Mar 12:1 Entonces comenzó Jesús a decirles por
parábolas: Un hombre plantó una viña, la cercó de vallado, cavó un lagar,
edificó una torre, y la arrendó a unos labradores, y se fue lejos.
Mar 12:2 Y a su
tiempo envió un siervo a los labradores, para que recibiese de éstos del fruto
de la viña.
Mar 12:3 Mas ellos,
tomándole, le golpearon, y le enviaron con las manos vacías.
Mar 12:4 Volvió a
enviarles otro siervo; pero apedreándole, le hirieron en la cabeza, y también
le enviaron afrentado.
Mar 12:5 Volvió a
enviar otro, y a éste mataron; y a otros muchos, golpeando a unos y matando a
otros.
Mar 12:6 Por último,
teniendo aún un hijo suyo, amado, lo envió también a ellos, diciendo: Tendrán
respeto a mi hijo.
Mar 12:7 Mas aquellos
labradores dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y la
heredad será nuestra.
Mar 12:8 Y tomándole,
le mataron, y le echaron fuera de la viña.
Mar 12:9 ¿Qué, pues,
hará el señor de la viña? Vendrá, y destruirá a los labradores, y dará su viña
a otros.
Mar 12:10 ¿Ni aun
esta escritura habéis leído: La piedra
que desecharon los edificadores
Ha venido a ser
cabeza del ángulo;
Mar 12:11 El Señor ha
hecho esto, Y es cosa maravillosa a nuestros ojos?
Mar 12:12 Y
procuraban prenderle, porque entendían que decía contra ellos aquella parábola;
pero temían a la multitud, y dejándole, se fueron.
Los
versículos que tenemos delante de nosotros contienen una parábola histórica. La
historia de la nación judía, desde la época en que Israel salió de Egipto hasta la destrucción de Jerusalén, se nos
presenta aquí como reflejada en un espejo. Bajo la figura de la viña y de los
labradores, el Señor nos relata la historia
de lo que Dios hizo por su pueblo durante mil quinientos años. Estudiémosla atentamente,
para que podamos aplicárnosla.
Observemos, en
primer lugar, la bondad especial de Dios con la iglesia y la nación judía.
Les concedió privilegios especiales. Los trató como el hombre hace con un pedazo de terreno que separa y cerca
para plantar en él "una viña." Les dio buenas leyes y ordenanzas. Los
estableció en una tierra buena, y por ellos
lanzó da ella siete naciones. Desatendió naciones más grandes y
poderosas para hacerles favor. No se ocupó ni de Egipto, ni de Siria, ni de
Grecia, ni de Roma, y difundió sus
misericordias como una lluvia de gracias sobre unos pocos millones de habitantes
de Palestina. La viña del Señor era
la casa de Israel.
Ninguna familia bajo la bóveda de los cielos recibió
privilegios tan señalados y distinguidos como la de Abrahán.
Y nosotros, los que vivimos en un país cristiano,
¿podemos decir que no hemos recibido de Dios misericordias especiales? No lo
podemos decir. ¿Porque nuestro país no
es pagano, como Corea del Norte o Arabia Saudí? Esto lo debemos a un favor
especial de Dios. No es por nuestra
bondad ni por nuestros méritos, sino por la gracia gratuita de Dios, que
nuestro país es lo que es entre las naciones. Seamos agradecidos por esas mercedes, y reconozcamos la mano que nos las
envía. No seamos altaneros, sino humildes, no sea que provoquemos a Dios y nos
retire sus mercedes.
Observemos,
en segundo lugar, la paciencia y longanimidad de Dios con la nación judía. ¿Qué es su larga historia que registra el Viejo
Testamento, sino una larga serie de
repetidas provocaciones, y repetidos perdones? Leemos una y otra vez de
profetas que le fueron enviados, de apercibimientos que le fueron dirigidos, y todo casi siempre en vano. Un
siervo tras otro aparecieron en la viña de Israel, y demandaron sus frutos; y
un siervo y otro fueron "despedidos con
las manos vacías " por los labradores judíos, y la nación no
produjo fruto ninguno para gloria de Dios. "Se burlaron de los mensajeros
de Dios, despreciaron las palabras de Él,
y maltrataron a sus profetas." 2 Crón. 36.16. Sin embargo, centenares de
años transcurrieron antes que "el furor de Dios se despertase contra su pueblo, cuando ya no había
remedio." Nunca hubo un pueblo al que tanta paciencia se mostrara como a
Israel.
Y nosotros también, los que vivimos en este país
afortunado ¿no tenemos que agradecer a Dios su largo sufrimiento? No hay duda que tememos motivos sobrados para decir que nuestro Señor es
paciente. No nos trata cual nuestros pecados merecen, ni nos da el pago
según son nuestras iniquidades. Bastantes veces lo hemos provocado a retirar nuestro
candelero y a tratarnos como lo hizo con Tiro, Babilonia, y Roma. Sin embargo,
aún continúan su longanimidad y su
amorosa bondad. No presumamos demasiado de su bondad. Que de sus misericordias
salga para nosotros un grito que nos llame a producir frutos, y a esforzarnos en abundar en esa rectitud que
solo exalta y eleva a las naciones. Prov. 14.34. Que todas las familias de esta
tierra comprendan que son responsables a
Dios, y entonces veremos a toda la nación publicando sus alabanzas.
Observemos, en
tercer lugar, la dureza y maldad de la humana naturaleza, tal como la muestra
la historia del pueblo judío.
Difícil es imaginar una prueba más convincente de
esta verdad, que el resumen de la conducta que observó Israel con los
mensajeros de Dios, y que nuestro Señor
bosqueja en esta parábola. Les envió en vano profeta tras profeta; milagros y
milagros tuvieron lugar ante sus ojos sin producir ningún efecto duradero.
El mismo Hijo de Dios, manifiesto en la carne,
habitó entre ellos y "se apoderaron de Él, y le mataron..
No
hay verdad que menos se acepte y se crea que "la completa maldad "
del corazón humano. Consideremos
esta parábola siempre como una de las pruebas
permanentes de dicha verdad. Veamos en ella lo que los hombres pueden
hacer, en el completo goce de los privilegios que la religión confiere,
rodeados de profecías y milagros, y en
la presencia del Hijo mismo de Dios. "El espíritu carnal es enemistad
contra Dios." Rom. 8.7. Nunca los hombres vieron a Dios cara a cara, sino cuando Jesús se hizo hombre, y
vivió en la tierra. Lo vieron santo, inocente, puro, haciendo bien por do
quiera que iba; sin embargo, no quisieron
recibirlo, se rebelaron contra El, y al fin le dieron muerte. Borremos de nuestra alma la idea de la
bondad innata de nuestros corazones, o de nuestra rectitud natural. Abandonemos la opinión tan común que
un hombre se hace cristiano tan solo con ver y saber lo que es bueno.
Grande es el experimento que se hizo con
la nación judía. Nosotros también, como Israel, podríamos presenciar milagros,
y tener profetas entre nosotros, y, como para Israel, ser todo eso inútil
para nosotros. Solo el Espíritu de Dios
puede cambiar los corazones. "Necesario nos es nacer otra vez." Juan
3.7.
Observemos, por
último, que pueden los hombres sentir el aguijón de la conciencia, y continuar,
no obstante, en su impenitencia.
Los judíos, a quienes nuestro Señor
dirigió la solemne parábola histórica de que nos venimos ocupando, vieron
claramente que a ellos se aplicaba. Comprendieron que ellos y sus progenitores eran los labradores a quienes se
había arrendado la viña, y que debían dar cuentas a Dios de sus productos.
Comprendieron que ellos y sus
antepasados eran los labradores perversos, que habían rehusado pagar al
Señor de la viña lo que se le debía, y que habían " maltratado
vergonzosamente" a sus siervos,
"golpeando a unos, y matando a otros." Sobre todo bien sabían que
estaban tramando el postrer acto que había de coronar sus maldades, y que
la parábola describía. Estaban pensando
asesinar al Hijo amado, "arrojarlo fuera de la viña." Todo esto lo
sabían perfectamente bien. "Sabían que había dicho esa parábola contra ellos. "Pero aunque lo
sabían, no se arrepintieron; aunque por sus conciencias estaban convictos,
continuaban endurecidos en sus pecados.
Que
este hecho terrible nos haga ver, que la creencia y la convicción no son
suficientes para salvar el alma. Posible es que sepamos que hacemos mal, que no podamos
negarlo, y que, no obstante, nos apeguemos con obstinación a nuestros pecados, y perezcamos en el infierno. Mudar
el corazón y la voluntad es lo que todos necesitamos. Oremos
fervorosamente por conseguirlo, y no
descansemos hasta lograrlo, pues sin ese cambio no veremos nunca cristianos ni
lograremos ir al cielo. Sin él
atravesaremos la existencia, sabiendo, como los judíos, que somos malos, pero,
como los judíos, perseverando en nuestra
conducta, y muriendo en nuestros pecados.
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