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martes, 30 de abril de 2024

"Conferencias sobre el calvinismo" por Abraham Kuyper (11)

 

 

El calvinismo y la política

 

Mi tercera exposición deja atrás el santuario de la religión y entra en el dominio del Estado la primera transición del círculo sagrado al campo secular de la vida humana. Solo ahora, entonces, procedemos de manera sumaria y principal a combatir la sugerencia no histórica de que el calvinismo represente un movimiento exclusivamente eclesiástico y doctrinal. El impulso religioso del calvinismo colocó también debajo de la sociedad política un concepto fundamental, suyo propio, porque no solamente cortó las ramas y limpió el tronco, sino alcanzó hasta la misma raíz de nuestra vida humana. El hecho de que tuvo que ser así se hace evidente para cualquiera que se dé cuenta de que nunca se hizo dominante ningún esquema político que no hubiera sido basado en algún concepto religioso o anti-religioso específico. Y que este fue el caso en el calvinismo, se hace aparente en los cambios políticos que causó en estos tres países históricos de la libertad política, en los Países Bajos, en Inglaterra y en los Estados Unidos. Todo historiador competente sin excepción confirmará las palabras de Bancroft: "El fanático del calvinismo era un fanático de la libertad; pues en la guerra moral por la libertad, su credo era parte de su ejército, y su aliado más fiel en la batalla." Y Groen van Prinsterer lo expresó así: "En el calvinismo está el origen y la garantía de nuestras libertades constitucionales."  

Que el calvinismo llevó las leyes públicas por nuevos caminos, primero en Europa Occidental, después en dos continentes, y hoy más y más entre todas las naciones civilizadas, esto es admitido por todos los científicos, aunque no plenamente por la opinión pública. Pero para mi propósito, no es suficiente solamente nombrar este hecho importante. Para que se perciba la influencia del calvinismo en nuestro desarrollo político, tenemos que demostrar cuáles son los conceptos políticos fundamentales para los cuales el calvinismo abrió la puerta, y cómo estos conceptos políticos surgieron de su principio raíz. Este principio dominante no era, soteriológicamente, la justificación por fe, sino en el sentido cosmológico más amplio, la soberanía del Dios Trino sobre el cosmos entero, en todas sus esferas y reinos, visibles e invisibles. Una soberanía primordial que irradia a la humanidad en una triple soberanía derivada:

1. la soberanía en el Estado,

2. la soberanía en la sociedad,

y 3 la soberanía en la iglesia.

 Permítanme argumentar sobre este asunto en detalle, señalando cómo esta triple soberanía fue entendida por el calvinismo.


La soberanía en el Estado

Primero, una soberanía derivada en esta esfera política que definimos como el Estado. Y después admitimos que el impulso para formar estados surge de la naturaleza social del hombre, que ya fue expresada por Aristóteles cuando llamó al hombre un zoon politikon. Dios podría haber creado a los hombres como individuos desconectados, parados lado a lado y sin coherencia genealógica. Así como Adán fue creado de manera individual, Dios podría haber llamado en existencia individualmente al segundo, tercero, y a cada subsiguiente hombre; pero no lo hizo así. El hombre es creado del hombre, y por su nacimiento es unido orgánicamente con la raza entera. Juntos formamos una sola humanidad, no solamente con los que viven ahora, sino también con todas las generaciones antes de nosotros y con todos aquellos que vendrán después de nosotros. Toda la raza humana es de una sola sangre. El concepto de estados, sin embargo, que subdividen la tierra en continentes, y cada continente en pedazos, no armoniza con esta idea. La unidad orgánica de nuestra raza se realizaría políticamente solamente si un solo Estado podría abarcar todo el mundo, y si la humanidad entera sería asociada en un solo imperio mundial. Si el pecado no hubiera intervenido, sin duda esto hubiera sido así. Si el pecado, como fuerza desintegrante, no hubiera dividido la humanidad en diferentes secciones, nada hubiera perjudicado la unidad orgánica de nuestra raza. Y el error de los Alejandros, y de los Augustos, y de los Napoleones, no fue a el que sintieron el encanto de la idea de un solo imperio mundial; su error fue que se lanzaron a realizar esta idea a pesar de que la fuerza del pecado había disuelta nuestra unidad.

De manera parecida, los esfuerzos internacionales cosmopolitas de la democracia social del presente, en su concepto de unión, son un ideal que en este momento nos encanta, pero intentan alcanzar lo inalcanzable porque tratan de realizar este ideal sublime y sagrado ahora, en un mundo de pecado. Sí, e incluso la anarquía, el intento de deshacer todas las conexiones mecánicas entre los hombres y toda la autoridad humana, y de animar el crecimiento de un nuevo lazo orgánico que surja de la misma naturaleza - yo digo, todo esto es solamente el mirar atrás hacia un paraíso perdido. De hecho, sin el pecado no hubiera habido ni un gobierno ni un orden de estado; sino la vida política entera se hubiera evolucionada de forma patriarcal, desde la vida de la familia. Ni jueces ni policía, ni ejército ni marina, son concebibles en un mundo sin pecado; y por tanto toda regla y ordenanza y ley desaparecería, así como todo control y poder del magistrado, si la vida se desarrollara de manera normal y sin obstáculo desde su impulso orgánico. ¿Quién venda, donde nada es fracturado? ¿Quién usa muletas, cuando sus miembros están sanos? Por tanto, toda formación de Estado, todo poder del gobierno, todo medio mecánico de forzar un orden y de garantizar un rumbo sano de la vida es siempre algo poco natural, algo contra lo cual las aspiraciones más profundas de nuestra naturaleza se rebelan; y que en este mismo momento podría convertirse en la fuente de un terrible abuso de poder por parte de aquellos que lo ejercen, y de una revolución continua de parte de las multitudes. Esto originó la batalla de todos los tiempos entre autoridad y libertad, y en esta batalla fue la sed innata por la libertad, dada por Dios mismo, la que frenó la autoridad dondequiera que se convirtió en despotismo. Y así, todo concepto verdadero de la naturaleza del Estado y de la autoridad del gobierno, y todo concepto verdadero del derecho y deber del pueblo a defender la libertad, depende de lo que el calvinismo puso al frente en este asunto, como la verdad primordial - que Dios instituyó el gobierno, por causa del pecado.

 En este pensamiento están escondidos tanto el lado luminoso como el lado oscuro de la vida del Estado. El lado oscuro, porque esta multitud de estados no debería existir; debería haber un solo imperio mundial. Estos gobiernos gobiernan mecánicamente y no armonizan con nuestra naturaleza. Y esta autoridad del gobierno se ejerce por hombres pecaminosos, y por tanto es sujeta a todo tipo de ambiciones despóticas. Pero también el lado luminoso, porque una humanidad pecaminosa, sin una división en estados, sin ley y sin gobierno, sería un verdadero infierno en la tierra; o por lo menos una repetición de lo que existía en la tierra cuando Dios hundió la primera raza degenerada en el diluvio. Por tanto, el calvinismo, con su concepto profundo del pecado, descubrió la verdadera raíz de la vida del Estado, y nos enseñó dos cosas: Primero, que recibamos con gratitud, de las manos de Dios, la institución del Estado con su gobierno, como un medio de conservación que por ahora es indispensable. Y por el otro lado también que con nuestro impulso natural, tenemos que vigilar siempre contra el peligro que acecha contra nuestra libertad personal, en el poder del Estado. Pero el calvinismo hizo más que esto. En la política nos enseñó también que el elemento humano - el pueblo - no debe ser considerado como el objetivo principal, de manera que a Dios solamente se le llama para que ayude a este pueblo en la hora de su necesidad; sino al contrario, que Dios, en Su Majestad, tiene que brillar ante los ojos de toda nación, y que todas las naciones juntas son consideradas por El solo como una gota en el balde o como el polvo en la balanza. Desde los extremos de la tierra, Dios cita a todas las naciones y pueblos ante Su trono de juicio. Dios creó las naciones. Ellas existen para El. Ellas son Su propiedad. Y por tanto, todas estas naciones, y en ellas la humanidad, tienen que existir para Su gloria y consecuentemente según Sus ordenanzas, para que en su prosperidad, cuando ellas caminen según Sus ordenanzas, Su sabiduría divina se haga visible. Entonces, cuando la humanidad se divide por el pecado, en una multitud de pueblos separados; cuando el pecado, en el seno de estas naciones, separa a los hombres y los aleja uno del otro, y cuando el pecado se revela en todas las maneras de vergüenza e injusticia - la gloria de Dios exige que estos horrores sean frenados, que el orden regrese a este caos, y que una fuerza coactiva desde afuera se establezca para que la sociedad humana sea posible. Este derecho lo tiene Dios, y El solo. Ningún hombre tiene el derecho de gobernar sobre otro hombre; sino un tal derecho se convirtiría necesariamente e inmediatamente en el derecho del más fuerte. Como el tigre en la jungla se enseñorea del antílope indefenso, así se enseñoreó un faraón de los egipcios al borde del Nilo. Ni puede un grupo de personas, por medio de un contrato y de su propio derecho, obligarle a Ud. a obedecer a otro hombre. ¿Qué fuerza existiera que me obligara, por el solo hecho de que hace años alguno de mis antecesores hizo un "contrato social" con otros hombres de su tiempo? Como hombre me paro libre y audaz, contra el más poderoso de mis prójimos. No hablo de la familia, porque allí gobiernan los lazos orgánicos, naturales; pero en la esfera del Estado no me rindo ni me postro ante nadie que es hombre como yo.

La autoridad sobre los hombres no puede surgir de los hombres. Tampoco de una mayoría sobre una minoría, pues la historia demuestra, casi en cada página, que con mucha frecuencia la minoría tenía la razón. Y por tanto, a la primera declaración calvinista de que solo el pecado hizo necesaria la institución de gobiernos, añadimos esta segunda declaración no menos impactante, que toda la autoridad de los gobiernos en la tierra se origina únicamente en la soberanía de Dios. Cuando Dios me dice: "Obedece", entonces yo humildemente inclino mi cabeza, sin comprometer en lo más mínimo mi dignidad personal como hombre. En la misma medida como Ud. se degrada cuando se inclina ante un hijo del hombre, así Ud. se eleva cuando se somete a la autoridad del Señor del cielo y de la tierra. Así dice la Escritura: "Por mí gobiernan lo reyes"; o como declara el apóstol: "Las autoridades que están, son ordenadas por Dios. Por tanto, el que resiste contra la autoridad, se opone a la ordenanza de Dios." El gobierno es un instrumento de la "gracia común", para contrarrestar todo libertinaje y transgresión, y para proteger al bueno contra el malo. Pero el gobierno es más todavía. Aparte de todo esto, es instituído por Dios como Su siervo, para conservar la obra gloriosa de Dios en la creación de la humanidad, contra la destrucción total. El pecado ataca la obra de Dios, el plan de Dios, la justicia de Dios, la honra de Dios, como el arquitecto y constructor supremo. Así, estableciendo las autoridades que son, para mantener por medio de ellas Su justicia contra los intentos del pecado, Dios dio a los gobiernos el terrible derecho sobre vida y muerte. Por tanto, todas las autoridades que son, sea en imperios o en repúblicas, en ciudades o en estados, gobiernan "por la gracia de Dios". Por la misma razón, la justicia tiene un carácter santo. Y por el mismo motivo, cada ciudadano es obligado a obedecer, no solo por el temor al castigo, sino por causa de la conciencia. Además, Calvino declaró explícitamente que la autoridad como tal no es afectada de ninguna manera por la forma como un gobierno es instituido y en qué forma se manifiesta. Sabemos que él mismo prefirió una república, y que no tuvo ninguna preferencia para una monarquía como si fuera la forma divina e ideal de un gobierno. Este hubiera sido el caso en un estado sin pecado. Si el pecado no hubiera entrado, Dios hubiera sido el único rey de todos los hombres; y esta condición volverá en la gloria futura, cuando Dios será nuevamente todo y en todo. El gobierno directo de Dios mismo es absolutamente monárquico; ningún monoteísta lo negará. Pero Calvino consideró deseable una cooperación de muchas personas bajo un control mutuo, o sea, una república, ahora que una institución mecánica de un gobierno es necesaria por causa del pecado. En su sistema, sin embargo, esta diferencia era solamente gradual y no fundamental. El considera una monarquía y una aristocracia, como también una democracia, como formas de gobierno igualmente posibles y practicables; con tal que se mantenga de manera incambiable que nadie en la tierra puede reclamar autoridad sobre sus prójimos, excepto que esta autoridad haya sido puesta sobre él "por la gracia de Dios"; y por tanto, el deber de la obediencia no nos es impuesto por ningún hombre, sino por Dios mismo.

La pregunta cómo se indican aquellas personas que por autoridad divina deben ser investidas con poder, según Calvino, no puede ser respondida para todos los pueblos y todos los tiempos de la misma manera. Sin embargo, él declara que en un sentido ideal, la condición más deseable se encuentra donde el mismo pueblo elige a su propio gobierno. Donde una tal condición existe, él piensa que el pueblo debe reconocer en ello con gratitud un favor de Dios, exactamente como se expresa en el preámbulo de más de una de vuestras constituciones: - "En gratitud al Dios Todopoderoso porque Él nos dio el poder de elegir a nuestro propio gobierno." En su comentario sobre Samuel, Calvino advierte a tales naciones: "Y ustedes, oh naciones, a las cuales Dios dio la libertad de elegir a vuestros propios gobiernos, vigilen para que no pierdan este favor al elegir en las posiciones de más alto honor a infames y a enemigos de Dios." Puedo añadir que la elección del pueblo gana de manera natural donde no existe ninguna otra regla, o donde se deshace la regla existente. Dondequiera que se fundaron nuevos Estados, excepto por conquista o fuerza, el primer gobierno siempre se estableció por elección popular; e igualmente donde la máxima autoridad había caído en desorden, sea por ausencia de una sucesión determinada, o por la violencia de una revolución, siempre era el pueblo el cual a través de sus representantes reclamó el derecho de restaurarla. Pero de la misma manera decidida, Calvino asegura que Dios tiene el poder soberano, en Su providencia, de quitar de un pueblo esta condición más deseable, o de nunca concedérsela, cuando una nación no es apta para ella, o por su pecado dejó de merecer esta bendición. El desarrollo histórico de una nación muestra en qué otras maneras se concede autoridad. Puede fluir del derecho de herencia, como en una monarquía hereditaria. Puede resultar de una guerra y conquista, como en el caso de Pilato que tuvo poder "dado de lo alto" sobre Jesús. Puede proceder de electores, como en el imperio germano antiguo. Puede descansar sobre los estados del país, como en la antigua república holandesa. En forma resumida, puede asumir una variedad de formas porque hay diferencias interminables en el desarrollo de las naciones. Una forma de gobierno como la vuestra no podría existir ni un solo día en China. Hasta ahora, el pueblo de Rusia no es apto para ninguna forma de gobierno constitucional. Y entre los negros de Sudáfrica, aun un gobierno como el que existe en Rusia sería completamente inconcebible. Todo esto es determinado y señalado por Dios, por medio del consejo secreto de Su providencia. Todo esto, sin embargo, no es ninguna teocracia. Una teocracia existía solamente en Israel, porque en Israel Dios intervenía inmediatamente. Tanto por los Urim y Tumim como por la profecía, por Sus milagros de protección y por Sus juicios de castigo, El mantuvo en Sus propias manos la jurisdicción y el liderazgo de Su pueblo. Pero la confesión calvinista de la soberanía de Dios se aplica al mundo entero, es verdad para todas las naciones, y vigente en toda autoridad que el hombre ejerce sobre el hombre; incluso en la autoridad que los padres tienen sobre sus hijos.

Por tanto, es una fe política que podemos expresar en estas tres declaraciones:

1. Solo Dios - ninguna criatura - tiene derechos soberanos, en el destino de las naciones, porque solo Dios las creó, las mantiene por Su poder, y las gobierna con Sus ordenanzas.

 2. El pecado, en el área de la política, quebrantó el gobierno directo de Dios; y por tanto, el ejercicio de autoridad para gobernar fue después puesto sobre hombres, como un remedio mecánico.

3. En cualquier forma que se manifieste esta autoridad, el hombre nunca posee poder sobre su prójimo en alguna otra manera aparte de una autoridad que desciende sobre él desde la majestad de Dios.

 Directamente opuestos a esta confesión calvinista hay dos otras teorías.

La teoría de la soberanía popular, como fue proclamada como antitesis en París en 1789, y la teoría de la soberanía del Estado, como fue últimamente desarrollada por la escuela histórica-panteista de Alemania. Ambas teorías son idénticas en el corazón, pero para fines de claridad hay que tratarlas de manera separada.  

 ¿Qué fue lo que impulsó y animó los espíritus de los hombres en la gran Revolución Francesa? ¿La indignación ante los abusos que se habían introducido? ¿El horror ante un despotismo coronado? ¿Una noble defensa de los derechos y libertades del pueblo? Por partes, ciertamente; pero en todo esto hay tan poco de pecado que incluso un calvinista reconoce en estos tres puntos con gratitud el juicio divino que en aquel tiempo fue ejecutado en París. Pero la fuerza que impulsó la Revolución Francesa no estaba en este odio contra los abusos. Cuando Edmundo Burke compara la "revolución gloriosa" de 1688 con la revolución de 1789, dice: "Nuestra revolución y la de Francia son exactamente lo opuesto una de la otra, en casi cada punto en particular, y en su espíritu entero." Este mismo Edmundo Burke, un antagonista tan fuerte contra la Revolución Francesa, ha defendido varonilmente vuestra propia rebelión contra Inglaterra, como "surgiendo de un principio de energía que mostró en esta buena gente la principal causa de un espíritu libre, el más adverso contra toda sumisión implícita de la mente y opinión."

Las tres revoluciones en el mundo calvinista dejaron intacta la gloria de Dios; ellas incluso surgieron del reconocimiento de Su majestad. Cada uno admitirá esto de nuestra rebelión contra España, bajo Guillermo el Silencioso. Tampoco se ha dudado de ello en la "revolución gloriosa" que fue coronada con la llegada de Guillermo de Orange III y la caída de los Stuart. Y lo mismo es cierto en vuestra propia revolución. Se expresa en tantas palabras en la Declaración de Independencia, por John Hancock, que los americanos se aseguraron "por la ley de la naturaleza y del Dios de la naturaleza"; que actuaron "como provistos por el Creador con ciertos derechos inajenables"; que apelaron "al Juez Supremo del mundo en cuanto a la rectitud de su intención", y que publicaron su Declaración de Independencia "con una firme confianza en la protección de la Providencia Divina". En los "Artículos de la Confederación" se confiesa en el preámbulo "que plació al gran Gobernador del mundo inclinar los corazones de los legisladores". También se declara en el preámbulo de la constitución de muchos Estados: "En gratitud al Dios Todopoderoso por la libertad civil, política y religiosa que Él nos permitió disfrutar por tanto tiempo, y mirando a Él, para una bendición sobre nuestros esfuerzos." Dios es honrado allí como "el Gobernador Soberano" y "el Legislador del Universo", y se admite allí específicamente que solo de Dios recibieron los pueblos "el derecho de escoger su propia forma de gobierno". En una de las reuniones de la Convención, Franklin propuso en un momento de ansiedad suprema que buscaran la sabiduría de Dios en oración. Y si alguien sigue teniendo dudas de si la revolución americana era similar a la de París o no, esta duda será completamente tranquilizada por la lucha amarga en 1793 entre Jefferson y Hamilton. Por tanto, permanece lo que expresó el historiador alemán Von Holtz: "Sería locura decir que los escritos de Rousseau hubieran ejercido alguna influencia sobre el desarrollo en América." O como Hamilton mismo lo expresó, que él consideró "la Revolución Francesa no más similar a la Revolución Americana, de lo que la esposa infiel en una novela francesa parece a la matrona puritana en Nueva Inglaterra."

 La Revolución Francesa es en su principio distinta de todas estas revoluciones nacionales que fueron emprendidas con los labios en oración y con la confianza en la ayuda de Dios. La Revolución Francesa ignora a Dios. Se opone a Dios. Se niega a reconocer alguna base más profunda para la vida política, de la que se encuentra en la naturaleza, o sea, en el hombre mismo. Por tanto, el primer artículo de la confesión de la infidelidad absoluta es: "Ni Dios ni maestro". El Dios soberano es destronado, y el hombre con su libre albedrio se sienta en el trono vacante. Es la voluntad del hombre que determina todo. Todo poder, toda autoridad se origina en el hombre. Así uno llega desde el hombre individual a los muchos hombres; y en estos muchos hombres comprendidos como "el pueblo", está escondida la fuente más profunda de toda soberanía. No hay ninguna mención, como en vuestra Constitución, de una soberanía derivada de Dios que El, bajo ciertas condiciones, implanta en el pueblo. Aquí se asegura una soberanía propia, que siempre y en todos los estados puede solamente proceder del pueblo mismo, sin ninguna raíz más profunda que en la voluntad humana. Es una soberanía del pueblo que es perfectamente idéntica con el ateismo. En la esfera del calvinismo, como también en vuestra Declaración, las rodillas se doblan ante Dios, mientras las cabezas se levantan orgullosamente frente al hombre. Pero aquí, desde el punto de vista de la soberanía del pueblo, el puño se cierra de manera desafiante contra Dios, mientras el hombre se arrastra ante sus prójimos, adornando su humillación con la ficción de que hace miles de años algunos hombres de los cuales nadie se acuerda, acordaron un contrato político, o como ellos lo llamaron, "contrato social". Ahora, ¿Uds. preguntan por los resultados? Entonces, permitan que la historia les cuente como la rebelión de los Países Bajos, la "revolución gloriosa" de Inglaterra y vuestra propia rebelión contra la corona británica trajeron libertad, y respondan para Uds. mismos a la pregunta: ¿Resultó la Revolución Francesa en algo más que el encadenamiento de la libertad en la omnipotencia del Estado? De hecho, ningún país en nuestro siglo XIX ha tenido una historia más triste que Francia. No nos sorprende que la Alemania científica haya roto con esta soberanía ficticia del pueblo, desde los días de De Savigny y Niebuhr. La escuela histórica, fundada por estos hombres eminentes, ha denunciado públicamente la ficción de 1789. Cada conocedor de historia ahora la ridiculiza. Solo que aquello que recomiendan en su lugar, no es mejor. Ahora ya no es la soberanía del pueblo, pero la soberanía del Estado, un producto del panteismo filosófico alemán. Las ideas se encarnan en la realidad, y entre estas, la idea del Estado era la suprema, la más rica, la más perfecta idea de la relación entre el hombre y el hombre. Entonces, el Estado se convirtió en un concepto místico. El Estado fue considerado como un ser misterioso, con un "yo" escondido; con una conciencia de Estado que se desarrolla lentamente; y con una voluntad de Estado que incrementa su fuerza, y que por medio de un proceso lento se esfuerza a alcanzar ciegamente la meta suprema del Estado. El pueblo no se consideraba, como con Rousseau, como la suma total de los individuos. Se entendió correctamente que un pueblo no es un agregado de personas, sino una entidad orgánica. Este organismo necesariamente tiene que tener sus miembros orgánicos. Lentamente, estos órganos llegaron a su desarrollo histórico. Por medio de estos órganos opera la voluntad del Estado, y todo tiene que inclinarse ante esta voluntad. Esta voluntad soberana del Estado puede manifestarse en una república, una monarquía, en un César, un déspota asiático, un tirano como Felipe de España, o un dictador como Napoleón. Todos estos eran solamente formas en las cuales se incorporaba la misma idea del Estado; las etapas del desarrollo como un proceso interminable. Pero en cualquier forma que se revelaba este ser místico del Estado, la idea permanecía suprema: el Estado pronto aseguraba su soberanía, y para cada miembro del Estado la piedra de toque de su sabiduría consistía en dar lugar a esta apoteosis del Estado. Así se deja de un lado todo derecho transcendente en Dios, hacia el cual el oprimido levanta su rostro. No hay ningún otro derecho sino el derecho inmanente que está escrito en la ley. La ley tiene la razón, no porque su contenido estuviera en armonía con los principios eternos del derecho, sino porque es la ley. Si mañana se legisla exactamente lo contrario, esta ley también debe tener la razón. Y el fruto de esta teoría fatal es naturalmente que la conciencia del derecho es destruida, que toda seguridad del derecho se aparta de nuestras mentes, y que se extingue todo entusiasmo por el derecho. Lo que existe es bueno porque existe; y ya no es la voluntad de Dios, de Aquel que nos creó y nos conoce, sino es la voluntad cambiante del Estado que se convierte en un dios, no teniendo a nadie por encima de sí, y que decide como nuestra vida debe ser. Y si Uds. consideran además que este Estado místico expresa y afirma su voluntad solamente por medio de hombres, ¿qué otra prueba necesitamos de que esta soberanía del Estado, igual como la soberanía popular, no supera la humillante sujeción del hombre bajo su prójimo, y nunca asciende a un deber de sujeción que encuentra su agente en la conciencia? Por tanto, en oposición contra la soberanía popular ateísta de los enciclopedistas, y también contra la soberanía del Estado panteísta de los filósofos alemanes, el calvinista mantiene la soberanía de Dios, como la fuente de toda autoridad entre los hombres. El calvinista levanta lo mejor y supremo en nuestras aspiraciones, al colocar a cada hombre y cada pueblo ante el rostro de nuestro Padre en los cielos. El calvinismo señala la diferencia entre la unión natural de nuestra sociedad orgánica, y el lazo mecánica que impone la autoridad del gobierno. Lo hace fácil para nosotros obedecer a la autoridad porque en toda autoridad nos hace honrar la soberanía divina. Nos levanta desde una obediencia nacida del terror ante el brazo fuerte, a una obediencia por causa de la conciencia. Nos enseña a levantar la mirada desde la ley existente hacia la fuente del Derecho eterno en Dios, y crea en nosotros la valentía indomable para protestar incesantemente contra la injusticia de la ley en el nombre de este Derecho supremo. Y no importa cuán poderosamente el Estado se levante para oprimir el desarrollo libre individual, por encima de este Estado poderoso siempre brilla ante el ojo de nuestra alma, infinitamente más poderoso, la majestad del Rey de reyes, cuyo tribunal justo siempre mantiene el derecho de apelación para todos los oprimidos, y al cual la oración del pueblo siempre asciende, para bendecir nuestra nación, y en esta nación, a nosotros y nuestra casa.

lunes, 29 de abril de 2024

"Conferencias sobre el calvinismo" por Abraham Kuyper (10)


El fruto de la religión para la vida práctica

 

Finalmente, estoy llegando al fruto de la religión en nuestra vida práctica, o la posición del calvinismo en cuanto a la moral - la tercera y última división con la cual esta exposición sobre calvinismo y religión concluirá. Aquí, lo primero que llama nuestra atención es la contradicción aparente entre una declaración de fe que, como se dice, les quita el filo a todos los incentivos morales, y una práctica que en su seriedad moral supera la práctica de todas las otras religiones. El antinomista y el puritano parecen estar mezclados en este campo como cizaña y trigo. A primera vista parece que el antinomista fuera el resultado lógico de la declaración de fe calvinista, y que solamente por una inconsistencia afortunada el puritano pudo infundir el calor de su seriedad moral en el frío congelante que emana del dogma de la predestinación. Los romanistas, luteranos, arminianos y libertinistas han siempre acusado al calvinismo de que su doctrina absoluta de la predestinación, culminando en la perseverancia de los santos, tiene que resultar necesariamente en una conciencia demasiado liviana y una flojera en la moral. Pero el calvinismo responde a esta acusación, no razonando, sino demostrando un hecho de reputación mundial en contra de esta deducción falsa de consecuencias ficticias. Simplemente pregunta: "¿Qué frutos morales pueden demostrar otras religiones, que sean iguales a los estándares morales elevados de los puritanos?" - "Perseveremos en el pecado para que la gracia abunde más", es la vieja mentira diabólica que el espíritu malo lanzó contra el santo apóstol mismo en la niñez de la Iglesia cristiana. Y cuando en el siglo XVI el catecismo de Heidelberg tuvo que defender al calvinismo contra la acusación vergonzosa: "¿No lleva esta doctrina a vidas despreocupadas y poco piadosas?", Ursino y Oleviano se enfrentaron con nada más que el eco de la misma vieja calumnia. Por cierto, el deseo malo de persistir en el pecado, e incluso el mismo antinomismo, abusaron de la confesión calvinista vez tras vez y la levantaron como un escudo para esconder los apetitos carnales del corazón no convertido. Pero como la repetición mecánica de una confesión escrita no tiene nada que ver con la religión verdadera, tampoco podemos hacer responsable a la confesión calvinista de aquellas piedras muertas que hacen eco de las fórmulas de Calvino sin tener ni un grano de la seriedad calvinista en sus corazones. Solamente aquel es un calvinista verdadero, con el derecho de levantar la bandera calvinista, que en su propia alma, personalmente, fue tocado por la majestad del Todopoderoso, se entregó al poder abrumador de su amor eterno, y se atrevió a proclamar este amor majestuoso en contra de satanás y del mundo, y de la mundanidad de su propio corazón, en la convicción personal de haber sido elegido por Dios mismo, y por tanto, de tener que agradecerle a Él solo, por toda gracia eternamente. Un tal no puede sino temblar ante el poder y la majestad de Dios, y aceptar Su Palabra como principio gobernador de su conducta en la vida; un principio que lleva tan lejos que por su fuerte adhesión a las Escrituras, el calvinismo fue censurado como una religión nomista, pero sin razón válida.

Nomista es el nombre apropiado para una religión que proclama que la salvación se alcanza por el cumplimiento de la ley; mientras el calvinismo, en un sentido completamente soteriológico, nunca derivó la salvación de otro lugar que de Cristo y el fruto redentor de Sus méritos. Pero sigue siendo el rasgo especial del calvinismo que coloca al creyente ante el rostro de Dios, no solamente en Su iglesia, sino también en su vida personal, familiar, social y política. La majestad de Dios, y la autoridad de Dios, impulsan al calvinista en el todo de su existencia humana. Él es un peregrino, no en el sentido de caminar por un mundo que no le interesa, sino en el sentido de que a cada paso del largo camino tiene que recordar su responsabilidad hacia este Dios tan lleno de majestad, que le espera al final de su viaje. Al frente del portal que se abre para él, a la entrada a la eternidad, se encuentra el juicio final; y este juicio será una prueba amplia que abarca todo, para averiguar si el peregrinaje largo fue cumplido con un corazón que apuntaba a la gloria de Dios, y de acuerdo con las ordenanzas del Altísimo. ¿Qué quiere decir ahora el calvinista con su fe en las ordenanzas de Dios? - Nada menos que una convicción bien arraigada, de que todo en la vida fue primero en los pensamientos de Dios, antes de ser realizado en la creación. Por tanto, toda vida creada lleva necesariamente dentro de sí una ley de su existencia, instituida por Dios mismo. No hay ninguna vida en la naturaleza sin tales ordenanzas divinas - ordenanzas que llamamos las leyes de la naturaleza -, un término que estamos dispuestos a aceptar, con tal que se entienda con ello, no leyes que se originan desde la naturaleza, sino leyes impuestas a la naturaleza. Así hay ordenanzas de Dios para el firmamento arriba, y ordenanzas para la tierra abajo, por medio de las cuales el mundo se mantiene, y, como dice el salmista: Estas ordenanzas son los siervos de Dios. En consecuencia, hay ordenanzas de Dios para nuestro cuerpo, para la sangre que corre por nuestras venas, y para nuestros pulmones como órganos de respiración. E igualmente hay ordenanzas de Dios para la lógica, para poner en orden nuestros pensamientos; ordenanzas de Dios para nuestra imaginación, en el área de la estética; y así también ordenanzas estrictas de Dios para el todo de la vida humana en el área de la moral. No ordenanzas morales en el sentido de leyes sumarias generales, que dejen a nosotros la decisión en los casos concretos y detallados; sino como la ordenanza de Dios determina el rumbo del asteroide más pequeño y de la estrella más grande, así también las ordenanzas morales de Dios descienden a los detalles más pequeños y más particulares, diciéndonos lo que es la voluntad de Dios en cada caso. Y estas ordenanzas de Dios que gobiernan tanto los problemas más fuertes como las pequeñeces más insignificantes, nos urgen, no como los  estatutos de un libro de la ley, no como reglas a ser leídas desde un papel, no como una codificación de la vida que podría en algún momento ejercer una autoridad propia, no, estas ordenanzas nos urgen como la voluntad constante del Dios omnipresente y todopoderoso, que en cada instante determina el rumbo de nuestra vida, ordenando sus leyes y continuamente comprometiéndonos por su autoridad divina. El calvinista no asciende en su razonamiento, como Kant, desde el "Tú debes" a la idea de un legislador; sino, porque se encuentra ante el rostro de Dios, porque ve a Dios y camina con Dios, y siente a Dios en su entero ser y existencia, por eso no puede cerrar su oído ante este "Tú debes" que procede continuamente de Dios, en la naturaleza, en su cuerpo, en su razón, y en su acción. De allí sigue que el verdadero calvinista se ajusta a estas ordenanzas no a la fuerza, como si fuera un yugo del cual quisiera despojarse, sino con la misma disposición con la cual seguimos a un guía por el desierto, reconociendo que no conocemos el camino pero el guía sí lo conoce, y por tanto admitiendo que no hay seguridad excepto al seguir sus pisadas de cerca. Cuando nuestra respiración es obstruida, intentamos inmediata e irresistiblemente de quitar el obstáculo para volver a una respiración normal, o sea, para restaurarla, al hacerla concordar nuevamente con las ordenanzas que Dios dio para la respiración del hombre. Tener éxito en esto, nos da una sensación de alivio indecible. Exactamente así, en toda alteración de la vida normal, el creyente tiene que esforzarse tan rápidamente como sea posible a restaurar su respiración espiritual, de acuerdo con los mandamientos morales de Dios, porque solamente después de esta restauración puede la vida interior desarrollarse nuevamente con libertad en su alma, y nuevas energías están a disposición para actuar. Por tanto, no conoce ninguna distinción entre ordenanzas morales generales, y mandamientos específicamente cristianos. ¿Podríamos imaginar que en cierto tiempo Dios quisiera gobernar las cosas de cierta manera, pero que ahora, en Cristo, El quisiera gobernar de otra manera? ¡Como si El no fuera el Eterno, el Incambiable, que desde la misma hora de la creación, y hasta toda la eternidad, quiso, quiere, y querrá y mantendrá, un solo y el mismo orden moral mundial! Por cierto, Cristo removió el polvo con el cual las limitaciones pecaminosas del hombre habían cubierto este orden del mundo, y le devolvió su brillo original. Por cierto, Cristo, y El solo, nos reveló Su eterno amor que fue, desde el inicio, el principio que mueve este orden del mundo. Sobre todo, Cristo fortaleció en nosotros la capacidad de caminar en este orden del mundo con un paso firme sin vacilar. Pero el orden del mundo en sí permanece el mismo que fue desde el inicio. Este orden requiere su cumplimiento, no solo del creyente (como si menos fuera requerido del no creyente), sino de todo ser humano y de todas las relaciones humanas. Por tanto, el calvinismo no nos lleva a filosofar sobre una susodicha vida moral, como si nosotros tendríamos que crear, descubrir, u ordenar esta vida. El calvinismo simplemente nos coloca bajo la impresión de la majestad de Dios, y nos sujeta bajo Sus ordenanzas eternas y mandamientos incambiables. De allí, para el calvinista, todo estudio ético se basa en la Ley del Sinai, no como si en aquel tiempo el orden moral del mundo se hubiera establecido, sino para honrar la Ley del Sinai como el resumen auténtico y divino de aquella ley moral original que Dios escribió en el corazón del hombre, en su creación, y que Dios está re-escribiendo en las tablas de cada corazón en su conversión. El calvinista se somete a la conciencia, no como a un legislador individual que cada persona llevaría dentro de sí, sino como un sentido de lo divino directo, por medio del cual Dios mismo llama la atención del hombre interior y lo sujeta a Su juicio. El calvinista no se adhiere a una religión, con su dogmática como una entidad separada, y después coloca su vida moral con su ética como una segunda entidad al lado de la religión; sino él se adhiere a la religión como algo que le coloca en la presencia de Dios mismo, quien por medio de ella le impregna con Su voluntad divina. El amor y la adoración son, para Calvino, ellos mismos los motivos de cada actividad espiritual, y así el temor de Dios se imparte al todo de la vida como una realidad  a la familia, y a la sociedad, a la ciencia y las artes, a la vida personal, y a la carrera política. Un hombre redimido que en todas las cosas y en todas las decisiones de la vida es controlado solamente por la reverencia más escudriñadora por un Dios que está siempre presente ante su conciencia, y que siempre le tiene ante Sus ojos  este es el tipo calvinista como se presenta en la historia. Siempre y en todas las cosas la reverencia más profunda, más sagrada por el Dios omnipresente como regla de la vida - esta es la única imagen verdadera del puritano original. El evitar el mundo nunca ha sido la marca calvinista, sino el shibolet del anabaptista. El dogma específico anabaptista del "evitamiento" lo comprueba. Según este dogma, los anabaptistas, anunciándose como "santos", fueron separados del mundo; se pusieron en oposición contra él. Rehusaron asumir un juramento; aborrecieron todo servicio militar; condenaron el tener oficios públicos. Ya aquí, en medio de este mundo de pecado, ellos dieron forma a un nuevo mundo, pero que no tenía nada que ver con esta nuestra existencia presente. Ellos rechazaron toda obligación y responsabilidad hacia el mundo antiguo, y lo evitaron sistemáticamente, por miedo a la contaminación y al contagio. Pero este es exactamente lo que el calvinista siempre disputaba y negaba. No es cierto que haya dos mundos, uno malo y uno bueno, que estuvieran metidos uno dentro del otro. Es una y la misma persona a la cual Dios creó perfecta y que cayó después, y se volvió pecador - y es este mismo "ego" del viejo pecador que nace de nuevo, y que entra a la vida eterna. Así también es uno y el mismo mundo que una vez exhibió toda la gloria del paraíso, que después fue puesto bajo maldición, y que, desde la caída, se mantiene por la gracia común; que ahora ha sido redimido y salvado por Cristo, en su centro, y que pasará por el horror del juicio hasta el estado de gloria. Por esta misma razón, el calvinista no puede encerrarse en su iglesia y abandonar el mundo a su destino. Al contrario, él siente su llamado elevado de avanzar el desarrollo de este mundo a un nivel más alto, y de hacerlo en constante acuerdo con la ordenanza de Dios, para la gloria de Dios, levantando en medio de tanta corrupción todo lo que es honorable, amable, y de buena reputación entre los hombres. Por tanto vemos en la historia (si me permiten hablar de mis propios antepasados) que apenas que el calvinismo se había establecido firmemente en los Países Bajos por cuarto siglo, cuando hubo un despertar de la vida en todas las direcciones, y una energía indomable trabajó en cada área de actividad humana, y su comercio y sus negocios, sus artesanías e industrias, su agricultura y horticultura, sus artes y ciencias, florecieron con una brillantez antes desconocida, e impartieron un nuevo impulso para un desarrollo completamente nuevo de la vida, para toda Europa Occidental. Esto permite una sola excepción, y esta excepción deseo mantener y colocarla en su luz apropiada. Lo que quiero decir es esto: No toda relación íntima con el mundo no convertido es considerado legítimo por el calvinismo, puesto que colocó una barrera contra la influencia malsana de este mundo, poniendo un "veto" claro contra tres cosas, jugando a las cartas, teatros, y bailar - tres formas de diversión que primeramente trataré por separado, y después los expondré en su significado combinado.

Jugar a las cartas fue proscrito por el calvinismo, no como si los juegos de todo tipo fueron prohibidos, ni como si algo demoniaco estuviera acechándonos en las cartas mismas; sino porque fomenta en nuestro corazón la tendencia peligrosa de quitar la mirada de Dios, y de poner nuestra confianza en la fortuna o la suerte. Un juego donde se establece el ganador por medio de su agudeza de visión, rapidez de reacción, o su horizonte de experiencia, nos ennoblece; pero un juego como cartas, que se decide principalmente por la manera como las cartas son mezcladas en el paquete y distribuidas ciegamente, nos induce a atribuir cierto significado a este poder imaginativo fatal, fuera de Dios, que llamamos azar o fortuna. Cada uno de nosotros tiene una inclinación hacia esta forma de incredulidad. La fiebre de especulación en la bolsa de valores demuestra diariamente como las personas se sienten mucho más atraídos e influenciados por la seducción de la fortuna, que por una dedicación sólida a su trabajo. Por tanto, el calvinista decidió que la generación emergente debía ser protegida contra esta tendencia peligrosa, porque por medio del juego a las cartas se fomentaría esta tendencia. Y puesto que la sensación de la presencia de Dios fue sentida en cada momento por Calvino y sus seguidores, como la fuente infalible de la cual sacaron su seriedad de la vida, ellos tenían que condenar un juego que intoxicaba esta fuente al colocar el azar por encima de la disposición de Dios, y la búsqueda de la suerte por encima de la confianza firme en Su voluntad. Temer a Dios, y a la vez pedir los favores de la fortuna, les pareció tan irreconciliable como fuego y agua.

Unas objeciones muy diferentes se mantuvieron en contra del ir al teatro. En sí no hay nada pecaminoso en la ficción - el poder de la imaginación es un don precioso de Dios mismo. Ni hay algo especialmente malo en la imaginación dramática. Cuán altamente apreció Milton los dramas de Shakespeare, ¿y no escribió él mismo en forma dramática? Lo malo tampoco está en respresentaciones teatrales en público, en sí. Se dieron espectáculos públicos para toda la gente en el mercado de Ginebra, en los tiempos de Calvino y con su aprobación. No, lo que ofendió a nuestros antepasados no era la comedia ni la tragedia, ni la ópera en sí, sino el sacrificio moral que se requería generalmente de los actores, para la diversión del público. Un grupo teatral, especialmente en aquellos tiempos, se encontraba moralmente a un nivel bastante bajo. Este estándar moral bajo resultaba, por una parte, del hecho de que la representación cambiante del carácter de una persona diferente finalmente trunca el desarrollo del carácter propio; y por otra parte porque nuestro teatro moderno, no como el griego, ha introducido la presencia de mujeres en el escenario, en una manera que la prosperidad del teatro a menudo se decide por la medida en la cual una mujer echa a perder los tesoros más sagrados que Dios le encomendó, su nombre y conducta irreprochable. Ciertamente, un teatro estrictamente normal se podría imaginar; pero con la excepción de algunas ciudades grandes, tales teatros no podrían existir económicamente; y por todo el mundo permanece un hecho que la prosperidad de un teatro por lo general aumenta en proporción con la degradación moral de sus actores. muchas veces, Hall Caine en su "Cristiano" corroboró la triste verdad de que la prosperidad de los teatros es comprada al precio del carácter viril y de la pureza femenina. Y el calvinista que honra todo lo que es humano en el hombre por la gloria de Dios, no pudo sino condenar la compra de diversión para el oído y el ojo a un tan alto precio moral.

 Finalmente, en cuanto al baile, incluso revistas mundanas como el "Fígaro" de París justifican al presente la posición del calvinista. Solo recientemente, un artículo en esta revista llamó la atención al dolor moral con el cual un padre lleva a su hija a la sala de baile por primera vez. Se declara que este dolor moral es evidente, por lo menos en París, para todos los que están familiarizados con los cuchicheos, las miradas y las acciones indecentes que prevalecen en estos círculos. Aquí también, el calvinista no protesta contra el baile en sí, sino exclusivamente contra la impureza a la cual lleva a menudo. Con esto regreso a la barrera de la cual hablé. Nuestros padres percibieron de manera excelente que eran exactamente estos tres: el baile, el juego a las cartas, y el teatro, de los cuales el mundo estaba locamente enamorado. En círculos mundanos, estos placeres no se consideraban pequeñeces, sino fueron honrados como asuntos de suma importancia; y cualquiera que se atrevía a atacarlos se exponía al desprecio y a la enemistad más amarga. Por eso, ellos vieron en estos tres el Rubicón el cual ningún calvinista verdadero podía cruzar sin sacrificar su seriedad y su temor a Dios. Y ahora, yo pregunto, ¿no justificó el resultado su protesta fuerte y audaz? Aún ahora, después de tres siglos, Uds. encontrarán en mi país calvinista, en Escocia, y en vuestros propios Estados, círculos sociales enteros en los cuales nunca se permite entrar la mundanidad, pero donde la riqueza de la vida humana se volvió de afuera hacia adentro, y donde, como resultado de la concentración espiritual sana, se desarrolló un sentido tan profundo para todo lo sublime, y tanta energía para todo lo sagrado, que se excita la envidia aun de nuestros antagonistas. No solo quedó intacta el ala de la mariposa en estos círculos, sino incluso el polvo de oro sobre esta ala sigue brillando como siempre. Esta es ahora la prueba a la cual quiero invitar vuestra atención respetuosa. Nuestra época es muy adelantada a la época calvinista en cuanto a su abundancia de ensayos y tratados y exposiciones éticos. Los filósofos y teólogos realmente se hacen la competencia al descubrir para nosotros (o al esconder ante nosotros, si preferimos decir así) el camino recto en cuanto a la moral. Pero hay algo que todo este ejército de eruditos no fue capaz de hacer: No fueron capaces de restaurar la firmeza moral en la conciencia pública debilitada. Al contrario, tenemos que quejarnos de que más y más se aflojan y se conmueven los fundamentos de nuestro edificio moral, hasta que finalmente no queda ni una fortaleza de la cual la gente en general puede sentir que allí se garantiza una certeza moral para el futuro. Los políticos y abogados proclaman abiertamente el derecho del más fuerte; la propiedad de un terreno se llama robo; se aboga por el "amor libre"; y se ridiculiza la honestidad. Un panteista se atrevió a poner a Jesús y a Nerón sobre el mismo estrado; y Nietzsche, yendo aún más allá, condenó la bendición de Cristo para los humildes como la maldición de la humanidad. Ahora comparen todo esto con los resultados maravillosos de tres siglos de calvinismo. El calvinismo entendió que el mundo no iba a salvarse con filosofías éticas, sino solamente con la restauración de la ternura de la conciencia. Por tanto no se dedicó al razonamiento, sino apeló directamente al alma, y la colocó cara a cara con el Dios Viviente, para que el corazón temblara ante Su Santa Majestad, y en esta majestad descubriera la gloria de Su amor. Y yendo atrás en este recorrido histórico, cuando Uds. observan cuan enteramente corrompido y podrido era el mundo que el calvinismo encontró, a qué nivel bajo había decaída la vida moral en aquel tiempo, en las cortes, y entre el pueblo, en el clero y entre los líderes de la ciencia, entre hombres y mujeres, entre las clases altas y bajas de la sociedad - ¿entonces cuál árbitro entre Uds, negará la corona de la victoria moral al calvinismo, que en una sola generación, aunque perseguido desde el campo de batalla a la sentencia de muerte, creó en cinco naciones a la vez grupos tan amplios de hombres nobles, y mujeres aún más nobles, que hasta ahora no fueron igualados en sus conceptos sublimes y el poder de su dominio propio?

viernes, 26 de abril de 2024

"Conferencias sobre el calvinismo" por Abraham Kuyper (9)


 

La iglesia organizada


Después de haber considerado la religión como tal, llegamos ahora a la iglesia como forma organizada. Presentaré en tres etapas sucesivas el concepto calvinista de la esencia, la manifestación y el propósito de la Iglesia de Cristo en la tierra. En su esencia, para el calvinista, la iglesia es un organismo espiritual que incluye el cielo y la tierra, pero que tiene al presente su centro y el punto de partida para su acción no en la tierra, sino en el cielo. Esto debemos entenderlo así: Dios creó el cosmos de manera geocéntrica, o sea, Él puso el centro espiritual del cosmos sobre nuestro planeta, y todas las divisiones de los reinos de la naturaleza en esta tierra las hizo culminar en el hombre, al cual llamó, como el que lleva Su imagen, a consagrar el cosmos a Su gloria. En la creación de Dios, por tanto, el hombre está puesto como profeta, sacerdote y rey; y aunque el pecado alteró estos designios sublimes, Dios sigue cumpliéndolos. El ama al mundo de tal manera que se dio a Sí mismo, en la persona de Su Hijo; y así trajo nuevamente nuestra raza, y por medio de nuestra raza Su cosmos entero, en un nuevo contacto con la vida eterna. De cierto, muchas ramas y hojas se cayeron del árbol de la raza humana, pero el árbol mismo será salvo; en su nueva raíz en Cristo florecerá nuevamente de manera gloriosa. Es que la regeneración no salva solamente a algunos individuos aislados para juntarlos al fin mecánicamente como un montón. La regeneración salva el mismo organismo de nuestra raza. Y por tanto, toda la vida humana regenerada forma un solo cuerpo orgánico, del cual Cristo es la cabeza, y cuyos miembros son unidos por su unión mística con El. Pero no antes de Su segunda venida se manifestará este organismo universal como el centro del cosmos. Al presente está escondido. Aquí, en la tierra, solo se puede discernir nebulosamente su silueta. En el futuro, esta Nueva Jerusalén descenderá de Dios, del cielo; pero en el presente esconde su luz de nuestra vista en los misterios de lo invisible. Y por tanto, el verdadero santuario es ahora arriba. Allá arriba están el altar de la expiación, y el altar de incienso de la oración; y allá arriba está Cristo, el único sacerdote que ministra al altar según el orden de Melquisedec, en el santuario, ante Dios.

En la Edad Media, la iglesia perdió más y más de la vista este carácter celestial, y se volvió mundana. El santuario fue traído de regreso a la tierra, el altar fue reedificado de piedras, y una jerarquía sacerdotal se reconstituyó para ministrar al altar. Después, por supuesto, fue necesario renovar el sacrificio tangible en la tierra, y esto llevó a la iglesia a crear el sacrificio sin sangre de la misa. Contra todo esto se opuso el calvinismo, no para luchar contra el sacerdocio por principio, ni contra altares como tales, ni contra el sacrificio en sí, puesto que el oficio de sacerdote no puede perecer, y el que conoce la  realidad del pecado sabe en su propio corazón que un sacrificio expiatorio es absolutamente necesario; sino para dejar de una lado todas estas añadiduras terrenales, y para llamar a los creyentes a levantar sus ojos nuevamente a lo alto, al santuario verdadero, donde Cristo, nuestro único sacerdote, ministra al único verdadero altar. La batalla no fue contra el sacerdocio, sino contra el sacerdotalismo; y solo Calvino peleó esta batalla hasta el fin con consistencia. Los luteranos y los episcopales reedificaron una forma de altar en la tierra; solo el calvinismo se atrevió a desecharlo enteramente. En consecuencia, entre los episcopales se mantuvo el sacerdocio terrenal, incluso en la forma de una jerarquía; y en los países luteranos el príncipe se convirtió en summus episcopus y se imitaron las divisiones de los rangos eclesiásticos; pero el calvinismo proclamó la igualdad absoluta de todos los que se involucran en el servicio de la iglesia, y se negó a atribuir a sus líderes y oficiales algún otro carácter que el de ministros (esto significa siervos). Todo lo que debía instruir al pueblo en la forma de tipos y símbolos, bajo las sombras de la dispensación del Antiguo Testamento, fue para Calvino un perjuicio de la gloria de Cristo y rebajó la naturaleza celestial de la iglesia, puesto que ahora los tipos se han cumplido. Por tanto, el calvinismo no pudo descansar hasta que estos adornos mundanos habían dejado de seducir y atraer el ojo. Solo cuando el último grano de la levadura sacerdotal estaba eliminado, la Iglesia en la tierra pudo volver a ser el atrio, desde el cual los creyentes pudieron mirar hacia arriba y adelante al verdadero santuario del Dios vivo en el cielo.

La Confesión de Westminster declara de manera hermosa esta naturaleza celestial y universal de la Iglesia, cuando dice: "La Iglesia Católica o Universal, que es invisible, consiste en el número completo de los elegidos que han sido, son, o serán juntados en uno, bajo Cristo la Cabeza, como su esposa, el cuerpo, la plenitud de El que llena todo en todo." Solo así, el dogma de la iglesia invisible fue consagrado religiosamente y entendido en su significado cosmológico y duradero. Por supuesto, la realidad y plenitud de la Iglesia de Cristo no puede existir en la tierra. Aquí encontramos, a lo máximo, una generación de creyentes a la vez. En el portal del Templo, todas las generaciones previas, desde el comienzo y la fundación del mundo, han dejado esta tierra y han subido a Él. Por tanto, los que se quedaron aquí, eran peregrinos, caminando desde el portal hasta el mismo santuario, sin que quede alguna posibilidad de salvación después de la muerte para aquellos que no habían sido unidos con Cristo durante esta vida presente. No se pudo dejar lugar para misas por los muertos, ni para un llamado al arrepentimiento al otro lado de la tumba, como lo defienden ahora los teólogos alemanes. Todas estas transiciones procesionales y graduales fueron consideradas por Calvino como algo que destruye el contraste absoluto entre la esencia de la Iglesia en el cielo, y su forma imperfecta aquí en la tierra. La Iglesia en la tierra no envía su luz arriba al cielo, sino la Iglesia en el cielo tiene que enviar su luz abajo a la Iglesia en la tierra. Ahora permanece una cortina extendida delante de nuestros ojos, que nos impide penetrar en la verdadera esencia de la Iglesia mientras estamos en la tierra. Por tanto, todo lo que permanece posible para nosotros en la tierra es primero, una comunión mística con esta iglesia verdadera, por medio del Espíritu; y segundo, disfrutar de las sombras que se dibujan en la cortina transparente delante de nosotros. Por tanto, ningún hijo de Dios debe imaginarse que la Iglesia verdadera está aquí en la tierra, y que detrás de la cortina está solamente un producto ideal de nuestra imaginación; sino, al contrario, debe confesar que Cristo en forma humana, en nuestra carne, ha entrado en lo invisible, detrás de esta cortina, y que con Él, alrededor de Él, y en Él, nuestra Cabeza, es la Iglesia verdadera, el santuario verdadero y esencial de nuestra salvación. Al haber así entendido claramente la naturaleza de la Iglesia, con sus implicaciones sobre la re-creación tanto de nuestra raza humana como del cosmos entero, prestemos ahora atención a su forma de manifestación, aquí en la tierra. Como tal nos muestra diferentes congregaciones locales de creyentes, grupos de confesores, que viven en alguna unión eclesiástica, en obediencia a las ordenanzas de Cristo mismo. La iglesia en la tierra no es una institución para la dispensación de la gracia, como si fuera un botiquín de medicinas espirituales. No hay ninguna orden mística, espiritual, dotada de poderes místicos para operar con una influencia mágica sobre los laicos. Solo hay individuos regenerados y confesantes, que de acuerdo con el mandamiento escritural y bajo la influencia del elemento sociológico de toda religión, formaron una sociedad, y se esfuerzan para vivir juntos en subordinación bajo Cristo como su Rey. Solo esto es la Iglesia en la tierra - no el edificio, ni la institución, ni una orden espiritual. Para Calvino, la iglesia se encuentra en los individuos que confiesan, no en cada individuo de manera separada, sino en todos ellos juntos, y unidos, no como a ellos mismos les parece bien, sino de acuerdo con las ordenanzas de Cristo. En la iglesia en la tierra tiene que realizarse el sacerdocio universal de los creyentes. No me entiendan mal. No estoy diciendo que la iglesia consiste en personas piadosas que se unen en grupos para propósitos  religiosos. Esto, por sí mismo, no tendría nada en común con la Iglesia. La Iglesia verdadera, celestial, invisible tiene que manifestarse en la Iglesia terrenal. Si no tendríamos una asociación, pero no una iglesia. La verdadera iglesia esencial es y permanece el cuerpo de Cristo, del cual las personas regeneradas son miembros. Por tanto, la Iglesia en la tierra consiste solamente en aquellos que han sido incorporados en Cristo, que se inclinan ante Él, viven en Su Palabra, y se adhieren a Sus ordenanzas; y por esta razón la Iglesia en la tierra tiene que predicar la Palabra, administrar los sacramentos, y ejercer disciplina, y en todo estar ante el rostro de Dios. Esto determina a la vez la forma de gobierno de la Iglesia en la tierra. Este gobierno se origina, como la Iglesia misma, en el cielo, en Cristo. El gobierna de la manera más eficaz a Su Iglesia por medio del Espíritu Santo, por medio del cual El obra en Sus miembros. Por tanto, al ser todos iguales bajo El, no puede haber ninguna distinción de rangos entre los creyentes; solo hay ministros que sirven, lideran y regulan; una forma de gobierno presbiteriana; el poder de la Iglesia desciende directamente de Cristo mismo, en la congregación, concentrado desde la congregación en los ministros, y por ellos administrado a los hermanos. Así la soberanía de Cristo permanece absolutamente monárquica, pero el gobierno de la Iglesia en la tierra se vuelve democrático hasta los tuétanos; un sistema que lleva lógicamente a esta otra conclusión, que todos los creyentes y todas las congregaciones son de igual posición, ninguna iglesia puede ejercer algún dominio sobre otra, sino todas las iglesias locales son del mismo rango, y como manifestaciones de uno y el mismo cuerpo, pueden unirse solamente de forma sinodal, o sea, por una confederación.

Ahora déjenme dirigir su atención hacia otra consecuencia muy importante del mismo principio: la multiformidad de denominaciones como el resultado necesario de la diferenciación de las iglesias, de acuerdo a los diferentes grados de su pureza. Si la Iglesia es considerada como una institución de la gracia, independiente de los creyentes, o una institución donde un sacerdocio jerárquico distribuye el tesoro de gracia que le es encomendado, entonces el resultado tiene que ser que esta misma jerarquía se extiende por todas las naciones, e imparte el mismo sello a todas las formas de vida eclesiástica. Pero si la Iglesia consiste en la congregación de los creyentes, si las iglesias se forman por la unión de los confesores, y son unidas solamente por medio de la confederación, entonces las diferencias de climas y naciones, del pasado histórico, y de las disposiciones de la mente, llegan a ejercer una influencia muy variada, y el resultado tiene que ser una multiformidad en asuntos eclesiales. Esto es muy importante, porque aniquila el carácter absoluto de toda iglesia visible, y las pone todas lado a lado, con sus diferencias en el grado de pureza, pero permaneciendo de una u otra manera una manifestación de la única Iglesia santa y católica de Cristo en el cielo.

No estoy diciendo que los teólogos calvinistas proclamaron esta consecuencia desde el inicio. El deseo de un poder dominante acechaba también en la puerta de su corazón, y aun aparte de esta disposición peligrosa era justo y natural para ellos, el juzgar teoréticamente a cada iglesia de acuerdo a sus propios ideales. Pero aun así, al ver a su iglesia no como una jerarquía o institución, sino como una reunión de individuos que confiesan, entonces empezaron (no solo para la vida de la iglesia, sino también del Estado y de la sociedad civil) con el principio no de la obligación, sino de la libertad. A raíz de este punto de partida no hubo ningún poder eclesiástico superior a las iglesias locales, excepto el que las mismas iglesias constituyeron por medio de su confederación. De allí sigue necesariamente que también las diferencias naturales e históricas entre los hombres se abrieron camino en la vida de la iglesia en la tierra. Las diferencias nacionales en cuanto a la moral, las diferencias en disposición y emociones, los diferentes grados de profundidad en vida y entendimiento, necesariamente llevaron a enfatizar aquí un lado, y allá otro lado de la misma verdad. De allí las numerosas agrupaciones y denominaciones en las cuales se dividió la vida externa de la iglesia, a raíz de este principio. Así hay de nuestro lado denominaciones que pueden haberse apartado de la plena Confesión calvinista, incluso hasta oponerse amargamente contra más de un artículo capital de nuestra Confesión; pero todas ellas deben su origen a una oposición arraigada contra el sacerdotalismo, y al reconocimiento de la Iglesia como "la congregación de los creyentes", la verdad en la cual el calvinismo expresó su concepto fundamental. Y aunque este hecho llevó inevitablemente a mucha rivalidad no santa, e incluso a errores pecaminosos de conducta; sin embargo, después de la experiencia de tres siglos hay que admitir que esta multiformidad, que es conectada inseparablemente con la idea fundamental del calvinismo, ha sido mucho más favorable al crecimiento y la prosperidad de la vida religiosa que la uniformidad compulsiva en la cual otros buscaron la base de su fuerza. Y en el futuro se puede esperar todavía un fruto más abundante, con tal que el principio de la libertad eclesiástica  no degenere en indiferencia, y que ninguna iglesia que en su nombre y confesión sigue levantando la bandera calvinista, deje de cumplir su santa misión de recomendar a otros la superioridad de sus principios.

Todavía hay otro punto a mencionar en este respecto. El concepto de la Iglesia como la "congregación de los creyentes" podría llevar a la idea de que incluye solamente a los creyentes, sin sus hijos. Esto, sin embargo, no es la enseñanza del calvinismo; su enseñanza sobre el bautismo de infantes demuestra lo contrario. Los creyentes que se unen no dañan por eso los lazos naturales que les unen con sus descendientes. Al contrario, ellos consagran este lazo, y por el bautismo incorporan a sus hijos en la comunión de su iglesia, y estos menores son mantenidos en la comunión de la Iglesia hasta que, al alcanzar la edad, se vuelvan confesores ellos mismos, o se separen de la iglesia por su incredulidad. Este es el importante dogma calvinista del pacto; un artículo prominente de nuestra Confesión, que demuestra que las aguas de la Iglesia no fluyen por afuera del río natural de la vida humana, sino que hacen la vida de la Iglesia proceder de la mano con la reproducción natural orgánica de la humanidad en sus generaciones subsiguientes.

Pacto e Iglesia son inseparables: el Pacto ata la Iglesia a la raza, y Dios mismo sella en él la conexión entre la vida de la gracia y la vida de la naturaleza. Por supuesto, la disciplina eclesiástica tiene que entrar aquí, para preservar la pureza de este Pacto tan pronto como la penetración de la gracia por la naturaleza empiece a disminuir la pureza de la Iglesia. Desde el punto de vista calvinista, por tanto, es imposible hablar de una iglesia nacional como destinada a abarcar a todos los habitantes de un país entero. Una iglesia nacional, o sea, una iglesia que abarca una sola nación, y esta nación enteramente, es un concepto pagano, o a lo máximo un concepto judío. La Iglesia de Cristo no es nacional sino ecuménica, en el sentido de que ni una sola nación, sino el mundo entero es su dominio. Y cuando los reformadores luteranos, instigados por sus soberanos, nacionalizaron sus iglesias, y las iglesias calvinistas permitieron ser desviados por el mismo camino, entonces no ascendieron a un concepto superior al de una iglesia mundial de Roma, sino descendieron a un terreno muy inferior. ...

Después de haber dado un resumen de la naturaleza de la Iglesia, y de la forma de su manifestación, dirigiré ahora vuestra atención al propósito de su presencia en la tierra. No diré nada, por ahora, sobre la separación de Iglesia y Estado. Esto tendrá su lugar en la próxima exposición. Por ahora, me limitaré al propósito que fue asignado a la Iglesia en su peregrinaje por el mundo. Este propósito no puede ser humano ni egoísta, no puede ser la preparación del creyente para el cielo. Un niño regenerado, muriendo en la cuna, va directamente al cielo, sin ninguna preparación más; y dondequiera el Espíritu Santo encendió la chispa de la vida eterna en el alma, la perseverancia de los santos asegura la salvación eterna. También en la tierra, la Iglesia existe solamente para la gloria de Dios. La regeneración es suficiente para el elegido, para asegurarlo de su destino eterno, pero no es suficiente para satisfacer la gloria de Dios en Su obra entre los hombres. Para la gloria de nuestro Dios es necesario que a la regeneración le siga la conversión, y a esta conversión tiene que contribuir la Iglesia, predicando la Palabra. En el hombre regenerado, la chispa arde apenas, pero solamente en el hombre convertido la chispa salta en una llama, y esta llama irradia la luz de la Iglesia al mundo, para que según el mandamiento de nuestro Señor, nuestro Padre, que está en los cielos, sea glorificado. Y tanto nuestra conversión como nuestra santificación en buenas obras no tendrán el carácter sublime que exige Jesús, excepto cuando las hacemos servir, en primer lugar, no como una garantía de nuestra propia salvación, sino para glorificar a Dios.

En segundo lugar, la iglesia tiene que atizar esta llama para que brille más, por medio de la comunión de los santos y por los sacramentos. Solo cuando cientos de velas arden en un candelero, podemos realmente percibir la luz; y de la misma manera es la comunión de los santos la que tiene que unir las muchas lucecitas de los creyentes individuales para incrementar mutuamente su brillo, y Cristo, caminando en medio de los siete candeleros, podrá sacramentalmente purificar su brillo a un fervor aún más brillante. Entonces, el propósito de la Iglesia no está en nosotros, sino en Dios, y en la gloria de Su nombre. De este propósito solemne origina, en la misma manera, el culto tan seriamente espiritual que el calvinimo intentó restaurar. Incluso Von Hartman, el filósofo tan lejos del cristianismo, percibió que el culto se vuelve más religioso a medida que tiene el coraje de despreciar toda apariencia externa, y la energía de levantarse por encima del simbolismo, para vestirse de una belleza de un orden mucho superior - la belleza interna, espiritual, del alma que adora. Los cultos sensuales agradan y lisonjean al hombre religiosamente; solamente el servicio puramente espiritual del calvinismo apunta a la adoración pura de Dios, y a Su adoración en espíritu y en verdad.

La misma tendencia nos lleva a nuestra disciplina eclesiástica, este elemento indispensable de toda actividad eclesiástica genuinamente calvinista. La disciplina eclesiástica no fue instituida en primer lugar para evitar los escándalos, ni siquiera para cortar las ramas silvestres, sino para preservar la santidad del Pacto de Dios, y para impresionar incluso al mundo de afuera con el hecho de que Dios es demasiado puro para tolerar lo malo.

 Finalmente, tenemos en el servicio de la Iglesia la filantropía, en el diaconado que solo Calvino entendió y restauró a su honor primordial. Ni Roma ni la iglesia griega, ni la iglesia luterana ni la episcopal, captaron el significado verdadero del diaconado. Solo el calvinismo restauró el diaconado a su lugar de honor, como un elemento indispensable y constituyente de la vida eclesiástica. Pero también en este diaconado, tiene que prevalecer el principio sublime de que no se glorifique a aquel que da limosnas, sino solamente a Aquel que mueve los corazones de los hombres a la generosidad. Los diáconos no son nuestros siervos, sino siervos de Cristo. Lo que les encomendamos, simplemente lo devolvemos a Cristo, como mayordomos de Su propiedad; y en Su nombre tiene que ser distribuido a los pobres, nuestros hermanos y hermanas. El miembro pobre de la iglesia, que agradece al diácono y al dador, pero no a Cristo, en realidad niega a Aquel que es el dador verdadero y divino, y que a través de Sus diáconos desea manifestar que para el hombre entero, y para el todo de la vida, Él es el Cristo Consolador, el Redentor Celestial, ungido y escogido por Dios mismo, para nuestra raza caída, desde toda la eternidad. Y así, como Uds. ven, el resultado demuestra claramente que en el calvinismo, el concepto fundamental de la Iglesia encaja perfectamente en la idea fundamental de la religión. Todo egoísmo es excluido de ambos, hasta el final. Siempre y en todo lugar tenemos una religión, y una iglesia, para el beneficio de Dios, y no para el hombre. El origen de la Iglesia está en Dios, su forma de manifestación es de Dios, y de principio a fin, su propósito es siempre engrandecer la gloria de Dios.

"Conferencias sobre el calvinismo" por Abraham Kuyper (8)

 

 

Segunda exposición: El calvinismo y la religión

 

 La conclusión a la cual llegamos en mi exposición anterior era primero, que, hablando científicamente, el calvinismo significa el desarrollo completado del protestantismo, resultando en una etapa superior del desarrollo humano. Además, que la cosmovisión del modernismo, con su punto de partida en la Revolución Francesa, no puede reclamar ningún privilegio más elevado que el de presentar una imitación ateísta del ideal brillante que proclama el calvinismo, y que por tanto no califica para el honor de guiarnos más adelante. Y finalmente, que cualquiera que rechaza el ateísmo como pensamiento fundamental, se ve obligado a regresar al calvinismo; no para restaurar su forma antigua y gastada, sino para agarrar una vez más los principios calvinistas para incorporarlos en una forma tal que, según las necesidades de nuestro propio siglo, pueda restaurar la unidad necesaria del pensamiento protestante y la energía faltante de la vida práctica protestante. En mi exposición presente, por tanto, al tratar de calvinismo y religión, ante todo trataré de ilustrar la posición dominante que el calvinismo ocupa en el área central de nuestra adoración del Altísimo. Nadie negará que en el ámbito religioso, el calvinismo sí ocupó desde el principio una posición especial e impresionante. Como por un solo golpe mágico, creó su propia confesión, su propia teología, su propia organización eclesiástica, su propia disciplina eclesiástica, su propio culto, y su propia práctica moral. Y la investigación histórica comprueba que todas estas nuevas formas calvinistas para nuestra vida religiosa eran el producto lógico de su propia idea fundamental, y la incorporación del mismo principio. Midan la energía del calvinismo, comparándola con la incapacidad completa que el modernismo exhibió en la misma área, por la esterilidad absoluta de sus esfuerzos. Desde que entró en su período "místico", también el modernismo reconoció la necesidad de dibujar una nueva forma para la vida religiosa de nuestro tiempo. Apenas un siglo después del brillo del racionalismo, ahora que el materialismo anuncia su retiro en las filas de la ciencia, una clase de piedad hueca ejerce nuevamente sus encantos seductores, y cada día se vuelve más de moda bañarse un poco en el río del misticismo. Con un deleite casi sensual, este misticismo moderno traga su bebida intoxicante de la copa de algún infinito intangible. Incluso se ha propuesto que encima de las ruinas del edificio puritano, se inaugure una nueva religión con un nuevo ritual, como una evolución superior de la vida religiosa. Por más de un cuarto de siglo ya se nos promete la dedicación y apertura solemne de este nuevo santuario. Pero todo llevó a nada. No se produjo ningún efecto tangible. Ningún principio formativo surgió del embrollo de sus hipótesis. Ni siquiera el comienzo de un movimiento asociativo se puede percibir. Ahora, en contraposición a esto, miren el espíritu gigante de los religiosos del siglo XVI, que con un solo golpe maestro colocó ante la mirada asombrada de todo el mundo un edificio religioso entero, construido en el mejor estilo escritural. Tan rápidamente fue el edifico entero completado, que la mayoría de los espectadores se olvidaron de prestar atención a la estructura maravillosa de sus fundamentos. En todo lo que el pensamiento religioso moderno, no creó, sino amontonó como un principiante sin éxito - ni una nación, ni una familia, apenas un alma solitaria encontró (usando las palabras de Agustín) el descanso para su "corazón quebrantado"; mientras el reformador de Ginebra, por su energía espiritual poderosa, proveyó dirección para cinco naciones de una vez, no solo entonces, sino también después de tres siglos, la elevación del corazón al Padre de los Espíritus, y santa paz, para siempre. Esto nos lleva naturalmente a la pregunta: ¿Cuál fue el secreto de esta energía maravillosa? Permítanme presentar la respuesta a esta pregunta, primero en religión como tal, después en religión como se manifiesta en la vida de la iglesia, y finalmente en el fruto de la religión para la vida práctica. Primero, entonces, tenemos que considerar la religión como tal. Aquí surgen cuatro preguntas fundamentales, dependientes entre sí:

 1. ¿Existe la religión para el beneficio de Dios, o del hombre?

 2. ¿Tiene que operar directamente o mediada?

3. ¿Puede quedarse parcial en su operación, o tiene que abarcar lo entero de nuestra existencia personal?

 4. ¿Puede tener un carácter normal, o tiene que revelar un carácter anormal, o sea, soteriológico?

A estas cuatro preguntas, el calvinismo responde:

1. La religión del hombre no debe ser egoísta, ni para el hombre, sino ideal, para el beneficio de Dios.

 2. No debe operar de manera mediada, por una interposición humana, sino directamente del corazón.

 3. No debe quedarse parcial, como algo que transcurre al margen de la vida, sino tiene que tomar posesión de nuestra existencia entera.

Y 4. su carácter tiene que ser soteriológico, o sea, no debe proceder de nuestra naturaleza caída, sino del nuevo hombre, que fue restaurado por el nuevo nacimiento a su estándar original.

Permítanme, entonces, elucidar sucesivamente cada uno de estos cuatro puntos.

¿Existe la religión para el beneficio de Dios, o del hombre?

 La filosofía religiosa moderna atribuye el origen de la religión a una potencia desde la cual no pudo originarse, sino que actuó meramente como su soporte y preservador. Esta filosofía confundió el palo muerto que apoya al vástago vivo, con el mismo vástago. Con razón se llama la atención al contraste entre el hombre y el poder abrumador del universo que lo rodea; y ahora se introduce la religión como una energía mística que intenta fortalecerlo contra el poder inmenso del universo que le inspira un temor mortal. Consciente del dominio que ejerce su alma invisible sobre su cuerpo visible, el filósofo moderno concluye que también la naturaleza tiene que ser movida por el impulso de algún poder espiritual escondido. Entonces, de manera animista, él explica primeramente el movimiento de la naturaleza como el resultado de un ejército de espíritus que la habita, e intenta atraparlos, conjurarlos, y doblarlos para su ventaja. Después, levantándose de esta idea atomista a un concepto más inclusivo, empieza a creer en la existencia de dioses personales, y espera de estos seres divinos que están por encima de la naturaleza, una asistencia efectiva contra el poder enemigo de la naturaleza. Y finalmente, al captar el contraste entre lo espiritual y lo material, rinde homenaje al Espíritu Supremo que está por encima de todo lo visible; hasta que al final, al abandonar su fe en un tal espíritu extramundano como un ser personal, se postra ante  algún ideal impersonal, del cual él mismo desea ser la devota encarnación, adorándose a sí mismo. (Nota Traductor: Examine bien las ideas sobre el desarrollo de la religión que se expresan en el párrafo anterior. Note que esta no es la convicción de Kuyper; él relata más bien el concepto que tiene la filosofía religiosa moderna. La idea de que la religión se desarrolló desde el animismo, pasando por el politeísmo hasta llegar al monoteísmo, es un concepto evolucionista acerca de la religión. Además, es un concepto humanista, porque asume que fue el hombre quien creó la religión, y no Dios. Este concepto es actualmente muy difundido entre los antropólogos y algunos historiadores. Sin embargo, no hay evidencia histórica para comprobarlo. Al contrario, el relato Bíblico (y como vimos en la Sección II, también el desarrollo histórico de la religión babilónica) demuestra que al inicio era el monoteísmo, que después degradó al politeísmo y finalmente al animismo y espiritismo. Don Richardson, en "Eternity In Their Hearts" ("Eternidad en sus corazones"), relata numerosos ejemplos de "tribus primitivas", que en sus leyendas trazan su origen desde un único Dios Creador, pero que también saben que en algún momento de su historia se alejaron de su Creador (a veces con sorprendentes paralelas al Génesis). Todo esto no debe sorprendernos, cuando nos recordamos que los primeros 11 capítulos de Génesis son la herencia histórica común de toda la humanidad. Pero cualesquiera sean las diferentes etapas en el progreso de esta religión egoísta, nunca supera su carácter subjetivo; siempre permanece una religión para el beneficio del hombre. Los hombres son religiosos para conjurar a los espíritus que se mueven detrás del velo de la naturaleza, para liberarse de la vara opresiva del cosmos. No importa si el sacerdote lamaísta encierra los espíritus malos en sus jarras, si se invoca a los dioses de la naturaleza del Oriente para pedir protección contra las fuerzas de la naturaleza, si los dioses más exaltados de Grecia son adorados en su supremacía sobre la naturaleza, o si, finalmente, una filosofía idealista presenta al espíritu del hombre mismo como el objeto de la adoración. En todas estas formas diferentes, es y permanece una religión cultivada para el beneficio del hombre, para su seguridad, su libertad, su exaltación, y en parte también para su triunfo sobre la muerte. Incluso cuando una religión de este tipo se ha desarrollado hacia el monoteísmo, el dios al cual adora es invariablemente un dios que existe para ayudar al hombre, para asegurar el buen orden y la tranquilidad del Estado, para proveer ayuda y socorro en tiempos de necesidad, o para fortalecer los impulsos más nobles y superiores del corazón humano en su lucha incesante contra las influencias degradantes del pecado. La consecuencia de todo esto es que toda esta religión prospera en tiempos de hambruna y pestilencia, florece entre los pobres y oprimidos, y se extiende entre los humildes y débiles; pero se desvanece en los tiempos de prosperidad, no atrae al pudiente, y es abandonada por los mejor educados. Tan pronto como las clases más civilizadas disfrutan de tranquilidad y comodidad, y por el progreso de la ciencia se sienten liberados de la presión del universo, entonces tiran a un lado las muletas de la religión, y con escarnio hacia todo lo que es sagrado, tropiezan adelante en sus propias pobres piernas. Este es el fin fatal de la religión egoísta: se vuelve superflua y desaparece tan pronto como los intereses egoístas son satisfechos. Este era el curso de la religión en todas las naciones no cristianas, en los tiempos anteriores; y el mismo fenómeno se repite en nuestro propio siglo, entre los cristianos nominales de las clases más altas, más prósperas y más cultas de la sociedad. (N.d.Tr): Kuyper trata aquí con un segundo malentendido acerca de la religión verdadera: que la religión (o Dios mismo) exista para satisfacer alguna necesidad del hombre. Este malentendido es común aun entre cristianos evangélicos. Frente a este malentendido, Kuyper aclara que no es Dios quien existe para el beneficio del hombre, sino que es el hombre quien existe para el beneficio de Dios. "Buscad primeramente el Reino de Dios..." (Mat.6:33) Ahora, la posición del calvinismo es diametralmente opuesta a todo esto. No negamos que la religión tenga también su lado humano y subjetivo; no disputamos el hecho de que la religión es promovida, animada y fortalecida por nuestra disposición de buscar ayuda en tiempos de necesidad, y buscar ánimo espiritual ante las pasiones sensuales; pero mantenemos que al ver en estos motivos accidentales la esencia y el propósito de la religión, se invierte el orden correcto de las cosas. El calvinista valora todos estos motivos como frutos de la religión, o como palos que le dan soporte; pero se niega a honrarlos como la razón de su existencia. Por supuesto, la religión como tal produce también una bendición para el hombre, pero no existe para el beneficio del hombre. No es Dios quien existe para el beneficio de Su creación; - la creación existe para el beneficio de Dios. Pues, como dice la Escritura, Él creó todas las cosas para El mismo. Por esta razón, Dios grabó incluso una expresión religiosa en lo entero de la naturaleza inconsciente - en las plantas, los  animales, y también en los niños pequeños. "Toda la tierra está llena de Su gloria." - "Cuan excelso es Tu nombre, oh Dios, en toda la tierra." - "Los cielos declaran la gloria de Dios, y el firmamento expone la obra de sus manos." - "De la boca de los bebés y de los lactantes estableciste la alabanza." - La helada y el granizo, la nieve y el vapor, el abismo y el huracán - todo alaba a Dios. Pero igual como toda la creación alcanza su punto culminante en el hombre, así encuentra también la religión su expresión clara solamente en el hombre que es creado en la imagen de Dios; y esto no porque el hombre lo busca, sino porque Dios mismo implantó en la naturaleza del hombre la expresión religiosa esencial, por medio de la "semilla de la religión" (semen religionis), como lo define el calvinismo, sembrada en nuestro corazón humano. Dios mismo hace al hombre religioso por medio del sensus divinitatis, o sea, el sentido de lo divino, al cual Él hace tocar los acordes en el arpa de su alma. Un sonido de necesidad interrumpe la armonía pura de esta melodía divina, pero solamente en consecuencia del pecado. En su forma original, en su condición natural, la religión es exclusivamente un sentimiento de admiración y adoración que eleva y une; no un sentimiento de dependencia que agrava y deprime. Como el himno de los serafines alrededor del trono es un grito ininterrumpido de "¡Santo, - Santo, - Santo!", así también la religión del hombre en esta tierra debería consistir en un solo eco de la gloria de Dios, como nuestro Creador e Inspirador. El punto de partida de cada motivo en la religión es Dios y no el hombre. El hombre es el instrumento y el medio, solo Dios es el fin, el punto de partida y el destino, la fuente, de la cual fluyen las aguas, y al mismo tiempo, el océano al cual regresan finalmente. Ser irreligioso significa abandonar la meta suprema de nuestra existencia. Por otro lado, no desear ninguna otra existencia excepto para la gloria de Dios, y ser completamente absorbido en la gloria del nombre de Dios, este es el núcleo de toda religión verdadera. "Santificado sea Tu nombre. Venga Tu Reino. Hágase Tu voluntad" - esta es la triple petición que expresa toda religión verdadera. Nuestra consigna debe ser: "Busca primero el Reino de Dios", y después de esto, piensa en tu propia necesidad. Lo primero es la confesión de la soberanía absoluta del Dios Trino; porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. Y por tanto, nuestra oración es la expresión más profunda de toda vida religiosa. Este es el concepto fundamental de la religión como lo mantiene el calvinismo, y hasta hoy, nadie encontró un concepto superior. Porque no se puede encontrar ningún concepto superior. La idea fundamental del calvinismo, al mismo tiempo la idea fundamental de la Biblia, y del cristianismo mismo, nos lleva en el área de la religión a realizar el ideal supremo. Ni la filosofía de la religión en nuestro siglo, en sus recorridos más atrevidos, alcanzó un punto de vista superior ni un concepto más ideal. ¿Tiene que operar directamente o mediada?

La segunda pregunta principal en toda religión es si debe ser directa o mediada.

 ¿Tiene que interponerse una iglesia, un sacerdote, o como antiguamente un brujo, un administrador de misterios sagrados, entre Dios y el alma; o debemos desechar todos los lazos intervinientes para que el enlace de la religión ate el alma directamente a Dios? - Ahora encontramos que en todas las religiones no cristianas, sin excepción, se considera necesarios a los intercesores humanos; y en el área del mismo cristianismo, el intercesor se metió nuevamente en la escena, en la virgen bendita, en el ejército de ángeles, en los santos y mártires, y en la jerarquía sacerdotal del clero; y aunque Lutero se levantó contra toda mediación sacerdotal, la iglesia que lleva su nombre renovó con su título de"ecclesia docens" el oficio del mediador y administrador de misterios. En este punto también era Calvino, y él solo, que alcanzó la realización plena del ideal de la religión pura espiritual. La religión, como él la comprendió, tiene que realizar "nullis mediis interpositis", esto es, sin ninguna intercesión de parte de una criatura, la comunión directa entre Dios y el corazón humano. No por odio contra los sacerdotes como tales, ni por subestimación de los mártires, ni por subvaloración de los ángeles, sino únicamente porque Calvino se sintió obligado a reivindicar la esencia de la religión y la gloria de Dios en esta esencia; y sin retroceder ni vacilar emprendió la guerra, con una indignación santa, contra todo lo que se interponía entre el alma y Dios. Por supuesto, él percibió claramente que para ser apto para la religión verdadera, el hombre caído necesita un mediador; pero un tal mediador no se puede encontrar en ningún otro hombre. Solo el hombre-Dios, solo Dios mismo, puede ser un tal mediador. Y esta mediación no puede ser confirmada por nosotros, sino solamente por parte de Dios, por la morada de Dios el Espíritu Santo en el corazón de los regenerados. En toda religión, Dios mismo tiene que ser el poder activo. Él tiene que hacernos religiosos; Él tiene que darnos la disposición religiosa, sin dejarnos nada sino el poder de dar forma y expresión al sentimiento religioso profundo que Él, El mismo, despertó en la profundidad de nuestro corazón. Entonces vemos el error de aquellos que consideran a Calvino solamente como un Augustinus redivivus. A pesar de su sublime confesión de la  gracia santa de Dios, Agustín siguió siendo el obispo. Él mantuvo su posición intermedia entre el Dios Trino y el laico. Y aunque fue prominente entre los hombres más piadosos de su tiempo, tuvo tan poca comprensión de las verdaderas necesidades de la religión en cuanto a los laicos, que en su dogmática alaba a la iglesia como la proveedora mística, en cuyo seno Dios hizo fluir toda la gracia y de cuyo tesoro todos los hombres debían aceptarla. Entonces, solamente el que superficialmente restringe su atención a la predestinación, puede confundir el agustinismo con el calvinismo. La religión para el beneficio del hombre lleva consigo la posición de que un hombre tiene que actuar como mediador para sus prójimos. La religión para el beneficio de Dios excluye inexorablemente toda mediación humana. Mientras el propósito principal de la religión es ayudar al hombre, y mientras se cree que el hombre merece la gracia por su devoción, es perfectamente natural que un hombre de piedad inferior debe invocar la mediación de un hombre más santo. Otro tiene que procurar por él lo que él no puede procurar por sí mismo. El fruto está colgado en una rama demasiado alta, y entonces, el hombre que alcanza más alto tiene que cogerlo, y alcanzarlo hacia abajo a su compañero desamparado. Pero si, al contrario, la religión demanda que cada corazón humano dé la gloria a Dios, entonces ningún hombre puede aparecer ante Dios en favor de otro. Entonces cada ser humano tiene que presentarse personalmente, por sí mismo; y la religión alcanza su meta solamente en el sacerdocio general de los creyentes. Incluso el bebé recién nacido tiene que haber recibido la semilla de la religión de Dios mismo; y en el caso que muere sin ser bautizado, no tiene que ser enviado a un limbus innocentium, sino, si es elegido, puede entrar igual como los de vida más larga en la comunión personal con Dios, por toda la eternidad.

 La importancia de este segundo punto, en el asunto de la religión, que culmina en la confesión de la elección personal, es incalculable. Por el otro lado, toda religión tiene que tener la meta de hacer libre al hombre, para que exprese de una manera clara esta impresión religiosa general que Dios mismo marcó en la naturaleza inconsciente. Por el otro lado, toda institución de un sacerdote o encantador que se interpone en el área de la religión, ata al espíritu humano con una cadena que le aprieta más fuerte, a medida que la piedad incrementa su fervor. En la iglesia de Roma, aun en el día presente, los buenos católicos son bien encerrados en las cadenas del clero. Solo aquel católico cuya piedad ha disminuida, puede asegurarse una libertad parcial al aflojar el lazo que le conecta con su iglesia. En las iglesias luteranas, las cadenas clericales son menos ajustadas, pero lejos de estar sueltas. Y solamente en las iglesias que asumen una posición calvinista, encontramos esta independencia espiritual que capacita al creyente a oponerse, si es necesario para la gloria de Dios, incluso al oficial más poderoso de su iglesia. Solo el que está parado personalmente ante Dios por su propia cuenta, y disfruta de una comunión ininterrumpida con Dios, puede propiamente desplegar las alas gloriosas de la libertad.

Y tanto en Holanda como en Francia, en Inglaterra como en América, el resultado histórico nos da la evidencia innegable de que el despotismo no encontró ningún antagonista más invencible, y la libertad de las conciencias ningún campeón más bravo y resuelto, que el calvinista. En el último análisis, la causa de este fenómeno está en que toda interposición clerical invariablemente hizo de la religión algo externo, y la ahogó bajo formas sacerdotales. Solo cuando desaparece toda intervención sacerdotal, donde la elección soberana de Dios desde toda la eternidad ata el alma directamente a Dios mismo, y donde el rayo de la luz divina entra directamente en la profundidad de nuestro corazón - solamente allí alcanza la religión, en su sentido más absoluto, su realización ideal.

 

¿Puede quedarse parcial en su operación, o tiene que abarcar lo entero de nuestra existencia personal?

 

Esto me lleva naturalmente a la tercera pregunta religiosa: ¿Es la religión parcial, o se sujeta todo y abarca todo, es universal en el sentido estricto de la palabra?

Ahora, si la meta de la religión se encuentra en el hombre mismo y si su realización depende de mediadores clericales, entonces la religión puede ser solamente parcial. En este caso, sigue lógicamente que todo hombre limita su religión a aquellas ocurrencias de su vida que despiertan sus necesidades religiosas, y a aquellos casos donde encuentra la intervención humana a su disposición. El carácter parcial de esta clase de religión se demuestra en tres aspectos: en el órgano religioso por el cual, en la esfera en la cual, y en el grupo de personas entre las cuales, la religión tiene que prosperar y florecer. La controversia reciente provee una ilustración pertinente de la primera limitación. Los hombres sabios de nuestra generación mantienen que la religión tiene que retirarse del recinto del intelecto humano. Tiene que expresarse o por medio de sentimiento místicos, o por medio de la voluntad práctica. Se exaltan las inclinaciones místicas y éticas con entusiasmo, en la esfera de la religión; pero en esta misma esfera, al intelecto hay que ponerle una mordaza porque supuestamente lleva a alucinaciones metafísicas. La metafísica y la dogmática son más y más tabú, y el agnosticismo es aclamado como la solución del gran enigma. Sobre los ríos del sentimiento y de la emoción, la navegación es libre, y la actividad ética se considera el único criterio para probar la religiosidad de alguien, pero la metafísica se evade como un pantano. Todo lo que se anuncia como un dogma axiomático, es rechazado como contrabando religioso. Y aunque el mismo Cristo al cual estos eruditos honran como un genio religioso nos enseñó enfáticamente: "Amarás a Dios, no solamente con todo tu corazón y con todas tus fuerzas, sino también con toda tu mente", sin embargo ellos, al contrario, se lanzan a despedir nuestra mente, nuestro intelecto, como inapropiado para ser usado en esta esfera sagrada, y como si no cumpliese los requisitos para ser un órgano religioso. Entonces, (según ellos) el órgano religioso no se encuentra en nuestro ser entero, sino solamente en una parte, restringido a nuestros sentimientos y nuestra voluntad. En consecuencia, también la esfera de la vida religiosa adquiere este mismo carácter parcial. La religión se excluye de las ciencias, y su autoridad se excluye de la vida pública; desde ahora, la cámara secreta, la célula de oración, y la intimidad del corazón debe ser su morada exclusiva. Por medio de su "Du sollst" ("Tú debes"), Kant limitó la esfera de la religión a la vida ética. Los místicos de nuestros tiempos restringen la religión a los sentimientos. Y el resultado es que, de muchas diferentes maneras, la religión que una vez era la fuerza central de la vida humana, está ahora marginada de ella; y lejos de la bulla del mundo, tiene que esconderse en un retiro distante y casi privado.

 Esto nos lleva naturalmente a la tercera característica de este punto de vista parcial de la religión: la religión como algo que no pertenece a todos, sino solamente al grupo de gente piadosa entre nuestra generación.

Así la limitación del órgano de la religión trae la limitación de su esfera, y la limitación de su esfera trae en consecuencia la limitación de su grupo o círculo entre los hombres. Igual como se cree que las artes tienen un órgano propio, una esfera propia, y por tanto también su propio círculo de devotos, así también, de acuerdo con este punto de vista, tiene que ser también con la religión. Así sucede que la gran mayoría de las personas son casi desposeídas de sentimientos místicos y de una fuerza enérgica de la voluntad. Por eso no tienen la percepción de la chispa del misticismo, o no son capaces de actos realmente piadosos. Pero hay también aquellos cuya vida interior rebosa con un sentido de lo infinito, o que están llenos de energía santa, y entre ellos florece la religión en su poder imaginativo y en su capacidad de realizar cosas. Desde un punto de vista muy diferente, Roma llegó gradualmente a favorecer el mismo punto de vista parcial. Roma conoció la religión solamente en la forma como existía en su propia iglesia, y consideró que la influencia de la religión tenía que restringirse a aquella porción de la vida que fue consagrada a la iglesia. Reconozco plenamente que la iglesia romana intentó atraer toda la vida humana, hasta donde fuera posible, a esta esfera sagrada; pero todo lo que estaba afuera de esta esfera, todo lo que no fue tocado por el bautismo ni asperjado con su agua bendita, no tenía ninguna eficacia religiosa. Y como Roma trazó una línea entre el lado consagrado y el lado profano de la vida, también dividió su propio recinto sagrado según diferentes grados de intensidad religiosa - el clero y el monasterio constituyeron el lugar santísimo, los laicos piadosos formaron el lugar santo, y el atrio lo dejaron a aquellos que, aunque bautizados, seguían prefiriendo los placeres del mundo a la devoción eclesial. Este sistema de limitación y división terminó con poner nueve décimos de la vida práctica afuera de toda religión. Así la religión se hizo parcial, se trasladó de los días ordinarios a los días festivos, de los días de prosperidad a los días de peligro y enfermedad, y de la plenitud de la vida al tiempo cercano a la muerte.

Un sistema dualista que se expresa más enfáticamente en la práctica del carnaval, dando a la religión un dominio pleno sobre el alma durante las semanas de la cuaresma, pero dejando a la carne una oportunidad para que antes de descender a este valle de tristeza, vacíe completamente la copa del placer, para no decir del gozo y de la locura. A todo este punto de vista le contradice completamente el calvinismo, que reivindica el carácter universal de la religión, y su aplicación completa universal. Si todo lo que es, existe por Dios y para Dios, entonces sigue que la creación entera tiene que dar la gloria a Dios. El sol, la luna, y las estrellas en el firmamento, las aves del cielo, la naturaleza entera alrededor de nosotros, pero sobre todo el hombre mismo, que como un sacerdote tiene que concentrar hacia Dios la creación entera, y toda la vida que se mueve en ella. Y aunque el pecado ha opacado una gran parte de la creación en cuanto a la gloria de Dios: la demanda - el ideal - permanece inalterable, que toda la creación tiene que ser sumergida en el río de la religión, y terminar como un sacrificio religioso sobre el altar del Todopoderoso. Por tanto, una religión limitada al sentimiento o a la voluntad, es impensable para el calvinista.

La unción sagrada del sacerdote de la creación tiene que alcanzar su barba, y hasta el borde de sus vestiduras. Su entero ser, con todas sus capacidades y poderes, tiene que ser invadido por el sentido de lo divino, ¿y cómo entonces podría excluir su consciencia racional - el logos que está en él -, la luz del pensamiento que viene de Dios mismo para iluminarlo?

 Poseer a Dios para el mundo subterráneo de sus emociones, y en los actos exteriores de su voluntad, pero no en su ser interior, en el mismo centro de su conciencia, y en su pensamiento; tener puntos de partida establecidos para el estudio de la naturaleza y fortalezas axiomáticas para la vida práctica, pero no tener ningún soporte fijo en sus pensamientos acerca del Creador mismo - todo esto sería, para el calvinista, la misma negación del Logos Eterno. La misma universalidad la ha reclamado el calvinista para la esfera de la religión y su círculo de influencia entre los hombres. Todo lo creado fue provisto por Dios, en el momento de su creación, con una ley inalterable de existencia. Y puesto que Dios ordenó plenamente estas leyes y ordenanzas para el todo de la vida, por tanto, el calvinista demanda que el todo de la vida sea consagrado a Su servicio, en obediencia estricta. El calvinista aborrece, por tanto, una religión restringida a la cámara, la celda, o la iglesia. Con el salmista, invoca a cielos y tierra, invoca a todos los pueblos y todas las naciones, a dar la gloria a Dios. Dios está presente en él todo de la vida, con la influencia de Su poder omnipresente y todopoderoso, y no se puede imaginar ninguna esfera de la vida humana donde la religión no demande que Dios sea alabado, que las ordenanzas de Dios sean observadas, y que toda labora (trabajo) sea penetrada con su ora (oración) ferviente e incesante. Dondequiera que el hombre esté, cualquier cosa que haga, en la agricultura, en el comercio, y en la industria, o en la mente, en el mundo de las artes, en la ciencia, en cualquier cosa que sea - el hombre está constantemente parado ante el rostro de Dios, es empleado en el servicio de su Dios, tiene que obedecer estrictamente a su Dios, y sobre todo, tiene que apuntar hacia la gloria de Dios. En consecuencia, es imposible para un calvinista restringir la religión a un solo grupo, o a ciertos círculos entre los hombres. La religión concierne lo entero de nuestra raza humana. Esta raza es el producto de la creación de Dios. Es Su obra maravillosa, Su posesión absoluta. Por tanto, la humanidad entera tiene que ser impregnada con el temor a Dios, los viejos como los jóvenes, los inferiores como los superiores - no solo aquellos que fueron iniciados en Sus misterios, sino también aquellos que están todavía lejos. Es que Dios no solamente creó a todos los hombres, El no solo es todo para todos, sino también Su gracia se extiende, no solo como una gracia especial a los elegidos, sino también como una gracia común (gratia communis) a toda la humanidad. Por cierto, hay una concentración de luz y vida religiosa en la iglesia, pero entonces, en las paredes de esta iglesia hay grandes ventanas abiertas, y por estas ventanas tiene que iluminar la luz del Eterno sobre el mundo entero. Aquí hay una ciudad edificada sobre un monte, la cual puede ver todo hombre desde lejos. Aquí hay una sal sagrada que penetra en cada dirección y previene toda corrupción. Y aun el que todavía no percibe la luz superior, o quizás cierra sus ojos ante ella, sin embargo queda advertido que con el mismo énfasis, y en todas las cosas, dé la gloria al nombre del Señor. Toda religión parcial clava las cuñas del dualismo en la vida, pero el verdadero calvinista nunca abandona el estándar del monismo religioso. Un solo llamado supremo tiene que imprimir el sello de unidad sobre el todo de la vida humana, porque un solo Dios lo sostiene y preserva, como Él lo creó todo. ¿Puede tener un carácter normal, o tiene que revelar un carácter anormal, o sea, soteriológico? Esto nos lleva directamente a nuestra cuarta pregunta principal: ¿Debe la religión ser normal o anormal, o sea soteriológica? - La distinción que tengo en mente aquí tiene que ver con la pregunta si en los asuntos de la religión, debemos contar con que la condición presente del hombre es normal, o con que el hombre cayó en pecado y por tanto se volvió anormal. En el último caso, la religión tiene que adquirir necesariamente un carácter soteriológico. La idea que prevalece en el presente favorece el punto de vista de que la religión tiene que empezar con el hombre como normal. Por supuesto, no como si nuestra raza entera ya estuviera conforme a la norma religiosa más elevada. Nadie afirma esto. Todos saben que sería absurdo hacer una tal afirmación. De hecho, nos encontramos con mucha irreligiosidad, y el desarrollo religioso imperfecto sigue siendo la regla. Pero exactamente en este progreso lento y gradual de las formas inferiores hacia los ideales superiores, este punto de vista "normal" de la religión dice que allí encontró la confirmación para la clase de desarrollo que postula. Según este punto de vista, los primeros rasgos de religión se encuentran en los animales. Se encuentran, según ellos, en el perro que adora a su amo; y puesto que el homo sapiens supuestamente se desarrolló del chimpancé, entonces la religión se manifiesta solamente en un nivel superior. Desde aquel tiempo, la religión pasó por todas las notas de la escala musical. En el presente, su desarrollo consiste en soltarse de los lazos de la iglesia y del dogma, para pasar a lo que se considera el siguiente nivel, la noción inconsciente del infinito desconocido. Ahora, a toda esta teoría se opone esta otra teoría, completamente diferente, que aunque afirma la pre-formación de tantos elementos humanos en el animal, o (si Uds. me permiten expresarlo así) que los animales fueron creados en la imagen del hombre, igual como el hombre fue creado en la imagen de Dios, - sin embargo mantiene que el primer hombre fue creado en relaciones perfectas con Dios, o sea, impregnado por una religión pura y genuina; y en consecuencia explica las muchas formas de religión inferiores, imperfectas y absurdas del paganismo, no como un resultado de su creación, sino como el efecto de la caída. Estas formas inferiores e imperfectas de la religión no deben entenderse como un proceso que lleva de lo inferior a lo superior, sino como una degeneración lamentable - una degeneración que por su naturaleza permite la restauración de la religión verdadera únicamente por la vía soteriológica. En la decisión entre estas dos teorías, el calvinismo no conoce dudas. El calvinista, con esta pregunta ante el rostro de Dios, fue tan impresionado por la santidad de Dios que la conciencia de su pecado inmediatamente laceró su alma, y la naturaleza terrible del pecado presionó sobre su corazón como un peso intolerable. Todo intento de explicar el pecado como una etapa incompleta en el camino hacia la perfección, solo suscitó su ira, como un insulto a la majestad de Dios. El confesó desde el principio la misma verdad como la que demostró Buckle empíricamente en su "Historia de la Civilización en Inglaterra": que las formas en las cuales aparece el pecado, pueden mostrarnos un refinamiento gradual; pero que la condición moral del corazón humano como tal, permaneció la misma por todos los siglos. Al de profundis con el cual hace treinta siglos el alma de David clamó a Dios, el alma atormentada de cada hijo de Dios en el siglo XVI siguió respondiendo con igual poder. El concepto de la corrupción por el pecado, como la fuente de toda miseria humana, nunca era más profundo que en el entorno de Calvino. Aun en las aseveraciones que hace el calvinista, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, en cuanto al infierno y la condenación, no hay ninguna tosquedad, ninguna rudeza, solamente aquella claridad que es el resultado de la extrema seriedad de la vida, y de la valentía de una convicción muy arraigada de la santidad del Altísimo. ¿No habló El, de cuyos labios fluyeron las palabras más tiernas y más atrayentes - no habló El mismo también muy decididamente y repetidamente de una "oscuridad exterior", de un "fuego que no se apaga", y de un "gusano que nunca muere"? Y en esto también, Calvino tenía razón, porque el rehusar de admitir estas palabras es solo una falta de consistencia. Esto demostraría una falta de sinceridad en nuestra confesión de la santidad de Dios, y del poder destructivo del pecado. Y al contrario, en esta experiencia espiritual del pecado, en esta consideración empírica de la miseria de la vida, en esta impresión sublime de la santidad de Dios, y en esta terquedad de sus convicciones, que lo llevó a seguir sus conclusiones hasta el fin amargo, el calvinista encontró las raíces de la necesidad, primeramente, de la regeneración, para una existencia real; y segundo, la necesidad de la revelación, para una conciencia limpia. Ahora, mi tema no me lleva a hablar en detalle sobre la regeneración, este acto inmediato por el cual Dios endereza nuevamente la rueda torcida de la vida. Pero es necesario decir algunas palabras sobre la revelación, y la autoridad de las Sagradas Escrituras. De manera muy inapropiada, Schweizer y otros representaron a las Escrituras solo como el principio formal de la confesión reformada. El concepto del calvinismo genuino es mucho más profundo. Lo que Calvino quiso decir es expresado en lo que él llamó la necessitas S. Scripturae, la necesidad de la revelación escritural. Esta necessitas S.S. era para Calvino la expresión inevitable para la autoridad de las Sagradas Escrituras que domina sobre todo; y aun ahora es este mismo dogma que nos hace entender por qué el calvinista de hoy en día considera que el análisis crítico y la aplicación del disolvente crítico a las Escrituras iguala a abandonar el mismo cristianismo.

En el paraíso, antes de la caída, no había Biblia, y no habrá Biblia en el paraíso futuro de la gloria. Cuando la luz transparente, atizada por la naturaleza, se dirige a nosotros directamente, y la palabra interior de Dios suena en nuestro corazón en su claridad original, y todas las palabras humanas son sinceras, y la función de nuestro oído interior es perfecta, ¿para qué necesitaríamos una Biblia? ¿Qué madre se pierde a sí misma en un tratado sobre "el amor de nuestros hijos", en el mismo momento que sus propios hijitos amados están jugando sobre sus rodillas, y Dios le permite beber en su amor con sorbos llenos? - Pero en nuestra condición presente, esta comunión inmediata con Dios por medio de la naturaleza, y por nuestro propio corazón, es perdida. El pecado trajo una separación, y la oposición que se manifiesta hoy en día contra la autoridad de las Sagradas Escrituras se basa en nada más que la suposición falsa de que nuestra condición sigue siendo normal, y por tanto nuestra religión no necesita ser soteriológica. En este caso, por supuesto, la Biblia no sería deseada; se convertiría en un obstáculo y molestaría nuestros sentimientos, porque sería un libro interpuesto entre Dios y nuestro corazón. La comunicación oral excluye la escritura. Cuando el sol ilumina tu casa, entonces apagas la luz eléctrica; pero cuando el sol desaparece debajo del horizonte, entonces sientes la necessitas luminis artificiosi, o sea, la necesidad de luz artificial, y en cada morada se enciende la luz artificial. Este es el mismo caso en los asuntos de la religión. Cuando no hay neblinas que esconden la majestad de la luz divina ante nuestros ojo, ¿qué necesidad tenemos de una lámpara para nuestros pies, una luz para nuestro camino? Pero cuando la historia, la experiencia y la conciencia, todas están de acuerdo en que la luz pura y plena del cielo desapareció, y que estamos caminando a tientas en la oscuridad, entonces, una luz diferente, o artificial, tiene que ser encendida para nosotros; y esta luz encendió Dios para nosotros en Su Santa Palabra, Para el calvinista, por tanto, la necesidad de las Sagradas Escrituras no radica en un raciocinio, sino en el testimonio inmediato del Espíritu Santo, el testimonium Spiritus Sancti. Nuestra teoría de la inspiración es el producto de una deducción histórica, y así lo es cada declaración canónica de las Escrituras. Pero el poder magnético con el cual las Escrituras influencian el alma y la atraen, como el imán atrae el acero, este poder no es derivado, sino inmediato. Todo esto sucede de una manera que no es mágica, ni mística, sino clara y fácil de entender. Dios nos regenera - esto es, El atiza nuevamente en nuestro corazón la lámpara que el pecado apagó. La consecuencia necesaria de esta regeneración es un conflicto irreconciliable entre el mundo interior de nuestro corazón y el mundo de afuera, y este conflicto se intensifica tanto más, cuanto más el principio regenerativo penetra nuestra conciencia. Ahora, en la Biblia, Dios revela al regenerado un mundo de ideas, un mundo de energías, un mundo de vida plena y hermosa, que está en oposición directa contra su mundo ordinario, pero que concuerda de manera maravillosa con la nueva vida que surgió en su corazón. Entonces el regenerado empieza a darse cuenta de la identidad de lo que surgió en la profundidad de su propia alma, con lo que le es revelado en las Escrituras. Así se entera tanto de la insipidez del mundo que lo rodea, como de la realidad divina del mundo de las Escrituras; y tan pronto como esto se vuelve en certeza para él, entonces recibe personalmente el testimonio del Espíritu Santo. Todo lo que está dentro de él tenía sed del Padre de todas las luces y espíritus. Afuera de las Escrituras, solamente encontró sombras imprecisas. Pero ahora que miró hacia arriba, por el prisma de las Escrituras, redescubre a su Padre y su Dios. Por eso no impone trabas a la ciencia. Si alguien quiere criticar, que critique. Esta crítica incluso promete profundizar nuestra comprensión de la estructura del edificio escritural. Solamente que ningún calvinista jamás permitirá que el crítico arrebate de su mano, ni por un momento, el mismo prisma que  divide el rayo de luz divina en sus brillantes matices y colores. Ningún llamado a la gracia recibida interiormente, ninguna señal hacia el fruto del Espíritu Santo, le hará renunciar a la necessitas que está incluida en el punto de vista soteriológico de la religión para los pecadores. Como entidades compartimos nuestra vida con las plantas y los animales. La vida inconsciente la compartimos con los niños pequeños, y con el hombre que duerme, e incluso con el hombre que perdió su razón. Lo que nos distingue, como seres superiores, y como hombres bien despiertos, es nuestra conciencia plena de nosotros mismos. Por tanto, si la religión como la función vital suprema debe operar aun en esta esfera suprema de la conciencia, entonces la religión soteriológica demanda, después de la necesidad de la regeneración interior, también la necesidad de una luz asistente, de una revelación que se enciende en nuestras tinieblas. Y esta luz asistente que viene de Dios mismo, pero nos fue entregada por medio de hombres, brilla sobre nosotros en Su Santa Palabra. Al resumir los resultados de nuestras investigaciones hasta aquí, puedo expresar mis conclusiones como sigue: En cada uno de los cuatro grandes problemas de la religión, el calvinismo expresó su convicción en un dogma apropiado, y cada vez hizo aquella elección que aun hoy, después de tres siglos, satisface los deseos más ideales, y abre el camino para un desarrollo aún más rico. Primero, considera la religión no en un sentido utilitarista, como si fuera para el beneficio del hombre, sino para Dios, y solo para Dios. Este es su dogma de la soberanía de Dios. Segundo, en la religión no debe haber ninguna mediación de ninguna criatura entre Dios y el alma, - la religión entera es la obra inmediata de Dios mismo, en el corazón interior. Esta es la doctrina de la elección. Tercero, la religión no es parcial sino universal - este es el dogma de la gracia común o universal. Y finalmente, en nuestra condición pecaminosa, la religión no puede ser normal, sino tiene que ser soteriológica, - esta es su posición en el dogma doble de la necesidad de la regeneración, y de la necesidad de las Sagradas Escrituras.