La
iglesia organizada
Después de haber considerado la religión como tal,
llegamos ahora a la iglesia como forma organizada. Presentaré en tres etapas
sucesivas el concepto calvinista de la esencia, la manifestación y el propósito
de la Iglesia de Cristo en la tierra. En su esencia, para el calvinista, la
iglesia es un organismo espiritual que incluye el cielo y la tierra, pero que
tiene al presente su centro y el punto de partida para su acción no en la
tierra, sino en el cielo. Esto debemos entenderlo así: Dios creó el cosmos de
manera geocéntrica, o sea, Él puso el centro espiritual del cosmos sobre
nuestro planeta, y todas las divisiones de los reinos de la naturaleza en esta
tierra las hizo culminar en el hombre, al cual llamó, como el que lleva Su
imagen, a consagrar el cosmos a Su gloria. En la creación de Dios, por tanto,
el hombre está puesto como profeta, sacerdote y rey; y aunque el pecado alteró
estos designios sublimes, Dios sigue cumpliéndolos. El ama al mundo de tal
manera que se dio a Sí mismo, en la persona de Su Hijo; y así trajo nuevamente
nuestra raza, y por medio de nuestra raza Su cosmos entero, en un nuevo
contacto con la vida eterna. De cierto, muchas ramas y hojas se cayeron del
árbol de la raza humana, pero el árbol mismo será salvo; en su nueva raíz en
Cristo florecerá nuevamente de manera gloriosa. Es que la regeneración no
salva solamente a algunos individuos aislados para juntarlos al fin
mecánicamente como un montón. La regeneración salva el mismo organismo
de nuestra raza. Y por tanto, toda la vida humana regenerada forma un solo
cuerpo orgánico, del cual Cristo es la cabeza, y cuyos miembros son unidos por
su unión mística con El. Pero no antes de Su segunda venida se manifestará
este organismo universal como el centro del cosmos. Al presente está escondido.
Aquí, en la tierra, solo se puede discernir nebulosamente su silueta. En el
futuro, esta Nueva Jerusalén descenderá de Dios, del cielo; pero en el presente
esconde su luz de nuestra vista en los misterios de lo invisible. Y por tanto,
el verdadero santuario es ahora arriba. Allá arriba están el altar de la
expiación, y el altar de incienso de la oración; y allá arriba está Cristo, el
único sacerdote que ministra al altar según el orden de Melquisedec, en el
santuario, ante Dios.
En la Edad Media, la iglesia perdió más y más de la
vista este carácter celestial, y se volvió mundana. El santuario fue traído de
regreso a la tierra, el altar fue reedificado de piedras, y una jerarquía
sacerdotal se reconstituyó para ministrar al altar. Después, por supuesto, fue
necesario renovar el sacrificio tangible en la tierra, y esto llevó a la
iglesia a crear el sacrificio sin sangre de la misa. Contra todo esto se opuso
el calvinismo, no para luchar contra el sacerdocio por principio, ni contra
altares como tales, ni contra el sacrificio en sí, puesto que el oficio de
sacerdote no puede perecer, y el que conoce la realidad del pecado sabe en su propio corazón
que un sacrificio expiatorio es absolutamente necesario; sino para dejar de una
lado todas estas añadiduras terrenales, y para llamar a los creyentes a
levantar sus ojos nuevamente a lo alto, al santuario verdadero, donde Cristo,
nuestro único sacerdote, ministra al único verdadero altar. La batalla no fue
contra el sacerdocio, sino contra el sacerdotalismo; y solo Calvino peleó esta
batalla hasta el fin con consistencia. Los luteranos y los episcopales
reedificaron una forma de altar en la tierra; solo el calvinismo se atrevió a
desecharlo enteramente. En consecuencia, entre los episcopales se mantuvo el
sacerdocio terrenal, incluso en la forma de una jerarquía; y en los países
luteranos el príncipe se convirtió en summus episcopus y se imitaron las
divisiones de los rangos eclesiásticos; pero el calvinismo proclamó la igualdad
absoluta de todos los que se involucran en el servicio de la iglesia, y se negó
a atribuir a sus líderes y oficiales algún otro carácter que el de ministros
(esto significa siervos). Todo lo que debía instruir al pueblo en la forma de
tipos y símbolos, bajo las sombras de la dispensación del Antiguo Testamento,
fue para Calvino un perjuicio de la gloria de Cristo y rebajó la naturaleza
celestial de la iglesia, puesto que ahora los tipos se han cumplido. Por tanto,
el calvinismo no pudo descansar hasta que estos adornos mundanos habían dejado
de seducir y atraer el ojo. Solo cuando el último grano de la levadura
sacerdotal estaba eliminado, la Iglesia en la tierra pudo volver a ser el
atrio, desde el cual los creyentes pudieron mirar hacia arriba y adelante al
verdadero santuario del Dios vivo en el cielo.
La Confesión de Westminster declara de manera
hermosa esta naturaleza celestial y universal de la Iglesia, cuando dice:
"La Iglesia Católica o
Universal, que es invisible, consiste en el número completo de los elegidos que
han sido, son, o serán juntados en uno, bajo Cristo la Cabeza, como su esposa,
el cuerpo, la plenitud de El que llena todo en todo." Solo así, el
dogma de la iglesia invisible fue consagrado religiosamente y entendido en su
significado cosmológico y duradero. Por supuesto, la realidad y plenitud de la
Iglesia de Cristo no puede existir en la tierra. Aquí encontramos, a lo máximo,
una generación de creyentes a la vez. En el portal del Templo, todas las
generaciones previas, desde el comienzo y la fundación del mundo, han dejado
esta tierra y han subido a Él. Por tanto, los que se quedaron aquí, eran
peregrinos, caminando desde el portal hasta el mismo santuario, sin que quede
alguna posibilidad de salvación después de la muerte para aquellos que no
habían sido unidos con Cristo durante esta vida presente. No se pudo dejar
lugar para misas por los muertos, ni para un llamado al arrepentimiento al otro
lado de la tumba, como lo defienden ahora los teólogos alemanes. Todas estas
transiciones procesionales y graduales fueron consideradas por Calvino como
algo que destruye el contraste absoluto entre la esencia de la Iglesia en el
cielo, y su forma imperfecta aquí en la tierra. La Iglesia en la tierra no
envía su luz arriba al cielo, sino la Iglesia en el cielo tiene que enviar su
luz abajo a la Iglesia en la tierra. Ahora permanece una cortina extendida
delante de nuestros ojos, que nos impide penetrar en la verdadera esencia de la
Iglesia mientras estamos en la tierra. Por tanto, todo lo que permanece posible
para nosotros en la tierra es primero, una comunión mística con esta iglesia
verdadera, por medio del Espíritu; y segundo, disfrutar de las sombras que se
dibujan en la cortina transparente delante de nosotros. Por tanto, ningún hijo
de Dios debe imaginarse que la Iglesia verdadera está aquí en la tierra, y que
detrás de la cortina está solamente un producto ideal de nuestra imaginación;
sino, al contrario, debe confesar que Cristo en forma humana, en nuestra carne,
ha entrado en lo invisible, detrás de esta cortina, y que con Él, alrededor de Él,
y en Él, nuestra Cabeza, es la Iglesia verdadera, el santuario verdadero y
esencial de nuestra salvación. Al haber así entendido claramente la naturaleza
de la Iglesia, con sus implicaciones sobre la re-creación tanto de nuestra raza
humana como del cosmos entero, prestemos ahora atención a su forma de
manifestación, aquí en la tierra. Como tal nos muestra diferentes
congregaciones locales de creyentes, grupos de confesores, que viven en alguna
unión eclesiástica, en obediencia a las ordenanzas de Cristo mismo. La iglesia
en la tierra no es una institución para la dispensación de la gracia, como si
fuera un botiquín de medicinas espirituales. No hay ninguna orden mística,
espiritual, dotada de poderes místicos para operar con una influencia mágica
sobre los laicos. Solo hay individuos regenerados y confesantes, que de acuerdo
con el mandamiento escritural y bajo la influencia del elemento sociológico de
toda religión, formaron una sociedad, y se esfuerzan para vivir juntos en
subordinación bajo Cristo como su Rey. Solo esto es la Iglesia en la tierra -
no el edificio, ni la institución, ni una orden espiritual. Para Calvino, la
iglesia se encuentra en los individuos que confiesan, no en cada individuo de
manera separada, sino en todos ellos juntos, y unidos, no como a ellos mismos
les parece bien, sino de acuerdo con las ordenanzas de Cristo. En la iglesia en
la tierra tiene que realizarse el sacerdocio universal de los creyentes. No me
entiendan mal. No estoy diciendo que la iglesia consiste en personas piadosas
que se unen en grupos para propósitos religiosos. Esto, por sí mismo, no tendría
nada en común con la Iglesia. La Iglesia verdadera, celestial, invisible tiene
que manifestarse en la Iglesia terrenal. Si no tendríamos una asociación, pero
no una iglesia. La verdadera iglesia esencial es y permanece el cuerpo de
Cristo, del cual las personas regeneradas son miembros. Por tanto, la Iglesia
en la tierra consiste solamente en aquellos que han sido incorporados en Cristo,
que se inclinan ante Él, viven en Su Palabra, y se adhieren a Sus ordenanzas; y
por esta razón la Iglesia en la tierra tiene que predicar la Palabra,
administrar los sacramentos, y ejercer disciplina, y en todo estar ante el
rostro de Dios. Esto determina a la vez la forma de gobierno de la Iglesia en
la tierra. Este gobierno se origina, como la Iglesia misma, en el cielo, en
Cristo. El gobierna de la manera más eficaz a Su Iglesia por medio del Espíritu
Santo, por medio del cual El obra en Sus miembros. Por tanto, al ser todos
iguales bajo El, no puede haber ninguna distinción de rangos entre los
creyentes; solo hay ministros que sirven, lideran y regulan; una forma de
gobierno presbiteriana; el poder de la Iglesia desciende directamente de Cristo
mismo, en la congregación, concentrado desde la congregación en los ministros,
y por ellos administrado a los hermanos. Así la soberanía de Cristo permanece
absolutamente monárquica, pero el gobierno de la Iglesia en la tierra se vuelve
democrático hasta los tuétanos; un sistema que lleva lógicamente a esta otra
conclusión, que todos los creyentes y todas las congregaciones son de igual
posición, ninguna iglesia puede ejercer algún dominio sobre otra, sino todas
las iglesias locales son del mismo rango, y como manifestaciones de uno y el
mismo cuerpo, pueden unirse solamente de forma sinodal, o sea, por una
confederación.
Ahora déjenme dirigir su atención hacia otra
consecuencia muy importante del mismo principio: la multiformidad de
denominaciones como el resultado necesario de la diferenciación de las
iglesias, de acuerdo a los diferentes grados de su pureza. Si la Iglesia es
considerada como una institución de la gracia, independiente de los creyentes,
o una institución donde un sacerdocio jerárquico distribuye el tesoro de gracia
que le es encomendado, entonces el resultado tiene que ser que esta misma
jerarquía se extiende por todas las naciones, e imparte el mismo sello a todas
las formas de vida eclesiástica. Pero si la Iglesia consiste en la congregación
de los creyentes, si las iglesias se forman por la unión de los confesores, y
son unidas solamente por medio de la confederación, entonces las diferencias de
climas y naciones, del pasado histórico, y de las disposiciones de la mente,
llegan a ejercer una influencia muy variada, y el resultado tiene que ser una
multiformidad en asuntos eclesiales. Esto es muy importante, porque aniquila el
carácter absoluto de toda iglesia visible, y las pone todas lado a lado, con
sus diferencias en el grado de pureza, pero permaneciendo de una u otra manera
una manifestación de la única Iglesia santa y católica de Cristo en el cielo.
No estoy diciendo que los teólogos calvinistas
proclamaron esta consecuencia desde el inicio. El deseo de un poder dominante
acechaba también en la puerta de su corazón, y aun aparte de esta disposición
peligrosa era justo y natural para ellos, el juzgar teoréticamente a cada
iglesia de acuerdo a sus propios ideales. Pero aun así, al ver a su iglesia no
como una jerarquía o institución, sino como una reunión de individuos que
confiesan, entonces empezaron (no solo para la vida de la iglesia, sino también
del Estado y de la sociedad civil) con el principio no de la obligación, sino
de la libertad. A raíz de este punto de partida no hubo ningún poder
eclesiástico superior a las iglesias locales, excepto el que las mismas
iglesias constituyeron por medio de su confederación. De allí sigue
necesariamente que también las diferencias naturales e históricas entre los
hombres se abrieron camino en la vida de la iglesia en la tierra. Las
diferencias nacionales en cuanto a la moral, las diferencias en disposición y
emociones, los diferentes grados de profundidad en vida y entendimiento,
necesariamente llevaron a enfatizar aquí un lado, y allá otro lado de la misma
verdad. De allí las numerosas agrupaciones y denominaciones en las cuales se
dividió la vida externa de la iglesia, a raíz de este principio. Así hay de
nuestro lado denominaciones que pueden haberse apartado de la plena Confesión
calvinista, incluso hasta oponerse amargamente contra más de un artículo
capital de nuestra Confesión; pero todas ellas deben su origen a una oposición
arraigada contra el sacerdotalismo, y al reconocimiento de la Iglesia como
"la congregación de los creyentes", la verdad en la cual el
calvinismo expresó su concepto fundamental. Y aunque este hecho llevó
inevitablemente a mucha rivalidad no santa, e incluso a errores pecaminosos de
conducta; sin embargo, después de la experiencia de tres siglos hay que admitir
que esta multiformidad, que es conectada inseparablemente con la idea
fundamental del calvinismo, ha sido mucho más favorable al crecimiento y la
prosperidad de la vida religiosa que la uniformidad compulsiva en la cual otros
buscaron la base de su fuerza. Y en el futuro se puede esperar todavía un fruto
más abundante, con tal que el principio de la libertad eclesiástica no degenere en indiferencia, y que ninguna
iglesia que en su nombre y confesión sigue levantando la bandera calvinista,
deje de cumplir su santa misión de recomendar a otros la superioridad de sus
principios.
Todavía hay otro punto a mencionar en este respecto.
El concepto de la Iglesia como la "congregación de los creyentes"
podría llevar a la idea de que incluye solamente a los creyentes, sin sus
hijos. Esto, sin embargo, no es la enseñanza del calvinismo; su enseñanza sobre
el bautismo de infantes demuestra lo contrario. Los creyentes que se unen no
dañan por eso los lazos naturales que les unen con sus descendientes. Al
contrario, ellos consagran este lazo, y por el bautismo incorporan a sus hijos
en la comunión de su iglesia, y estos menores son mantenidos en la comunión de
la Iglesia hasta que, al alcanzar la edad, se vuelvan confesores ellos mismos,
o se separen de la iglesia por su incredulidad. Este es el importante dogma
calvinista del pacto; un artículo prominente de nuestra Confesión, que
demuestra que las aguas de la Iglesia no fluyen por afuera del río natural de
la vida humana, sino que hacen la vida de la Iglesia proceder de la mano con la
reproducción natural orgánica de la humanidad en sus generaciones
subsiguientes.
Pacto e Iglesia son inseparables: el Pacto ata la
Iglesia a la raza, y Dios mismo sella en él la conexión entre la vida de la
gracia y la vida de la naturaleza. Por supuesto, la disciplina eclesiástica
tiene que entrar aquí, para preservar la pureza de este Pacto tan pronto como
la penetración de la gracia por la naturaleza empiece a disminuir la pureza de
la Iglesia. Desde el punto de vista calvinista, por tanto, es imposible hablar
de una iglesia nacional como destinada a abarcar a todos los habitantes de un
país entero. Una iglesia nacional, o sea, una iglesia que abarca una sola
nación, y esta nación enteramente, es un concepto pagano, o a lo máximo un
concepto judío. La Iglesia de Cristo no es nacional sino ecuménica, en el
sentido de que ni una sola nación, sino el mundo entero es su dominio. Y cuando
los reformadores luteranos, instigados por sus soberanos, nacionalizaron sus
iglesias, y las iglesias calvinistas permitieron ser desviados por el mismo
camino, entonces no ascendieron a un concepto superior al de una iglesia
mundial de Roma, sino descendieron a un terreno muy inferior. ...
Después de haber dado un resumen de la naturaleza de
la Iglesia, y de la forma de su manifestación, dirigiré ahora vuestra atención
al propósito de su presencia en la tierra. No diré nada, por ahora, sobre la
separación de Iglesia y Estado. Esto tendrá su lugar en la próxima exposición.
Por ahora, me limitaré al propósito que fue asignado a la Iglesia en su
peregrinaje por el mundo. Este propósito no puede ser humano ni egoísta, no
puede ser la preparación del creyente para el cielo. Un niño regenerado,
muriendo en la cuna, va directamente al cielo, sin ninguna preparación más; y
dondequiera el Espíritu Santo encendió la chispa de la vida eterna en el alma,
la perseverancia de los santos asegura la salvación eterna. También en la
tierra, la Iglesia existe solamente para la gloria de Dios. La regeneración es suficiente para el
elegido, para asegurarlo de su destino eterno, pero no es suficiente para
satisfacer la gloria de Dios en Su obra entre los hombres. Para la gloria de nuestro Dios es necesario
que a la regeneración le siga la conversión, y a esta conversión tiene que contribuir
la Iglesia, predicando la Palabra. En
el hombre regenerado, la chispa arde apenas, pero solamente en el hombre
convertido la chispa salta en una llama, y esta llama irradia la luz de la
Iglesia al mundo, para que según el mandamiento de nuestro Señor, nuestro
Padre, que está en los cielos, sea glorificado. Y tanto nuestra conversión
como nuestra santificación en buenas obras no tendrán el carácter sublime que
exige Jesús, excepto cuando las hacemos servir, en primer lugar, no como una
garantía de nuestra propia salvación, sino para glorificar a Dios.
En segundo lugar, la iglesia tiene que atizar esta
llama para que brille más, por medio de la comunión de los santos y por los
sacramentos. Solo cuando cientos de velas arden en un candelero, podemos realmente
percibir la luz; y de la misma manera es la comunión de los santos la que tiene
que unir las muchas lucecitas de los creyentes individuales para incrementar
mutuamente su brillo, y Cristo, caminando en medio de los siete candeleros,
podrá sacramentalmente purificar su brillo a un fervor aún más brillante.
Entonces, el propósito de la Iglesia no está en nosotros, sino en Dios, y en la
gloria de Su nombre. De este propósito solemne origina, en la misma manera, el
culto tan seriamente espiritual que el calvinimo intentó restaurar. Incluso Von
Hartman, el filósofo tan lejos del cristianismo, percibió que el culto se
vuelve más religioso a medida que tiene el coraje de despreciar toda apariencia
externa, y la energía de levantarse por encima del simbolismo, para vestirse de
una belleza de un orden mucho superior - la belleza interna, espiritual, del
alma que adora. Los cultos sensuales agradan y lisonjean al hombre
religiosamente; solamente el servicio puramente espiritual del calvinismo
apunta a la adoración pura de Dios, y a Su adoración en espíritu y en verdad.
La misma tendencia nos lleva a nuestra disciplina
eclesiástica, este elemento indispensable de toda actividad eclesiástica
genuinamente calvinista. La disciplina eclesiástica no fue instituida en primer
lugar para evitar los escándalos, ni siquiera para cortar las ramas silvestres,
sino para preservar la santidad del Pacto de Dios, y para impresionar incluso
al mundo de afuera con el hecho de que Dios es demasiado puro para tolerar lo malo.
Finalmente,
tenemos en el servicio de la Iglesia la filantropía, en el diaconado que solo
Calvino entendió y restauró a su honor primordial. Ni Roma ni la iglesia
griega, ni la iglesia luterana ni la episcopal, captaron el significado
verdadero del diaconado. Solo el calvinismo restauró el diaconado a su lugar de
honor, como un elemento indispensable y constituyente de la vida eclesiástica.
Pero también en este diaconado, tiene que prevalecer el principio sublime de
que no se glorifique a aquel que da limosnas, sino solamente a Aquel que mueve
los corazones de los hombres a la generosidad. Los diáconos no son nuestros
siervos, sino siervos de Cristo. Lo que les encomendamos, simplemente lo
devolvemos a Cristo, como mayordomos de Su propiedad; y en Su nombre tiene que
ser distribuido a los pobres, nuestros hermanos y hermanas. El miembro pobre de
la iglesia, que agradece al diácono y al dador, pero no a Cristo, en realidad
niega a Aquel que es el dador verdadero y divino, y que a través de Sus
diáconos desea manifestar que para el hombre entero, y para el todo de la vida,
Él es el Cristo Consolador, el Redentor Celestial, ungido y escogido por Dios
mismo, para nuestra raza caída, desde toda la eternidad. Y así, como Uds. ven,
el resultado demuestra claramente que en el calvinismo, el concepto fundamental
de la Iglesia encaja perfectamente en la idea fundamental de la religión. Todo
egoísmo es excluido de ambos, hasta el final. Siempre y en todo lugar tenemos
una religión, y una iglesia, para el beneficio de Dios, y no para el hombre. El
origen de la Iglesia está en Dios, su forma de manifestación es de Dios, y de
principio a fin, su propósito es siempre engrandecer la gloria de Dios.
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