} EL CAMINO: LA SALVACIÓN ES POR FE EN JESUCRISTO: "Conferencias sobre el calvinismo" por Abraham Kuyper (11)

martes, 30 de abril de 2024

"Conferencias sobre el calvinismo" por Abraham Kuyper (11)

 

 

El calvinismo y la política

 

Mi tercera exposición deja atrás el santuario de la religión y entra en el dominio del Estado la primera transición del círculo sagrado al campo secular de la vida humana. Solo ahora, entonces, procedemos de manera sumaria y principal a combatir la sugerencia no histórica de que el calvinismo represente un movimiento exclusivamente eclesiástico y doctrinal. El impulso religioso del calvinismo colocó también debajo de la sociedad política un concepto fundamental, suyo propio, porque no solamente cortó las ramas y limpió el tronco, sino alcanzó hasta la misma raíz de nuestra vida humana. El hecho de que tuvo que ser así se hace evidente para cualquiera que se dé cuenta de que nunca se hizo dominante ningún esquema político que no hubiera sido basado en algún concepto religioso o anti-religioso específico. Y que este fue el caso en el calvinismo, se hace aparente en los cambios políticos que causó en estos tres países históricos de la libertad política, en los Países Bajos, en Inglaterra y en los Estados Unidos. Todo historiador competente sin excepción confirmará las palabras de Bancroft: "El fanático del calvinismo era un fanático de la libertad; pues en la guerra moral por la libertad, su credo era parte de su ejército, y su aliado más fiel en la batalla." Y Groen van Prinsterer lo expresó así: "En el calvinismo está el origen y la garantía de nuestras libertades constitucionales."  

Que el calvinismo llevó las leyes públicas por nuevos caminos, primero en Europa Occidental, después en dos continentes, y hoy más y más entre todas las naciones civilizadas, esto es admitido por todos los científicos, aunque no plenamente por la opinión pública. Pero para mi propósito, no es suficiente solamente nombrar este hecho importante. Para que se perciba la influencia del calvinismo en nuestro desarrollo político, tenemos que demostrar cuáles son los conceptos políticos fundamentales para los cuales el calvinismo abrió la puerta, y cómo estos conceptos políticos surgieron de su principio raíz. Este principio dominante no era, soteriológicamente, la justificación por fe, sino en el sentido cosmológico más amplio, la soberanía del Dios Trino sobre el cosmos entero, en todas sus esferas y reinos, visibles e invisibles. Una soberanía primordial que irradia a la humanidad en una triple soberanía derivada:

1. la soberanía en el Estado,

2. la soberanía en la sociedad,

y 3 la soberanía en la iglesia.

 Permítanme argumentar sobre este asunto en detalle, señalando cómo esta triple soberanía fue entendida por el calvinismo.


La soberanía en el Estado

Primero, una soberanía derivada en esta esfera política que definimos como el Estado. Y después admitimos que el impulso para formar estados surge de la naturaleza social del hombre, que ya fue expresada por Aristóteles cuando llamó al hombre un zoon politikon. Dios podría haber creado a los hombres como individuos desconectados, parados lado a lado y sin coherencia genealógica. Así como Adán fue creado de manera individual, Dios podría haber llamado en existencia individualmente al segundo, tercero, y a cada subsiguiente hombre; pero no lo hizo así. El hombre es creado del hombre, y por su nacimiento es unido orgánicamente con la raza entera. Juntos formamos una sola humanidad, no solamente con los que viven ahora, sino también con todas las generaciones antes de nosotros y con todos aquellos que vendrán después de nosotros. Toda la raza humana es de una sola sangre. El concepto de estados, sin embargo, que subdividen la tierra en continentes, y cada continente en pedazos, no armoniza con esta idea. La unidad orgánica de nuestra raza se realizaría políticamente solamente si un solo Estado podría abarcar todo el mundo, y si la humanidad entera sería asociada en un solo imperio mundial. Si el pecado no hubiera intervenido, sin duda esto hubiera sido así. Si el pecado, como fuerza desintegrante, no hubiera dividido la humanidad en diferentes secciones, nada hubiera perjudicado la unidad orgánica de nuestra raza. Y el error de los Alejandros, y de los Augustos, y de los Napoleones, no fue a el que sintieron el encanto de la idea de un solo imperio mundial; su error fue que se lanzaron a realizar esta idea a pesar de que la fuerza del pecado había disuelta nuestra unidad.

De manera parecida, los esfuerzos internacionales cosmopolitas de la democracia social del presente, en su concepto de unión, son un ideal que en este momento nos encanta, pero intentan alcanzar lo inalcanzable porque tratan de realizar este ideal sublime y sagrado ahora, en un mundo de pecado. Sí, e incluso la anarquía, el intento de deshacer todas las conexiones mecánicas entre los hombres y toda la autoridad humana, y de animar el crecimiento de un nuevo lazo orgánico que surja de la misma naturaleza - yo digo, todo esto es solamente el mirar atrás hacia un paraíso perdido. De hecho, sin el pecado no hubiera habido ni un gobierno ni un orden de estado; sino la vida política entera se hubiera evolucionada de forma patriarcal, desde la vida de la familia. Ni jueces ni policía, ni ejército ni marina, son concebibles en un mundo sin pecado; y por tanto toda regla y ordenanza y ley desaparecería, así como todo control y poder del magistrado, si la vida se desarrollara de manera normal y sin obstáculo desde su impulso orgánico. ¿Quién venda, donde nada es fracturado? ¿Quién usa muletas, cuando sus miembros están sanos? Por tanto, toda formación de Estado, todo poder del gobierno, todo medio mecánico de forzar un orden y de garantizar un rumbo sano de la vida es siempre algo poco natural, algo contra lo cual las aspiraciones más profundas de nuestra naturaleza se rebelan; y que en este mismo momento podría convertirse en la fuente de un terrible abuso de poder por parte de aquellos que lo ejercen, y de una revolución continua de parte de las multitudes. Esto originó la batalla de todos los tiempos entre autoridad y libertad, y en esta batalla fue la sed innata por la libertad, dada por Dios mismo, la que frenó la autoridad dondequiera que se convirtió en despotismo. Y así, todo concepto verdadero de la naturaleza del Estado y de la autoridad del gobierno, y todo concepto verdadero del derecho y deber del pueblo a defender la libertad, depende de lo que el calvinismo puso al frente en este asunto, como la verdad primordial - que Dios instituyó el gobierno, por causa del pecado.

 En este pensamiento están escondidos tanto el lado luminoso como el lado oscuro de la vida del Estado. El lado oscuro, porque esta multitud de estados no debería existir; debería haber un solo imperio mundial. Estos gobiernos gobiernan mecánicamente y no armonizan con nuestra naturaleza. Y esta autoridad del gobierno se ejerce por hombres pecaminosos, y por tanto es sujeta a todo tipo de ambiciones despóticas. Pero también el lado luminoso, porque una humanidad pecaminosa, sin una división en estados, sin ley y sin gobierno, sería un verdadero infierno en la tierra; o por lo menos una repetición de lo que existía en la tierra cuando Dios hundió la primera raza degenerada en el diluvio. Por tanto, el calvinismo, con su concepto profundo del pecado, descubrió la verdadera raíz de la vida del Estado, y nos enseñó dos cosas: Primero, que recibamos con gratitud, de las manos de Dios, la institución del Estado con su gobierno, como un medio de conservación que por ahora es indispensable. Y por el otro lado también que con nuestro impulso natural, tenemos que vigilar siempre contra el peligro que acecha contra nuestra libertad personal, en el poder del Estado. Pero el calvinismo hizo más que esto. En la política nos enseñó también que el elemento humano - el pueblo - no debe ser considerado como el objetivo principal, de manera que a Dios solamente se le llama para que ayude a este pueblo en la hora de su necesidad; sino al contrario, que Dios, en Su Majestad, tiene que brillar ante los ojos de toda nación, y que todas las naciones juntas son consideradas por El solo como una gota en el balde o como el polvo en la balanza. Desde los extremos de la tierra, Dios cita a todas las naciones y pueblos ante Su trono de juicio. Dios creó las naciones. Ellas existen para El. Ellas son Su propiedad. Y por tanto, todas estas naciones, y en ellas la humanidad, tienen que existir para Su gloria y consecuentemente según Sus ordenanzas, para que en su prosperidad, cuando ellas caminen según Sus ordenanzas, Su sabiduría divina se haga visible. Entonces, cuando la humanidad se divide por el pecado, en una multitud de pueblos separados; cuando el pecado, en el seno de estas naciones, separa a los hombres y los aleja uno del otro, y cuando el pecado se revela en todas las maneras de vergüenza e injusticia - la gloria de Dios exige que estos horrores sean frenados, que el orden regrese a este caos, y que una fuerza coactiva desde afuera se establezca para que la sociedad humana sea posible. Este derecho lo tiene Dios, y El solo. Ningún hombre tiene el derecho de gobernar sobre otro hombre; sino un tal derecho se convirtiría necesariamente e inmediatamente en el derecho del más fuerte. Como el tigre en la jungla se enseñorea del antílope indefenso, así se enseñoreó un faraón de los egipcios al borde del Nilo. Ni puede un grupo de personas, por medio de un contrato y de su propio derecho, obligarle a Ud. a obedecer a otro hombre. ¿Qué fuerza existiera que me obligara, por el solo hecho de que hace años alguno de mis antecesores hizo un "contrato social" con otros hombres de su tiempo? Como hombre me paro libre y audaz, contra el más poderoso de mis prójimos. No hablo de la familia, porque allí gobiernan los lazos orgánicos, naturales; pero en la esfera del Estado no me rindo ni me postro ante nadie que es hombre como yo.

La autoridad sobre los hombres no puede surgir de los hombres. Tampoco de una mayoría sobre una minoría, pues la historia demuestra, casi en cada página, que con mucha frecuencia la minoría tenía la razón. Y por tanto, a la primera declaración calvinista de que solo el pecado hizo necesaria la institución de gobiernos, añadimos esta segunda declaración no menos impactante, que toda la autoridad de los gobiernos en la tierra se origina únicamente en la soberanía de Dios. Cuando Dios me dice: "Obedece", entonces yo humildemente inclino mi cabeza, sin comprometer en lo más mínimo mi dignidad personal como hombre. En la misma medida como Ud. se degrada cuando se inclina ante un hijo del hombre, así Ud. se eleva cuando se somete a la autoridad del Señor del cielo y de la tierra. Así dice la Escritura: "Por mí gobiernan lo reyes"; o como declara el apóstol: "Las autoridades que están, son ordenadas por Dios. Por tanto, el que resiste contra la autoridad, se opone a la ordenanza de Dios." El gobierno es un instrumento de la "gracia común", para contrarrestar todo libertinaje y transgresión, y para proteger al bueno contra el malo. Pero el gobierno es más todavía. Aparte de todo esto, es instituído por Dios como Su siervo, para conservar la obra gloriosa de Dios en la creación de la humanidad, contra la destrucción total. El pecado ataca la obra de Dios, el plan de Dios, la justicia de Dios, la honra de Dios, como el arquitecto y constructor supremo. Así, estableciendo las autoridades que son, para mantener por medio de ellas Su justicia contra los intentos del pecado, Dios dio a los gobiernos el terrible derecho sobre vida y muerte. Por tanto, todas las autoridades que son, sea en imperios o en repúblicas, en ciudades o en estados, gobiernan "por la gracia de Dios". Por la misma razón, la justicia tiene un carácter santo. Y por el mismo motivo, cada ciudadano es obligado a obedecer, no solo por el temor al castigo, sino por causa de la conciencia. Además, Calvino declaró explícitamente que la autoridad como tal no es afectada de ninguna manera por la forma como un gobierno es instituido y en qué forma se manifiesta. Sabemos que él mismo prefirió una república, y que no tuvo ninguna preferencia para una monarquía como si fuera la forma divina e ideal de un gobierno. Este hubiera sido el caso en un estado sin pecado. Si el pecado no hubiera entrado, Dios hubiera sido el único rey de todos los hombres; y esta condición volverá en la gloria futura, cuando Dios será nuevamente todo y en todo. El gobierno directo de Dios mismo es absolutamente monárquico; ningún monoteísta lo negará. Pero Calvino consideró deseable una cooperación de muchas personas bajo un control mutuo, o sea, una república, ahora que una institución mecánica de un gobierno es necesaria por causa del pecado. En su sistema, sin embargo, esta diferencia era solamente gradual y no fundamental. El considera una monarquía y una aristocracia, como también una democracia, como formas de gobierno igualmente posibles y practicables; con tal que se mantenga de manera incambiable que nadie en la tierra puede reclamar autoridad sobre sus prójimos, excepto que esta autoridad haya sido puesta sobre él "por la gracia de Dios"; y por tanto, el deber de la obediencia no nos es impuesto por ningún hombre, sino por Dios mismo.

La pregunta cómo se indican aquellas personas que por autoridad divina deben ser investidas con poder, según Calvino, no puede ser respondida para todos los pueblos y todos los tiempos de la misma manera. Sin embargo, él declara que en un sentido ideal, la condición más deseable se encuentra donde el mismo pueblo elige a su propio gobierno. Donde una tal condición existe, él piensa que el pueblo debe reconocer en ello con gratitud un favor de Dios, exactamente como se expresa en el preámbulo de más de una de vuestras constituciones: - "En gratitud al Dios Todopoderoso porque Él nos dio el poder de elegir a nuestro propio gobierno." En su comentario sobre Samuel, Calvino advierte a tales naciones: "Y ustedes, oh naciones, a las cuales Dios dio la libertad de elegir a vuestros propios gobiernos, vigilen para que no pierdan este favor al elegir en las posiciones de más alto honor a infames y a enemigos de Dios." Puedo añadir que la elección del pueblo gana de manera natural donde no existe ninguna otra regla, o donde se deshace la regla existente. Dondequiera que se fundaron nuevos Estados, excepto por conquista o fuerza, el primer gobierno siempre se estableció por elección popular; e igualmente donde la máxima autoridad había caído en desorden, sea por ausencia de una sucesión determinada, o por la violencia de una revolución, siempre era el pueblo el cual a través de sus representantes reclamó el derecho de restaurarla. Pero de la misma manera decidida, Calvino asegura que Dios tiene el poder soberano, en Su providencia, de quitar de un pueblo esta condición más deseable, o de nunca concedérsela, cuando una nación no es apta para ella, o por su pecado dejó de merecer esta bendición. El desarrollo histórico de una nación muestra en qué otras maneras se concede autoridad. Puede fluir del derecho de herencia, como en una monarquía hereditaria. Puede resultar de una guerra y conquista, como en el caso de Pilato que tuvo poder "dado de lo alto" sobre Jesús. Puede proceder de electores, como en el imperio germano antiguo. Puede descansar sobre los estados del país, como en la antigua república holandesa. En forma resumida, puede asumir una variedad de formas porque hay diferencias interminables en el desarrollo de las naciones. Una forma de gobierno como la vuestra no podría existir ni un solo día en China. Hasta ahora, el pueblo de Rusia no es apto para ninguna forma de gobierno constitucional. Y entre los negros de Sudáfrica, aun un gobierno como el que existe en Rusia sería completamente inconcebible. Todo esto es determinado y señalado por Dios, por medio del consejo secreto de Su providencia. Todo esto, sin embargo, no es ninguna teocracia. Una teocracia existía solamente en Israel, porque en Israel Dios intervenía inmediatamente. Tanto por los Urim y Tumim como por la profecía, por Sus milagros de protección y por Sus juicios de castigo, El mantuvo en Sus propias manos la jurisdicción y el liderazgo de Su pueblo. Pero la confesión calvinista de la soberanía de Dios se aplica al mundo entero, es verdad para todas las naciones, y vigente en toda autoridad que el hombre ejerce sobre el hombre; incluso en la autoridad que los padres tienen sobre sus hijos.

Por tanto, es una fe política que podemos expresar en estas tres declaraciones:

1. Solo Dios - ninguna criatura - tiene derechos soberanos, en el destino de las naciones, porque solo Dios las creó, las mantiene por Su poder, y las gobierna con Sus ordenanzas.

 2. El pecado, en el área de la política, quebrantó el gobierno directo de Dios; y por tanto, el ejercicio de autoridad para gobernar fue después puesto sobre hombres, como un remedio mecánico.

3. En cualquier forma que se manifieste esta autoridad, el hombre nunca posee poder sobre su prójimo en alguna otra manera aparte de una autoridad que desciende sobre él desde la majestad de Dios.

 Directamente opuestos a esta confesión calvinista hay dos otras teorías.

La teoría de la soberanía popular, como fue proclamada como antitesis en París en 1789, y la teoría de la soberanía del Estado, como fue últimamente desarrollada por la escuela histórica-panteista de Alemania. Ambas teorías son idénticas en el corazón, pero para fines de claridad hay que tratarlas de manera separada.  

 ¿Qué fue lo que impulsó y animó los espíritus de los hombres en la gran Revolución Francesa? ¿La indignación ante los abusos que se habían introducido? ¿El horror ante un despotismo coronado? ¿Una noble defensa de los derechos y libertades del pueblo? Por partes, ciertamente; pero en todo esto hay tan poco de pecado que incluso un calvinista reconoce en estos tres puntos con gratitud el juicio divino que en aquel tiempo fue ejecutado en París. Pero la fuerza que impulsó la Revolución Francesa no estaba en este odio contra los abusos. Cuando Edmundo Burke compara la "revolución gloriosa" de 1688 con la revolución de 1789, dice: "Nuestra revolución y la de Francia son exactamente lo opuesto una de la otra, en casi cada punto en particular, y en su espíritu entero." Este mismo Edmundo Burke, un antagonista tan fuerte contra la Revolución Francesa, ha defendido varonilmente vuestra propia rebelión contra Inglaterra, como "surgiendo de un principio de energía que mostró en esta buena gente la principal causa de un espíritu libre, el más adverso contra toda sumisión implícita de la mente y opinión."

Las tres revoluciones en el mundo calvinista dejaron intacta la gloria de Dios; ellas incluso surgieron del reconocimiento de Su majestad. Cada uno admitirá esto de nuestra rebelión contra España, bajo Guillermo el Silencioso. Tampoco se ha dudado de ello en la "revolución gloriosa" que fue coronada con la llegada de Guillermo de Orange III y la caída de los Stuart. Y lo mismo es cierto en vuestra propia revolución. Se expresa en tantas palabras en la Declaración de Independencia, por John Hancock, que los americanos se aseguraron "por la ley de la naturaleza y del Dios de la naturaleza"; que actuaron "como provistos por el Creador con ciertos derechos inajenables"; que apelaron "al Juez Supremo del mundo en cuanto a la rectitud de su intención", y que publicaron su Declaración de Independencia "con una firme confianza en la protección de la Providencia Divina". En los "Artículos de la Confederación" se confiesa en el preámbulo "que plació al gran Gobernador del mundo inclinar los corazones de los legisladores". También se declara en el preámbulo de la constitución de muchos Estados: "En gratitud al Dios Todopoderoso por la libertad civil, política y religiosa que Él nos permitió disfrutar por tanto tiempo, y mirando a Él, para una bendición sobre nuestros esfuerzos." Dios es honrado allí como "el Gobernador Soberano" y "el Legislador del Universo", y se admite allí específicamente que solo de Dios recibieron los pueblos "el derecho de escoger su propia forma de gobierno". En una de las reuniones de la Convención, Franklin propuso en un momento de ansiedad suprema que buscaran la sabiduría de Dios en oración. Y si alguien sigue teniendo dudas de si la revolución americana era similar a la de París o no, esta duda será completamente tranquilizada por la lucha amarga en 1793 entre Jefferson y Hamilton. Por tanto, permanece lo que expresó el historiador alemán Von Holtz: "Sería locura decir que los escritos de Rousseau hubieran ejercido alguna influencia sobre el desarrollo en América." O como Hamilton mismo lo expresó, que él consideró "la Revolución Francesa no más similar a la Revolución Americana, de lo que la esposa infiel en una novela francesa parece a la matrona puritana en Nueva Inglaterra."

 La Revolución Francesa es en su principio distinta de todas estas revoluciones nacionales que fueron emprendidas con los labios en oración y con la confianza en la ayuda de Dios. La Revolución Francesa ignora a Dios. Se opone a Dios. Se niega a reconocer alguna base más profunda para la vida política, de la que se encuentra en la naturaleza, o sea, en el hombre mismo. Por tanto, el primer artículo de la confesión de la infidelidad absoluta es: "Ni Dios ni maestro". El Dios soberano es destronado, y el hombre con su libre albedrio se sienta en el trono vacante. Es la voluntad del hombre que determina todo. Todo poder, toda autoridad se origina en el hombre. Así uno llega desde el hombre individual a los muchos hombres; y en estos muchos hombres comprendidos como "el pueblo", está escondida la fuente más profunda de toda soberanía. No hay ninguna mención, como en vuestra Constitución, de una soberanía derivada de Dios que El, bajo ciertas condiciones, implanta en el pueblo. Aquí se asegura una soberanía propia, que siempre y en todos los estados puede solamente proceder del pueblo mismo, sin ninguna raíz más profunda que en la voluntad humana. Es una soberanía del pueblo que es perfectamente idéntica con el ateismo. En la esfera del calvinismo, como también en vuestra Declaración, las rodillas se doblan ante Dios, mientras las cabezas se levantan orgullosamente frente al hombre. Pero aquí, desde el punto de vista de la soberanía del pueblo, el puño se cierra de manera desafiante contra Dios, mientras el hombre se arrastra ante sus prójimos, adornando su humillación con la ficción de que hace miles de años algunos hombres de los cuales nadie se acuerda, acordaron un contrato político, o como ellos lo llamaron, "contrato social". Ahora, ¿Uds. preguntan por los resultados? Entonces, permitan que la historia les cuente como la rebelión de los Países Bajos, la "revolución gloriosa" de Inglaterra y vuestra propia rebelión contra la corona británica trajeron libertad, y respondan para Uds. mismos a la pregunta: ¿Resultó la Revolución Francesa en algo más que el encadenamiento de la libertad en la omnipotencia del Estado? De hecho, ningún país en nuestro siglo XIX ha tenido una historia más triste que Francia. No nos sorprende que la Alemania científica haya roto con esta soberanía ficticia del pueblo, desde los días de De Savigny y Niebuhr. La escuela histórica, fundada por estos hombres eminentes, ha denunciado públicamente la ficción de 1789. Cada conocedor de historia ahora la ridiculiza. Solo que aquello que recomiendan en su lugar, no es mejor. Ahora ya no es la soberanía del pueblo, pero la soberanía del Estado, un producto del panteismo filosófico alemán. Las ideas se encarnan en la realidad, y entre estas, la idea del Estado era la suprema, la más rica, la más perfecta idea de la relación entre el hombre y el hombre. Entonces, el Estado se convirtió en un concepto místico. El Estado fue considerado como un ser misterioso, con un "yo" escondido; con una conciencia de Estado que se desarrolla lentamente; y con una voluntad de Estado que incrementa su fuerza, y que por medio de un proceso lento se esfuerza a alcanzar ciegamente la meta suprema del Estado. El pueblo no se consideraba, como con Rousseau, como la suma total de los individuos. Se entendió correctamente que un pueblo no es un agregado de personas, sino una entidad orgánica. Este organismo necesariamente tiene que tener sus miembros orgánicos. Lentamente, estos órganos llegaron a su desarrollo histórico. Por medio de estos órganos opera la voluntad del Estado, y todo tiene que inclinarse ante esta voluntad. Esta voluntad soberana del Estado puede manifestarse en una república, una monarquía, en un César, un déspota asiático, un tirano como Felipe de España, o un dictador como Napoleón. Todos estos eran solamente formas en las cuales se incorporaba la misma idea del Estado; las etapas del desarrollo como un proceso interminable. Pero en cualquier forma que se revelaba este ser místico del Estado, la idea permanecía suprema: el Estado pronto aseguraba su soberanía, y para cada miembro del Estado la piedra de toque de su sabiduría consistía en dar lugar a esta apoteosis del Estado. Así se deja de un lado todo derecho transcendente en Dios, hacia el cual el oprimido levanta su rostro. No hay ningún otro derecho sino el derecho inmanente que está escrito en la ley. La ley tiene la razón, no porque su contenido estuviera en armonía con los principios eternos del derecho, sino porque es la ley. Si mañana se legisla exactamente lo contrario, esta ley también debe tener la razón. Y el fruto de esta teoría fatal es naturalmente que la conciencia del derecho es destruida, que toda seguridad del derecho se aparta de nuestras mentes, y que se extingue todo entusiasmo por el derecho. Lo que existe es bueno porque existe; y ya no es la voluntad de Dios, de Aquel que nos creó y nos conoce, sino es la voluntad cambiante del Estado que se convierte en un dios, no teniendo a nadie por encima de sí, y que decide como nuestra vida debe ser. Y si Uds. consideran además que este Estado místico expresa y afirma su voluntad solamente por medio de hombres, ¿qué otra prueba necesitamos de que esta soberanía del Estado, igual como la soberanía popular, no supera la humillante sujeción del hombre bajo su prójimo, y nunca asciende a un deber de sujeción que encuentra su agente en la conciencia? Por tanto, en oposición contra la soberanía popular ateísta de los enciclopedistas, y también contra la soberanía del Estado panteísta de los filósofos alemanes, el calvinista mantiene la soberanía de Dios, como la fuente de toda autoridad entre los hombres. El calvinista levanta lo mejor y supremo en nuestras aspiraciones, al colocar a cada hombre y cada pueblo ante el rostro de nuestro Padre en los cielos. El calvinismo señala la diferencia entre la unión natural de nuestra sociedad orgánica, y el lazo mecánica que impone la autoridad del gobierno. Lo hace fácil para nosotros obedecer a la autoridad porque en toda autoridad nos hace honrar la soberanía divina. Nos levanta desde una obediencia nacida del terror ante el brazo fuerte, a una obediencia por causa de la conciencia. Nos enseña a levantar la mirada desde la ley existente hacia la fuente del Derecho eterno en Dios, y crea en nosotros la valentía indomable para protestar incesantemente contra la injusticia de la ley en el nombre de este Derecho supremo. Y no importa cuán poderosamente el Estado se levante para oprimir el desarrollo libre individual, por encima de este Estado poderoso siempre brilla ante el ojo de nuestra alma, infinitamente más poderoso, la majestad del Rey de reyes, cuyo tribunal justo siempre mantiene el derecho de apelación para todos los oprimidos, y al cual la oración del pueblo siempre asciende, para bendecir nuestra nación, y en esta nación, a nosotros y nuestra casa.

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