Captar el sentido
con el corazón.
Por
consiguiente, para que exista arrepentimiento, primero debe haber un corazón receptivo
que posibilite el que la persona vea y escuche con entendimiento. (Isa 6:9, 10;
Mt 13:13-15; Hch 28:26, 27.) La mente puede percibir y recoger lo que el oído
escucha y el ojo ve, pero es mucho más importante que la persona que se arrepiente
‘capte el sentido “la idea”, Jn 12:40] de ello con el corazón’. (Mt 13:15; Hch
28:27.) De esa manera no solo se produce un reconocimiento intelectual del
proceder pecaminoso, sino también una respuesta apreciativa, desde el corazón.
Para los que ya conocen a Dios, tal vez solo sea necesario ‘hacer volver a su
corazón’ el conocimiento de Dios y de sus mandamientos (Dt 4:39; compárese con
Pr 24:32; Isa 44:18-20) con el fin de ‘recobrar el juicio’. (1Re 8:47.) Si
tienen una recta motivación de corazón, serán capaces de ‘rehacer su mente y
probar para sí mismos la buena, acepta y perfecta voluntad de Dios’. (Ro 12:2.)
Si
una persona tiene fe y amor a Dios en su corazón, sentirá un pesar sincero y
tristeza debido a su mal proceder. El aprecio por la bondad y la grandeza de
Dios hará que los transgresores sientan un profundo remordimiento por haber ofendido
Su nombre. (Job 42:1-6.) Por otra parte, el amor al prójimo les hará lamentar
el daño que han causado a otros, el mal ejemplo que han puesto y quizás hasta
la manera de manchar la reputación del pueblo de Dios ante los de afuera.
Dichos transgresores buscan el perdón porque desean honrar el nombre de Dios y
trabajar para el bien de su prójimo. (1Re 8:33, 34; Sl 25:7-11; 51:11-15; Da
9:18, 19.) Arrepentidos, se sienten “quebrantados de corazón”, ‘aplastados y de
espíritu humilde’ (Sl 34:18; 51:17; Isa 57:15), están ‘contritos de espíritu y
tiemblan ante la palabra de Dios’ (Isa 66:2), palabra que hace un llamamiento
hacia el arrepentimiento, y, en realidad, ‘van retemblando a Jehová y a su
bondad’. (Os 3:5.) Cuando David obró tontamente al ordenar un censo, su
“corazón empezó a darle golpes”. (2Sa
24:10.)
Por
consiguiente, es necesario que haya un rechazo definitivo, que se sienta un
odio de corazón y una gran repugnancia por el mal proceder. (Sl 97:10; 101:3;
119:104; Ro 12:9; compárese con Heb 1:9; Jud 23.) Esto es así porque “el temor
de Jehová significa odiar lo malo”, y eso incluye odiar el ensalzamiento
propio, el orgullo, el mal camino y la boca perversa. (Pr 8:13; 4:24.) Además,
tiene que haber amor a la justicia y una firme determinación de adherirse a
partir de entonces a un proceder justo. Sin este odio a lo que es malo y amor a
la justicia, el arrepentimiento no tendría ninguna fuerza genuina que llevara a
la verdadera conversión. Debido a esto, aunque el rey Rehoboam se humilló ante
la expresión de la cólera de Jehová, después “hizo lo que era malo, porque no
había establecido firmemente su corazón en buscar a Jehová”. (2Cr 12:12-14;
compárese con Os 6:4-6.)
Tristeza piadosa,
no como la del mundo.
En
la segunda carta que Pablo escribe a los corintios, el apóstol hace referencia
a la “tristeza de manera piadosa” que estos expresaron como resultado de la
reprensión que les había dado en la primera carta. (2Co 7:8-13.) Había ‘sentido
pesar’ (me·ta·mé·lo·mai) por haberles tenido que escribir con tanta
severidad y como consecuencia haberles causado dolor, pero dejó de sentirlo al
ver que su reprensión había producido en ellos tristeza piadosa, una tristeza
que les había llevado a un arrepentimiento sincero (me·tá·noi·a) de su
actitud y proceder incorrectos. Sabía que el dolor que les había causado había
obrado para su bien y no les haría ningún “daño”. La tristeza que conducía al
arrepentimiento no era algo por lo que ellos tuvieran que sentir pesar, pues
les mantenía en el camino de la salvación, evitando que reincidieran o
apostataran, y les daba la esperanza de vida eterna. Contrasta esta tristeza con
“la tristeza del mundo produce muerte”,
tristeza que no se deriva de la fe y del amor que se le tiene a Dios y a la
justicia, sino que nace del fracaso, la decepción, la pérdida, el castigo por
el mal y la vergüenza ( Pr 5:3-14, 22, 23; 25:8-10), y suele dar lugar a amargura,
resentimiento y envidia, por lo que no conduce a beneficio duradero alguno, ni
a mejoras ni a una esperanza genuina. (Pr 1:24-32; 1Te 4:13, 14.) La tristeza
del mundo se lamenta por las consecuencias desagradables del pecado, pero no por
el pecado en sí ni por el oprobio que este le ocasiona al nombre de Dios. (Isa
65:13-15; Jer 6:13-15, 22-26; Rev 18:9-11, 15, 17-19; contrástese con Eze 9:4.)
El
caso de Caín sirve de ejemplo, pues fue la primera persona a la que Dios instó
al arrepentimiento. Lo instó, advirtiéndole que se dirigiese “a hacer lo
bueno”, para que el pecado no llegase a dominarlo. Sin embargo, en lugar de
arrepentirse de su odio asesino, Caín dejó que este lo impulsara a matar a su
hermano. Cuando Dios lo interrogó, respondió con evasivas y solo manifestó
algún pesar al escuchar la sentencia que recayó sobre él, un pesar debido a la
severidad del castigo, no al mal cometido. (Gé 4:5-14.) Al obrar de ese modo,
demostró que se ‘originaba del inicuo’. (1Jn 3:12.)
También
manifestó la tristeza propia del mundo Esaú, cuando supo que su hermano Jacob
había recibido la bendición de primogénito (derecho que él había vendido
desdeñosamente a Jacob). (Gé 25:29-34.) Esaú clamó “de una manera
extremadamente fuerte y amarga”, buscando con lágrimas un “arrepentimiento” (me·tá·noi·a),
no el suyo, sino un “cambio de parecer” de su padre. (Gé 27:34; Heb 12:17, NTI.)
Sintió pesar por la pérdida, no por la actitud materialista que le hizo
‘despreciar la primogenitura’. (Gé 25:34.)
Después
de haber traicionado a Jesús, Judas “sintió remordimiento [forma de me·ta·mé·lo·mai]”,
intentó devolver el soborno que había concertado y después se ahorcó. (Mt
27:3-5.) Por lo visto le abrumó la monstruosidad de su delito y probablemente
también la espantosa seguridad de que recibiría el juicio divino. (Heb 10:26,
27, 31; Snt 2:19.) Sintió remordimiento por su culpabilidad, abatimiento,
desesperación, pero no hay nada que muestre que expresara la tristeza piadosa
que genera arrepentimiento (me·tá·noi·a). Para confesar su pecado no
buscó a Dios, sino a los líderes judíos, y es probable que les devolviera el
dinero con la idea equivocada de que así atenuaría hasta cierto grado su
delito. (Snt 5:3, 4; Eze 7:19.) Al delito de traición y de contribuir a la
muerte de un hombre inocente, añadió el de suicidio. Su proceder está en
marcado contraste con el de Pedro, cuyo amargo llanto después de haber negado a
su Señor fue el reflejo de su arrepentimiento de corazón, lo que hizo posible
que se le restableciese. (Mt 26:75; Lu 22:31, 32.)
Como
puede verse, el pesar, el remordimiento y las lágrimas no son en sí mismos
pruebas de arrepentimiento genuino; el factor determinante es el motivo
del corazón. Oseas dice que Jehová denunció a Israel debido a que en su
aflicción “no clamaron a Él por socorro con su corazón, aunque siguieron
aullando en sus camas. A causa de su grano y vino dulce siguieron holgazaneando.
Y procedieron a regresar, no a nada más elevado”. Era el egoísmo lo que estaba
detrás de su ruego por alivio en tiempo de calamidad, y si se les concedía ese
alivio, no aprovechaban la oportunidad para mejorar su relación con Dios
adhiriéndose más estrechamente a sus elevadas normas (compárese con Isa
55:8-11); eran como un “arco flojo” que nunca da en el blanco. (Os 7:14-16;
compárese con Sl 78:57; Snt 4:3.) El ayuno, el llanto y el plañir eran
manifestaciones válidas, pero solo si los arrepentidos ‘rasgaban sus corazones’
y no simplemente sus prendas de vestir. (Joe 2:12, 13)
La confesión del
mal.
La
persona arrepentida se humilla y busca el rostro de Dios (2Cr 7:13, 14;
33:10-13; Snt 4:6-10), suplicando su perdón. (Mt 6:12.) No es como el fariseo
santurrón de la ilustración de Jesús, sino como el recaudador de impuestos a
quien describió golpeándose el pecho y diciendo: “Oh Dios, sé benévolo para
conmigo, que soy pecador”. (Lu 18:9-14.) El apóstol Juan dice: “Si hacemos la
declaración: ‘No tenemos pecado’, a nosotros mismos nos estamos extraviando y
la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y
justo para perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de toda injusticia”. (1Jn
1:8, 9.) “El que encubre sus transgresiones no tendrá éxito, pero al que las
confiesa y las deja se le mostrará misericordia.” (Sl 32:3-5; Jos 7:19-26; 1Ti
5:24.)
La
oración que pronunció el profeta Daniel y que se halla en Daniel 9:15-19 es un
modelo de confesión sincera, en la que la principal preocupación es el buen
nombre de Jehová y la súplica se basa, no en “nuestros actos justos, sino según
tus muchas misericordias”. Véase, además, la humilde confesión del hijo
pródigo. (Lu 15:17-21.) Las personas arrepentidas sinceramente ‘elevan a Dios
su corazón y las palmas de sus manos’, para confesarle sus transgresiones y
buscar Su perdón. (Lam 3:40-42.)
Confesar los
pecados los unos a los otros.
El
discípulo Santiago aconseja: “Confiesen abiertamente sus pecados unos a otros y
oren unos por otros, para que sean sanados”. (Snt 5:16.) Esta confesión no
significa que algún humano tenga que servir como “ayudante “abogado”, NC”
para el hombre delante de Dios, ya que solo Cristo desempeña ese papel en
virtud de su sacrificio propiciatorio. (1Jn 2:1, 2.) Los humanos no son capaces
de enderezar por sí mismos el mal que hayan cometido contra Dios, ni a favor
suyo ni a favor de otros, ya que no pueden proporcionar la expiación necesaria.
(Sl 49:7, 8.) No obstante, los cristianos pueden ayudarse los unos a los otros,
y aunque sus oraciones a favor de sus hermanos no afecten la manera de aplicar
Dios la justicia (ya que solo el rescate de Cristo sirve para perdonar los pecados),
sí pueden servir para pedir a Dios que Él dé la ayuda y la fuerza necesarias al
que ha pecado y busca dicha ayuda.
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