fuera.
La verdadera manera de honrar a los padres es obedecerlos, honrarlos y no
darles disgustos.
Pablo ve que existe
la otra cara de la moneda. Les dice a los padres que no hagan rabiar a sus
hijos. Bengel, considerando por qué este mandamiento se dirige tan expresamente
a los padres, dice que las madres tienen una especie de paciencia
divina, pero que " los padres son más propensos a dejarse llevar por la
ira.»
Es curioso que
Pablo repita esta misma disposición, aún más expresamente, en Col_3:21
: " Padres -dice-, no provoquéis a vuestros hijos, no sea que se
desanimen.» Se dice que la plaga de la juventud es «un espíritu
quebrantado,» desanimado por la crítica y las regañinas continuas y por la
disciplina demasiado estricta. Se cree que Pablo escribía inspirado por una
experiencia personal amarga. Escribe: «Hay aquí una nota trémula de emoción
personal, y da la impresión de que el corazón del anciano cautivo estaba
volviendo al pasado y rememorando los años de una infancia falta de cariño.
Criado en la atmósfera austera de la ortodoxia tradicional, había experimentado
escasa ternura y excesiva severidad, y había conocido esa "plaga de la
juventud, el espíritu quebrantado."»
Hay tres maneras de ser
injustos con los hijos.
(i) Podemos olvidar
que las cosas sí cambian, y que las costumbres de una generación no tienen por
qué ser las de la siguiente.
(ii) Podemos
ejercer tal control que es un insulto a la educación de nuestros hijos. El
mantener a un hijo demasiado tiempo en las andaderas equivale a decirle que no
nos fiamos de-él, lo que equivale a decir que no tenemos confianza en la manera
como le hemos criado. Es mejor equivocarse por exceso de confianza que por
defecto de confianza.
(iii) Podemos
olvidar el deber que tenemos de animarlos. El padre de Lutero era muy estricto,
hasta el borde de la crueldad. Lutero solía decir: ""Retén la vara, y
echa a perder al niño" eso es
verdad; pero ten preparada una manzana al lado de la vara para dársela cuando
se porte bien.»
Pablo comprendía
que los hijos deben honrar a sus padres, y que los padres no deben desanimar a
los hijos. Muchas veces los hijos abandonan las enseñanzas de sus padres por la
haber sido reprimidos hasta el extremo de ser una imposición.
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