Nací en 1961 en el seno de una familia muy humilde, en una
aldea de un rincón del interior de la provincia de Orense. Mis padres católicos
religiosos, como acostumbran la mayoría de las gentes del pueblo.
Mi deseo por servir a
Jesús comenzó muy temprano en mi vida. Ya desde muy niño. Después, en mi
compromiso como catequista en la iglesia; Presidente provincial de Juventudes
Marianas Vicencianas (1978/79), o en el Centro Vocacional de los Paules en
Salamanca. Siempre me entregué con sinceridad y de forma genuina en aquella
vida religiosa; creía y estaba convencido de hacer lo correcto. Pero estaba
sinceramente equivocado. Hasta qué el Señor me abrió los ojos mientras vestía
la imagen de una virgen, y pude ver con horror qué estaba adorando. No era más
que un trozo tosco de madera, con un rostro y manos muy logrados, pero qué ni
oía, ni veía, ni hablaba.
Asistir a la iglesia
no llenaba el hueco en mi vida, sentía que me faltaba algo. Había muchas
preguntas que quedaban sin respuestas; en especial, la más importante de todas:
¿Cómo debía comportarme para morir e ir al cielo, con Dios? No hallaba
respuesta alguna por ningún lado.
La vida de los
religiosos, monjas y sacerdotes despertó mi curiosidad. Sin embargo, su
vibrante fe no encajaba con mi enfoque lógico y racional; y mucho menos con el
ejemplo que veía en sus vidas. Seguí buscando.
En mi
peregrinar espiritual comencé a leer sobre el Islám, y filosofías orientales.
Pero desencantado de todas ellas, me resigné a mi destino.
Sin saberlo entonces, los
planes de Dios para mi vida, se estaban llevando a cabo de una forma
imperceptible para mí.
Fue una noche lejos de
España, en Shilbrug-Dorf un pueblo de Zurich, Suiza, donde había llegado
con un contrato de estudiante anual, para trabajar y estudiar alemán. Aquella
noche del 14 de enero de 1984, ya en la madrugada, sintonicé una emisora de
habla hispana; y un programa, La Voz de Salvación. Me dejé caer en la cama, y
así mirando al techo escuchaba como la voz de aquel predicador (años después
supe su nombre: David Morse) me presentaba el Plan de Salvación a través de
Jesucristo El Hijo de Dios.
Hasta entonces nunca había
escuchado que la salvación y el perdón de mis pecados se recibían por
la Gracia de Dios, sólo por Fe en Jesucristo.
(Siempre la religión católica
romana me había enseñado que teníamos que hacer algo para acercarnos a Dios,
para que Él se acercara a nosotros; o que intercedía por nosotros tal virgen o
cual santo. Durante mucho tiempo, pensé que bastaba con “ser bueno”; con
“hacer buenas obras”, con “ser una persona moral” o con servir a los demás.
Ahora comprendo que todas estas cosas son importantes, pero que ninguna de
ellas es transformadora. No son lo mismo que llegar espiritualmente a conocer a
Jesús. Eso sólo sucede cuando entramos en un encuentro personal, en una
relación personal y transformadora con Jesucristo.).
Aquello que escuchaba en la radio produjo un shok en
mi mente, en mi alma y en mi corazón; y creí. Caí de rodillas en medio de
la habitación temblando, llorando a lágrima viva. Recuerdo como si fuera hace
un momento, aquel instante. Todo el peso de mis pecados que como piedras
cargaba, desapareció.
El predicador decía qué si
alguien había aceptado al Señor Jesucristo como único pero suficiente Salvador
y Señor, que escribiera a la dirección de la emisora que nos enviarían un
obsequio. Que escribiéramos una carta relatando la situación vivida.
Ni corto ni perezoso, no
perdí un segundo para escribir con detalle cómo había sido mi vida hasta ese
momento. Fue bastante extensa. Recuerdo que cinco o seis folios.
Al cabo de unos meses,
creyendo se habían olvidado de mí, recibí un paquete con la Biblia de Las
Américas y el Libro Religión o Cristo, que conservo como oro en paño.
Inicialmente, hubo un
período de preparación, durante el cual Dios me estaba atrayendo hacia Él. Me
mostraba Su bondad Su amor.. Permitía que pasara por dificultades. Me llevaba
hasta el punto más extremo de mis propios recursos. Pero tenía en mente una
meta. Era llevarme a un punto en el que pudiera confiar en Él y
entregarme a Su cuidado.
A partir de ese punto
comenzó una relación nueva, con un compromiso profundo. Puedo decir que Él ha
hecho todo lo posible para cumplir con el compromiso que adquirió conmigo en el
momento en que yo me comprometí con Él.
Permítanme recordar por
qué estoy compartiendo mi historia.
Quiero ayudar a otros para
que lleguen a ese punto decisivo.
Durante años, estuve
buscando y luchando. Para mí, el camino fue pedregoso y lleno de caídas
por no obedecer e ignorar la Palabra de Dios en la Biblia. También caer en las
garras de un “grupo bíblico” produjo su efecto atroz, máxime cuando la interpretación
de la gracia se lleva al libertinaje: “una vez salvo puedes vivir como se te
antoje”. Interpretación herética y perversa que tanto daño espiritual sigue
produciendo en muchos, que como yo en aquel entonces, viven la fe en Cristo “a
su manera”, con las consabidas consecuencias de tal principio personal.
En aquella transición
crítica en mi vida, comprendí muy poco el profundo cambio que se estaba
produciendo. Ahora, gracias al auxilio del Espíritu Santo que me ha enseñado en
la Palabra de Dios en la Biblia, de enseñanzas sólidas de la sana doctrina, las
circunstancias de la vida, tengo discernimiento más claro de la forma en que
una persona entra y sale de esa relación vital con Cristo.
Todo
viaje tiene un punto de partida.
El viaje que quiero
compartirte a ti, que estás leyendo esto, comienza en el Génesis, el primer
libro de la Biblia. La palabra “Génesis” significa “comienzo”. Allí vemos cómo
eran las cosas cuando Adán, el primer hombre, caminaba de cerca a Dios. Dios lo
amaba profundamente, y Adán respondía con un cálido afecto a ese amor. Ambos
sentían un profundo deleite en la franqueza, la confianza y la compañía que
experimentaban en aquella relación mutua.
El trabajo era distinto a
lo que es hoy. Era productivo y daba satisfacción; estaba libre de estrés,
ansiedad, corrupción o fallas éticas.
Pero, lamentablemente, el
Paraíso duró poco. Lo que sucedió entonces ha tocado la vida de cada uno de
nosotros.
En la Biblia se nos dice
que la humanidad heredó un defecto fatal cuando Adán cedió ante la tentación y
se rebeló contra Dios. La raíz de todo aquello era que había decidido caminar
por su cuenta, abandonando el extraordinario vínculo que había tenido con Dios
al principio. A partir de este punto, incluyendo a los propios hijos de Adán y
Eva, la naturaleza del ser humano ha estado dominada por la violencia, la
codicia, los celos, el odio y la rebelión. La Biblia le da a todo esto el
nombre de pecado. Su consecuencia: la muerte.
El Antiguo Testamento es
un relato sobre la lucha del ser humano contra el pecado y sus consecuencias.
Dios estableció unos métodos temporales para sustituir esta naturaleza caída,
pero esos métodos no hacían nada que pudiera cambiar esa naturaleza. Seguía
siendo la misma. Tampoco ha mejorado con el paso del tiempo, el aumento de la
educación, los descubrimientos científicos ni la prosperidad económica. La
naturaleza básica o “caída” del ser humano no ha sufrido alteración alguna desde
los tiempos de Adán.
Poco después de entrar el
pecado en la raza humana a través de Adán, Dios predijo la venida de uno que
remediaría aquel defecto fatal. Entonces identificó a un pueblo, el hebreo,
como la familia de la cual saldría esa persona. Durante centenares de años, los
profetas hebreos fueron haciendo revelaciones acerca de aquél que restauraría
aquella relación que había sido quebrantada
Vamos a
dar ahora un salto en el tiempo. Seguimos el relato en el Nuevo Testamento.
Nació un profeta incomparable
llamado Juan. Éste, Juan el Bautista, llamó al pueblo a arrepentirse, o a
cambiar su forma de vivir, y a recibir el perdón de sus pecados. Miles de
personas respondieron y fueron bautizadas como evidencia de que se habían
apartado de su manera profana de vivir.
Juan vino para prepararle
el camino a Aquél que traería consigo la restauración plena. Él llevó al pueblo
tan lejos como pudo. Pero afirmó con toda claridad que, por iniciativa divina,
lo seguiría otro que iría a la raíz del problema: la misma naturaleza
pecaminosa.
Cuando las personas se
arrepentían de sus pecados como respuesta a la predicación de Juan el Bautista,
su corazón quedaba preparado para tratar con el pecado, que era el verdadero
problema. La verdadera importancia de Jesús —el representante perfecto de Dios
en forma humana— es que Él, y solo Él, tenía las credenciales necesarias para
lidiar con la raíz.
En cierto sentido, Jesús
era como Adán y Eva. Ambos hombres habían nacido libres del defecto del pecado.
Ambos fueron tentados, y eran capaces de pecar. Pero aquí es donde ambos
tomaron direcciones radicalmente distintas. Mientras que Adán sucumbió ante la
tentación, Jesús no lo hizo. Llevó una vida perfecta, y sirvió como ejemplo
impecable de la forma en que debe vivir el ser humano.
Ahora bien, más que su
vida, son su muerte y su resurrección las que forman la base de nuestra
transformación personal. Puesto que es tan vital que entendamos la exclusividad
y el alcance de lo que Jesús logró, ahora veremos este momento tan decisivo en la
historia. Como un autor lo describió, es “la mayor historia que se haya contado
jamás”.
Como ya hemos visto, en el
principio Dios creó al ser humano. Casi de inmediato, el ser humano cayó en
rebelión. Luego, después de miles de años de preparación, en el momento
preciso, Dios hizo que saliera embarazada una joven virgen llamada María, quien
estaba comprometida con un carpintero llamado José. El hijo que nació de ella
era el propio Hijo de Dios.
Siendo joven, Jesús
trabajó en la carpintería de su padre. Aunque se enfrentó a las tentaciones a
las que nos enfrentamos todos, creció sin pecado alguno.
Cuando tenía alrededor de
treinta años de edad, dejó su oficio para comenzar a proclamar el mensaje del
Reino de su Padre celestial. Decenas de miles lo siguieron, un gran número
fueron sanados, e incluso hubo muertos que fueron resucitados.
Los líderes religiosos y
del gobierno lo consideraron una amenaza. Por eso, colaboraron para disponer su
muerte, basados en falsas acusaciones. Jesús fue traicionado, arrestado,
juzgado, azotado y clavado a una cruz. Su sentencia de muerte por crucifixión
era la destinada a los criminales comunes. Él no se defendió, sino que fue
voluntariamente, aunque habría podido llamar a un inmenso número de ángeles
para que lo rescataran. En palabras del profeta Isaías, fue como el cordero que
va al matadero. Y murió.
En la cruz, Jesús dijo:
“Todo se ha cumplido”. Éste es el punto más dramático de toda la historia,
porque Jesús no se estaba refiriendo sólo a su vida, sino también al problema
del pecado. Él se había convertido en el remedio de Dios. Gracias a su
obediencia, había satisfecho la exigencia de Dios como “el sacrificio perfecto
por el pecado”. Por eso el cristianismo, despojado de la cruz, no es
cristianismo.
Jesús fue puesto en la
sepultura de un influyente líder judío. Sellaron la tumba. Tres días más tarde,
para perplejidad hasta de sus seguidores más cercanos, resucitó de entre los
muertos. Sus discípulos encontraron la tumba vacía, y se sintieron sacudidos
hasta lo más profundo de su ser.
Pero Jesús se les apareció
a ellos, y después a centenares más. Los consoló y tranquilizó, afirmándoles
que aquellos increíbles sucesos habían estado en el centro mismo de los
propósitos de Dios.
Después de cuarenta días, subió
al cielo, donde se reunió con Dios, su Padre. Entonces el Padre le concedió a
su Hijo el honor más alto y supremo de ser cabeza de todo lo que hay en la
tierra y en los cielos. Así, Jesús fue hecho tanto Señor como Cristo,
posiciones que sigue teniendo hoy. “Señor” se refiere a dominio. “Cristo” se
refiere a su capacidad para salvar. Él, y sólo Él, se convirtió en el Salvador
de la humanidad.
Desde su lugar de
autoridad, Jesús nos invita a convertirnos en seguidores suyos; en nuevas
criaturas.
¿Quién puede decir que
esto no es algo totalmente asombroso? No estoy seguro de que la mente humana lo
pueda captar por completo. ¿Qué clase de amor es éste, el que un padre
sacrifique a su único hijo?
Sin embargo, esto sucedió,
y muy literalmente, por una razón central y majestuosa: para que usted y yo
podamos restablecer la clase de relación personal con Dios que Él quería que
existiera desde el principio. Él fue quien hizo posible que volviéramos a casa.
Así se convirtió en la respuesta a la pregunta más importante de la vida.
La
consumación y la razón de ser de nuestra vida.
Hasta este momento, he
tratado de dejar establecidas dos ideas básicas. La primera es la forma en que
nuestra vida fue corrompida con el pecado que heredamos. La segunda es que
Jesús vino como remedio a esa situación. Según la Biblia, estos hechos son una
realidad.
Ahora, quiero que pensemos
en la relación que hay entre esas dos realidades, y la posibilidad de que
edifiquemos sobre ellas para ser transformados personalmente.
La clave para podernos
apropiar de estas verdades consiste en creerlas y aplicarlas a nosotros mismos.
(El verbo “creer” tiene el mismo significado que “tener fe en…”). Veamos más de
cerca el concepto de creer, tal como se usa en la Biblia, puesto que en el
Nuevo Testamento encontramos este verbo usado cerca de doscientas cincuenta
veces.
En
primer lugar, lo que no es creer.
Creer no es pensar de
manera positiva ni alimentar unas esperanzas infundadas. No tiene que ver con
tratar de ganarse una relación con Dios. No tiene que ver con las buenas obras,
ni con el simple hecho de ser “una buena persona”. No nos convertimos en creyentes
sólo porque estemos afiliados a una institución religiosa, o porque sigamos una
tradición, ni porque hayamos nacido en una familia cristiana.
Para creer hace falta un
objeto de nuestra fe. Creer es colocar nuestra confianza en alguien o algo. Es
una palabra de acción. Implica tomar una decisión consciente. Decidimos creer o
decidimos no creer. Ambas implican una decisión.
En su significado bíblico,
creer es algo que compromete no sólo nuestra mente, sino también la profundidad
de nuestro corazón, y no sólo nuestra mente. Cuando creemos, enlazamos las
realidades mencionadas anteriormente con el compromiso de anclar nuestra
esperanza en la persona de Jesús.
Cuando creemos, estamos
respondiendo de manera positiva al amor que Dios nos tiene. Ese amor es tan
profundo y tan amplio, que proporciona todo el contexto para todo lo que Él ha
hecho por nosotros, y todo lo que Él espera de nosotros. Jesús quiere
apasionadamente que estemos completos en nuestra relación con Él.
Aquí están los elementos
claves por medio de los cuales nos llegamos a reconciliar con el Padre. Todos y
cada uno de ellos tienen una importancia vital. Si uno solo de ellos estuviera
ausente, podría impedir que nuestra relación fuera completa.
Nuestra
condición:
Lo primero que necesitamos
comprender es que estamos separados de Dios. El abismo que nos separa de Él es
ancho y profundo. Heredamos por nacimiento un defecto fatal que nos imposiblita
acercarnos a Dios. Como consecuencia, hemos vivido independientes de Él. La
Biblia destaca esta realidad tan desoladora: “Pues todos han pecado y están
privados de la gloria de Dios”. Si no podemos aceptar el hecho de que el pecado
nos separa de Dios, nunca llegaremos espiritualmente a casa, porque no
sentiremos la necesidad de un Salvador.
El
remedio de Dios:
En segundo lugar,
necesitamos tener una comprensión muy clara de quién es Jesús, y qué ha hecho
Él por nosotros, para poder poner en Él nuestra fe con toda confianza. Jesús
fue quien cerró la brecha que nos separaba de Dios. En palabras del apóstol
Juan: “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que
todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
Jesús no sólo era un buen
hombre, un gran maestro o un inspirado profeta. Él vino a la tierra como el
Cristo y el Hijo de Dios. Nació de una mujer virgen. Llevó una vida sin pecado.
Murió. Fue sepultado. Resucitó al tercer día. Ascendió a los cielos, y allí se
convirtió en Señor y Cristo.
La muerte y resurrección
de Jesús a favor nuestro satisfizo las exigencias de Dios: una provisión
completa para eliminar nuestro pecado. Este Jesús, y sólo Él, reúne las
cualidades para ser el remedio de mi pecado y el suyo.
Nuestra
respuesta: arrepentirnos y creer.
El arrepentimiento
personal es vital en el proceso de transformación. La palabra “arrepentimiento”
significa literalmente “un cambio en la manera de pensar”. Consiste en decirle
al Padre: “Quiero acercarme a ti y apartarme de la vida que he llevado
independientemente de ti. Te pido perdón por lo que he sido y lo que he hecho,
y quiero cambiar de manera permanente. Recibo tu perdón por mis pecados”.
En este punto, son muchos
los que experimentan una notable “purificación” de cosas que se habían ido
acumulando toda una vida, todas ellas capaces de degradar el alma y el espíritu
de una persona. Sintamos o no el perdón de Dios, si nos arrepentimos, podemos
tener la seguridad total de que somos perdonados. Nuestra confianza se basa en
lo que Dios nos ha prometido, y no en lo que nosotros sintamos.
Llegamos a una relación
personal con el Señor cuando tomamos la mayor decisión de la vida: el punto
decisivo del que hablamos antes. Esa decisión consiste en creer que Jesús es el
Hijo de Dios, el que murió por nuestros pecados, fue sepultado y resucitó de
entre los muertos, y recibirlo por Salvador y Señor. Cuando creemos de esta
forma, nos convertimos en hijos de Dios. Está prometido expresamente en el
evangelio de Juan: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre,
les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12).
¿Quisiera
recibir a Jesucristo como Salvador? Si quiere hacerlo, puede hacer una oración
como ésta:
“Jesús, te necesito. Me
arrepiento de la vida que he llevado alejado de ti. Te doy gracias por morir
por mí en la cruz para pagar por el castigo de mis pecados. Creo que tú eres el
Hijo de Dios, y ahora te recibo como mi Salvador y Señor. Consagro mi vida a
seguirte.”
¿Hizo esta oración?
¿Le parece este
transformador paso increíblemente simple? Es lamentable que se haya oscurecido
tanto el concepto de acudir a Jesús de esta forma, y se haya envuelto en tantas
ideas y palabras innecesarias, que se les ha robado a muchos la maravillosa
sencillez de esta verdad. Es muy importante que eso no nos suceda a nosotros.
La transformación personal
tiene por resultado una naturaleza totalmente nueva. Esa naturaleza reemplaza a
la antigua, que había estado corrompida desde el principio. El apóstol Pablo lo
describe de esta manera: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva
creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Corintios
5:17).
Pensemos en otros
términos que se usan en la Biblia para describir el contraste total que existe
entre lo viejo y lo nuevo. Cuando alguien se convierte en creyente, sale de las
tinieblas para pasar a la luz (Hechos 26:18); sale de la esclavitud
para pasar a la libertad (Romanos 8:21); sale de la muerte para
entrar en la vida (Romanos 6:13).
En realidad, el nuevo
creyente ha pasado por un segundo nacimiento. El primero fue un nacimiento
natural, que vino unido a una naturaleza caída. El segundo es un nacimiento
espiritual, libre de este defecto básico. Es un comienzo totalmente nuevo. Nos
convertimos en una nueva persona.
Jesús dice: “El que cree
en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). Hay algo del mismo cielo, vivo,
activo e imperecedero, que habita en el nuevo creyente.
Para mí, éste es el mayor
milagro que nos podríamos imaginar jamás, llegar realmente al hogar de nuestro
Padre en los cielos, con todo lo que esto significa en esta vida y en la
eternidad.
La
Palabra de Dios en la Biblia nos ayuda a comprender la magnitud del cambio
experimentado por el nuevo creyente: “El nuevo carácter, siendo finito, sigue
teniendo la posibilidad de cometer errores, y de hecho los comete, pero no es
ésa la realidad más importante. La realidad verdaderamente importante es que
todos los poderes de la persona son empleados de una forma nueva, y que sus
movimientos son dignificados por una nueva dirección. Es un planeta errante que
se vuelve estable en sus movimientos porque ha entrado en una nueva órbita”.
Ahora
comprendo que esto es lo que me sucedió a mí en aquel momento en el cual le
entregué mi vida a Cristo. Yo había sido un planeta errante, pero gracias a la
generosidad, la paciencia y la misericordia de un Padre amoroso, mi vida se
estabilizó. Fui llevado a una nueva órbita: recibido y convertido en un miembro
de la familia de Dios.
Una vez se haya sentado
una fundación espiritual sólida, podemos crecer en la nueva vida que Dios nos
ha prometido. La Biblia le llama a esto “madurar en Cristo”. Y como yo mismo
puedo dar fe, es un proceso que dura toda la vida.
El propósito de Dios es
que los nuevos creyentes nos convirtamos en personas distintas. Estamos “en
proceso de construcción”. Estamos siendo transformados desde adentro hacia
afuera. El arquitecto principal de estos cambios es Dios mismo. Como un Padre
amoroso que es, Él acude a nuestro lado para dirigir personalmente nuestro
crecimiento.
Por lo que he
experimentado, y he podido observar en otros, surgen unos nuevos patrones de
conducta drástica mente nuevos. Cambian los hábitos dañinos. Las
actitudes, los pensamientos y la manera de hablar pasan a un nuevo nivel.
Las motivaciones son sometidas a escrutinio. Nos preguntamos: “¿Por qué habré
hecho eso?” Dios nos enseña a comportarnos de manera diferente, y nosotros
seguimos adelante.
El proceso continúa. El
egoísmo cede el lugar al servicio. Las relaciones con los demás son
restauradas. Disminuyen la amargura, la envidia, los celos y los odios a medida
que aumenta el amor. Experimentamos una nueva dimensión del gozo. No de un día
para otro, pero sí de manera constante y progresiva. Se producen unos ajustes
profundos. Entonces nos damos cuenta de que es cierto: somos realmente unas
criaturas nuevas, porque Cristo está viviendo en nosotros.
Muy pronto, estos cambios
internos se vuelven visibles. El nuevo creyente quiere reunirse con otros que
también tienen su fe puesta en Cristo. No estamos solos. Así se forman nuevos
lazos de confianza, amor y respeto mutuo.
La Biblia, la Palabra
inspirada de Dios para nosotros, se convierte en una nueva amiga, ahora más
relevante y comprensible. Nos encontramos con el Espíritu Santo, la presencia
de Jesús mismo que habita en nosotros. Descubrimos que Él es un guía increíble,
si le damos acceso.
Ahora bien, nuestra nueva
relación trae consigo unas restricciones necesarias. No se trata de que “todo
sea permitido”, porque vemos que nuestro Dios es un Dios santo. Lo debemos
honrar, reverenciar y obedecer. Cuando aceptamos las elevadas normas que Él ha
establecido para nosotros, comprendemos que son para beneficio nuestro. De
hecho, todo cuanto Él nos proporciona y hace por nosotros, es para nuestro
propio bien.
Nuestra nueva vida en
Cristo no es una vida de éxitos continuos. Hay nuevos desafíos. Los viejos
hábitos y las viejas relaciones no cambian con facilidad. Surgen los
conflictos. Hasta hay fuerzas espirituales que se nos oponen. Dudamos. Nos
desalentamos.
Sin embargo, las cosas son
distintas. No estamos solos. Hemos entrado en una alianza nueva y viva con
Jesucristo. Él nos guía. Nosotros lo seguimos. Nuestra fe está puesta sobre un
fundamento nuevo, y ese fundamento es Cristo. Las palabras que Él nos dirige
son maravillosas y tranquilizadoras: “Nunca te dejaré; jamás te abandonaré” (Hebreos
13:5).
Con el tiempo, esa vida transformada
causa un impacto en todo lo que somos y hacemos.
Tal vez hayas estado muy
lejos del Señor, errando por doctrinas falsas que te alejaron de la senda
segura del Evangelio de Jesús, como lo estuve yo hace años, viviendo de un modo
incierto con respecto al propósito de la vida, a su final, a la eternidad. Pero
déjame decirle que dondequiera que te encuentres, una vez puesto un fundamento
sólido, la aventura de crecer y vivir en Cristo no termina nunca. .
El próximo paso lo tienes
que dar tú. Te animo a aceptar el reto, a aceptar a Jesús como Salvador y Señor
de tu vida. Si estos pensamientos y estas palabras son oportunos, te ruego que
reflexiones sobre ellos y, con la ayuda de Dios, tomes una decisión porque el
arrebatamiento de la Iglesia de Cristo está muy cerca.
A ti que lees esto te digo
delante de Dios, que hoy conozco en quien creo, por fe sé que Cristo está ahí
todos los días de mi vida, sienta o no lo sienta; porque mi salvación y
relación con Él no depende de mis emociones, sino de sus promesas. Jesucristo
es mi Salvador, mi Señor y mi Rey; reina en mi vida, para transformarla según
el diseño que tiene para mi. Por eso me someto al proceso sea cual sea porque
al final redundará para bien en mi vida.
Ojalá que
todo esto que ha leído sea de bendición para tu vida, para mostrar lo
que Dios Padre en el nombre de Jesús, con la guía del Espíritu Santo
por el poder de la Palabra de Dios en la Biblia está llevando a cabo en mi
vida.
¡MARANATHA! ¡¡SI, VEN
SEÑOR JESÚS!!
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