El calvinismo y
la política
Mi tercera exposición deja atrás el santuario de la
religión y entra en el dominio del Estado la primera transición del círculo
sagrado al campo secular de la vida humana. Solo ahora, entonces, procedemos de
manera sumaria y principal a combatir la sugerencia no histórica de que el
calvinismo represente un movimiento exclusivamente eclesiástico y doctrinal. El
impulso religioso del calvinismo colocó también debajo de la sociedad política
un concepto fundamental, suyo propio, porque no solamente cortó las ramas y
limpió el tronco, sino alcanzó hasta la misma raíz de nuestra vida humana. El
hecho de que tuvo que ser así se hace evidente para cualquiera que se dé cuenta
de que nunca se hizo dominante ningún esquema político que no hubiera sido
basado en algún concepto religioso o anti-religioso específico. Y que este fue
el caso en el calvinismo, se hace aparente en los cambios políticos que causó
en estos tres países históricos de la libertad política, en los Países Bajos,
en Inglaterra y en los Estados Unidos. Todo historiador competente sin excepción
confirmará las palabras de Bancroft: "El fanático del calvinismo era un
fanático de la libertad; pues en la guerra moral por la libertad, su credo era
parte de su ejército, y su aliado más fiel en la batalla." Y Groen van
Prinsterer lo expresó así: "En el calvinismo está el origen y la garantía
de nuestras libertades constitucionales."
Que el calvinismo llevó las leyes públicas por
nuevos caminos, primero en Europa Occidental, después en dos continentes, y hoy
más y más entre todas las naciones civilizadas, esto es admitido por todos los
científicos, aunque no plenamente por la opinión pública. Pero para mi
propósito, no es suficiente solamente nombrar este hecho importante. Para que
se perciba la influencia del calvinismo en nuestro desarrollo político, tenemos
que demostrar cuáles son los conceptos políticos fundamentales para los cuales
el calvinismo abrió la puerta, y cómo estos conceptos políticos surgieron de su
principio raíz. Este principio dominante no era, soteriológicamente, la
justificación por fe, sino en el sentido cosmológico más amplio, la soberanía
del Dios Trino sobre el cosmos entero, en todas sus esferas y reinos, visibles
e invisibles. Una soberanía primordial que irradia a la humanidad en una triple
soberanía derivada:
1. la soberanía en el Estado,
2. la soberanía en la sociedad,
y 3 la soberanía en la iglesia.
Permítanme
argumentar sobre este asunto en detalle, señalando cómo esta triple soberanía
fue entendida por el calvinismo.
La soberanía en
el Estado
Primero, una soberanía derivada en esta esfera
política que definimos como el Estado. Y después admitimos que el impulso para
formar estados surge de la naturaleza social del hombre, que ya fue expresada
por Aristóteles cuando llamó al hombre un zoon politikon. Dios podría haber
creado a los hombres como individuos desconectados, parados lado a lado y sin
coherencia genealógica. Así como Adán fue creado de manera individual, Dios
podría haber llamado en existencia individualmente al segundo, tercero, y a
cada subsiguiente hombre; pero no lo hizo así. El hombre es creado del hombre,
y por su nacimiento es unido orgánicamente con la raza entera. Juntos formamos
una sola humanidad, no solamente con los que viven ahora, sino también con
todas las generaciones antes de nosotros y con todos aquellos que vendrán
después de nosotros. Toda la raza humana es de una sola sangre. El concepto de
estados, sin embargo, que subdividen la tierra en continentes, y cada
continente en pedazos, no armoniza con esta idea. La unidad orgánica de nuestra
raza se realizaría políticamente solamente si un solo Estado podría abarcar
todo el mundo, y si la humanidad entera sería asociada en un solo imperio
mundial. Si el pecado no hubiera intervenido, sin duda esto hubiera sido así.
Si el pecado, como fuerza desintegrante, no hubiera dividido la humanidad en
diferentes secciones, nada hubiera perjudicado la unidad orgánica de nuestra
raza. Y el error de los Alejandros, y de los Augustos, y de los Napoleones, no
fue a el que sintieron el encanto de la idea de un solo imperio mundial; su
error fue que se lanzaron a realizar esta idea a pesar de que la fuerza del
pecado había disuelta nuestra unidad.
De manera parecida, los esfuerzos internacionales cosmopolitas
de la democracia social del presente, en su concepto de unión, son un ideal que
en este momento nos encanta, pero intentan alcanzar lo inalcanzable porque
tratan de realizar este ideal sublime y sagrado ahora, en un mundo de pecado.
Sí, e incluso la anarquía, el intento de deshacer todas las conexiones mecánicas
entre los hombres y toda la autoridad humana, y de animar el crecimiento de un
nuevo lazo orgánico que surja de la misma naturaleza - yo digo, todo esto es
solamente el mirar atrás hacia un paraíso perdido. De hecho, sin el pecado no
hubiera habido ni un gobierno ni un orden de estado; sino la vida política
entera se hubiera evolucionada de forma patriarcal, desde la vida de la
familia. Ni jueces ni policía, ni ejército ni marina, son concebibles en un
mundo sin pecado; y por tanto toda regla y ordenanza y ley desaparecería, así
como todo control y poder del magistrado, si la vida se desarrollara de manera
normal y sin obstáculo desde su impulso orgánico. ¿Quién venda, donde nada es
fracturado? ¿Quién usa muletas, cuando sus miembros están sanos? Por tanto,
toda formación de Estado, todo poder del gobierno, todo medio mecánico de
forzar un orden y de garantizar un rumbo sano de la vida es siempre algo poco
natural, algo contra lo cual las aspiraciones más profundas de nuestra
naturaleza se rebelan; y que en este mismo momento podría convertirse en la
fuente de un terrible abuso de poder por parte de aquellos que lo ejercen, y de
una revolución continua de parte de las multitudes. Esto originó la batalla de
todos los tiempos entre autoridad y libertad, y en esta batalla fue la sed
innata por la libertad, dada por Dios mismo, la que frenó la autoridad
dondequiera que se convirtió en despotismo. Y así, todo concepto verdadero de
la naturaleza del Estado y de la autoridad del gobierno, y todo concepto verdadero
del derecho y deber del pueblo a defender la libertad, depende de lo que el
calvinismo puso al frente en este asunto, como la verdad primordial - que Dios
instituyó el gobierno, por causa del pecado.
En este
pensamiento están escondidos tanto el lado luminoso como el lado oscuro de la
vida del Estado. El lado oscuro, porque esta multitud de estados no debería
existir; debería haber un solo imperio mundial. Estos gobiernos gobiernan
mecánicamente y no armonizan con nuestra naturaleza. Y esta autoridad del
gobierno se ejerce por hombres pecaminosos, y por tanto es sujeta a todo tipo
de ambiciones despóticas. Pero también el lado luminoso, porque una humanidad
pecaminosa, sin una división en estados, sin ley y sin gobierno, sería un
verdadero infierno en la tierra; o por lo menos una repetición de lo que
existía en la tierra cuando Dios hundió la primera raza degenerada en el
diluvio. Por tanto, el calvinismo,
con su concepto profundo del pecado, descubrió
la verdadera raíz de la vida del Estado, y nos enseñó dos cosas: Primero,
que recibamos con gratitud, de las manos de Dios, la institución del Estado con
su gobierno, como un medio de conservación que por ahora es indispensable. Y
por el otro lado también que con nuestro impulso natural, tenemos que vigilar
siempre contra el peligro que acecha contra nuestra libertad personal, en el
poder del Estado. Pero el calvinismo hizo más que esto. En la política nos
enseñó también que el elemento humano - el pueblo - no debe ser considerado
como el objetivo principal, de manera que a Dios solamente se le llama para que
ayude a este pueblo en la hora de su necesidad; sino al contrario, que Dios, en
Su Majestad, tiene que brillar ante los ojos de toda nación, y que todas las
naciones juntas son consideradas por El solo como una gota en el balde o como
el polvo en la balanza. Desde los extremos de la tierra, Dios cita a todas las
naciones y pueblos ante Su trono de juicio. Dios creó las naciones. Ellas
existen para El. Ellas son Su propiedad. Y por tanto, todas estas naciones, y
en ellas la humanidad, tienen que existir para Su gloria y consecuentemente
según Sus ordenanzas, para que en su prosperidad, cuando ellas caminen según
Sus ordenanzas, Su sabiduría divina se haga visible. Entonces, cuando la
humanidad se divide por el pecado, en una multitud de pueblos separados; cuando
el pecado, en el seno de estas naciones, separa a los hombres y los aleja uno
del otro, y cuando el pecado se revela en todas las maneras de vergüenza e
injusticia - la gloria de Dios exige que estos horrores sean frenados, que el
orden regrese a este caos, y que una fuerza coactiva desde afuera se establezca
para que la sociedad humana sea posible. Este derecho lo tiene Dios, y El solo.
Ningún hombre tiene el derecho de gobernar sobre otro hombre; sino un tal
derecho se convirtiría necesariamente e inmediatamente en el derecho del más
fuerte. Como el tigre en la jungla se enseñorea del antílope indefenso, así se
enseñoreó un faraón de los egipcios al borde del Nilo. Ni puede un grupo de personas,
por medio de un contrato y de su propio derecho, obligarle a Ud. a obedecer a
otro hombre. ¿Qué fuerza existiera que me obligara, por el solo hecho de que
hace años alguno de mis antecesores hizo un "contrato social" con
otros hombres de su tiempo? Como hombre me paro libre y audaz, contra el más
poderoso de mis prójimos. No hablo de la familia, porque allí gobiernan los
lazos orgánicos, naturales; pero en la esfera del Estado no me rindo ni me
postro ante nadie que es hombre como yo.
La autoridad sobre los hombres no puede surgir de
los hombres. Tampoco de una mayoría sobre una minoría, pues la historia
demuestra, casi en cada página, que con mucha frecuencia la minoría tenía la
razón. Y por tanto, a la primera declaración calvinista de que solo el pecado
hizo necesaria la institución de gobiernos, añadimos esta segunda declaración
no menos impactante, que toda la autoridad de los gobiernos en la tierra se
origina únicamente en la soberanía de Dios. Cuando Dios me dice:
"Obedece", entonces yo humildemente inclino mi cabeza, sin
comprometer en lo más mínimo mi dignidad personal como hombre. En la misma
medida como Ud. se degrada cuando se inclina ante un hijo del hombre, así Ud.
se eleva cuando se somete a la autoridad del Señor del cielo y de la tierra.
Así dice la Escritura: "Por mí gobiernan lo reyes"; o como declara el
apóstol: "Las autoridades que están, son ordenadas por Dios. Por tanto, el
que resiste contra la autoridad, se opone a la ordenanza de Dios." El
gobierno es un instrumento de la "gracia común", para contrarrestar
todo libertinaje y transgresión, y para proteger al bueno contra el malo. Pero
el gobierno es más todavía. Aparte de todo esto, es instituído por Dios como Su
siervo, para conservar la obra gloriosa de Dios en la creación de la humanidad,
contra la destrucción total. El pecado ataca la obra de Dios, el plan de Dios,
la justicia de Dios, la honra de Dios, como el arquitecto y constructor
supremo. Así, estableciendo las autoridades que son, para mantener por medio de
ellas Su justicia contra los intentos del pecado, Dios dio a los gobiernos el
terrible derecho sobre vida y muerte. Por tanto, todas las autoridades que son,
sea en imperios o en repúblicas, en ciudades o en estados, gobiernan "por
la gracia de Dios". Por la misma razón, la justicia tiene un carácter
santo. Y por el mismo motivo, cada ciudadano es obligado a obedecer, no solo
por el temor al castigo, sino por causa de la conciencia. Además, Calvino
declaró explícitamente que la autoridad como tal no es afectada de ninguna
manera por la forma como un gobierno es instituido y en qué forma se
manifiesta. Sabemos que él mismo prefirió una república, y que no tuvo ninguna
preferencia para una monarquía como si fuera la forma divina e ideal de un
gobierno. Este hubiera sido el caso en un estado sin pecado. Si el pecado no
hubiera entrado, Dios hubiera sido el único rey de todos los hombres; y esta
condición volverá en la gloria futura, cuando Dios será nuevamente todo y en
todo. El gobierno directo de Dios mismo es absolutamente monárquico; ningún
monoteísta lo negará. Pero Calvino consideró deseable una cooperación de muchas
personas bajo un control mutuo, o sea, una república, ahora que una institución
mecánica de un gobierno es necesaria por causa del pecado. En su sistema, sin
embargo, esta diferencia era solamente gradual y no fundamental. El considera
una monarquía y una aristocracia, como también una democracia, como formas de
gobierno igualmente posibles y practicables; con tal que se mantenga de manera
incambiable que nadie en la tierra puede reclamar autoridad sobre sus prójimos,
excepto que esta autoridad haya sido puesta sobre él "por la gracia de
Dios"; y por tanto, el deber de la obediencia no nos es impuesto por
ningún hombre, sino por Dios mismo.
La pregunta cómo se indican aquellas personas que
por autoridad divina deben ser investidas con poder, según Calvino, no puede
ser respondida para todos los pueblos y todos los tiempos de la misma manera.
Sin embargo, él declara que en un sentido ideal, la condición más deseable se
encuentra donde el mismo pueblo elige a su propio gobierno. Donde una tal
condición existe, él piensa que el pueblo debe reconocer en ello con gratitud
un favor de Dios, exactamente como se expresa en el preámbulo de más de una de vuestras
constituciones: - "En gratitud al Dios Todopoderoso porque Él nos dio el
poder de elegir a nuestro propio gobierno." En su comentario sobre Samuel,
Calvino advierte a tales naciones: "Y ustedes, oh naciones, a las cuales
Dios dio la libertad de elegir a vuestros propios gobiernos, vigilen para que
no pierdan este favor al elegir en las posiciones de más alto honor a infames y
a enemigos de Dios." Puedo añadir que la elección del pueblo gana de
manera natural donde no existe ninguna otra regla, o donde se deshace la regla
existente. Dondequiera que se fundaron nuevos Estados, excepto por conquista o
fuerza, el primer gobierno siempre se estableció por elección popular; e
igualmente donde la máxima autoridad había caído en desorden, sea por ausencia
de una sucesión determinada, o por la violencia de una revolución, siempre era
el pueblo el cual a través de sus representantes reclamó el derecho de
restaurarla. Pero de la misma manera decidida, Calvino asegura que Dios tiene
el poder soberano, en Su providencia, de quitar de un pueblo esta condición más
deseable, o de nunca concedérsela, cuando una nación no es apta para ella, o
por su pecado dejó de merecer esta bendición. El desarrollo histórico de una
nación muestra en qué otras maneras se concede autoridad. Puede fluir del
derecho de herencia, como en una monarquía hereditaria. Puede resultar de una
guerra y conquista, como en el caso de Pilato que tuvo poder "dado de lo
alto" sobre Jesús. Puede proceder de electores, como en el imperio germano
antiguo. Puede descansar sobre los estados del país, como en la antigua
república holandesa. En forma resumida, puede asumir una variedad de formas
porque hay diferencias interminables en el desarrollo de las naciones. Una
forma de gobierno como la vuestra no podría existir ni un solo día en China.
Hasta ahora, el pueblo de Rusia no es apto para ninguna forma de gobierno
constitucional. Y entre los negros de Sudáfrica, aun un gobierno como el que
existe en Rusia sería completamente inconcebible. Todo esto es determinado y
señalado por Dios, por medio del consejo secreto de Su providencia. Todo esto,
sin embargo, no es ninguna teocracia. Una teocracia existía solamente en
Israel, porque en Israel Dios intervenía inmediatamente. Tanto por los Urim y
Tumim como por la profecía, por Sus milagros de protección y por Sus juicios de
castigo, El mantuvo en Sus propias manos la jurisdicción y el liderazgo de Su
pueblo. Pero la confesión calvinista de la soberanía de Dios se aplica al mundo
entero, es verdad para todas las naciones, y vigente en toda autoridad que el
hombre ejerce sobre el hombre; incluso en la autoridad que los padres tienen
sobre sus hijos.
Por tanto, es una fe política que podemos expresar
en estas tres declaraciones:
1. Solo Dios
- ninguna criatura - tiene derechos soberanos, en el destino de las
naciones, porque solo Dios las creó, las mantiene por Su poder, y las gobierna
con Sus ordenanzas.
2. El pecado, en el área de la política,
quebrantó el gobierno directo de Dios; y por tanto, el ejercicio de autoridad
para gobernar fue después puesto sobre hombres, como un remedio mecánico.
3. En cualquier forma que se manifieste esta
autoridad, el hombre nunca posee poder sobre su prójimo en alguna otra manera
aparte de una autoridad que desciende sobre él desde la majestad de Dios.
Directamente opuestos a esta confesión
calvinista hay dos otras teorías.
La teoría de la
soberanía popular, como fue
proclamada como antitesis en París en 1789, y la teoría de la soberanía del Estado, como fue últimamente
desarrollada por la escuela histórica-panteista de Alemania. Ambas teorías son
idénticas en el corazón, pero para fines de claridad hay que tratarlas de
manera separada.
¿Qué fue lo
que impulsó y animó los espíritus de los hombres en la gran Revolución Francesa?
¿La indignación ante los abusos que se habían introducido? ¿El horror ante un
despotismo coronado? ¿Una noble defensa de los derechos y libertades del
pueblo? Por partes, ciertamente; pero en todo esto hay tan poco de pecado que
incluso un calvinista reconoce en estos tres puntos con gratitud el juicio
divino que en aquel tiempo fue ejecutado en París. Pero la fuerza que impulsó
la Revolución Francesa no estaba en este odio contra los abusos. Cuando Edmundo
Burke compara la "revolución gloriosa" de 1688 con la revolución de
1789, dice: "Nuestra revolución y la de Francia son exactamente lo opuesto
una de la otra, en casi cada punto en particular, y en su espíritu
entero." Este mismo Edmundo Burke, un antagonista tan fuerte contra la
Revolución Francesa, ha defendido varonilmente vuestra propia rebelión contra
Inglaterra, como "surgiendo de un principio de energía que mostró en esta
buena gente la principal causa de un espíritu libre, el más adverso contra toda
sumisión implícita de la mente y opinión."
Las tres
revoluciones en el mundo calvinista dejaron intacta la gloria de Dios; ellas
incluso surgieron del reconocimiento de Su majestad. Cada uno admitirá esto de nuestra rebelión contra
España, bajo Guillermo el Silencioso. Tampoco se ha dudado de ello en la
"revolución gloriosa" que fue coronada con la llegada de Guillermo de
Orange III y la caída de los Stuart. Y lo mismo es cierto en vuestra propia
revolución. Se expresa en tantas palabras en la Declaración de Independencia,
por John Hancock, que los americanos se aseguraron "por la ley de la
naturaleza y del Dios de la naturaleza"; que actuaron "como provistos
por el Creador con ciertos derechos inajenables"; que apelaron "al
Juez Supremo del mundo en cuanto a la rectitud de su intención", y que
publicaron su Declaración de Independencia "con una firme confianza en la
protección de la Providencia Divina". En los "Artículos de la
Confederación" se confiesa en el preámbulo "que plació al gran
Gobernador del mundo inclinar los corazones de los legisladores". También
se declara en el preámbulo de la constitución de muchos Estados: "En
gratitud al Dios Todopoderoso por la libertad civil, política y religiosa que Él
nos permitió disfrutar por tanto tiempo, y mirando a Él, para una bendición
sobre nuestros esfuerzos." Dios es honrado allí como "el Gobernador
Soberano" y "el Legislador del Universo", y se admite allí
específicamente que solo de Dios recibieron los pueblos "el derecho de
escoger su propia forma de gobierno". En una de las reuniones de la Convención,
Franklin propuso en un momento de ansiedad suprema que buscaran la sabiduría de
Dios en oración. Y si alguien sigue teniendo dudas de si la revolución
americana era similar a la de París o no, esta duda será completamente
tranquilizada por la lucha amarga en 1793 entre Jefferson y Hamilton. Por
tanto, permanece lo que expresó el historiador alemán Von Holtz: "Sería
locura decir que los escritos de Rousseau hubieran ejercido alguna influencia
sobre el desarrollo en América." O como Hamilton mismo lo expresó, que él
consideró "la Revolución Francesa no más similar a la Revolución
Americana, de lo que la esposa infiel en una novela francesa parece a la
matrona puritana en Nueva Inglaterra."
La Revolución
Francesa es en su principio distinta de todas estas revoluciones nacionales que
fueron emprendidas con los labios en oración y con la confianza en la ayuda de
Dios. La Revolución Francesa ignora a Dios. Se opone a Dios. Se niega a
reconocer alguna base más profunda para la vida política, de la que se encuentra
en la naturaleza, o sea, en el hombre mismo. Por tanto, el primer artículo de
la confesión de la infidelidad absoluta es: "Ni Dios ni maestro". El
Dios soberano es destronado, y el hombre con su libre albedrio se sienta en el
trono vacante. Es la voluntad del hombre que determina todo. Todo poder, toda
autoridad se origina en el hombre. Así uno llega desde el hombre individual a
los muchos hombres; y en estos muchos hombres comprendidos como "el
pueblo", está escondida la fuente más profunda de toda soberanía. No hay
ninguna mención, como en vuestra Constitución, de una soberanía derivada de
Dios que El, bajo ciertas condiciones, implanta en el pueblo. Aquí se asegura
una soberanía propia, que siempre y en todos los estados puede solamente
proceder del pueblo mismo, sin ninguna raíz más profunda que en la voluntad
humana. Es una soberanía del pueblo que es perfectamente idéntica con el
ateismo. En la esfera del calvinismo, como también en vuestra Declaración, las
rodillas se doblan ante Dios, mientras las cabezas se levantan orgullosamente
frente al hombre. Pero aquí, desde el punto de vista de la soberanía del
pueblo, el puño se cierra de manera desafiante contra Dios, mientras el hombre
se arrastra ante sus prójimos, adornando su humillación con la ficción de que
hace miles de años algunos hombres de los cuales nadie se acuerda, acordaron un
contrato político, o como ellos lo llamaron, "contrato social".
Ahora, ¿Uds. preguntan por los resultados? Entonces, permitan que la historia
les cuente como la rebelión de los Países Bajos, la "revolución
gloriosa" de Inglaterra y vuestra propia rebelión contra la corona
británica trajeron libertad, y respondan para Uds. mismos a la pregunta:
¿Resultó la Revolución Francesa en algo más que el encadenamiento de la libertad
en la omnipotencia del Estado? De hecho, ningún país en nuestro siglo XIX ha
tenido una historia más triste que Francia. No nos sorprende que la Alemania
científica haya roto con esta soberanía ficticia del pueblo, desde los días de
De Savigny y Niebuhr. La escuela histórica, fundada por estos hombres
eminentes, ha denunciado públicamente la ficción de 1789. Cada conocedor de
historia ahora la ridiculiza. Solo que aquello que recomiendan en su lugar, no
es mejor. Ahora ya no es la soberanía del pueblo, pero la soberanía del Estado,
un producto del panteismo filosófico alemán. Las ideas se encarnan en la
realidad, y entre estas, la idea del Estado era la suprema, la más rica, la más
perfecta idea de la relación entre el hombre y el hombre. Entonces, el Estado
se convirtió en un concepto místico. El Estado fue considerado como un ser
misterioso, con un "yo" escondido; con una conciencia de Estado que
se desarrolla lentamente; y con una voluntad de Estado que incrementa su
fuerza, y que por medio de un proceso lento se esfuerza a alcanzar ciegamente
la meta suprema del Estado. El pueblo no se consideraba, como con Rousseau,
como la suma total de los individuos. Se entendió correctamente que un pueblo
no es un agregado de personas, sino una entidad orgánica. Este organismo
necesariamente tiene que tener sus miembros orgánicos. Lentamente, estos
órganos llegaron a su desarrollo histórico. Por medio de estos órganos opera la
voluntad del Estado, y todo tiene que inclinarse ante esta voluntad. Esta voluntad
soberana del Estado puede manifestarse en una república, una monarquía, en un
César, un déspota asiático, un tirano como Felipe de España, o un dictador como
Napoleón. Todos estos eran solamente formas en las cuales se incorporaba la
misma idea del Estado; las etapas del desarrollo como un proceso interminable.
Pero en cualquier forma que se revelaba este ser místico del Estado, la idea
permanecía suprema: el Estado pronto aseguraba su soberanía, y para cada
miembro del Estado la piedra de toque de su sabiduría consistía en dar lugar a
esta apoteosis del Estado. Así se deja de un lado todo derecho transcendente en
Dios, hacia el cual el oprimido levanta su rostro. No hay ningún otro derecho
sino el derecho inmanente que está escrito en la ley. La ley tiene la razón, no
porque su contenido estuviera en armonía con los principios eternos del
derecho, sino porque es la ley. Si mañana se legisla exactamente lo contrario,
esta ley también debe tener la razón. Y el fruto de esta teoría fatal es
naturalmente que la conciencia del derecho es destruida, que toda seguridad del
derecho se aparta de nuestras mentes, y que se extingue todo entusiasmo por el
derecho. Lo que existe es bueno porque existe; y ya no es la voluntad de Dios,
de Aquel que nos creó y nos conoce, sino es la voluntad cambiante del Estado
que se convierte en un dios, no teniendo a nadie por encima de sí, y que decide
como nuestra vida debe ser. Y si Uds. consideran además que este Estado místico
expresa y afirma su voluntad solamente por medio de hombres, ¿qué otra prueba
necesitamos de que esta soberanía del Estado, igual como la soberanía popular,
no supera la humillante sujeción del hombre bajo su prójimo, y nunca asciende a
un deber de sujeción que encuentra su agente en la conciencia? Por tanto, en
oposición contra la soberanía popular ateísta de los enciclopedistas, y también
contra la soberanía del Estado panteísta de los filósofos alemanes, el
calvinista mantiene la soberanía de Dios, como la fuente de toda autoridad
entre los hombres. El calvinista levanta lo mejor y supremo en nuestras
aspiraciones, al colocar a cada hombre y cada pueblo ante el rostro de nuestro
Padre en los cielos. El calvinismo señala la diferencia entre la unión natural
de nuestra sociedad orgánica, y el lazo mecánica que impone la autoridad del
gobierno. Lo hace fácil para nosotros obedecer a la autoridad porque en toda
autoridad nos hace honrar la soberanía divina. Nos levanta desde una obediencia
nacida del terror ante el brazo fuerte, a una obediencia por causa de la
conciencia. Nos enseña a levantar la mirada desde la ley existente hacia la
fuente del Derecho eterno en Dios, y crea en nosotros la valentía indomable
para protestar incesantemente contra la injusticia de la ley en el nombre de
este Derecho supremo. Y no importa cuán poderosamente el Estado se levante para
oprimir el desarrollo libre individual, por encima de este Estado poderoso
siempre brilla ante el ojo de nuestra alma, infinitamente más poderoso, la
majestad del Rey de reyes, cuyo tribunal justo siempre mantiene el derecho de
apelación para todos los oprimidos, y al cual la oración del pueblo siempre
asciende, para bendecir nuestra nación, y en esta nación, a nosotros y nuestra
casa.
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