Jeremías 23:29 ¿No es mi palabra como fuego, dice Jehová,
y como martillo que quebranta la piedra?
Colosenses 3:16 La palabra de Cristo more en abundancia en vosotros,
enseñándoos y exhortándoos unos a otros en toda sabiduría, cantando con gracia
en vuestros corazones al Señor con salmos e himnos y cánticos espirituales
2 Timoteo 3; 16-17
16 Toda la Escritura
es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para
instruir en justicia, 17 a fin de que el
hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.
Hebreos 4; 12
Porque la palabra de Dios es viva y
eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el
alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos
y las intenciones del corazón.
La verdad de Dios puede
hacerse semejante a un camino estrecho, orillado a ambos lados por precipicios
peligrosos: en otras palabras, transcurre entre dos simas de error. Lo acertado
de esta figura puede verse en nuestra tendencia a ir de un extremo al otro.
Sólo por medio del Espíritu que lo hace posible podemos mantener el equilibrio.
De fallar este equilibrio, caeríamos en el error, porque el error no es tanto
la negativa de la verdad como la tergiversación de la verdad, el hacer chocar
una parte contra la otra, activamente. La historia de la teología nos ilustra
este hecho de modo gráfico y solemne. Una generación ha defendido un aspecto de
la verdad justa y denodadamente: esta verdad era indispensable en su día. La próxima
generación, en vez de andar en ella y seguir adelante, entabló batalla en favor
de ella intelectualmente, como una marca distintiva de su denominación o
facción, y en general, para defender aquello, que era atacado, por otros, por
lo que rehusaron escuchar la verdad equilibradora que sus enemigos oponían; el
resultado es que los dos lados han perdido el sentido de perspectiva y han
hecho énfasis en lo que creían, aunque estaba desorbitado de sus proporciones
escriturales.
En consecuencia, en la próxima generación, el
verdadero siervo de Dios se ve llamado casi a no hacer caso de aquello que
parecía tan valioso a los ojos de sus padres, y poner énfasis en lo que
aquéllos habían, si no negado, por lo menos perdido de vista. Se dice que los «rayos de luz, tanto si proceden del sol, una
estrella o una vela, se mueven en líneas rectas perfectas; con todo, nuestras
obras son tan inferiores a las de Dios que la mano con más firme pulso no puede
trazar una línea recta perfecta, ni con todo su ingenio ha podido el hombre
inventar un instrumento capaz de hacer una cosa aparentemente tan simple»
(T. Guthrie, 1967).
Sea
como sea, es cierto que el hombre, dejado a sí mismo, nunca ha podido guardar
una línea recta de verdad entre lo que parecen doctrinas conflictivas: tales como
la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre; la elección por gracia y
la proclamación universal del Evangelio; la justificación por la fe de Pablo y
las obras justificadoras de Santiago. Con demasiada frecuencia, cuando se ha
insistido en la absoluta soberanía de Dios se ha dejado de lado la
responsabilidad del hombre; y donde la elección incondicional ha sido mantenida
se ha resbalado y descuidado la predicación sin trabas del Evangelio a los no
salvos. Por otra parte, donde se ha mantenido la responsabilidad humana y se ha
hecho un ministerio sostenido evangélico, no se ha hecho mucho caso de la
soberanía de Dios y de la verdad de la elección, o por lo menos se les ha dado
un lugar secundario. Muchos de los que estáis leyendo habéis sido testigos de ejemplos
que ilustran lo dicho, pero pocos parecen comprender que se experimente
exactamente la misma dificultad cuando se hace el intento de mostrar la
relación precisa entre la fe y las buenas obras. Si, por un lado, algunos han
errado atribuyendo a las buenas obras un lugar no justificado en la Escritura,
es cierto que, por otra parte, algunos han fallado en dar a las buenas obras el
lugar que les corresponde según la Escritura. Si, por un lado, ha sido un error
serio el adscribir nuestra justificación a nuestra ejecución, prácticamente,
antes que a píos, por otra parte, los otros son culpables al negar que las
buenas obras son necesarias para poder llegar al cielo e insistir que no son
más que simple evidencia o fruto de nuestra justificación».
Nos
damos perfectamente cuenta de que en esto estamos andando en un terreno muy
resbaladizo, y corremos grave riesgo de ser acusados herejía; sin embargo,
creemos que hemos de buscar la ayuda divina para enfrentarnos con esta
dificultad, y luego adscribir los resultados a Dios mismo. En algunos puntos la
parte de la fe, aunque no ha sido nunca negada, ha sido rebajada, a causa de su
celo en dar más importancia a las buenas obras. En otros círculos, que se
consideren ortodoxos (y es a éstos que consideramos aquí principalmente), sólo
muy raramente se asigna a las buenas obras su lugar propio, y sólo con muy poca
frecuencia se insta a los cristianos profesos a mantenerlas con firmeza
apostólica. No hay duda que esto es debido a veces al temor de dar bastante importancia
a la fe, y animar a los pecadores en el error fatal de confiar en sus propios
esfuerzos antes que en la justicia de Cristo. Pero, estos temores no deberían
estorbarnos el declarar «todo el consejo de Dios». Si el predicador habla de la
fe en Cristo como Salvador de los perdidos, debe dejar bien establecida esta
verdad, sin ninguna modificación, dando a la gracia el lugar que el apóstol le
da en su respuesta al carcelero de Filipos (Hechos
16:31 Ellos le respondieron: «Cree en el Señor
Jesús, y serás salvo tú y los de tu casa.» ). Pero, si el tema son las
buenas obras, no ha de ser menos fiel y no ha de omitir nada de lo que dicen
las Escrituras; que no olvide la orden divina: «Quiero
que insistas con firmeza para que los que han creído a Dios procuren ocuparse
en buenas obras» (Tito 18). Este
último pasaje de la Escritura es el más pertinente para estos días de flojera e
indulgencia, de profesiones inválidas, y jactancias vacías. Esta expresión
«buenas obras» se encuentra en el Nuevo Testamento en singular o en plural no
menos de treinta veces; con todo, dada la rareza con que muchos predicadores,
que son considerados sanos en la fe, usan, insisten y amplían este tema, muchos
de sus oyentes llegarían a la conclusión que estas palabras aparecen sólo una o
dos veces en toda la Biblia. Hablando a los judíos sobre otro tema, el Señor dijo:
«Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (Marcos 10:9). Ahora bien, en Efesios 2:7-10 Porque por
gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de
Dios; 9 no por obras, para que nadie se gloríe. 10 Porque somos hechura suya, creados en Cristo
Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas. Dios ha
unido dos cosas vitales y benditas, que nunca deberían ser separadas en
nuestros corazones y mentes, y sin embargo son separadas con frecuencia en el
púlpito moderno. ¿Cuántos sermones se predican sobre los dos primeros
versículos, los cuales declaran claramente que la salvación es por la gracia
por medio de la fe y no las obras? Con todo cuán raramente se nos recuerda que
la frase que empieza con gracia y fe, es sólo completada en el versículo 10,
donde dice: «Porque somos hechura suya, creados en
Cristo Jesús, para buenas obras, preparó de antemano para que anduviésemos en
ellas.» Empezamos este estudio indicando que la Palabra de Dios puede
ser tomada por varios motivos y leída con propósitos diferentes, pero en 2ª Timoteo 3:16, 17 Toda
la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para
corregir, para instruir en justicia, 17 a
fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda
buena obra. , se nos dice para qué son estas Escrituras realmente
«provechosas», a saber, para la doctrina o enseñanza, para represión,
corrección, instrucción en justicia, y todo ello para que «el hombre de Dios sea enteramente apto, bien pertrechado para
toda buena obra».
Habiendo
hablado sobre sus enseñanzas sobre Dios y Cristo, su instrucción en relación
con la oración, consideremos ahora cómo éstas nos «pertrechan» para toda buena
obra. Aquí hay otro criterio vital por medio de¡ cual, el alma sincera, con la
ayuda del Espíritu Santo, puede discernir si está o no está beneficiándose de
la lectura y estudio de la Palabra.
1. Nos beneficiamos de
la Palabra cuando con ella aprendemos cuál es el verdadero lugar de las buenas
obras. «Muchas personas, en su deseo de apoyar la
ortodoxia como sistema, hablan de la salvación por gracia y fe, de una forma
que menoscaba la importancia de la santidad y la vida dedicada a Dios. Pero, no
hay base para tal cosa en las Sagradas Escrituras. El mismo Evangelio que
declara que la salvación es gratuita por la gracia de Dios por medio de la fe
en la sangre de Jesucristo, y afirma, en fuertes términos, que los
pecadores son justificados por la justicia del Salvador que les es imputada
cuando creen en El sin respeto alguno por las obras de la ley; nos asegura
también, que sin la santidad, nadie verá a Dios; que los creyentes
son limpiados por la sangre de la expiación; que sus corazones son purificados
por la fe, que obra con amor, que vence al mundo; y que la gracia que trae
salvación a todos los hombres, enseña a todos los que la reciben, que
negando la impiedad y los deseos del mundo han de vivir sobria, recta y
piadosamente en este mundo. Todo temor que la doctrina de la gracia haya de
sufrir como resultado de una firme insistencia en las buenas obras como
fundamento escritural, revela que el conocimiento de la divina verdad es
seriamente defectuoso e inadecuado, y que cualquier tergiversación o
disimulo de las Sagradas Escrituras, a fin de acallar su testimonio en favor de
los frutos de la justificación, como absolutamente necesarios para el
cristiano, es una corrupción y una falsificación de la Palabra de Dios»
(Alexander Carson). Pero, preguntan algunos, ¿qué fuerza tiene esta ordenanza o
mandamiento de Dios sobre las buenas obras, cuando, a pesar de ella, y aunque
dejemos de aplicarnos diligentemente a la obediencia, seremos a pesar de ello
justificados por la imputación de la justicia de Cristo, y por tanto podemos
ser salvos sin ellas? Una objeción tan sin sentido procede de la completa
ignorancia del estado presente del creyente y de su relación con Dios. El
suponer que el corazón de los regenerados no está influido modo
tan efectivo por la autoridad y mandamientos de Dios a la obediencia, como si
les fueran dados para su justificación, es ignorar lo que es la verdadera
fe, y cuáles son los argumentos y motivos por los que la mente de los
cristianos es afectada y constreñida de un modo principal. Además, es perder de
vista la inseparable conexión que Dios ha hecho entre nuestra justificación y
nuestra santificación: suponer que una de ellas puede existir sin la otra es
derribar toda la enseñanza del Evangelio. El apóstol trata de esta misma
objeción en Romanos 6:1-3: «¿Qué, pues, diremos? ¿Permanezcamos en pecado para que la
gracia abunde? ¡En ninguna manera! Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo
viviremos aún en él? ¿0 ignoráis que todos los que hemos sido bautizados en
Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte?»
2. Nos beneficiamos de
la Palabra cuando por medio de ella aprendemos la absoluta necesidad de las
buenas obras. Si está escrito que «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebreos 9:22), y «sin fe
es imposible agradar a Dios» (Hebreos ¡l:6),
la Escritura de Verdad enseña también: «Seguid la paz
con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebreos 12:14). La vida que viven los santos en el
cielo no es sino el cumplimiento y la consumación de la vida que, después de la
regeneración, han vivido aquí en la tierra. La diferencia entre las dos no es
de clase, sino de grado. «La senda de los justos es
como la luz de la aurora, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Proverbios 4:18). Si no se ha andado con Dios
aquí, no habrá morada con Dios allí. Si no ha habido comunión real con El en el
tiempo, no habrá ninguna en la eternidad. La muerte no efectúa ningún cambio
vital en el corazón. Es verdad que al morir ' los restos del pecado serán
dejados por completo atrás por el santo, pero no se le impartirá ninguna nueva
naturaleza. Si para entonces no odia el pecado y ama la santidad, no los va a
odiar o amar respectivamente, después. No hay nadie que realmente desee ir al
infierno, aunque hay muy pocos que estén dispuestos a abandonar el camino ancho
que lleva al mismo. Todos quieren ir al cielo, ¿pero cuántos entre las
multitudes de cristianos profesos están realmente decididos a andar por el
estrecho sendero que a él conduce? Es en este punto que podemos discernir
el lugar preciso que las buenas obras tienen en relación con la salvación. No
son causa de su merecimiento, pero, a pesar de ello, son inseparables de
la salvación. No nos proporcionan el derecho de ir al cielo, pero se
hallan entre los medios que Dios ha dispuesto para que su pueblo llegue allí.
Las buenas obras no nos proporcionan en ningún sentido la vida eterna, pero son
parte de los medios (como lo son la obra del Espíritu en nosotros, el
arrepentimiento, la fe y la obediencia por nuestra parte) que conducen a ella.
Dios ha indicado el camino por el cual hemos de andar para llegar a la herencia
adquirida para nosotros por Cristo. Una vida de obediencia a Dios cada día
es lo que nos da la admisión al goce de lo que Cristo ha adquirido para su
pueblo: admisión ahora por la fe, admisión al morir o al regreso de Cristo en
plena realidad.
3. Nos beneficiamos de
la Palabra cuando nos enseña el designio de las buenas obras.
Esto se nos hace claro en Mateo 5:16: «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, de tal modo que
vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los
cielos.» Vale la pena que notemos que ésta es la primera vez que aparece
esta expresión, y, como es generalmente el caso, la mención inicial de una cosa
en la Escritura implica su uso e importancia subsiguiente. Aquí vemos que los
discípulos de Cristo muestran la autenticidad de su profesión cristiana por
medio del testimonio de sus vidas, silencioso pero explícito (porque la «luz»
no hace ruido cuando «brilla»), para que los hombres puedan ver sus buenas
obras (no tienen que oír nuestra jactancia), y todo ello para que su Padre en
los cielos pueda ser glorificado. Este es, pues, el designio o propósito
fundamental: el honor de Dios. Como el contenido de este versículo, Mateo 5:16,
es mal entendido o tergiversado con tanta frecuencia, añadimos otro pensamiento
respecto al mismo. Con la «luz» misma, aunque las dos son bien distintas, por
más que relacionadas. La «luz» es nuestro testimonio para Cristo, pero ¿qué
valor tiene a menos que la vida misma lo ejemplifique? Las «buenas obras» no
sirven para llamar la atención hacia nosotros mismos, sino hacia Aquel que las
obra en nosotros. Tienen que ser de tal carácter y calidad que incluso los
infieles conozcan que proceden de alguna fuente más elevada que la caída
naturaleza humana. El fruto sobrenatural requiere una raíz sobrenatural, y
cuando esto es reconocido, el Labrador es glorificado por ellas. De igual
significación es la última referencia a las «buenas obras» que hay en la Escritura:
«Manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los
gentiles; para que en lo que os calumnian como a malhechores, glorifiquen a
Dios en el día de la visitación, al observar vuestras buenas obras.» (1ª Pedro 2:12.) Vemos, pues, que la alusión
inicial y la final, las dos, subrayan el propósito: la glorificación de Dios
como resultado de Su obra a través de su pueblo en el mundo.
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