1 Juan 1:7 pero si andamos en
luz, como él está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de
Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.
Isaias 53:12 Por tanto, yo le daré
parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó
su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado
el pecado de muchos, y orado por los transgresores.
¿De qué forma la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado? En la
época del Antiguo Testamento, los creyentes simbólicamente transferían sus
pecados a la cabeza de un animal, que después se sacrificaba. El animal moría
en su lugar, redimiéndolos del pecado y permitiéndoles que siguieran viviendo
en el favor de Dios. La gracia de Dios los perdonaba por su confianza en El y
por haber obedecido los mandamientos en cuanto al sacrificio. Esos sacrificios
anunciaban el día en que Cristo quitaría por completo los pecados. Una
verdadera limpieza del pecado vino por medio de Jesucristo, el "Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo". El pecado, por su propia naturaleza,
trae consigo muerte. Ese es un hecho tan cierto como la ley de la gravedad.
Jesucristo no murió por sus propios pecados; no los tenía. En su lugar, por una
transacción que nunca lograremos entender totalmente, murió por los pecados del
mundo. Cuando le entregamos nuestra vida a Cristo y nos identificamos con El,
su muerte llega a ser nuestra. Descubrimos que de antemano pagó el castigo de
nuestros pecados; su sangre nos ha limpiado. Así como resucitó del sepulcro,
resucitamos a una nueva vida de comunión con El. La sangre de Cristo es el
medio de purificación, por el cual, gradualmente, estando ya justificados y en
comunión con Dios, llegamos a ser limpios
de los pecados que estorbarían nuestra comunión con Dios. Confesemos
honestamente todos nuestros pecados en su plena magnitud, confiando totalmente
en su misericordia y verdad por medio de la justicia de Cristo, para un perdón
libre y completo y por nuestra liberación del poder y la práctica del pecado.
Recuerdo una frase que leí siendo joven de Agustín de Hipona que dice
así: “Si te confiesas como pecador, la verdad
está en ti; porque la verdad
misma es luz. Aun no ha llegado
tu vida a ser perfectamente luz, pues aún hay pecados en ti, pero con todo ya
comenzaste a ser iluminado, porque hay en ti confesión de pecados.”
Confesar
nuestra necesidad de limpieza del pecado
presente es esencial para poder “andar en la luz;” tanto es la presencia
de algún pecado incompatible, en la
realidad, con nuestro “andar en la luz.” Pero el creyente odia el
pecado, lo confiesa, y anhela ser librado de todo pecado, que es oscuridad. “Los que defienden sus
pecados, verán en el día grande si los pueden defender.”
No
podemos engañar a Dios; sólo nos hacemos a nosotros mismos errar de la senda
recta. La verdadera fe. “La verdad respecto a la santidad de Dios y a nuestra
pecaminosidad, que es la misma chispa primera de la luz para nosotros, no tiene
cabida en nosotros.”
Nuestro caminar en la luz
es una prueba de la comunión con
Dios, debido a que la vida en su compañía es una constante limpieza de pecados
por la sangre de Jesucristo.
También involucra la relación de unos
con otros, lo cual indica que caminar “en la luz” es vivir
responsablemente tanto ante Dios como ante los seres humanos.
Te invito a que sigas leyendo esta reflexión dominical, y ojalá sea de
bendición para tu vida, para acercarte, si no lo estás, a Jesucristo y lo
aceptes como único y suficiente Señor y Salvador. Entonces comenzarás a vivir
de verdad, la única vida que merece la pena la que ofrece la fe en Cristo.
¡Ven y ve cómo Cristo nos amó! Nosotros no lo pusimos en nuestro lugar;
Él se puso a sí mismo. Así quitó el pecado del mundo al llevarlo sobre sí. Se
sometió a la muerte, que para nosotros es la paga del pecado.
Fijaos en las gracias y las glorias de su estado de exaltación. Cristo
no encarga el cuidado de su familia a ningún otro. Los propósitos de Dios
tendrán efecto. Prosperará lo que se emprenda conforme al beneplácito de Dios.
Él se ocupará de cumplirlo en la conversión y salvación de los pecadores. Hay
muchos a quienes Cristo justifica; muchos por quienes dio su vida como rescate.
Por fe somos justificados; así, Dios es más glorificado, la libre gracia se
promueve, el yo es abatido y nuestra felicidad asegurada. Debemos conocerle y
creer en quien llevó nuestros pecados y nos salvó de hundirnos bajo la carga
llevándola sobre sí.
El pecado y Satanás, la muerte y el infierno, el mundo y la carne, son
los enemigos poderosos que Él venció. Lo que Dios preparó para el Redentor,
ciertamente Él lo poseerá. Cuando cautivó a la cautividad, recibió dones para los hombres, para que pudiera
dar dones a los hombres.
Mientras repasamos los sufrimientos del Hijo de Dios, recordemos
nuestro largo catálogo de transgresiones y considerémosle sufriendo bajo el
peso de nuestra culpa. Nosotros somos la adquisición de su sangre, y
los monumentos de su gracia; por esto Él continuamente intercede y prevalece
destruyendo las obras del diablo.
El Mesías sufrió por nuestro bien, llevando nuestros pecados para
hacernos aceptos a Dios. ¿Qué podemos decir ante tanto amor? ¿Cómo le
responderemos a El?