1 Juan 1:8-10
Si
decimos que no hay pecado en nosotros, nos engañamos a nosotros mismos y en
nosotros no está la verdad. Si reconocemos nuestros pecados, podemos fiarnos de
que Él, en Su justicia, nos perdone nuestros pecados y nos deje limpios de toda
injusticia.
Si
decimos que no hemos hecho nada malo, Le dejamos a Él por mentiroso, y Su
Palabra no tiene cabida en nosotros.
En este pasaje Juan describe y condena otros dos errores fatales de
pensamiento.
(i) Hay personas que dicen que no tienen
pecado. Eso puede querer decir una de dos cosas.
Puede que describa al hombre que dice que
no tiene responsabilidad por su pecado. Es bastante fácil encontrar excusas
tras las cuales uno trata de esconderse. Podemos echarle las culpas de nuestros
pecados a nuestra herencia biológica, a las circunstancias, a nuestro
temperamento, a nuestra condición física.
Podemos pretender
que fue otro el que nos indujo a pecar, y nos descarrió. Es característico de
la naturaleza humana el tratar de sacudirse la responsabilidad por el pecado. O
puede que describa al hombre que pretende que puede cometer pecado sin sufrir
las consecuencias.
Juan insiste en
que, cuando una persona ha pecado, sus excusas y justificaciones son
irrelevantes. La única actitud que nos permite hacer frente a la situación es
la confesión humilde y penitente a Dios y, si es necesario, a los hombres.
A continuación dice Juan una cosa alucinante. Dice que podemos
depender de que Dios, en Su justicia, nos perdone si confesamos nuestros
pecados. A primera vista habríamos pensado que Dios, en Su justicia, estaría
más dispuesto a castigar que a perdonar. Pero el hecho es que Dios, porque es
justo, nunca quebranta Su palabra; y la Escritura está llena de promesas de
misericordia para con la persona que acude a Dios con un corazón arrepentido.
Dios ha prometido no despreciar nunca el corazón contrito, y no va a quebrantar
Su palabra. Si confesamos nuestros pecados con humildad y arrepentimieento, Él
nos perdonará. El mismo hecho de presentar excusas y de tratar de
autojustificarnos nos excluye de recibir el perdón, porque nos excluimos del
arrepentimiento; el mismo hecho de la confesión humilde es el que abre la
puerta para el perdón, porque solamente el que tiene un corazón arrepentido
puede reclamar las promesas de Dios.
(ii) Hay personas que dicen que realmente no han pecado. Esa actitud
no es ni mucho menos tan infrecuente como podríamos pensar. Incontables
personas no creen realmente que han pecado, y hasta se ofenden que se las llame
pecadoras. Su equivocación es que creen que el pecado es sólo la clase de cosa
que sale en los periódicos. Olvidan que pecado es hamartía, que
quiere decir literalmente no dar en el blanco. Dejar de ser tan buen
padre, madre, esposo, esposa, hijo, hija, obrero, persona como podríamos ser es
pecar; y eso nos incluye a todos.
En cualquier caso, el que dice
que no ha pecado está realmente nada menos que dejando a Dios por mentiroso,
porque, según las Escrituras, Dios ha dicho claramente que todos hemos pecado.
Así es que Juan condena al que pretende estar tan avanzado en el conocimiento y en la vida
espiritual que el pecado ha dejado de afectarle. Condena al que se exime de la
responsabilidad por su pecado, o que mantiene que el pecado no le afecta lo más
mínimo. Condena al que ni siquiera se ha dado cuenta de que es un pecador. La
esencia de la vida cristiana es, en primer lugar, darnos cuenta de nuestro
pecado; y, seguidamente, acudir a Dios para recibir ese perdón que puede borrar
el pasado y esa limpieza que puede hacer nuevo el futuro.
¡Maranatha!
¡Maranatha!
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