Reconciliación es la acción de volver a la concordia, de atraer y
acordar los ánimos desunidos. Las palabras griegas relacionadas con el término
reconciliación se derivan del verbo al·lás·so, que significa básicamente
“cambiar; alterar”. (Hch 6:14; Gál 4:20)
Por lo tanto, aunque la forma compuesta ka·tal·lás·so
significa esencialmente “cambiar” o “canjear”, adquirió el significado de
“reconciliar”. (Ro 5:10.) Pablo empleó este
verbo al hablar de la mujer separada que debía ‘reconciliarse’ con su esposo. (1Co 7:11.) En las instrucciones de Jesús registradas
en Mateo 5:24 en cuanto a que se deberían ‘hacer
primero las paces’ con el hermano antes de presentar una ofrenda sobre el
altar, aparece un término de la misma familia: di·al·lás·so·mai.
Reconciliación con Dios.
Pablo utiliza los términos ka·tal·lás·so y
a·po·ka·tal·lás·so (una forma intensificada) en la carta a los Romanos y
en otras varias, al tratar el tema de la reconciliación del hombre con Dios por
medio del sacrificio de Cristo Jesús.
La reconciliación con Dios es necesaria porque ha
existido un alejamiento, una separación, una falta de armonía y de relaciones
amistosas, más que eso, enemistad. Esta mala relación se produjo como
consecuencia del pecado del primer hombre, Adán, y la consiguiente
pecaminosidad e imperfección que heredaron todos sus descendientes. (Ro 5:12; Isa 43:27.) Por esa razón el apóstol podía
decir que “el tener la mente puesta en la carne significa enemistad con Dios,
porque esta no está sujeta a la ley de Dios, ni, de hecho, lo puede estar
[debido a la naturaleza imperfecta y pecaminosa que ha heredado]. Por eso los
que están en armonía con la carne no pueden agradar a Dios”. (Ro 8:7, 8.) Existe enemistad porque las normas
perfectas de Dios no permiten que Él apruebe o tolere el mal. (Sl 5:4; 89:14.)
En cuanto
a su Hijo, quien reflejó las cualidades perfectas de su Padre, está escrito:
“Amaste la justicia, y odiaste el desafuero”. (Heb
1:9.) Por consiguiente, aunque “Dios es amor” y “tanto amó [...] al
mundo [de la humanidad] que dio a su Hijo unigénito” a favor de él, el hecho es
que toda la humanidad ha estado enemistada con Dios, y Él ha manifestado al
mundo de los hombres el amor que se tiene a los enemigos, el amor que está
fundado sobre los principios (gr. a·gá·pe) más bien que sobre el afecto
o la amistad (gr. fi·lí·a). (1Jn 4:16; Jn 3:16;
compárese con Snt 4:4.)
Como la norma de justicia de Dios es perfecta, no
puede tolerar ni aprobar el pecado, pues este consiste en la violación de su
voluntad expresa. Él es “benévolo y misericordioso”, y “rico en misericordia” (Sl 145:8, 9; Ef 2:4); pero no antepone la misericordia
a la justicia. Como se observa correctamente en la Cyclopædia, de
M’Clintock y Strong (1894, vol. 8, pág. 958), la relación entre Dios y el
hombre pecaminoso es por ello una relación “legal, como la de un soberano en
calidad de juez y un delincuente que ha infringido sus leyes y se ha alzado
contra su autoridad, y al que por tanto se trata como enemigo”. Esta era la
situación en la que quedó la humanidad como consecuencia del pecado heredado de
su primer padre, Adán.
La base para la reconciliación.
Únicamente puede haber una reconciliación
completa con Dios por medio del sacrificio de rescate de Cristo Jesús; él es
“el camino” y nadie va al Padre sino por Él. (Jn 14:6.)
Su muerte sirvió de “sacrificio propiciatorio [gr. hi·la·smón]
por nuestros pecados”. (1Jn 2:2; 4:10.) La
palabra hi·la·smós significa “medio de apaciguamiento; expiación”. Está
claro que el sacrificio de Jesucristo no era un “medio de apaciguamiento” en el
sentido de que calmara los sentimientos heridos que Dios pudiera tener o le aplacara,
pues es patente que la muerte de su amado Hijo no produciría tal efecto. Más
bien, ese sacrificio apaciguó o satisfizo las exigencias de la justicia
perfecta de Dios al sentar la base recta y justa para el perdón del pecado, a
fin de que Dios “sea justo hasta al declarar justo al hombre [pecaminoso por
herencia] que tiene fe en Jesús”. (Ro 3:24-26.) Al
suministrar el medio para la expiación o compensación completa de los pecados y
acciones ilícitas humanas, el sacrificio de Cristo creó una situación propicia
para que a partir de ese momento el hombre procurara y consiguiera restablecer
una buena relación con el Dios Soberano. (Ef 1:7; Heb
2:17)
Así que, por medio de Cristo, Dios ha abierto el
camino que le permite “reconciliar de nuevo consigo mismo todas las otras
cosas, haciendo la paz mediante la sangre que [Jesús] derramó en el madero de
tormento”. Como resultado, los que en un tiempo estaban “alejados y eran
enemigos” debido a que tenían la mente fija en la maldad podían beneficiarse de
la reconciliación, que se logra “por medio del cuerpo carnal de [Jesús]
mediante su muerte”, lo que permite que se les presente “santos y sin tacha y
no expuestos a ninguna acusación delante de él”. (Col
1:19-22.) A partir de ese momento, Jehová Dios podía ‘declarar justos’ a
los que seleccionase para ser sus hijos espirituales, quienes no estarían bajo
ninguna acusación, pues ya estaban completamente reconciliados con Dios y en
paz con Él. (Compárese con Hch 13:38, 39; Ro 5:9, 10;
8:33.)
¿Qué podemos decir entonces de hombres que
sirvieron a Dios antes de la muerte de Cristo? Por ejemplo: Abel, de quien se
dijo que “se le dio testimonio de que era justo, pues Dios dio testimonio
respecto a sus dádivas”; Enoc, quien “tuvo el testimonio de haber sido del buen
agrado de Dios”; Abrahán, quien “vino a ser llamado ‘amigo de Jehová’”; Moisés,
Josué, Samuel, David, Daniel, Juan el Bautista y los discípulos de Cristo, a
quienes Jesús dijo antes de su muerte: “El Padre mismo les tiene cariño”. (Heb 11:4, 5; Snt 2:23; Da 9:23; Jn 16:27.) Jehová
mantuvo una relación con todos ellos y los bendijo. Por tanto, ¿cómo es que
tales personas necesitarían una reconciliación por medio de la muerte de
Cristo?
Estas personas obviamente se reconciliaron hasta
cierto grado con Dios. No obstante, al igual que el resto del mundo de la
humanidad, todavía eran pecadores por herencia, como de hecho lo reconocían al
ofrecer los sacrificios de animales. (Ro 3:9, 22, 23;
Heb 10:1, 2.) Es verdad que algunos hombres han pecado de manera más
abierta o grave que otros, y hasta se han vuelto manifiestamente rebeldes; pero
el pecado sigue siendo pecado, sin importar su grado o alcance. Por lo tanto,
como todos son pecadores, todos los descendientes de Adán, sin excepción,
necesitan la reconciliación con Dios que el sacrificio de su Hijo ha hecho
posible.
La relativa amistad de Dios con hombres como los
mencionados antes se basaba en la fe que ellos mostraron, fe que abarcaba la
creencia de que Dios proveería al debido tiempo el medio para librarlos por
completo de su condición pecaminosa. ( Heb 11:1, 2, 39,
40; Jn 1:29; 8:56; Hch 2:29-31.) Por consiguiente, la relativa
reconciliación de la que disfrutaron estaba supeditada al rescate que Dios
proveería en el futuro. Dios ‘contó’,
‘imputó’ o abonó en cuenta su fe como justicia, y, sobre esa base, teniendo en
mira la absoluta certeza de que proveería un rescate, podía considerarlos
provisionalmente sus amigos sin violar sus normas de justicia perfecta. (Ro 4:3, 9, 10; 3:25, 26; 4:17.) Sin embargo, las
exigencias propias de su justicia con el tiempo tendrían que satisfacerse, de
manera que se saldarían con el pago real del precio de rescate requerido. Todo
esto exalta la importancia del papel de Cristo en el propósito de Dios, y
demuestra que, aparte de Cristo Jesús, no hay ningún hombre que pueda alcanzar
una posición de justo ante Dios por méritos propios. (Compárese
con Isa 64:6; Ro 7:18, 21-25; 1Co 1:30, 31; 1Jn 1:8-10.)
Pasos necesarios para conseguir
la reconciliación.
Dado que
Dios es el ofendido y es su ley la que se ha infringido vez tras vez, el hombre
es quien debe reconciliarse con Dios y no Dios con el hombre. (Sl 51:1-4.) El hombre no está en un plano de igualdad
con Dios, y la norma de la justicia divina no está sujeta a cambios, enmiendas
o modificaciones. (Isa 55:6-11; Mal 3:6; compárese con
Snt 1:17.) Por lo tanto, sus condiciones para la reconciliación no son
negociables, no están sujetas a juicio o componenda. (Compárese
con Job 40:1, 2, 6-8; Isa 40:13, 14.)
Este hecho no impide que Dios demuestre su
misericordia tomando la iniciativa de abrir el camino para la reconciliación
por medio de su Hijo. El apóstol escribe: “Porque, de hecho, Cristo, mientras
todavía éramos débiles, murió por impíos al tiempo señalado. Porque apenas
muere alguien por un hombre justo; en realidad, por el hombre bueno, quizás,
alguien hasta se atreva a morir. Pero Dios recomienda su propio amor [a·gá·pen]
a nosotros en que, mientras todavía éramos pecadores, Cristo murió por
nosotros. Mucho más, pues, dado que hemos sido declarados justos ahora por su
sangre, seremos salvados mediante Él de la ira. Porque si, cuando éramos
enemigos, fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo, mucho
más, ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida. Y no solo
eso, sino que también nos alborozamos en Dios mediante nuestro Señor
Jesucristo, mediante quien ahora hemos recibido la reconciliación”. (Ro 5:6-11.) Jesús, quien “no conoció pecado”, fue
hecho “pecado por nosotros” y murió como ofrenda humana a fin de librar a las
personas de la acusación y la pena del pecado. Librados de tal acusación,
tienen la oportunidad de parecer justos a los ojos de Dios, y, por lo tanto, de
“[llegar] a ser justicia de Dios por medio de él [Jesús]”. (2Co 5:18, 21.)
Además, Dios demuestra su misericordia y amor
enviando embajadores a la humanidad pecaminosa. En la antigüedad se enviaban
embajadores principalmente en tiempos de hostilidad (Lu
19:14), no de paz, y su misión solía consistir en ver si podía evitarse
la guerra o en fijar las condiciones que propiciaran la paz cuando existía un
estado de guerra. (Isa 33:7; Lu 14:31, 32) Dios
envía a sus embajadores cristianos a los hombres para que puedan aprender sus
condiciones de reconciliación y para que se valgan de ellas. El apóstol
escribe: “Somos, por lo tanto, embajadores en sustitución de Cristo, como si
Dios estuviera suplicando mediante nosotros. Como sustitutos por Cristo
rogamos: ‘Reconcíliense con Dios’”. (2Co 5:20.)
Esta súplica no significa que se debilite la posición de Dios o su oposición al
mal; es una invitación misericordiosa a los ofensores para que busquen la paz y
escapen de las inevitables consecuencias de la justa ira divina, que
sobrevendrá a los que persistan en oponerse a Su santa voluntad y que supondrá
su segura destrucción. (Eze 33:11.) Incluso los
cristianos tienen que cuidarse de ‘no aceptar la bondad inmerecida de Dios y
dejar de cumplir su propósito’, es decir, no buscar continuamente el favor y la
buena voluntad de Dios durante el “tiempo acepto” y el “día de salvación” que
Él provee misericordiosamente, como muestran las siguientes palabras de Pablo.
(2Co 6:1, 2.)
El hombre
pecador al reconocer la necesidad de
reconciliarse y aceptar la provisión de Dios para ello, a saber, el sacrificio
de su Hijo, la persona debe arrepentirse de su proceder de pecado y convertirse
o volverse de seguir el camino del mundo pecaminoso de la humanidad. Apelando a
Dios sobre la base del rescate de Cristo, puede obtener perdón de pecados y
reconciliación, y como resultado, “tiempos de refrigerio [...] de la persona de
Jehová” (Hch 3:18, 19), así como paz mental y de
corazón. (Flp 4:6, 7.) Como ha dejado de ser un
enemigo con quien Dios está encolerizado, puede decirse que en realidad ha
“pasado de la muerte a la vida”. (Jn 3:16; 5:24.) Después,
a fin de mantener la buena voluntad de Dios, ha de ‘invocarle en apego a la
verdad’, ‘continuar en la fe y no dejarse mover de la esperanza de las buenas
nuevas’. (Sl 145:18; Flp 4:9; Col 1:22, 23.)
¿En
qué sentido ha reconciliado Dios consigo mismo a un mundo?
El apóstol Pablo dice que “mediante Cristo [Dios]
estaba reconciliando consigo mismo a un mundo, no imputándoles sus ofensas”. (2Co 5:19.) Estas palabras no deberían interpretarse
mal y concluir que todas las personas se reconcilian automáticamente con Dios
en virtud del sacrificio de Jesús, pues seguidamente el apóstol continúa
hablando de la obra de embajadores, que consiste en suplicar a los hombres: “Reconcíliense con Dios”. (2Co 5:20.) Lo que en realidad se proveyó es
el medio para que puedan reconciliarse todos los del mundo de la humanidad que deseen responder.
Por consiguiente, Jesús vino “para dar su alma en rescate en cambio por muchos”,
y “el que ejerce fe en el Hijo tiene
vida eterna; el que desobedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios
permanece sobre él”. (Mt 20:28; Jn 3:36;
compárese con Ro 5:18, 19; 2Te 1:7, 8.)
No obstante, Jehová Dios se propuso “reunir todas
las cosas de nuevo en el Cristo, las cosas en los cielos y las cosas en la
tierra”. (Ef 1:10.) Aunque es necesaria la
destrucción de los que se niegan a ‘enderezar los asuntos’ (Isa 1:18) con Jehová Dios, el resultado será un
universo en completa armonía con Dios, en el que la humanidad volverá a
disfrutar de Su amistad y de bendiciones continuas, como ocurría al principio
en Edén. (Apoc 21:1-4.)
Jehová Dios puso fin a la relación que mantenía
con la nación de Israel en virtud de Su pacto, debido a que fueron infieles y
rechazaron a su Hijo. (Mt 21:42, 43; Heb 8:7-13.)
El apóstol debe referirse a este hecho cuando dice que el ‘desecharlos
significó reconciliación para el mundo’ (Ro 11:15),
pues, como muestra el contexto, de este modo se abrió el camino para el mundo
ajeno a la comunidad o congregación judía. En otras palabras, las naciones no
judías tenían la oportunidad de unirse a un resto fiel judío, con el que se
había hecho el nuevo pacto, y formar la nueva nación de Dios, el Israel
espiritual. (Ro 11:5, 7, 11, 12, 15, 25.)
Como pueblo de Dios, su “propiedad especial” (Éx 19:5, 6; 1Re 8:53; Sl 135:4), el pueblo judío había
disfrutado de una relativa reconciliación con Dios, aunque aún tenía la
necesidad de una reconciliación plena por medio del predicho Redentor, el
Mesías. (Isa 53:5-7, 11, 12; Da 9:24-26.) Las
naciones no judías, por otra parte, estaban ‘alejadas del estado de Israel,
eran extrañas a los pactos de la promesa, no tenían esperanza y estaban sin
Dios en el mundo’, pues no tenían una posición reconocida ante Él. (Ef 2:11, 12.) No obstante, de acuerdo con el secreto
sagrado relacionado con la Descendencia, Dios se propuso bendecir a personas de
“todas las naciones de la tierra”. (Gé 22:15-18.)
El medio para hacerlo, el sacrificio de Cristo Jesús,
abrió por tanto el camino para que personas de las naciones no judías alejadas
de Dios ‘estuvieran cerca por la sangre del Cristo’. (Ef
2:13.) No solo esto, sino que aquel sacrificio también eliminó la
división entre el judío y el que no lo era, pues cumplió el pacto de la Ley y
lo quitó del camino, lo que permitió a Cristo “reconciliar plenamente con Dios
a ambos pueblos en un solo cuerpo mediante el madero de tormento, porque había
matado la enemistad [la división producida por el pacto de la Ley] por medio de
sí mismo”. A partir de entonces, tanto el judío como el que no lo era podía
acercarse a Dios mediante Cristo Jesús, y con el tiempo se introdujo en el
nuevo pacto como herederos del Reino con Cristo a los que no eran judíos. (Ef 2:14-22; Ro 8:16, 17; Heb 9:15.)
¡Maranatha!
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