1 Juan 1:1-10
1 Lo que era desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado bien , y nuestras manos han tocado de
la Palabra de vida;
2 (porque
la vida es manifestada; y también lo vimos, y testificamos, y os mostramos
aquella la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y nos ha aparecido);
3 lo que hemos visto y oído, esto
os anunciamos, para que también vosotros
tengáis comunión con nosotros; y que nuestra comunión sea con el Padre, y con
su Hijo Jesús, el Cristo.
4 Y estas cosas os escribimos, para que vuestro
gozo sea cumplido.
5 Y esta es la Promesa que oímos de él, y os la
anunciamos: Que Dios es luz, y en él no hay tinieblas.
6 Si nosotros dijéremos que tenemos compañía
con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no hacemos verdad;
7 mas si andamos en luz, como él está en luz,
tenemos comunión con él, entre nosotros, y la sangre de Jesús, el Cristo, su
Hijo nos limpia de todo pecado.
8 Si
dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay
verdad en nosotros.
9 Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y
justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad.
10 Si dijéremos que no hemos pecado, lo hacemos
a él mentiroso, y su Palabra no está en nosotros. (La Biblia de Casiodoro la Reina 1569)
Se escribió esta carta
entre los años 85-90 d.C. desde Éfeso, antes que Juan estuviera exiliado en la
isla de Patmos (Apocalipsis_1:9). Jerusalén
había sido destruida en 70 d.C. y los cristianos fueron esparcidos por todo el
imperio. En el tiempo en que Juan escribió esta epístola, el cristianismo ya
existía por más de una generación. Había enfrentado y sobrevivido persecuciones
severas. El problema principal que enfrentaba la iglesia en ese momento era la
pérdida de consagración. Muchos creyentes se conformaban a las normas de este
mundo, no se mantenían firmes por Cristo y transigían en su fe. Los falsos
maestros eran numerosos y aceleraron el deslizamiento de la iglesia, alejándola
así de la fe cristiana.
Juan escribió esta carta para poner a los cristianos otra vez en el
camino, mostrándoles la diferencia entre la luz y las tinieblas (la verdad y el
error), y animando a la iglesia a crecer en amor genuino para Dios y los demás.
También escribió para asegurarles a los creyentes verdaderos que poseían vida
eterna y para ayudarles a conocer que su fe era genuina, de modo que pudieran
disfrutar de todos los beneficios de ser hijos de Dios.
La lectura y meditación
bíblica es más difícil en 1Jn que en el Evangelio de Juan. Y más difícil, sobre
todo, que en las cartas paulinas. ¿Por qué? Aunque los conceptos teológicos, de
los discursos de Jesús que leemos en Jn, ofrecen la misma dificultad que la
dicción de 1Jn, sin embargo en el Evangelio se da corrientemente el elemento
plástico e imaginativo. Y, sobre todo, tenemos siempre el elemento personal:
Jesús aparece en escena como una persona viva; Jesús habla y actúa, nos dirige
la palabra. En cambio, en 1Jn falta por completo el carácter intuitivo de las
narraciones. Y, aunque se habla de Jesús, sin embargo ya no se le dibuja ante
los ojos (Galatas_3:1). Dada la peculiar
concisión de la manera de hablar de 1Jn, ni sabemos siquiera, con alguna
frecuencia, si se habla de Jesús o del Padre. Y, sobre todo, en comparación con
la mayoría de las cartas paulinas, 1Jn ofrece un contraste: en aquéllas se
refleja la situación de una comunidad viva (comunidad de la cual
-principalmente en el caso de 1Corintios- se pueden conocer muchos pormenores
concretos), y puede oírse el diálogo del apóstol que habla con ella: que habla
a veces con un diálogo tan vivo. En cambio, aquí en 1Jn, no leemos ni siquiera
unas palabras de salutación, de las que pudiéramos deducir el nombre del autor
y de la comunidad a la que se dirige la carta. El autor, a pesar de su marcada
peculiaridad teológica, aparece en segundo plano, en lo que a su imagen
concreta se refiere, y sobre la situación de los lectores, aparte de que se
veían amenazados por herejías gnósticas, sabemos aún menos que, verbigracia, en
la carta a los Hebreos, que también se nos ha transmitido sin indicación de
remitente y destinatarios.
Así, pues, hemos de agotar hasta el fin la posibilidad que nos ofrece
2Jn y principalmente 3Jn, para darnos cuenta mejor de quién es el autor y cuál
es la comunidad a la que él se dirige. Aunque tampoco en estos casos se nos da
el nombre del autor. El autor se llama a sí mismo «el anciano» (presbyteros).
En 2Jn se dirige también la palabra a una comunidad cristiana a la que no se
designa por el nombre. Y en 3Jn se menciona a un cristiano por nombre Gayo, que
vive en una comunidad cuyo dirigente no reconoce la autoridad del «anciano».
Principalmente 2Jn nos permite conocer la situación que existe también en el
fondo de 1Jn: La comunidad está amenazada por herejes que atentan contra los
fundamentos de la fe en Cristo. Y en 3Jn se trata de la misión que «el anciano»
tiene bajo su dirección.
De 2Jn y 3Jn deducimos lo siguiente sobre el autor: el autor es capaz
de adoptar una postura clara y sin compromisos (2Jn_1:9-11
3Jn_1:10); tiene clara conciencia de su misión, y está íntimamente
embebido de que su testimonio es verdadero (3Jn_1:12).
Es capaz de sentir gozo (2Jn_1:4; 3Jn_1:4), y
quiere conducir a otros hacia un «gozo cumplido» (2Jn_1:12;
1 Jn_1:4). Da mucha importancia a la conversación íntima, «de corazón a
corazón». Y le parece que el mantener correspondencia, por medio de papel y
tinta, es únicamente una solución provisional. Tiene extraordinaria capacidad
de síntesis, y sabe exponer de manera muy sencilla las grandes líneas
teológicas (2Jn_1:4-9). Evidentemente, el autor
tiene una clara concepción teológica, como aparece con toda nitidez en 1Jn. Y
principalmente nos enteramos por 3Jn de las consecuencias que ha tenido
personalmente, para el autor, lo atrevido de su pensamiento teológico. Enunció
lo que, según su convicción, necesitaba la Iglesia de aquella época. Pero no
cosechó sólo amistad y cooperación, sino también enemistad. Y difícilmente
habrá sido Diotrefes (3Jn, 9s) su único enemigo.
Hacia fines del siglo I la lucha emprendida
por la Iglesia para defenderse de las corrientes heréticas (protognósticas)
debió de alcanzar su punto culminante hacia fines del siglo I. La carta 1Jn
desempeña, en esta lucha, un papel importante: frente a la gnosis, traza una
nueva línea de demarcación: una línea que debió de impresionar mucho a los
cristianos de entonces. Por ejemplo, la carta acentúa vivísimamente que
Jesucristo vino «en carne» (4,2). Y lo hace precisamente para oponerse a las
tendencias que pretendían separar a Jesús, como ser puramente celestial, que
pretendían separarlo del Crucificado. Podríamos objetar que el prólogo del
Evangelio de Juan dice lo mismo. ¿Qué tiene, pues, de particular esta carta?
Vislumbramos ya algo de esto particular en aquel pasaje de 1Jn_5:6, en el que se nos dice que Jesús no vino sólo
«en el agua» sino también «en la sangre». Y lo vemos, sobre todo, cuando nos
fijamos que en 1Jn el tema de la fe en Cristo está unido siempre con el tema
del amor de Dios. Y en formulaciones como la de 1Jn_5:4
(«ésta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe») se siente
todo el impulso y vigor de esta nueva formulación de las verdades cristianas.
Y, así, la carta «ayudó a la Iglesia a permanecer fiel a su esencia y a su
espíritu».
Hoy día la breve pero riquísima carta no agota todo su valor en la
polémica contra las herejías de entonces. En sus escasas páginas, esta carta
pone de relieve -en breves pinceladas- lo esencial del cristianismo. Su mensaje
se agrupa en torno a los dos enunciados acerca de Dios: «Dios es luz» (1Jn_1:5), y «Dios es amor» (1Jn_4:8.16).
Así, pues, esta carta nos ofrece una excelente concentración del mensaje
cristiano en lo que constituye la esencia de este mensaje. Una breve reflexión
explicará lo que queremos decir con esto. Hoy día, un cristiano no puede vivir,
mucho menos aún que en épocas anteriores, de seguir repitiendo viejas fórmulas.
Podremos vivir como cristianos, únicamente si captamos en toda su unidad y
sencillez la realidad total que la fe nos ofrece, de tal suerte que, en todas
las crisis, podamos «remitirnos» a este único pensamiento central. Mas, para
esto, hace falta que esta intuición central -tan necesaria como la vida- de la
realidad de la fe, podamos expresarla y formularla de tal modo en nuestro
propio lenguaje, que éste sea capaz de sustentar realmente fórmulas abreviadas
de la fe, enunciadas por mí mismo y por otros.
1Jn puede ayudar, en una medida
singular incluso para el Nuevo Testamento, a una concentración del mensaje
cristiano que lo condense en aquello de lo que uno puede vivir como cristiano.
Y precisamente lo que puede prestar este excelente servicio es el compendio de
toda la vida cristiana bajo el lema del «amor», y la asociación entre el amor y
la fe en Cristo: asociación que los convierte en un acto total, en la respuesta
única al «mandamiento» que tenemos desde el principio más remoto. Esta visión
global de la fe y de la conducta (del «caminar») del cristiano tiene su
fundamento precisamente en la forma de concebir a Dios («Dios es amor»: 1Jn_4:8.16). Tal vez su expresión más densa y útil la
hallemos en 1Jn
4;16a : «Hemos llegado a creer el amor», el amor que Dios es, el amor
que Dios manifiesta en la muerte de su Hijo, el amor que Dios infunde en
nuestro corazón por medio del Espíritu, y que ha de seguir actuando en nosotros
y por medio de nosotros como amor fraterno. He aquí una posibilidad, una
posibilidad entre muchas, pero especialmente acertada y preciosa, de llegar a
conocer, experimentar y vivir la concepción de conjunto de nuestro ser de
cristianos: esa concepción global que nos falta. Aquí se expresa en toda su
condensación por qué puede uno ser cristiano, y de qué se vive como cristiano.
Esta concentración responde precisamente a la intención del autor de la carta,
intención que aflora en diversos pasajes (1Jn 2,12-14;
3,4-10.18-20, 5,4.13) avivar el
conocimiento de fe de que los cristianos «tienen vida eterna» (5,13),
consolidar por tanto su seguridad de salvación, o, mejor dicho, proporcionarles
la convicción de que su ser de cristianos tiene un sentido indestructible, de
que no sólo es riqueza oculta sino también esperanza.
La leyenda nos habla de Juan, anciano ya, que cansaba a sus oyentes a
fuerza de repetirles sin cesar: «Hijitos, amaos los unos a los otros», pero que
luego les explicó por qué insistía tanto en lo mismo. Es verdad que este rasgo
de la leyenda difícilmente encaja en la realidad objetiva de nuestra 1Jn, tal
como la tenemos hoy día. Pero podría ser una analogía de la reacción que
obviamente sentimos al leer esta carta.
El movimiento del pensamiento, en 1Jn (como en los discursos de Jesús
que leemos en el cuarto Evangelio), es característicamente circular. No nos
encontramos con una marcha dialógica del pensamiento, como en las cartas de
Pablo «Pablo escribe sus cartas como un rabino judío conduce el diálogo para
dar sus instrucciones», «va recorriendo un camino de ideas», «piensa en sentido
lineal». Lejos de eso, el movimiento de las ideas, en Juan, se parece más bien
a una contemplación y meditación. Se contempla el centro de la realidad de fe
-el amor de Dios que se revela en Jesús, y que insta a la retransmisión-; las
ideas giran circularmente en torno a este centro. Por eso, no hallamos un
avance del pensamiento ni cambio de temática, en el sentido en que nosotros lo
entendemos. Sino que, desde el principio, se está contemplando lo mismo. Por
ejemplo, en el enunciado acerca de Dios, que se nos hace en 1Jn_1:5, «Dios es luz», se contiene ya objetivamente
lo que se enuncia en 1Jn_4:8.16, «Dios es amor».
Y en expresiones como «caminar en la luz», «guardar los mandamientos» y «obrar
la verdad» se encierra ya el ejercicio concreto del amor fraterno. El autor se
contenta con exponer relativamente pocos conceptos, sobre los que vuelve una y
otra vez: se trata principalmente de los conceptos dualistas de contraste: luz
y tinieblas, verdad y mentira, odiar y amar (y, sobre todo, el sustantivo, ágape,
«amor»).
Claro está que vamos a ver que la incesante variación se hace de
manera tan ingeniosa y teológicamente tan profunda, que el enunciado y la
exhortación -repetidos a menudo- se ven cada vez en aspectos nuevos y a través
de nuevas relaciones teológicas. Pero, a pesar de todo, hace falta
perseverancia y constancia de corazón para no cansarse, y para irse embebiendo
cada vez más profundamente de esa verdad y exhortación única.
Así, pues, la mejor manera de conocer la estructura de la carta es
vislumbrar cuáles son los temas principales y tratar de ver cuál es su ilación.
Son dos o tres: el tema de la fe en Cristo (casi siempre en antítesis con una
herejía cristológica y gnóstica); el tema de la ágape, que aparece también con
el título de «mandamiento» o «mandamientos», y (eventualmente como tercero) el
tema de «Cristo y el pecado», que podríamos considerar como el aspecto negativo
del tema del amor.
Si en el prólogo, 1Jn_1:1-4, podemos
ver ya la primera exposición del tema «la fe en Cristo», entonces vemos que los
temas principales se distribuyen con relativa uniformidad en las tres partes.
Los lectores de entonces, de la carta 1Jn,
estaban habituados -por la labor de sus misioneros y maestros- a la manera de
pensar del autor. Y los conceptos con los que éste trabaja, les resultaban
familiares por el ambiente en que vivían. Estaban ya embebidos de los
pensamientos del autor. Y habían tenido tiempo para captarlos existencialmente
y en medio de la repetición habitual del culto. Por consiguiente, las
exposiciones del autor fueron seguramente mucho más claras para los primeros
lectores que para nosotros. Para colmar la diferencia que nos separa de estos
primeros lectores y oyentes del mensaje joánico, necesitaríamos -casi me
atrevería a decirlo- el hábito de meditar que tenían los monjes medievales. El
que quiera asimilarse bien esta carta, tiene que haber adquirido la capacidad
de contemplarla en la meditación: de contemplarla despacio y con sosiego, hasta
que la verdad que aquí se enuncia vaya impregnándole. La carta presupondría a
personas que tengan tiempo suficiente y que lean la carta tan a menudo, que las
palabras y el desarrollo de los diversos motivos vayan empapando espontáneamente
a los contemplativos. Esto difícilmente será posible para ninguno de nosotros.
El cristiano de hoy día apenas logrará, con la falta de tiempo y de sosiego que
reina hoy día, adentrarse en la meditación y dejar que los pensamientos del
autor vayan penetrando en él. Para ese camino necesitamos muletas. Y esas
muletas serán para nosotros las diversas explicaciones exegéticas que nos
permitan hacernos una idea de conjunto.
Y, así, esta exposición toma como punto de partida la convicción de
que los pensamientos de esta carta podrán ser fecundos únicamente para la
meditación, en el caso de muchas personas de hoy día, si esas personas logran
tener una buena visión de conjunto de la sucesión de las distintas ideas. Además, para que el lector se asimile esta
carta debidamente, necesitará -más quizás que en otros escritos del Nuevo
Testamento- seguir íntimamente el curso de las ideas y acompañar la marcha de
la argumentación.
Sobre todo, en esta carta es más necesario que en muchos otros
escritos del Nuevo Testamento, captar la concepción de conjunto, a fin de poder
comprender en su marco adecuado los enunciados particulares. Por consiguiente,
dentro del círculo hermenéutico en que ha de moverse toda interpretación
(movimiento que va desde el detalle hasta la visión global, y viceversa), en
este comentario hemos acentuado más intensamente el intento de ofrecer una
visión de conjunto... sin que, por ello, haya sufrido necesariamente la
exégesis de los detalles. Tan sólo captaremos la concepción que se esconde tras
los diversos enunciados de 1Jn, cuando logremos hallar la vinculación existente
entre los tres o dos temas principales de la misma, temas que -aparentemente-
se irían sucediendo de manera abrupta.
Cuando Jesús, según la tradición sinóptica, incluso en sus capas más
antiguas, proclama y vive la misericordia de Dios en favor de los pobres, de
los publicanos y de los pecadores (y, por cierto, en una forma escandalosa para
los piadosos de aquella época), y cuando Jesús lucha contra una observancia esclerotizada
de la ley, contra una observancia que, por haber entendido mal la ley de Dios,
se endurece hasta convertirse en crueldad y falta de amor, y cuando Jesús exige
el amor hasta llegar al amor de los enemigos ( Mat_5:48;
Luc_6:36): entonces, objetivamente, se nos está diciendo lo mismo que en
la carta 1Jn. No es verdad que el amor fraterno, según la comprensión joánica,
constituya el polo opuesto al amor, predicado por Jesús, hacia los enemigos. Es
cierto que las comunidades de 1Jn tienen conciencia de que son aborrecidas por
el mundo. Pero no aborrecen al mundo. Lejos de eso, la consecuencia de la carta
es que las personas que todavía están en las tinieblas, son amados como
hermanos.
El sonido "metálico duro» de muchas palabras de Jesús que se
encuentran en la fuente de los logia, y la exigencia de decidirse en favor o en
contra de Jesús, se refleja también en la exigencia, no menos dura, de
decidirse en favor o en contra del amor, tal como vemos en 1Jn. Difícilmente
habrá nada que pueda evitar tan consecuentemente el error de creer que 1Jn es
una carta blandengue, llena de bondad, sin energía. Difícilmente habrá nada que
pueda deshacer mejor este prejuicio que la visión conjunta de esta carta a la
luz de las palabras duras pronunciadas por Jesús. Y, por otra parte, 1Jn puede
prestar también un servicio al lector de la fuente de los logia y de todo el
resto del Nuevo Testamento: el servicio de ayudarle a ver en todo lo que sucede
en Jesús y por medio de Jesús, el amor nada sentimental, el amor vigoroso y
exigente de Dios, o de afirmarlo en la obscuridad de la fe.
Juan
tiene la costumbre de hacer hincapié en una idea echando mano del más simple de
los recursos: la repetición.
Agustín de Hipona en su sermón
sobre la carta 1Jn, escribe «que es preciosa para todos aquellos cuyo corazón
tiene sano gusto para saborear el pan de Dios, y que goza de sumo prestigio en
la iglesia de Dios, tiene especial predilección por el amor. En efecto, apenas
habla de otra cosa que del amor. El que tenga órgano interno para oír, la
escuchará con placer.. »
En vez del saludo inicial tenemos este comienzo solemne y de
importancia teológica. No es una "obertura» o «exposición» en el sentido
de que se escucharan ya en él todos los motivos principales. Aquí no se habla
del amor, por lo menos no se habla de manera inmediata. Sino que aquí se trata
por vez primera del tema «Cristo»: Cristo y su obra de salvación, la
significación de Cristo en orden a la salvación y el anuncio de los testigos.
La insistencia en «testificar» y en el concepto de «vida» hace que veamos la
íntima relación de esta sección con 5,4-12. Estos dos fragmentos constituyen,
evidentemente, un marco, un paréntesis o «inclusión» en la que se encuentra
encerrado el contenido de la carta. A la frase final de 1,4 corresponde, hacia
el final de la carta, la frase 5,13. En ambos casos se indica la finalidad, el
objetivo de la carta.
¿Qué ideas quiso exponer el autor en esta introducción? Podemos
clasificar sus afirmaciones en tres grupos:
a) Proposiciones que tienen a Cristo como sujeto: lo que era desde el
principio..., la vida se manifestó.
b) Captación del acontecimiento de Cristo por medio de los testigos
(enunciados en tiempo pretérito): lo que hemos oído, lo que hemos visto.
c) Testificación y proclamación actual (forma en tiempo presente)...:
Testificamos y os anunciamos.
Pues bien, desde un principio es importante conocer cuál es el
pensamiento que preside la carta, el pensamiento que el autor quiere ofrecer
primordialmente o la meta que él pretende alcanzar.
Para hallar el pensamiento principal, una buena ayuda suele ser la de
buscar el verbo principal. Esto resulta aquí un poco difícil, porque la
proposici6n de los v. 1-3 constituye una oración que, gramaticalmente, no
continúa lo mismo que empezó. El verso 2 es una intercalación; el verso 1
continúa en el verso 3. Pero, al fin, queda claro que el verbo principal se
encuentra al reanudarse el pensamiento en el verso 3: «anunciamos». A
continuación inmediata se nos indica también la meta que el autor quiere
alcanzar. Esta meta es la «comunión».
Pero lo que nos sorprende, es que no se habla inmediatamente de la comunión con
Dios y con Cristo. Es verdad que las ideas de los versos 1 y 2, que también pretenden
servir a esta meta, tienen su peso propio: hasta tal punto, que aparece el verso
2. Hay también otra característica de esta sección. El movimiento de ideas
comienza con la forma neutra «lo que». Después hallamos el concepto de «vida»,
que se refiere a la persona en último término. Y su nombre sólo se menciona al
final del verso 3: Jesucristo.
Vemos ahora que esta introducción de la carta tiene mucha semejanza
con el prólo0go -más conocido para nosotros- del Evangelio de Juan. Aquí lo que
nos interesa es lo peculiar de 1Jn por contraste con el Evangelio. Así, pues,
mencionamos en primer lugar los puntos de contacto, lo que tienen en común. Y
ahora nos preguntamos por lo peculiar de 1Jn con respecto al Evangelio.
Lo común es, principalmente, que en ambos casos se habla de la
preexistencia de la «Palabra», del ser premundano de la «Palabra» (Logos; en
1Jn: «Logos de la vida»), y de su encarnación (en 1Jn: «... se manifestó»).
También se acentúa en ambos casos que los testigos lo "vieron» o lo
«contemplaron». Se dice, igualmente, que el Logos, en el principio más
primordial, estaba «junto a Dios» o «en el Padre». Asimismo, el concepto de
«vida» tiene mucha importancia en ambos casos.
Ahora bien, frente a estos puntos comunes destaca también la
peculiaridad de 1Jn. La vemos principalmente por el fin que el autor persigue y
que se nos indica en el v. 3. Porque la introducci6n de 1Jn tiene como meta
enunciar otra cosa que el prólogo del Evangelio. El prólogo es una «obertura»
independiente para el Evangelio, es un "amplio himno al Logos». Entre sus
importantes motivos se cuenta la repulsa del Logos luz por parte de las
tinieblas. Precisamente por esto el prólogo es un preludio de ulteriores partes
del Evangelio.
La introducción de 1Jn no pretende, frente a esto, desarrollar
nuevamente la doctrina del Logos. No pretende describir en sí el acontecimiento
de salvación. No pretende hablarnos de la Luz divina y de que ésta fue
rechazada por el cosmos. Sino que lo que quiere es hablar a la situación
concreta de una comunidad. Esta comunidad está amenazada por la herejía que
ataca la encarnación del «Logos de la vida». Por eso, lo más importante es que
los lectores se convenzan o sigan convencidos de lo fidedigna que es esta
doctrina. La carta "comienza allá donde se habla de la experiencia de
aquellos que conocieron al divino Revelador y Portador de la vida, y lo
aceptaron con fe».
Conscientemente, las primeras palabras acentúan ya el misterio.
Todavía no se menciona el nombre de aquel a quien se refieren. Ni siquiera se
emplea el género masculino, sino el neutro: "Lo que era desde el principio.»
Podríamos traducir también: "Lo que era desde el origen.» No aparece claro
qué es lo que se quiere decir exactamente por este «desde el principio»: ¿desde
el principio de la creación, es decir, desde el absoluto principio y origen de
toda la creación, principio y origen que es el Padre? Ahora bien, si tenemos en
cuenta la índole de nuestra carta, que se interesa menos por delimitaciones
temporales que por Dios como razón primordial de la luz y del amor que se
manifiesta, entonces se traducirá de manera parecida a como se traduce en el
prólogo del Evangelio de San Juan o, mejor, en Juan_17:24:
"...mi gloria, la que me has dado, porque me has amado desde antes de la
creación del mundo». Ambas cosas podrían estar indicadas en 1Jn_1:1: la realidad de la que ahora va a hablarse,
llega hasta la eternidad, hasta "antes de la creación del mundo», y
procede de la eterna razón primordial del amor de Dios.
Hacia el final de la frase se denomina de otra manera esta realidad.
Se llama: "el Logos de la vida». Pero se conserva el lenguaje con sabor a
misterio. La realidad a la que se alude, no es equiparada formalmente con la
vida (divina): "Acerca del Logos de la vida», se dice literalmente. El
"Logos de la vida» es semejante a lo que, en el prólogo del Evangelio de
San Juan, es la Palabra de la revelación personal de Dios, la «Palabra», en la
que Dios se revela a sí mismo. Se trata de la "Palabra», que por la revelación
de la "vida» -de la plenitud divina de vida- difunde vida. O más
exactamente: esa Palabra puede difundir la vida, porque contiene en sí misma la
vida de Dios. Acerca de este misterio del Logos divino de la vida, del Logos
que existe desde el origen primordial de la eternidad, los testigos no sólo
hacen declaraciones teológicas, sino que afirman mucho más: ellos han escuchado
esta primordialísima realidad del Logos de la vida (el oír está en primer
lugar, porque una "palabra» es oída primero), la han visto, la han
«contemplado» con sus propios ojos, y la han palpado con sus manos.
Esta enorme pretensión tendrá sentido únicamente, si el Logos
realmente «se hizo carne», tal como se dice en el prólogo del Evangelio de San
Juan. La necesidad de expresar aquí una confesión de fe en la encarnación se
impone tan intensamente al autor, que queda rota la estructura de la frase y se
añade una nueva frase a la anterior, que queda inconclusa. La encarnación del
Logos, de la que habla Juan_1:14, es revelación
de la vida divina. Por medio de las expresiones realistas («ver con nuestros
propios ojos», «palpar») del versículo 1, de las que se recoge aquí de nuevo la
expresión de «ver», queda inconfundiblemente claro que esta manifestación no es
la manifestación de un espíritu, sino de Jesucristo «venido en carne» (1Jn_4:2).
Pero al «hemos visto» se añade ahora lo que los testigos quieren hacer
con respecto a los lectores a quienes están dirigiendo la palabra:
«Testificamos y os anunciamos. . . » ¿Qué es lo que se anuncia? La «vida
eterna» (la plenitud de lo que el hombre de aquella época, con su anhelo tan
tensamente religioso, esperaba), «que estaba en el Padre y se nos manifestó».
Con las palabras «que estaba en el Padre» se recoge, seguramente, y se
esclarece la expresión introductoria: «lo que era desde el principio».
El
versículo 3 ofrece la conclusión de los versículos 1 y 2. Los testigos no
anuncian ideas filosóficas, sino lo que «han oído y visto». Pero ahora se
indica cuál es la finalidad de este anuncio que se hace. Esperaríamos,
seguramente, que se nos dijera: "...para que también vosotros tengáis
comunión con Dios (o con Cristo)». En vez de esto, se nos dice
-sorprendentemente- en primer lugar: «para
que también vosotros tengáis comunión con nosotros», es decir, con los
testigos. Los testigos, por su parte, tienen «comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo». La sucesión de
ideas en los versículos 3a/3b pretende expresar: La comunión con Dios, según la mente del autor, se da tan sólo por
medio de la comunión con los testigos. Por lo demás, aquí se menciona ya
finalmente el nombre al que se estaba aludiendo desde el principio: Jesucristo.
Si en el versículo 3 se había mencionado la finalidad de la
predicación, ahora se menciona cuál es la finalidad de la carta. ¿Quedarán muy
lejos ambas metas?
Evidentemente, la comunión con Dios se considera como fuente de gozo.
Si el anunciar y el escribir producen la comunión con los testigos y, por
tanto, la comunión con Dios, entonces producen también un «gozo colmado».
Pretende decirse con ello que el gozo destinado por Dios para los cristianos
-¡un gozo grande!- llega a realizarse.
Hacia el final de la carta, en 5,13, encontramos una proposición en la
que se indica de manera parecida la finalidad de la carta: «Os escribo estas
cosas... para que sepáis que tenéis vida eterna.» El autor escribe para
fortalecer en sus cristianos la seguridad de salvación. Esto es lo mismo que lo
que el autor nos dice en 1,4 acerca de la finalidad de su carta. Porque esta
seguridad de salvación es el «gozo colmado».
Pues bien, ¿quiénes son esos que «testifican» de los que aquí se habla
en plural? La cuestión es importante, si queremos actualizar el texto. No
existiría ningún problema, si aquí pudiéramos oír hablar al apóstol san Juan, y
a él solo. Pero contra esta interpretación, demasiado simple y que ha dominado
durante mucho tiempo, hay muy serias objeciones. ¿Hasta qué punto se utiliza
aquí el número plural? ¿No hablará el apóstol en plural mayestático? No es
probable. Principalmente por la oposición que hay entre «nosotros» y
«vosotros», hay que suponer la existencia real de un grupo de testigos, cuyo
portavoz es el autor de la carta. ¿Y es probable que, hacia fines del siglo I,
vivieran todavía, junto con el apóstol Juan, un buen número de testigos
oculares?
Por otro lado, es imposible volatilizar los conceptos de 1Jn_1:1-4, como si se tratara de algo puramente
intelectual o mental. Este «ver» no es sólo una contemplación de fe, sino que
tiene que incluir como fundamento la visión corporal por parte de testigos
oculares.
Por tanto, la cuestión es la siguiente: "Los que aquí hablan,
¿afirman que han sido realmente oculares y auriculares de los acontecimientos
históricos, compañeros íntimos de Jesucristo durante sus días de vida en la
tierra? ¿O las macizas expresiones del versículo 1 pueden entenderse también de
otra manera?».
La solución del aparente dilema podría estar quizás en lo siguiente:
Los conceptos realistas de la percepción deben explicarse, en gran parte, por
contraste con la herejía gnóstica, a la que la carta trata de combatir. El
camino de salvación que la herejía se propone ofrecer, es la unión inmediata
con lo divino por medio de la gnosis. El gnóstico pretende, en cierto modo,
captar inmediatamente a Dios con la energía mística de su gnosis. Niega que la
carne del Logos sea camino de salvación, por cuanto niega en general la
encarnación. La carta entera se opone a la mentira cristológica de los herejes,
es decir, a su engañoso mensaje de salvación que habla de la unión inmediata
con lo divino. Y a esta mentira, contrapone la clara verdad cristiana: la
comunión con Dios sólo se da por medio de la fe en el Logos encarnado, en la
venida de Jesús en carne.
Los primeros versículos de la carta son la proclamación de lo palpable
que ha llegado a ser lo eterno y divino en la carne de Cristo. La experiencia
crística, la experiencia de Cristo, se ha formulado de esta manera, para
contraponer -frente a la gnosis- cuál es el verdadero camino cristiano de
salvación. Y puesto que la encarnación es un acontecimiento histórico real, los
testigos oculares de la vida de Jesús tienen, en todos los tiempos, una tarea
especial en la predicación eclesial de la fe. La encarnación, en las
generaciones posteriores, sólo podrá testificarse en conexión íntima con los
testigos oculares.
En el caso de nuestra carta, esto resultaba posible de manera
especial. El grupo del que se hace portavoz el autor de esta carta, transmite
la predicación de un destacado testigo ocular. Es un círculo de colaboradores o
discípulos que tienen el encargo y el derecho de mancomunarse con él en la
predicación. El que lee esta carta, no sólo escucha la predicación de la
segunda generación de testigos oculares, sino que entabla contacto con los
verdaderos testigos oculares.
Para completar, señalemos lo siguiente: para el círculo joánico, la fe
en Cristo no es sólo una opinión o un considerar algo como verdadero, sino que
es un contacto real con Cristo mismo hecho carne. La carta 1Jn, con sus
conceptos realistas de percepción en el v. 1s, ¿no pretendería expresar que la
fe es un contacto real con Jesús encarnado? En Juan_20:29
se dice a Tomás: « ¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!» La fe
de los que no ven no es «cosa menor» que el ver y palpar que se le ofreció a
Tomás, según Juan_20:25, sino, al contrario, la
fe es precisamente lo que Dios quiere como respuesta, y lo que recibe la
promesa.
Lo cierto es, en todo caso, que en 1Jn_1:1 ss
hablan testigos oculares de la vida de Jesús. La cuestión es únicamente si
estos testigos hablan de manera directa a los lectores, o bien -aquí- la
segunda generación de testigos recoge sus palabras. Creemos que esto último es
lo que hay que afirmar. En este caso, se realiza aquí una exigencia que recae
sobre cualquier generación cristiana de testigos: la de vincular la propia
experiencia de fe con el testimonio de los testigos oculares.
Los testigos quieren que este mensaje se escuche entre sus primeros
oyentes y lectores. El que hoy día quiere leer con fe estos versículos de 1Jn_1:1-4, tendrá que identificarse en primer lugar
(he ahí lo más importante y lo que más corresponde al texto) con estos primeros
oyentes de los testigos. Y, así, escuchamos el mensaje de la encarnación de la
vida: lo escuchamos, digo, de labios de los testigos que han recibido de Cristo
y de su Espíritu el encargo de testificar, y que están unidos con los primeros testigos
oculares. Nos vemos ante la decisión de creer en el duro mensaje, en el mensaje
improbable para el hombre entregado al cosmos, de que el Logos de la vida se ha
hecho palpable, de que ha entrado en la limitación. Pero nosotros sabemos que
si aceptamos en la fe este mensaje, entonces él nos integra en la comunión de
los testigos. Y mucho más aún: nos integra en la comunión con Dios mismo.
Porque la comunión con Dios no se comunica a cada individuo en particular, sino
que se transmite por medio de la comunión con hombres. La gran comunión de la
Iglesia, en la cual esto acontece, y también los distintos hombres
particulares, por medio de los cuales Dios quiso comunicarnos personalmente su
comunión, son un regalo que Dios nos hace. Y nosotros sabemos (en el sentido en
que el autor entiende el saber de fe) que la fe en la comunión con Dios nos da
la plena alegría, el gozo «colmado», que Dios ha destinado para nosotros.
Por medio de la comunión con los
testigos, nosotros mismos llegamos a ser testigos. Todo depende ahora de
que estemos convencidos de la realidad de «la vida» que «se manifestó». Sin
genuina experiencia de la fe, nadie puede convertirse en instrumento para
suscitar en otros la fe. Cuando
anunciamos a Cristo como la vida, entonces no sólo queremos comunicar saber,
sino también atraer a otros a nuestra comunión, y con ello a la comunión con el
Padre y el Hijo, la cual significa la salvación y el «gozo colmado». Atraer a
otros a la «comunión con nosotros», es decir, a la Iglesia. Pero es curioso
que 1Jn no emplee esta expresión. No suena ni siquiera la idea de una
organización que pudiera sugerirse por la palabra "Iglesia». Según este
lugar, debemos considerar a la Iglesia
sencillamente como una comunión personal.
Si aquí preferimos la lectura variante del versículo 4, "para que
sea colmado nuestro gozo", entonces esta variante -a pesar de la
probabilidad, mucho mayor, de la variante que hemos recogido antes, en la
traducción- puede ofrecernos una sugerencia: Cuando un creyente se convierte en testigo, transmite la comunión con
Dios, entonces su alegría se hace plena, su gozo "se colma».
No debemos silenciar una dificultad que se nos impone. Muchas
personas, hoy día, no quieren saber ya nada de la «vida eterna». Rechazan lo
que entienden por ella. Y, así, lo primero que hay que hacer es limpiar de
suciedad y herrumbre el concepto de «vida eterna» (es decir, de «vida divina»):
suciedad y herrumbre que ha ido cogiendo a lo largo del tiempo. Hemos de pulir
este concepto, y volver a dejarlo resplandeciente. El hombre de sensibilidad
helenística, a fines del siglo I, difícilmente valoraba la vida terrenal como
una plenitud. En cambio, para nosotros, que somos hombres de hoy día, la
plenitud de la vida y del mundo, esa plenitud que tratamos de descubrir y
dominar, puede ocultarnos la perspectiva de una plenitud mayor que nos está
prometida. No se trata, pues, de recaer en la hostilidad hacia el mundo, esa
hostilidad que caracterizaba al ambiente histórico-religioso en que apareció
1Jn. Sino que lo que hay que hacer es captar el mensaje de esta carta en toda
su profundidad. Y entonces veremos que
la afirmación de la creación en nuestro sentido de hoy día y la promesa de la
vida eterna en el sentido de esta carta no sólo son compatibles, sino que
además la vida actual experimentará también una ayuda decisiva por medio de
este mensaje: porque la fuerza del amor, por el que se nos promete la vida
eterna, enriquece ya de manera insospechada la vida actual.
¿Qué quiere decir que "Dios es luz»? ¿Es un enunciado acerca de
la esencia de Dios? Tal sería el tenor de la proposición, sobre todo si la
leemos tal y como la interpretaría un gnóstico de aquella época: Dios es
sustancia de luz. ¿O tenemos ante nosotros un enunciado acerca de la santidad
moral de Dios: de tal forma, que se nos diga que Dios carece de la menor mancha
en el sentido moral? En favor de esta última interpretación habla el contexto
siguiente, el cual, del enunciado acerca de Dios, que leemos en el v. 5, saca
conclusiones para el comportamiento moral de los hombres. ¿O habrá que asociar
ambas cosas?. Tal es la consecuencia que habría que sacar, para hacer justicia
a ambas interpretaciones. ¿O quizás existe otra posibilidad más, una cuarta
posibilidad? Si contemplamos la comprensión religiosa contemporánea de esta
palabra de «luz», entonces vislumbramos algo del sonido fascinante que esta
palabra tuvo para las personas de aquella época. Nos damos cuenta de que
«apenas ninguna otra idea inflamó tanto el anhelo religioso de la antigüedad y,
sobre todo, del helenismo, como la idea de la vida y de la luz». Pero nuestro
autor pretende algo muy distinto de fomentar las especulaciones gnósticas o
místicas. El versículo 5 es la introducción de lo que sigue. Y lo que sigue es
una clara exhortación a la conducta moral y agradable a Dios. «Definición
esencial» de Dios y «enunciado sobre la santidad moral» son dos conceptos que
no deben separarse el uno del otro, porque la verdad de que Dios, en su
actuación, es el prototipo de la limpieza y santidad moral, es algo que deriva
de la esencia divina, de la perfección del ser de Dios.
Será conveniente tomar como punto de partida la vivencia natural de la
luz, de lo desdichada que es la frialdad repulsiva y rechazadora que es propia
de la tiniebla (no de una noche clara y estrellada, sino de las tinieblas y
obscuridad de un sótano sin luz). Luz: nos hace pensar, al mismo tiempo, en
calor reanimador.
Será útil también recordar el anhelo de los antiguos por estar en la
luz29.
Y ahora nos dice este texto: la esencia de Dios es dar e irradiar, un
dar e irradiar de la manera más limpia, pura y luminosa: un amor sin mancha que
se manifiesta en la entrega y generosidad del Hijo. La persona que pida a Dios
que, a pesar de su propia incredulidad, le conceda graciosamente la fe, ha de
seguir pidiendo a Dios que su conducta llegue a ser como la que se describe en 1Jn_1:6 ss. Deberá pedir a Dios la generosidad y
abnegación del amor que se entrega, del amor que es lo único que hace posible
la comunión con Dios, que es luz. Deberá pedir a Dios un corazón puro (el
«corazón limpio» de que se habla en Mat_5:8),
que encierra en sí la promesa de la visión de Dios.
Finalmente, detrás de estas
formulaciones está la concepción de que el comportamiento agradable a Dios es
el amor abnegado, el amor que se entrega, mientras que el pecado es egoísmo,
que se traduce con la falta de amor,
Esta parte, con sus dos secciones (primera exposición sobre el tema
«Cristo y el pecado», y primera exposición sobre el tema «mandamiento del
amor») ofrece sus propias dificultades para el comentario y la meditación. La
sucesión de ideas, a primera vista, apenas ofrece una visión panorámica, y tal
vez es hasta confusa e incapaz de sinopsis. Pero, en realidad, está meditada
con extraordinario esmero. Las ideas no se van desarrollando en la forma en que
nosotros estamos acostumbrados, sino que avanzan casi siempre por medio de
paralelismos opuestos (antitéticos), es decir, cuando una proposición ha
estudiado una cuestión, la proposición siguiente expresa la idea exactamente
opuesta, la idea positiva («Si caminamos en la luz»). Y, por cierto, ambas
proposiciones -en cuanto al movimiento del pensamiento- están construidas casi
siempre de manera igual (paralela). Así, pues, por medio de ambas proposiciones
se esclarece la misma idea desde dos aspectos distintos. Aunque no falta en
absoluto una progresión del pensamiento, sin embargo este pensamiento está tan
entretejido con el orden armónico de las proposiciones, que a veces tenemos que
preguntarnos expresamente por él.
Hay más. Los conceptos con los que trabaja aquí el autor, son
extraordinariamente generales y abstractos, casi diríamos que lo son en grado
aún mayor que en todo el resto de la carta. Se habla al parecer (¿o
aparentemente?) en términos sumamente generales del «pecado», de la «luz» y de
las «tinieblas», de la «verdad» («practicar la verdad», «la verdad no está en
nosotros»), de «conocer» y «permanecer» en Dios o en Cristo, de «guardar los
mandamientos» y de «caminar». Además, estos conceptos se utilizan de manera más
o menos distinta de la que conocemos en otras partes. Por ejemplo, la «verdad»
es una versión completamente insuficiente de la correspondiente palabra griega
aletheia según la comprensión joánica. ¿Cómo surge esta peculiar abstracción y
generalidad de los conceptos y formulaciones?
En primer lugar, estos conceptos no eran tan insólitos para los
destinatarios a quienes el autor escribía, como lo son para nosotros. Se trata
casi siempre de conceptos que se hallaban en curso en el ambiente histórico-religioso
de aquel entonces: la gnosis y el judaísmo tardío. Hay que tenerlos en cuenta a
ambos, principalmente a este último (en la forma de la teología de Qumrán),
para estudiar científicamente estos presupuestos y condicionamientos histórico-religiosos.
Pero, aun así, los conceptos siguen siendo demasiado generales. Cuando en el
transcurso ulterior de la carta se habla del amor fraterno y de la fe en Cristo
(«Si uno tiene bienes del mundo y ve a su hermano en necesidad...»), o cuando
en 4,2 se exige la fe en Jesucristo que ha «venido en carne», entonces nos
hallamos desde un principio con conceptos mucho más concretos. En cambio, en
nuestra sección, solamente al final -en 2,10- se habla del amor fraterno. Por
consiguiente, ¿cuál es la relación de nuestra sección con las secciones
ulteriores en las que resaltan de manera más clara y concreta los temas
principales de la carta?
En este punto, la interpretación que aquí damos, parte de una
convicción que só1o quedará fundamentada de algún modo en el transcurso del
comentario: El autor de 1Jn ha dispuesto su carta de tal modo, que el
esclarecimiento va viniendo gradualmente. Por de pronto, en nuestra sección,
1,5-2,11, se habla ya del mismo tema que en el capítulo 3 o que en el punto
culminante de la carta, la teología de la ágape, en el capítulo 4. Por ej., el
enunciado divino de 1,5 de que «Dios es luz» dice ya objetivamente lo mismo que
los enunciados que se hallan en el punto culminante de la carta y que nos dicen
que «Dios es amor» (4,8.16). Aquí, en 1,5-2,11, el autor habla de su objetivo
principal, y lo hace con formulaciones que envuelven el tema desde los
presupuestos intelectuales y religiosos de sus lectores, y que en el lenguaje
usual de ellos muestran ya los frentes principales y las líneas directrices.
La interpretación tiene que tener en cuenta este hecho objetivo. Para
el conocimiento de las estructuras lógicas de la sección, que se revelarían
espontáneamente a un lector que durante horas y días se detuviera a meditar en
ella, y que sólo se nos revelan con dificultad a nosotros para quienes tal
meditación apenas es posible o raras veces es posible, será útil también una
estructuración esquemática y una contraposición de las formulaciones
antitéticas. Y, para leer la Escritura, será una ayuda quizás el que
mencionemos ya aquí los enunciados ulteriores, que son más claros. Ambas cosas
hay que rastrearlas según la mente del autor: la universalidad fundamental de
las proposiciones directrices, presentadas por el autor en conceptos densos y
conforme espíritu de una época -esas proposiciones de las que ninguna tiene un
sonido tan específicamente cristiano como tal vez la de los v. 4,9s, según los
cuales Dios se manifestó como amor por la entrega de su Hijo- y esta visión
cristiana de profundidad que, por su misma índole, aporta ya una especie de
concretización.
En esta sección, hay tres proposiciones que comienzan con las
palabras: «Si decimos...» En estos enunciados se alude probablemente a tesis de
los herejes, que son combatidas en la carta. Claro está que no vemos la
expresión: «Quien dice...», esto es, no se habla -marcando una distancia-
acerca de un extraño. Sino que el uso de la primera persona del plural incluye
también a los cristianos. Las tesis de los herejes son -así las ve el autor- un
peligro incluso para los cristianos. Se trata, realmente, de la propia vida de
los cristianos mismos, y no de un peligro que amanece desde fuera a la
Iglesia.
La luz representa lo bueno, puro, verdadero, santo y confiable. Las
tinieblas representan al pecado y lo perverso. Decir "Dios es luz"
significa que es perfectamente santo y veraz, y que solo El puede sacarnos de
las tinieblas del pecado. La luz también se relaciona con la verdad, y esa luz
expone todo lo que existe, sea bueno o malo. En las tinieblas, lo bueno y lo
perverso parecen iguales; en la luz, es fácil notar su diferencia. Así como no
puede haber tinieblas en la presencia de la luz, el pecado no puede existir en
la presencia de un Dios santo. Si queremos tener relación con Dios, debemos
poner a un lado nuestro estilo de vida pecaminoso. Es hipocresía afirmar que
somos de El y al mismo tiempo vivir como se nos antoja. Cristo pondrá al
descubierto y juzgará tal simulación.
Aquí Juan
confronta la primera de las tres afirmaciones de los falsos maestros: Que
podemos tener comunión con Dios y seguir viviendo en las tinieblas. Los falsos
maestros, que pensaban que el cuerpo era malo o no tenía valor, presentaban dos
enfoques de la conducta: insistían en negar los deseos del cuerpo mediante una
disciplina estricta o aprobaban la satisfacción de toda lujuria física porque
el cuerpo después de todo iba a ser destruido. ¡Es obvio que la segunda opinión
era más popular! Aquí Juan expone el error de llamarse cristiano y seguir
viviendo en maldad e inmoralidad. No podemos amar a Dios y coquetear con el
pecado al mismo tiempo.
¿De qué
forma la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado? En la época del
Antiguo Testamento, los creyentes simbólicamente transferían sus pecados a la
cabeza de un animal, que después se sacrificaba (véase la descripción de esa
ceremonia en Levítico 4). El animal moría en su lugar, redimiéndolos del pecado
y permitiéndoles que siguieran viviendo en el favor de Dios. La gracia de Dios
los perdonaba por su confianza en Él y por haber obedecido los mandamientos en
cuanto al sacrificio. Esos sacrificios anunciaban el día en que Cristo quitaría
por completo los pecados. Una verdadera limpieza del pecado vino por medio de
Jesucristo, el "Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn_1:29). El pecado, por su propia naturaleza, trae
consigo muerte. Ese es un hecho tan cierto como la ley de la gravedad.
Jesucristo no murió por sus propios pecados; no los tenía. En su lugar, por una
transacción que nunca lograremos entender totalmente, murió por los pecados del
mundo. Cuando le entregamos nuestra vida a Cristo y nos identificamos con El,
su muerte llega a ser nuestra. Descubrimos que de antemano pagó el castigo de
nuestros pecados; su sangre nos ha limpiado. Así como resucitó del sepulcro,
resucitamos a una nueva vida de comunión con El (Rom_6:4).
Juan ataca
la segunda afirmación de la enseñanza falsa: Algunos decían que no tenían una
naturaleza que tendía al pecado, que su naturaleza pecaminosa había sido
eliminada y que ahora no podían pecar. Ese es el peor engaño de sí mismo, peor
que una mentira evidente. Se negaron a tomar en serio el pecado. Querían que se
les considerara cristianos, pero no veían la necesidad de confesar sus pecados
ni de arrepentirse. No les importaba mucho la sangre de Jesucristo porque
pensaban que no la necesitaban. En vez de arrepentirse y ser limpiados por la
sangre de Cristo, introducían impureza en el círculo de creyentes. En esta vida,
ningún cristiano está libre de pecar; por lo tanto, nadie debiera bajar la
guardia.
Los falsos
maestros no solo negaban que el pecado quebraba la relación con Dios (1.6) y
que ellos tenían una naturaleza no pecaminosa (1.8), sino que, sin importar lo
que hicieran, no cometían pecado (1.10) Esta es una mentira que pasa por alto
una verdad fundamental: todos somos pecadores por naturaleza y por obra. Al
convertirnos, son perdonados todos nuestros pecados pasados, presentes y
futuros. Más aun después de llegar a ser cristianos, todavía pecamos y debemos
confesar. Esa clase de confesión no es ganar la aceptación de Dios sino quitar
la barrera de comunión que nuestro pecado ha puesto entre nosotros y El. Sin
embargo, es difícil para muchos admitir sus faltas y negligencia, aun delante
de Dios. Requiere humildad y sinceridad reconocer nuestras debilidades, y la
mayoría de nosotros pretende en cambio ser fuerte. No debemos temer revelar
nuestros pecados a Dios; Él ya los conoce. Él no nos apartará, no importa lo
que hagamos. Por el contrario, apartará nuestro pecado y nos atraerá hacia sí.
La
confesión tiene el propósito de librarnos para que disfrutemos de la comunión
con Cristo. Esto debiera darnos tranquilidad de conciencia y calmar nuestras
inquietudes. Pero muchos cristianos no entienden cómo funciona eso. Se sienten
tan culpables que confiesan los mismos pecados una y otra vez, y luego se
preguntan si habrían olvidado algo. Otros cristianos creen que Dios perdona
cuando uno confiesa sus pecados, pero si mueren con pecados no perdonados
podrían estar perdido para siempre. Estos cristianos no entienden que Dios
quiere perdonarnos. Permitió que su Hijo amado muriera a fin de ofrecernos su
perdón. Cuando acudimos a Cristo, El nos perdona todos los pecados cometidos o
que alguna vez cometeremos. No necesitamos confesar los pecados del pasado otra
vez y no necesitamos temer que nos echará fuera si nuestra vida no está
perfectamente limpia. Desde luego que deseamos confesar nuestros pecados en
forma continua, pero no porque pensemos que las faltas que cometemos nos harán
perder nuestra salvación. Nuestra relación con Cristo es segura. Sin embargo,
debemos confesar nuestros pecados para que podamos disfrutar al máximo de
nuestra comunión y gozo con El.
La verdadera confesión también implica la decisión de no seguir
pecando. No confesamos genuinamente nuestros pecados delante de Dios si
planeamos cometer el pecado otra vez y buscamos un perdón temporal. Debemos
orar pidiendo fortaleza para derrotar la tentación la próxima vez que aparezca.
Si Dios
nos ha perdonado nuestros pecados por la muerte de Cristo, ¿por qué debemos
confesar nuestros pecados? Al admitir nuestro pecado y recibir la limpieza de
Cristo: (1) acordamos con Dios en que nuestro pecado es de veras pecado y que
deseamos abandonarlo, (2) nos aseguramos de no ocultarle nuestros pecados, y en
consecuencia no ocultarlos de nosotros mismos, y (3) reconocemos nuestra
tendencia a pecar y nuestra dependencia de su poder para vencer el pecado.
Todos debiéramos recibir jubilosos un mensaje del Señor Jesús, el
Verbo de vida, el Verbo eterno. El gran Dios debe ser representado a este mundo
oscuro como luz pura y perfecta. Como esta es la naturaleza de Dios, sus
doctrinas y preceptos deben ser tales. Como su perfecta felicidad no puede
separarse de su perfecta santidad, así nuestra felicidad será proporcional a la
santidad de nuestro ser. Andar en tinieblas es vivir y actuar contra la
religión. Dios no mantiene comunión o relación celestial con las almas impías. No
hay verdad en la confesión de ellas; su práctica muestra su necedad y falsedad.
La vida eterna, el Hijo eterno, se vistió de carne y sangre, y murió para
lavarnos de nuestros pecados en su sangre, y procura para nosotros las
influencias sagradas por las cuales el pecado tiene que ser sometido más y más
hasta que sea completamente acabado. Mientras se insiste en la necesidad de un
andar santo, como efecto y prueba de conocer a Dios en Cristo Jesús, se
advierte con igual cuidado en contra del error opuesto del orgullo de la
justicia propia. Todos los que andan cerca de Dios, en santidad y justicia,
están conscientes de que sus mejores días y sus mejores deberes están
contaminados con el pecado. Dios ha dado testimonio de la pecaminosidad del
mundo proveyendo un Sacrificio eficaz y suficiente por el pecado, necesario en
todas las épocas; y se muestra la pecaminosidad de los mismos creyentes al
pedirles que confiesen continuamente sus pecados y recurran por fe a la sangre
del Sacrificio. Declarémonos culpables ante Dios, humillémonos y dispongámonos
a conocer lo peor de nuestro caso. Confesemos honestamente todos nuestros
pecados en su plena magnitud, confiando totalmente en su misericordia y verdad
por medio de la justicia de Cristo, para un perdón libre y completo y por
nuestra liberación del poder y la práctica del pecado.
¡Maranatha!
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